El jardín de la señora Murakami

El jardín de la señora Murakami Izu iba a ser demolido en los días siguientes: removidas las grandes piedras blancas y negras que lo habían integrado hasta entonces. Secarían además los senderos acuáticos y el lago central, donde siempre fue posible apreciar las carpas doradas. La señora Murakami solía sentarse frente a ese lago para contemplar durante varias horas seguidas los reflejos de las escamas y las colas. Abandonó aquel entretenimiento sólo cuando enviudó. Durante esa temporada la casa se mantuvo cerrada. Las ventanas no se abrieron. Sin embargo, el jardín siguió manteniendo su mismo esplendor. La vivienda continuó al cuidado de Shikibu, la vieja sirvienta. Del jardín se encargó un anciano con mucha experiencia que había sido contratado por la señora Mu-
rakami para que lo visitara dos veces por semana.

Al final de algunas tardes, cuando las sombras hacen difusos los contornos de los objetos, la señora Murakami cree ver la silueta de su marido en la otra orilla del estanque. Hay ocasiones en que percibe cómo le hace señas con las manos. La señora Murakami suele sentarse entonces en una piedra situada en la explanada mayor y entrecierra los ojos para ver mejor el espectáculo que se le presenta al fondo del jardín. Aquellas apariciones se presentan cuando las condiciones de la atmósfera son las apropiadas. Cierta vez vio cómo el fantasma iba hundiéndose de pie en uno de los senderos acuáticos.

La muerte del marido fue un trance penoso. Pasó los últimos días en un delirio constante en el cual pidió a gritos la presencia nada menos que de Etsuko, la antigua saikokú1 de su mujer. El esposo quería ver nuevamente sus pechos. Al principio la señora Murakami pretendió no entender aquellos reclamos. Hacía oídos sordos a sus palabras y buscó siempre mantener una actitud serena al lado de la cama del moribundo. Únicamente Shikibu advirtió el pálido rubor de sus mejillas, que aparecía sobre todo cuando el marido hablaba de Etsuko delante del médico.

La señora Murakami prohibió que visitaran al enfermo. Ni siquiera fueron admitidos en la casa los amigos con quienes el señor Murakami solía cenar una vez a la semana. Para descargar la ira que motivó la insólita conducta de su esposo, salió al jardín, mientras preparaban el cuerpo del recién fallecido, para arrancar las cañas de bambú que el marido había plantado en la inauguración de la casa. Se trataba de bambúes reales, cuyos minúsculos tronquitos había obtenido el señor Murakami la Noche de las Linternas Iluminadas cuando le propuso matrimonio. Aquel ataque de furia no fue advertido por los empleados de la funeraria. Shikibu cerró las puertas y ventanas de aluminio que daban al jardín. Luego trató de calmar a su señora. Le aconsejó tomar un baño, aromatizado con yerbas silvestres, y preparó el kimono2 que usaría para la ceremonia. Se trataba del kimono color lavanda que la señora Murakami había vestido en su boda. En la espalda estaba decorado con dos garzas azules en pleno vuelo. El obi3 elegido era de un rojo intenso. Durante todo el tiempo que tardaron los empleados en tener listo al marido para el funeral, Shikibu peinó cuidadosamente a la esposa de su señor. El peinado era complejo. A la señora Murakami le parecía ostentoso. Pensó que arreglada así no la reconocerían ni siquiera los viejos amigos de su marido. Le preocupaba lo que pudieran pensar. Shikibu la consoló con palabras cariñosas. Le hizo ver cómo a pesar de las circunstancias su entereza se mantenía intacta.

Los funerales se desarrollaron en un día espléndido. El sol iluminó de manera inusitada el jardín. Las piedras blancas se vieron más claras que de costumbre. Las negras absorbieron la luz hasta alcanzar un tono mate. Antes de salir rumbo a la ceremonia, la señora Murakami pasó al lado de los senderos acuáticos. Miró de reojo el pequeño lago. Las aletas y las colas de las carpas brillaban como si emitiesen luz propia. Le habría gustado quedarse contemplando los peces. Pero afuera la esperaban en el automóvil negro de su marido.

 

El señor Murakami tenía un automóvil negro fabricado después del final de la guerra. Al principio había sido asignado a un coronel extranjero, quien casi no lo había podido utilizar porque de improviso fue destacado fuera del país. Sus amigos le reprocharon una adquisición tan ostentosa, teniendo en cuenta las condiciones en que se encontraba la sociedad. Tampoco veían con buenos ojos los intercambios económicos con las tropas extranjeras. El señor Murakami sonreía cuando escuchaba aquellas críticas. Se defendía diciendo que pronto su actitud sería copiada por los demás. En efecto, al poco tiempo su círculo de amigos no tuvo el menor reparo en mostrar públicamente las pruebas externas de su riqueza.

La señora Murakami recordaba aquel auto con aprensión. Cuando comenzó a cortejarla, su futuro marido mandaba al chofer hasta la puerta de su casa con costosos obsequios. La señora Murakami –en ese tiempo solamente Izu–, observaba desde la ventana cómo se estacionaba el auto frente a la verja. El primer regalo fueron orquídeas negras que se cultivaban en las islas del oeste del país. En aquel entonces la dolencia de su padre se había agudizado. Pasaba postrado la mayor parte del día. Si bien es cierto que el pretendiente era viudo y algo mayor, Izu iba a cumplir veinticinco años. La familia no se encontraba en condiciones de rechazarlo. Muchas personas sabían que la familia estaba ansiosa por casar a la hija. Su mano había sido pedida ya en dos ocasiones. Sucesos lamentables impidieron ambas bodas. El primero de los pretendientes, Akira, murió atacado de mal de rabia. Cierta tarde fue mordido por un pequeño perro que le salió al encuentro cuando abandonaba la casa de su prometida. Akira apenas atendió la herida en la pierna derecha. Hizo caso omiso del incidente y dos meses después murió presa de ataques nerviosos. Del segundo pretendiente, Tutzío, no se volvió a saber nada después de un viaje que realizó antes de la boda. Iba a América por un tiempo breve. Quería visitar a sus hermanos antes del matrimonio y explorar la posibilidad de emigrar con su esposa una vez casados. En realidad quería pedir perdón por la conducta que había mostrado durante un viaje anterior. Un año más tarde llegó a Izu el rumor de que los hermanos habían concertado un compromiso con la hija del dueño de una cadena de restaurantes de comida oriental antes de su llegada a San Francisco.

Después de aquellos fracasos, Izu decidió olvidar un futuro matrimonio y dedicarse con mayor disciplina a sus estudios. Cursaba Teoría del Arte en una de las universidades más importantes de la ciudad y su meta era convertirse en una crítica destacada. Precisamente conoció al señor Murakami durante la realización de un trabajo. El señor Murakami tenía en casa una colección de piezas tradicionales. El conjunto no era muy extenso pero contaba con un gran prestigio. Muchos objetos databan de diez siglos. Sus amigos, aquellos con quienes se reunía a cenar una vez por semana, fueron los responsables de bautizar esa parte de la casa como el Museo Murakami. Él había heredado la mayor parte de las piezas de su padre, quien el siglo anterior se había enriquecido gracias al comercio con el extranjero. Sus aficiones no habían abarcado sólo los negocios, sino que mostraba predilección, desde muy joven, por diversas manifestaciones artísticas. Siempre encontró tiempo para asistir a las representaciones kabuki4 o para pasar días enteros en los museos y en las casas de anticuarios. No había estudiado arte, pero parecía contar con un don que le hacía reconocer al instante una obra valiosa. Aquellas aptitudes hicieron que en pocos años comenzara a hablarse de su colección entre los especialistas. Aquel comerciante le inculcó a su hijo la pasión que le producía atesorar un patrimonio. A su muerte, le dejó como legado la casa y todo lo que hubiera dentro. Antes de que el padre muriera, el hijo había prometido incrementar la colección hasta convertirla en la más importante del país. Sin embargo, no pudo cumplir su palabra. Todo fue bien mientras duró su primer matrimonio, con la honorable y enfermiza Shohatsu-Tei, y aun durante los años de viudez. Pero desde el día en que conoció a Izu, nada volvió a ser igual.