Rêverie en forma de prólogo
Estaba sentado de lado ante
el escritorio del pequeño estudio. Revolvía con irritación los papeles que le
había pasado el general Drouot, el presupuesto de 1815, como si entre ellos se
hubiese escondido un escarabajo o un algavaro que hubiese entrado casualmente
por la ventana en busca de calor. Se quejó entre dientes de que el coste de los
uniformes era excesivo. Controlaba que el total de cada partida fuera exacto,
porque no se fiaba ni siquiera de Drouot. No se fiaba de nadie. «Traed las
velas», dijo secamente. Fuera de la villa de los Molinos la capa del cielo,
azul claro, se había vuelto gris ceniza en pocos minutos. El señor Rathéry, el
secretario particular, había pasado a la salita de los oficiales de la guardia
en busca del general Cambronne. Dentro de media hora acudiría el mameluco Alí
para anunciar la cena.
Me dirigí hacía el rellano
de debajo de la ventana de la biblioteca, donde había dejado las novedades
editoriales que habían llegado de Livorno, entre ellas el falso volumen sobre
la extracción del hierro que en realidad era una caja. Levanté la cubierta como
si fuese la puerta de un pequeño armario. Traté de sacar la pistola allí
escondida con la delicadeza que me permitía el temblor de las manos, y levanté
el percutor. Apreté la pistola contra el pecho, como si se tratase de una
reliquia, y abrí la puerta de entrada del pequeño estudio. Entonces tendí el
brazo cuan largo era, apuntando a la nuca.
El pequeño bastardo que
estaba acurrucado junto a él se irguió sobre las patas anteriores, gruñendo. El
hombre no se volvió enseguida, casi como si no diese crédito a sus propios
oídos. Después, sin ponerse de pie, giró el tronco muy lentamente, con una
gravedad algo teatral, de antiguo romano, tal vez como había visto hacer a su
amigo Talma, el famoso actor parisino. En sus ojos no había miedo.
En la fracción de segundo
que separa la vida de la muerte, el estupor sin nombre por la insolencia de un
empleado ya se estaba convirtiendo en uno de esos estallidos de cólera fría por
los que era famoso entre sus oficiales. «La bala que me matará todavía no ha
sido fundida.» ¡Cuántas veces lo había dicho! También entonces lo repitió, en
voz baja, como si fuese una obviedad y le indignase el hecho de que yo todavía
no lo hubiese entendido. «¡No ha sido fundida todavía», repitió, esta vez
gritando.
Entonces apreté el gatillo.
Al recibir la bala en plena frente desvió la mirada, casi como si quisiera
seguir su trayectoria y controlar su precisión.
En el frío helado de las
noches de febrero me he representado muchas veces esta escena. Sí, prefería que
él se diera la vuelta, que me mirase a la cara. No quería dispararle en la
nuca. Quería que él viese qué era capaz de hacer un insignificante isleño de
Elba, un erudito local, su bibliotecario, un hombre de letras: un don nadie. La
lengua de la isla dispone de numerosos sinónimos para expresar este concepto:
baggiano, broccolo, buacciolo, carciofano, cincirinella, gnogna, locco, lollo,
strullo, tezzero, timignocco, torsolo, trampano, trasto, trespido. Pero yo
tenía menos claro qué ocurriría inmediatamente después: la puerta que se abre
de golpe, Alí que entra de forma precipitada con una mueca de horror en la boca
y que trata de desenvainar el sable, los de la guardia, que acuden con las bayonetas
caladas, el piadoso y justo Drouot petrificado por la traición —también él
incrédulo, «¡vos, Acquabona!»—, los rugidos de Cambronne, las lágrimas
silenciosas del general Bertrand que —yo lo sabía— lloraría ante todo por sí
mismo, los desmayos de la dulce Madame Bertrand.
¿Quién daría la noticia a
Madame Mère? Seguramente Drouot. Bajaría al Palazzo Vantini, alejaría con
firmeza a las damas de compañía y volvería a cerrar a sus espaldas la puerta de
la salita. «Madame, el Emperador ya no vive.» Yo lo lamentaba por él, y también
por Madame Mère.
En mi familia no pensaba.
Hoy vil asesino y traidor, mañana héroe liberador: los descendientes de
Ferrante y Diamantina tendrían de qué avergonzarse o envanecerse según las
mudanzas de los tiempos. La noticia tardaría por lo menos cinco días en llegar
a París, y otros tantos a Viena. Sin embargo, era molesto pensar en el alivio
de los Borbones o en el júbilo que inundaría las cenas y los bailes de los
vencedores.
¿Qué me harían? Alí no me
atravesaría con su espada, de eso estoy seguro; al menos no por iniciativa
propia. Tampoco Drouot, cuyo sentido de los procedimientos era demasiado fuerte
y nunca se abandonaba a los impulsos: era el gobernador de la isla, y por tanto
la suprema autoridad en ese momento.
No me fusilarían y tampoco
me ahorcarían, castigos demasiado suaves e instantáneos. «Haced que se sienta
morir.» Tal vez sería guillotinado en la plaza de Armas, para después poder
mostrar a los horrorizados elbanos mi cabeza de renegado. Horrorizados por el
delito, no por su castigo. Tal vez me empalarían en el fuerte Falcone. El
tesorero, Peyrusse, enriquecería sus Memorias, que lo aguardaban en la edad
avanzada, con una página memorable: «El infame pidió piedad, lloró, se orinó
encima, murió como el ser vil que había sido».
En Nápoles la baronesa
diría a sus amigas que en Elba había ocurrido lo último que esperaba ver en el
mundo.
M