Los aņos ingleses

 

            Al principio fue para mí el mito, Hirschfelder, el icono de escritor, el gran solitario, el monolito, que, según se decía, resistía en Inglaterra desde la guerra y escribía allí su obra maestra. Al menos eso era lo que hasta hace un par de meses todavía asociaba a su nombre y, a pesar de todo lo que desde entonces he averiguado de él, me sorprende la brusquedad con la que esa imagen puede, igual que antes, aflorar a la superficie. Pues hasta ese momento sólo sabía las anécdotas que había oído sobre él, y si las repaso mentalmente, si pienso que dicen que practicaba su actividad de rodillas, en un artilugio propio, un armazón que más bien parecía un reclinatorio, si intento imaginar que al atender el teléfono, para protegerse de cualquier tentativa de asedio, fingía ser la señora de la limpieza, distorsionando su voz de bajo hasta sacar un falsete, o que era capaz de quedarse dormido delante de las visitas en cuanto empezaban a aburrirlo, me digo que todo eso eran puros clichés.

            Preferiría no tener que mencionar a Max, no tener que hablar de él después de todo el tiempo que llevamos separados, pero fue él el primero en llamarme la atención sobre Hirschfelder. Naturalmente, Max lo había descubierto porque él también escribía, pero no pudo ser sólo por eso, era demasiado poco para justificar su entusiasmo por él, un único libro, un libro que, además, databa de los años cincuenta, y si me pregunto qué otras cosas de él habrían podido atraerle, cada respuesta me parece una mera explicación de emergencia. Recuerdo siempre la última semana que pasamos juntos, la semana que, más o menos, la dedicamos entera a hablar de él y, por disparatado que parezca, a veces pienso que sí, que fue Hirschfelder el hombre que se interpuso entre nosotros, aunque ninguno de los dos lo hubiese visto nunca, y no quiero entrar en más detalles, aunque sería interesante contar de una buena vez todo lo que tiene que aguantar la mujer de un escritor.