Pocas semanas después, el caso quedó
cerrado cuando un mensaje de la embajada canadiense en Madrid notificó de forma
oficial lo que la autopsia del forense había esclarecido: John Ulysses McBain
padecía un tumor cerebral de aspecto radiológico maligno en el hemisferio
derecho. El anuncio vino acompañado de una carta con el membrete del Royal
Victoria Hospital. En ella, el director médico certificaba que se lo habían
descubierto un mes antes, en septiembre de 1992, cuando empezó a quejarse de
dolores de cabeza, pero que el paciente rechazó cualquier tipo de tratamiento,
médico o quirúrgico. Intentaron convencerlo, continuaba la misiva, pero
desapareció del panorama y no supieron más de él hasta entonces.
Yo lo
conocí fugazmente un sábado a finales de octubre, cuando llamó a la puerta de
la masía. Eran las tres de la tarde y el golpeteo con los nudillos me despertó
de la siesta que estaba echando sobre el sofá. Fui a abrir un poco sorprendido
y molesto, ya que las lomas de Marjana son tan solitarias que raramente viene
alguien por aquí, salvo los ocasionales domingueros que se internan en la
Serranía.
Me
encontré con un hombre alto y enjuto como únicamente los anglosajones suelen
serlo sin perder la elegancia, de rasgos afilados, pelo blanquísimo, ojos grises
y cejas en tirabuzón. Tenía el aire del príncipe de Gales. Pero menos que su
rostro, me desconcertó su aspecto de tranquila autenticidad. Iba vestido con
sobria ropa otoñal y calzaba unos cómodos mocasines. Se sostenía ayudado por un
bastón y jadeaba un poco a causa de la caminata.
—Buenas
tardes —dijo—, me llamo John McBain, soy canadiense y estuve en esta casa hace
cincuenta años, después de la guerra. ¿Puedo entrar, por favor?
Hablaba
castellano con un ligero acento inglés, pero su dicción era correcta, sin
titubeo alguno. Me inspiró confianza, así que me hice a un lado y pasó al
interior.
Lo invité
a que se sentara y, mientras él recuperaba el aliento, yo preparé un café.
Sentía curiosidad por las razones nostálgicas que pudiera tener aquel anciano para
volver al cabo de tanto tiempo a un lugar perdido como éste. A la vez, me
interesaba conocer algún detalle antiguo de la masía que compré en 1987 para
alejarme en días libres del ruido de Valencia.
Soy un
hombre ocupado. El mundo de la publicidad requiere constante atención y produce
mucho estrés, de manera que los viernes por la tarde enfilo la carretera hacia
Los Yesares y me desentiendo de ajetreos. Ni siquiera tengo aquí televisor,
únicamente los libros, la música, el aire puro, el fuego del hogar y unas botas
de montaña, adecuadas para andar por los cerros.
—Qué bien
habla usted —dije, tratando de ser amable, mientras vertía el café en dos tazas
y me acomodaba en un sillón frente a él—, apenas se le nota un deje.
—He sido
profesor de español. Ya hace tiempo que me jubilé.
—De manera
que estuvo aquí en los años cuarenta…
—Bueno, la
casa no era así —respondió, atisbando a su alrededor—, sino mucho más humilde,
pero con la misma distribución. Se nota que la ha modernizado usted con gusto,
conservando el aspecto original. ¿Cómo se llama? —me preguntó.
Le dije mi
nombre y luego me contó que era de Ottawa y que en la guerra civil se vino a
España con la brigada Mackenzie-Papineau para alistarse en el ejército
republicano. Había sido uno de tantos jóvenes que respondieron en medio mundo a
la llamada de aquella causa común y, cuando todo acabó, se quedó enganchado por
la Serranía con los combatientes del maquis «Ojos Azules», en el cerro de los
Curas.
—A mí me
apreciaban mucho y me conocían por Juan «el Canadiense.» Fueron buenos
compañeros —comentó—. Lo poco que teníamos era de todos.
—Nunca
pensé que llegaría a conocer a un verdadero maquis —dije.
Sonrió.
—Bajábamos
de cuando en cuando a los pueblos para buscar alguna comida y allí las mujeres
nos servían de enlace, pero la Guardia Civil iba estrechando el cerco y la
supervivencia se puso cada vez peor, porque los fascistas se inventaron la
trampa de las contrapartidas, en que se hacían pasar por guerrilleros y se
infiltraban entre nosotros. Nos hicieron mucho daño. Usted, que es joven, no
será capaz de entender una situación como aquélla.
—¿Y cómo
fue que se incorporó al maquis?
—Después
de perder la guerra intenté como muchos escapar en barco por Alicante, pero fue
imposible, sencillamente no había barcos, así que pasé a la clandestinidad y
luego me eché al monte. Me trajo un compañero de Segovia, un tal Florián, muy
valiente, no sé que habrá sido de él.
—Era una
vida dura, ¿no?
—Mucho. En
1942, al cabo de tantos meses de vagar sin techo como una alimaña, de campamento
en campamento, durmiendo de día y andando de noche, me quedaban pocas
esperanzas en el porvenir. Fíjese que nunca atravesábamos los ríos por los
puentes, sino por el agua, con tal de evitar a los civiles, y en invierno aquí
hace un frío que pela, qué le voy a decir. Nos poníamos luego linimento Sloan
para entrar en calor. Era terrible, terrible.
Sus erres
semivocales dulcificaban la dureza del adjetivo. Asentí en silencio.
—¿Y dice
que estuvo en esta casa?
—Sí, fue
en la primavera del 43. Ojos Azules, nuestro jefe, me envió con otro a explorar
la zona. Buscábamos un nuevo punto de apoyo y llegamos aquí cuando el sol
estaba despuntando. Mi compañero se llamaba Aquiles. Los perros no ladraron y
eso nos pareció una buena señal, porque en algunas masías los enseñaban a
distinguir nuestro olor y a no alborotar. Apestábamos de no lavarnos. La pareja
que nos recibió tenía miedo de las represalias, pero el marido dijo que
podíamos comer un plato caliente —John McBain fijó su mirada en el escritorio a
mi derecha y lo señaló con el dedo—: Yo me senté en ese rincón. Acababa de
cumplir veinticuatro años, estaba sucio y con barba de varias semanas.
Entonces, mientras Aquiles y yo tomábamos un caldo, se abrió la puerta de aquel
cuarto —señaló ahora hacia mi despacho; el dedo le temblaba— y asomó la hija
del matrimonio.
La
historia empezaba a interesarme.
—¿Y cómo
era?
Dio un suspiro y tardó en contestar.
—Supongo
que usted ha imaginado alguna vez a la Virgen cuando la visitó el arcángel
Gabriel. Era así, todavía adolescente, la mujer más hermosa que he visto jamás.
Oí su nombre, María. Su madre le gritó con malos modos que se encerrara en la
habitación. Temía sin duda que le hiciéramos algo, porque los maquis que andan
sin hembra por el monte son peligrosos.
Traté de
reconstruir mentalmente el terror de aquellos padres y la sorpresa de la joven.
—¿Y ella
obedeció?
—Claro
—meneó afirmativamente la cabeza—, qué iba a hacer si no. Sólo la vi unos
segundos, pero fueron suficientes para comprender que aquel día, aunque le
parezca increíble, era el primero de mi vida.
Observé
que el viejo brigadista, tras tamaña confesión, se acababa de perder en sus
evocaciones, pues de pronto calló, mirando al vacío.
—¿Y qué
pasó luego? —le pregunté intrigado, temiendo que me dejase a media miel.
Bajó de la
nube:
—Poco
después salí a buscar algo de leña, para que el matrimonio viese que éramos
gente de bien. Me alejé con el naranjero al hombro, camino de la cueva de los
Diablos, y desde allí escuché ladridos y enseguida un tiroteo. Los guardias
civiles habían atacado por sorpresa, Aquiles respondió y en la refriega lo
mataron. A los dos días, cuando regresé con mucho cuidado, descubrí su cadáver.
De la familia que vivía en esta casa no encontré ni rastro.
—Se salvó
por los pelos…
—Tan por
los pelos que me sentí muy culpable. Me lo llevé a cuestas y lo enterramos en
el Alto Gaspar. Unos meses más tarde pude huir del país y pasé a Portugal por
Tras-os-Montes. Desde allí fui repatriado a Canadá.
—¿Y eso
fue todo? —pregunté.
Sonrió con
desgana.
—Sí, a
partir de ahí no me ha ocurrido nada que valga la pena.
Transcurrieron
varios minutos en silencio. Yo lo dejaba cavilar. Los párpados se le iban
enrojeciendo. Por fin, con ese vigor que mantiene perennes las quimeras de
algunos seres insensatos, fijó su mirada en mí y descargó lo que llevaba
dentro:
—Créame si
le digo que no ha pasado una sola noche desde entonces sin que sueñe con
aquella mujer.
Ya no
habló más. Se le notaba la fatiga.
—¿Quiere
echarse a descansar?
Lo conduje
al cuarto de las visitas y torné a ocuparme de mis asuntos. Al cabo de un buen
rato apareció de nuevo en la sala de estar. Dijo que iba a proseguir explorando
la zona para repetir sus pasos y hacer memoria, me dio mil gracias por la
hospitalidad y se despidió. Desde la puerta lo vi alejarse monte arriba.
Cuando se
ejerce una profesión como la que yo escogí, inmersa a diario en
representaciones artificiales del deseo, uno suele desatender los matices más
sencillos, esos que nacen sin doblez cuando ya no hay nada que ganar y el futuro
dejó de existir. He pensado mucho en aquel adiós y quizá lo esté deformando, no
lo sé, pero el recuerdo es del mismo metal que los hechos reales y ahora estoy
completamente seguro de que su cálida mano, al apretar la mía, quiso
transmitirme la serenidad del cansado viajero que avista el puerto tras una
larga odisea circular, en la que el sueño ilusorio que lo guiaba permaneció
siempre remoto y equidistante de su nave.
Pasaron varias horas. Yo estaba
sirviéndome la enésima taza de café cuando el murmullo limpio de los pájaros se
interrumpió de pronto por el eco del disparo, que bajó reverberando desde el
Alto Gaspar. No le di importancia,
la caza
abunda en
el otoño. Antes de
seguir con la novela que me tenía absorto, fui a echar una ojeada a través del
mirador: el sol ensangrentado empezaba a ocultarse en la raya
del cielo, todo era paz
crepuscular en Marjana. Las pavesas melancolizaban el hogar con sus
crepitaciones y, a mi espalda, el equipo de sonido reproducía susurrante la voz
irrepetible de Fritz Wunderlich cantando el aria de Lensky.
Sobre la cómoda
del dormitorio de las visitas encontré aquella noche una vieja fotografía con
el maquis canadiense en primer plano, diez mil dólares en cheques firmados de
American Express, para los gastos legales, y una nota escrita a pluma donde
John McBain pedía perdón por las molestias que me iba a ocasionar.