i
siempre la claridad viene del cielo;
es un don:
no se halla entre las cosas
sino muy
por encima, y las ocupa
haciendo
de ello vida y labor propias.
Así
amanece el día; así la noche
cierra el
gran aposento de sus sombras.
Y esto es
un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a
los seres? ¿Qué alta bóveda
los
contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es
pronto aún, ya llega a la redonda
a la
manera de los vuelos tuyos
y se
cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay
tan claro como sus impulsos!
Oh,
claridad sedienta de una forma,
de una
materia para deslumbrarla
quemándose
a sí misma al cumplir su obra.
Como yo,
como todo lo que espera.
Si tú la
luz te la has llevado toda,
¿cómo voy
a esperar nada del alba?
Y, sin
embargo —esto es un don—, mi boca
espera, y
mi alma espera, y tú me esperas,
ebria
persecución, claridad sola
mortal
como el abrazo de las hoces,
pero
abrazo hasta el fin que nunca afloja.
ii
yo me pregunto a veces si la noche
se cierra
al mundo para abrirse o si algo
la abre
tan de repente que nosotros
no
llegamos a su alba, al alba al raso
que no
desaparece porque nadie
la crea:
ni la luna, ni el sol claro.
Mi
tristeza tampoco llega a verla
tal como
es, quedándose en los astros
cuando en
ellos el día es manifiesto
y no
revela que en la noche hay campos
de intensa
amanecida apresurada
no en
germen, en luz plena, en albos pájaros.
Algún
vuelo estará quemando el aire,
no por
ardiente sino por lejano.
Alguna
limpidez de estrella bruñe
los pinos,
bruñirá mi cuerpo al cabo.
¿Qué puedo
hacer sino seguir poniendo
la vida a
mil lanzadas del espacio?
Y es que
en la noche hay siempre un fuego oculto,
un
resplandor aéreo, un día vano
para
nuestros sentidos, que gravitan
hacia
arriba y no ven ni oyen abajo.
Como es la
calma un yelmo para el río
así el
dolor es brisa para el álamo.
Así yo
estoy sintiendo que las sombras
abren su
luz, la abren, la abren tanto,
que la
mañana surge sin principio
ni fin,
eterna ya desde el ocaso.
iii
la encina, que conserva más un rayo
de sol que
todo un mes de primavera,
no siente
lo espontáneo de su sombra,
la
sencillez del crecimiento; apenas
si conoce
el terreno en que ha brotado.
Con ese
viento que en sus ramas deja
lo que no
tiene música, imagina
para sus
sueños una gran meseta.
Y con qué
rapidez se identifica
con el
paisaje, con el alma entera
de su
frondosidad y de mí mismo.
Llegaría
hasta el cielo si no fuera
porque aún
su sazón es la del árbol.
Días habrá
en que llegue. Escucha mientras
el ruido
de los vuelos de las aves,
el tenue
del pardillo, el de ala plena
de la
avutarda, vigilante y claro.
Así estoy
yo. Qué encina, de madera
más oscura
quizá que la del roble,
levanta mi
alegría, tan intensa
unos
momentos antes del crepúsculo
y tan
doblada ahora. Como avena
que se
siembra a voleo y que no importa
que caiga
aquí o allí si cae en tierra,
va el
contenido ardor del pensamiento
filtrándose
en las cosas, entreabriéndolas,
para dejar
su resplandor y luego
darle una
nueva claridad en ellas.
Y es
cierto, pues la encina ¿qué sabría
de la
muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta
su intimidad,
su instinto, lo espontáneo
de su
sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta
mi vida
así, en sus persistentes hojas
a medio
descifrar la primavera?
iv
así el deseo. Como el alba, clara
desde la
cima y cuando se detiene
tocando
con sus luces lo concreto
recién
oscura, aunque instantáneamente.
Después
abre ruidosos palomares
y ya es un
día más. ¡Oh, las rehenes
palomas de
la noche conteniendo
sus
impulsos altísimos! Y siempre
como el
deseo, como mi deseo.
Vedle
surgir entre las nubes, vedle
sin ocupar
espacio deslumbrarme.
No está en
mí, está en el mundo, está ahí enfrente.
Necesita
vivir entre las cosas.
Ser añil
en los cerros y de un verde
prematuro
en los valles. Ante todo,
como en la
vaina el grano, permanece
calentando
su albor enardecido
para
después manifestarlo en breve
más
hermoso y radiante. Mientras, queda
limpio sin
una brisa que lo aviente,
limpio
deseo cada vez más mío,
cada vez
menos vuestro, hasta que llegue
por fin a
ser mi sangre y mi tarea,
corpóreo
como el sol cuando amanece.