La siesta asesinada

El «sí, sí» al peluquero

 

Estamos ahí, hundidos en el sillón, vaporosos, flotando en la bata sedosa y liviana que nos ha puesto el peluquero. Al principio, ha hecho ese gesto de dejar resbalar el dedo por nuestro cuello para colocarnos la pequeña toalla protectora… A partir de ese momento, nos hemos puesto en sus manos, anestesiados por tanta autoridad y solicitud, por tantos efluvios a violeta y helecho desparramados por el local.

Cuando el peluquero nos habla a nuestra espalda, no es de muy buena educación seguirlo con los ojos, y además a él le irrita un poco —no dice nada, pero os sujeta la cabeza entre las manos, a la altura de las sienes, y rectifica la posición con suavidad implacable—. Luego se reanuda el ballet del peine y de las tijeras, y también la conversación, tras una breve pausa. Entonces ocurre algo un tanto extraño: se mira uno a los ojos en el espejo sin dejar de conversar. No puede decirse que se vea uno de verdad, ni que se admire: resultaría muy molesto oponer semejante suficiencia a esa revoloteante labor de artesanía que se despliega en torno a vuestras orejas. Se mira uno olvidándose de sí. Se convierte uno en la conversación, un poco anodina las más de las veces, de estilo moralizador con muy amplio consenso, sobre la evolución defensiva del fútbol, por ejemplo —pues sí, hombre, lo que manda ahora es el dinero.

Pero el momento importante llega al final. Los gestos se han vuelto más lentos, el peluquero nos ha despojado de la bata de nylon y, domador de infalible látigo, la ha sacudido de un solo golpe. Con un cepillo suave, nos libera de pelos superfluos. Y sobreviene el instante temido. El peluquero se acerca al estante, coge un espejo y lo fija en tres posiciones rápidas, entrecortadas: en nuestra nuca, un poco más a la izquierda, un poco más a la derecha. Allí se calibra de pronto la magnitud del desastre… Sí, aunque sea más o menos lo que hemos pedido, aunque nos apetezca llevar el pelo más corto, cada vez olvidamos la cara de tontorrón que se le pone a uno con el pelo recién cortado. Y tenemos que aprobar esa catástrofe con un pequeño «sí, sí», un doloroso asentimiento que debemos formular hipócritamente con un parpadeo aprobador, una oscilación de la cabeza, a veces un «perfecto» que supone un auténtico martirio. Y encima hay que pagar por eso.

 

Va a llover en Roland Garros

 

«Météo-France nos anuncia aguacero dentro de unos veinte minutos.» En la pista, los colores han cambiado de sopetón. La tierra color naranja ha cobrado un matiz rojizo, casi oscuro. Detrás de los jueces de línea, las lonas verde pálido BNP imponen de repente una atmósfera de piscina cubierta, de gimnasio tedioso. No llueve aún del todo, pero debe de flotar una leve llovizna en el aire, pues se difuminan los contornos.

Llega el temido instante en que el jugador que saca mira hacia el cielo y, a continuación, hacia el árbitro. Éste, imperturbable en su silla, anuncia apaciblemente 15-30. Debe dejar claro que no va a dejarse engañar: uno de los dos jugadores tiene siempre interés en que se interrumpa el partido. Prosigue el juego, pero el público no presta mucha atención al marcador. Lloverá. Y es que hay cosas que tan sólo nos tememos aun teniendo la certeza de que sucederán inexorablemente. Cuando cae el aguacero, indiscutible y franco, la gente se resigna sin exhalar un suspiro. En escasos segundos, el árbitro se ha apeado de su silla, las raquetas de recambio y las toallas han desaparecido en la profundidad de las bolsas, los recogepelotas despliegan la amplia lona blanda y oscura.

Entonces ya no se nos ocurre nada que hacer. Sentados ante la pantalla de la tele, nos llega casi el olor de los tilos rimbaudianos en las avenidas de junio. Como les ocurre a los espectadores reales, nuestros pensamientos vagan al azar mientras esperamos. Reina esa calma, esa nada, ese París pendiente de la Porte d'Auteuil. Todas las tecnologías, todos los frenesís publicitarios y deportivos aglutinados por el torneo adoptan un ápice de melancólica lentitud. La semana que viene hará buen tiempo para la final, nos consta, la tierra tendrá ese tono de arena rojiza y los teleobjetivos desplegarán su monstruoso hocico. Pero nos invade una pizca de hastío, apetece una taza de té, ponerse un jersey aunque la temperatura sea suave. Llueve en Roland Garros.

 

 

Encuentro en el extranjero

 

No sabemos nada de ellos. Ni siquiera cómo se llaman. Por lo común, nos limitamos a saludarlos con un gesto, en la panadería o en el estanco. Diez años llevamos cruzándonos con ellos, sin sentir la menor curiosidad. Ni tan sólo indiferencia. Más bien una especie de contigüidad familiar, no desagradable, pero que no lleva a ninguna parte.

Y de pronto nos los encontramos allí, en pleno corazón de Hyde Park, ¡a quién se le
ocurre! Tras el tropel de las tiendas de Regent Street, habíamos adoptado divertidos esa libertad inglesa que permite a cada cual coger una tumbona y apoltronarse, los pies en el césped, con un suspiro de satisfacción… y la sensación de haberse convertido casi en un autóctono. Pero a unas yardas, enfrente mismo de nosotros, también amodorrados en la lona verde oscuro… Preciso es confesarlo, el reconocerlos no suscita de entrada un irreprimible entusiasmo. Más bien una reticencia, ligada precisamente a la idea de que lo correcto sería mostrar alegría, y de que no resultará fácil. Por la parte contraria, nace el mismo sentimiento en el mismo segundo, y se establece un paralelismo entre los gestos. Nos sorprendemos al unísono, los ojos desorbitados, la boca abierta. Nos acercamos con una lentitud que desmiente al punto la profunda alegría fingida el instante anterior. ¿Qué vamos a decirnos?

Ahí es donde viene a salvarnos la hipocresía social acumulada durante años. Sí, esa es-pecie de aplomo aplicable a toda clase de circunstancias, que no consuela de las inmensas timideces de la adolescencia, pero que les sucede y marca el irremediable paso a la edad adulta, esa irrisoria pero tan práctica desenvoltura nos permite enfrentarnos a la situación con una naturalidad vagamente obscena. Hablamos. Hablamos de Inglaterra, ni que decir tiene. Cualquier alusión al país de origen queda excluida de entrada. En cambio, las circunstancias del viaje, las peripecias del alojamiento, el dilema entre metro y taxi se analizan punto por punto. Nos sorprendemos, embriagados por nues-tra propia energía. Se crea una corriente, ¿cómo habíamos podido ignorarnos durante tanto tiempo? Seguimos sin saber gran cosa de su vida, pero parecen simpáticos, y, movidos por el calor del momento, vamos a proponerles tomar una copa juntos. Aunque… Sólo pasamos dos días en Londres, y el cúmulo de ambientes de que queremos hacer acopio corre el riesgo de reducirse a una piel de zapa si empezamos a diluir el tiempo con conciudadanos. ¿Verse en Francia, a la vuelta, entonces? Sí, bueno… Claro que… Tampoco puede uno pasarse ciento siete años hablando de Londres…

Todos esos pensamientos no formulados desfilan también en paralelo, lo advertimos perfectamente. El alegre parloteo de los primeros segundos empieza a resentirse, y van espaciándose las frases. Nos separamos un tanto patosos, y la despedida tiene visos de liberación.

Ocho días más tarde, cuando coincidamos en el quiosco, fingiremos no vernos.