Introducción
Numerosas y contradictorias son las
leyendas que, con el correr de los siglos, se han forjado en torno a Cristina
de Suecia, la muy segura de sí misma «Minerva del Norte», como se la llamó debido a su erudición y a
su interés por las bellas artes. En la hija
de Gustavo II Adolfo se plasman a la perfección las corrientes políticas,
religiosas e intelectuales de su siglo. Su influencia en el ámbito político en
la era del Absolutismo y el Barroco fue grande, pero su ascendiente en el
terreno cultural la superó en mucho. La única e idolatrada hija del genio
militar e implacable paladín del protestantismo en Escandinavia fue una reina
fuera de lo común. Entre el poder, el arte, el amor y la religión se abrió su
propio y a menudo singular camino, algo que inevitablemente tenía que irritar a
sus contemporáneos.
Las contradicciones en el carácter y en el comportamiento de
la excéntrica monarca –en la mayoría de los casos incomprendida–, el aura
enigmática que siempre la rodeó y su ansia de saber reflejan las paradojas de
su siglo y ponen de manifiesto la compleja conciencia de la modernidad que se
estaba abriendo paso. «En la Europa latina de la Contrarreforma, esta sueca protestante estaba destinada a
convertirse sin duda en una de las manifestaciones visibles de lo que hoy
entendemos por Barroco: un ser de ambiguas mutaciones y cambios, gestos
grandilocuentes y extáticas sensaciones, dotado de un tenaz anhelo de
autosuperación y de un conocimiento lúcido y sin tapujos de sus propias
contradicciones.»1
Siendo reina protestante, apostó de
manera incansable por la alianza de Suecia con la católica Francia. En tanto
que Padrona di Roma, como se la llamó después de establecerse en la Ciudad
Eterna, soliviantó a sus anfitriones italianos –no menos que a los franceses
durante sus visitas a Francia– con una actitud intencionadamente blasfema que
ponía de manifiesto elementos en parte propios del librepensamiento, en parte
crítico-luteranos. La Minerva del Norte despertó constante expectación con sus
provocaciones... lo que, por otra parte, no fue una excepción en el siglo xvii: las violentas contradicciones
también caracterizaron al francés Rey Sol, Luis XIV, que especialmente en su
ancianidad mostró, junto a su depravación, una innegable propensión hacia los
temas religiosos. Sin duda se consideraba rey de «la hija mayor de la Iglesia»,
pero traicionó sin ningún escrúpulo al cristianismo mediante sus intrigas con
los turcos.2
La vida de Cristina, ajetreada y envuelta en el escándalo,
lo que le ganó el sobrenombre de reina «ambulante», plantea continuas
preguntas: ¿qué significado tuvieron la
abdicación y conversión de la monarca luterana, incomprensibles para todos los
gobernantes de su época? ¿Fue la Minerva del Norte un libertin érudit o un
paladín de la religión?, ¿un hermafrodita o una mujer insatisfecha y
desdichada? ¿Fomentó las artes, o se sirvió de ellas para obtener
prestigio cultural? En su época, su ambivalente figura, que a un agudo
entendimiento unía una poderosa voluntad, cosechó tanto admiración como
desprecio en toda Europa.
Ya en sus años de juventud Cristina
deslumbró por su cultura y educación: de niña dominaba ocho idiomas, disputaba
en latín, escribía aforismos y se carteaba con muchos eruditos europeos. El
ideal humanista de la educación representaba, en aquellos tiempos sacudidos por
guerras y divisiones políticas, un potencial intelectual que superaba las
fronteras.3 Cristina de Suecia abogó con denuedo por la autonomía de
la conciencia y la libertad del individuo, en el sentido que daba a esta
expresión Erasmo de Rotterdam. Toda Europa miraba con fascinación a la joven
reina de los suecos, que en 1654 renunció a la corona y eligió el lema Fata
viam invenient como divisa de su vida. Un año después se convirtió a la fe
católica. Cambió las presiones de la política por los espacios de libertad de
una vida de artista, la severa moral del protestantismo por un catolicismo
místico y fervoroso.
La paz de Westfalia, un hito en el camino hacia la unidad
europea en el que Suecia tuvo un papel decisivo, obedeció a un intento de
buscar una solución integral a todos los litigios y abusos pendientes entre la
coalición sueco-francesa y los estados alemanes y el emperador germánico. En
ese mundo del Barroco, sacudido por guerras de proporciones hasta entonces
desconocidas, la paz en Europa fue el principal objetivo de Cristina. La
internacionalización de Suecia constituyó –incluso después de su abdicación–
uno de sus más apremiantes anhelos. A pesar de su voluntad de poder –la
política era su auténtico elemento–, abogó una y otra vez por la tolerancia y
la democracia, como lo demuestran su vasta correspondencia política y su
compromiso con la libertad religiosa. En una época en que la Reforma, la
Contrarreforma y la Inquisición propiciaron sentencias peligrosamente
totalitarias y actos criminales, Cristina de Suecia defendió sin reservas a los
hugonotes y a los judíos.
En los siglos que siguieron a su muerte, la figura de la
reina sueca se vio distorsionada por libelos y cartas falsificadas, o
idealizada de forma novelesca. Sus supuestos excesos estimulaban la fantasía,
pero no respondían a los hechos. Adoptó sin duda las maneras sensuales del
Barroco, pero en su interior siempre fue frágil e inquieta. Durante largo
tiempo, los historiadores apenas prestaron atención al papel desempeñado por
Cristina de Suecia en el ámbito político. Tampoco la historia del espíritu la
ha tenido en cuenta como promotora de la cultura y de las ciencias, aunque ya
Gabriel Naudé, bibliotecario de Mazarino y después de Cristina, hombre de
formación enciclopédica, la consideraba en 1652 «el único erudito de Suecia».4
Francia, que encarnaba en el siglo xvii
el esplendoroso presente y futuro de Europa, sirvió de modelo a la reina.
Después de firmar la paz con España, de la restauración del gobierno de los
Estuardo en Inglaterra y de los tratados de paz con el Norte, Francia era,
desde el punto de vista político y cultural, la única gran potencia europea.
Gracias a los influyentes salones de París, la cultura cortesana y la de la
intelectual république des lettres se mezclaban, dando lugar a un nuevo
fenómeno que ejercía gran fascinación sobre la joven sueca.
Apenas llegó al poder, Cristina reemplazó los torneos
medievales y las bárbaras costumbres del Norte por la conversación intelectual,
la controversia científica y espléndidas veladas musicales. Ansiosa de saber,
la reina llamó a Estocolmo al filósofo René Descartes, poco reconocido en
Francia y perseguido en los Países Bajos, para mantener con él conversaciones
sobre problemas filosóficos y prácticos. Su tan citada máxima: «Las pasiones
son la sal de la vida, somos felices o desdichados según la intensidad que
tengan», atestigua la gran influencia del filósofo sobre Cristina. También
Pascal mantuvo correspondencia con ella, e incluso le dedicó su famosa máquina
calculadora. Cristina amaba el poder, pero aún más la fama en el terreno
intelectual. Ya durante su época de gobierno en Suecia logró tender un puente
entre el Norte «bárbaro» y el cultivadísimo Sur.
Dada su insaciable ansia de libertad, su injerencia en las
cuestiones políticas –incluso después de la abdicación– no encajaba en ninguno
de los moldes existentes. Pero tampoco abogaba por los cambios radicales; antes
bien, se atrevía a experimentar con esos extremos y a vivirlos conforme a su
propia y compleja condición. Con su poco convencional manera de vivir y de
pensar, la reina sueca anticipó mucho de lo que persigue la mujer emancipada de
nuestros días. En sus Máximas, su testamento espiritual, confiesa: «La soledad
es el elemento en que se mueve el hombre extraordinario». Durante toda su vida,
su soledad fue grande.
Las neurosis de Cristina, debidas en
parte a experiencias de la infancia, su inquietud casi patológica, sus miedos,
siempre fueron obstáculos en su camino. El frustrado amor por el cardenal
romano Decio Azzolino le infligió dolorosas heridas: jamás le fue concedido
disfrutar de una vida amorosa plena. Al final de sus días, esta mujer, objeto de múltiples halagos y a menudo abandonada, escribía: «Todo lo
que es visible y alcanzable tiene un sabor amargo, que algunos notan antes y
otros después». Aun así, la reina de Suecia nunca dejó de aspirar a la
felicidad, empeño que la llevó a apartarse de vínculos odiosos. «No
tener que obedecer a nadie es dicha mayor
que mandar en toda la Tierra», escribió.5 Sin duda nunca fue feliz
en el sentido habitual del término, pero siempre se mantuvo fiel a su necesidad
de libertad. Incluso ordenó acuñar en una moneda su divisa: «Libero io nacqui e
vissi, e morrò sciolto».6
La era de Cristina, «il Seicento di Christina», como después
se diría en Roma,7 se considera a menudo un siglo que dio
preferencia a las alianzas político-militares; sin embargo, con su predilección
por la ciencia y el arte, la voluntariosa sueca se anticipó en ciertos aspectos
a la Ilustración.
La influencia de la reina como creadora y promotora de
cultura fue grande, su aportación a la renovación intelectual de Suecia está
fuera de toda discusión: en un país aún sin desbastar, se pronunció a favor,
entre otras cosas, de la libertas philosophandi, en el sentido griego de la
expresión. Alcanzó logros duraderos en el ámbito de la cultura europea. La
corte de Estocolmo no sólo era conocida por la ruinosa generosidad de su reina,
sino que estaba considerada un ámbito donde se protegía a toda forma de
escepticismo, tanto filosófico como religioso.8 Gracias a la reina
imperaban una insaciable curiosidad científica y un irónico rechazo de todo lo
heredado de manera acrítica. Más tarde, en Roma, implantó revolucionarias
innovaciones en el ámbito teatral, especialmente en el de la ópera. También la
fundación de la Accademia Reale, dedicada al estudio de los más audaces
conocimientos e interpretaciones de la época, se debe a Cristina de Suecia. Los
escritos de la Minerva del Norte, ensayos literarios al estilo de sus
contemporáneos franceses, son tan fascinantes en su calidad de documentos de la
época como de autoanálisis de alguien que siempre se buscó a sí mismo. Los
aforismos de Cristina y su autobiografía, que en cualquier caso no abarca más
que los años de juventud, son testimonio de un inusual conocimiento del ser
humano. Lapidarios y desbordantes de humor son sus comentarios a las Máximas de
La Rochefoucauld.
Luterana hasta su conversión, defendió el «acercamiento
entre las religiones», un ecumenismo casi inimaginable para su siglo. Desde su
conversión, se mantuvo fiel al catolicismo, pero sin renunciar a una crítica
aguda, a veces mordaz. En todas partes Cristina fue piedra de escándalo, un
personaje que causaba irritación, un espíritu de contradicción.
Significativa de la modernidad de la
reina sueca es también su «desmesura de amazona», una variante de la
Ilustración femenina no carente de importancia en el siglo xvii. Cristina encarnó un ideal
femenino ensalzado por la literatura de la época, especialmente la francesa.
«Ella personificó, al menos indirectamente, la esperanza del progreso, el
diseño de un futuro en el que las mujeres, liberadas de tutores y amantes cortesanos, pudieran mostrarse en su
singularidad sin distorsiones.»9
En ninguna otra mujer de su tiempo cristalizó el culto a la
heroína como nuevo ideal de feminidad de forma tan convincente como en la reina
sueca. «Lo ardiente de su temperamento y lo fogoso de su espíritu fueron
siempre la causa principal de sus errores, así como de la mayoría de sus
aciertos. Toda su vida y todas sus peculiaridades de espíritu y de carácter,
incluso las de sus escritos, son en gran medida fragmentarias. La reina
Cristina es una grandiosa obra inacabada»,10 observa W.H. Grauert,
uno de sus primeros biógrafos. Cristina conocía demasiado bien su propia
singularidad, como revelan sus memorias. Jamás pudo armonizar sus ideas con su
vida: su apuesta política, al principio tan sobresaliente, terminó en mero
activismo; sus intereses y obsesiones intelectuales quedaron en gran medida
difuminados; su complejo temperamento le condujo a una vida amorosa
insatisfactoria. Pero siempre fue una figura excepcional, incluso en sus
últimos y fallidos intentos de agitar la vida política o en la resignada
introspección religiosa que caracterizó su ancianidad.