ETA contra el Estado

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 Contactos y negociaciones en la guerra de desgaste

 

 

El análisis de la actividad de ETA y del Estado en términos del modelo de guerra de desgaste sólo presta atención, como acabo de mostrar en el capítulo anterior, al intercambio de atentados y detenciones entre estos dos actores. Este intercambio, destinado a hacer lo más costosa posible la estrategia de no retirarse, representa la esencia del fenómeno terrorista. Mediante sus asesinatos, los terroristas intentan crear una presión sobre el Estado que obligue a éste a ceder a sus exigencias.

El modelo de guerra de desgaste deja sin considerar algunas dimensiones del terrorismo, pues tanto ETA como el Estado hacen otras cosas aparte de proceder a este intercambio de víctimas y detenidos. Una de ellas consiste en establecer contactos, diálogos, conversaciones, tratos, negociaciones..., en fin, todas y cada una de las formas posibles de comunicación directa. El Estado y ETA, al menos en el periodo comprendido entre la muerte de Franco y la llegada del PP al Gobierno en 1996, se han encontrado en numerosísimas ocasiones cara a cara, intercambiando información y pareceres sobre diversos aspectos del terrorismo.

A pesar de la frecuencia de todos estos encuentros, el Estado suele anunciar su rechazo a celebrar cualquier contacto futuro con los terroristas, sobre todo cuando todavía está reciente algún atentado particularmente sangriento. Y si alguien descubre información sobre encuentros pasados, lo habitual es que el Estado lo niegue de forma airada. Los sucesivos Gobiernos están en una posición muy delicada, ya que por una parte consideran que los contactos son convenientes, pero por otra no quieren que tales contactos transciendan, en la medida en que pueden reforzar la posición de ETA. ETA aprovecha todo lo que puede el reconocimiento que supone que el Estado se avenga a sentarse en una mesa para discutir problemas de terrorismo, puesto que muestra, entre otras cosas, que los terroristas no son simples delincuentes comunes, con los que el Estado nunca trata de forma directa, sino un grupo con cierta significación política. Este reconocimiento refuerza su imagen y activa apoyos entre ciertos grupos sociales. De ahí que los terroristas insistan tanto en que los contactos se hagan públicos, frente a los gobernantes, que exigen discreción absoluta. De hecho, los desacuerdos sobre la forma en que deben realizarse los encuentros, así como el riesgo de que los terroristas no cumplan su palabra en caso de que se comprometan a guardar el secreto, disuaden a los Gobiernos de entablar todavía más contactos.

Al cabo de un tiempo, los encuentros celebrados en el pasado suelen conocerse a través de filtraciones más o menos interesadas, o a través por ejemplo de la documentación que periódicamente se incauta a los terroristas (ETA escribe informes minuciosos sobre los contenidos de estas reuniones). No obstante, los Gobiernos han insistido una y otra vez en que no están dispuestos a sentarse a dialogar con una organización responsable de tantos crímenes como ETA. Esto no es sólo un fenómeno español. El Gobierno británico, que también presumía de no mantener contacto alguno con el IRA, fue descubierto en más de una ocasión haciendo lo contrario. A finales de 1993, el primer ministro, John Major, antes de que pasara un mes desde su compromiso público en el Parlamento de no dialogar con los terroristas, tuvo que reconocer que había habido encuentros con el IRA mientras esta organización seguía asesinando[1] (Gurruchaga, 1999: p.89).

En este capítulo voy a examinar únicamente un cierto tipo de contactos entre el Estado y ETA, en concreto todos aquellos que han estado relacionados con las estrategias de las partes en la guerra de desgaste. Esto significa que no me ocupo de los también abundantes contactos entre ETA y el PNV, que serán objeto de análisis en el capítulo 6, habida cuenta de que el PNV no tenía poder político para negociar nada con ETA durante la fase de la guerra de desgaste. Y tampoco estudio las conversaciones que mantuvo ETApm con el gobierno de la UCD sobre los términos de su disolución, episodio al que haré referencia en el capítulo 5, pues dichas negociaciones se llevaron a cabo una vez que ETApm había reconocido la inutilidad de la lucha armada. Ahora sólo me interesan, insisto, los encuentros realizados con el propósito de influir en el desarrollo de la guerra de desgaste.

Esta forma de abordar la cuestión de los contactos es algo diferente de la que emplea Robert P.Clark (1990) en su monografía sobre lo que llama genéricamente negociaciones con ETA. Clark mete todas las manifestaciones de contacto o diálogo en un mismo saco, a pesar de que tuvieran propósitos y consecuencias radicalmente distintos, incluyendo los encuentros de ETA con el PNV y las negociaciones de ETApm con UCD (véase su tabla 9.1, en p.225). A mi juicio, no tiene nada que ver la intervención del Estado cuando se trata de allanar el terreno a la disolución de ETApm una vez que ésta ha decidido abandonar la lucha armada, con los esfuerzos por arrancar una tregua a ETA en medio de una campaña de atentados.

Intentaré ser más preciso. Como se ha visto anteriormente en la exposición sobre el modelo de guerra de desgaste, este modelo no es muy flexible en lo que se refiere a los mecanismos de transmisión de información. Si el juego se desarrolla con información incompleta, es decir, si cada uno de los dos actores no está seguro acerca de cómo su rival valora los costes de permanecer en la guerra de desgaste, o lo que es igual, si cada uno desconoce el umbral de resistencia de su rival, entonces la única forma en la que los actores pueden aprender algo sobre el auténtico valor del umbral de resistencia del contrincante es a través del desarrollo del propio juego. En cada nueva ronda en la que ninguno de los dos actores se retira, éstos descubren que el umbral de resistencia del otro no puede ser inferior a cierta cantidad, porque si lo fuera ya se habría retirado en la ronda anterior. La información se revela solamente por medio de la decisión de no retirarse.

Si nos alejamos algo del marco un tanto rígido del modelo, cabe considerar la posibilidad de que los encuentros entre el Estado y ETA proporcionen una fuente adicional de información a las partes. Los dos actores utilizan estos encuentros para aprender algo más sobre el umbral de resistencia de su contrincante. Extraen información nueva a partir del hecho mismo de que se produzca un encuentro. Esto plantea multitud de preguntas de contenido estratégico. ¿Hace bien el Gobierno cuando busca activamente el contacto con los etarras o sus intermediarios?¿Qué saca en claro de esos contactos? ¿Hasta dónde puede llegar el Gobierno en su diálogo con ETA? ¿De qué modo interpreta ETA el interés del Gobierno por mantener estos contactos? ¿Cómo encaja ETA los contactos en su estrategia de guerra de desgaste?

Estas preguntas no tienen ningún sentido si se aplican a las negociaciones entre ETApm y el Gobierno de UCD sobre las vías de reinserción de los terroristas, o a los contactos que pueda mantener el PNV con ETA y su mundo. Cuando se produce este otro tipo de encuentros, el asunto de cómo se revela o se actualiza la información no es relevante, lo que muestra que estamos entonces ante una cuestión de naturaleza muy distinta. Por eso mismo me centro únicamente en los encuentros entre ETA y el Estado en el contexto de la guerra de desgaste, sin perjuicio de que luego, a propósito de otros problemas que se analizan en capítulos posteriores, vuelva a tratar sobre otros tipos de contactos.

La historia de los encuentros entre ETA y el Estado ha sido bastante estudiada, pues además del libro de Clark al que antes me he referido se ha escrito mucho, si bien desde un punto de vista muy descriptivo, acerca de varios episodios en el periodo de guerra de desgaste. En concreto, dos periodistas, Alberto Pozas (1992) y Carlos Fonseca (1996), han cubierto respectivamente las conversaciones de Árgel (1986-1989) y la confusa etapa posterior (1990-1996). Por otro lado, también contamos con la versión filoetarra de algunos de estos contactos (Egaña y Giacopuzzi, 1992). Como los detalles empíricos ya son más o menos conocidos, voy a centrarme sobre todo en la posibilidad de responder a las preguntas que antes planteaba sobre los ambiguos efectos de los encuentros en las estrategias de terroristas y gobernantes.

Por lo pronto, conviene comenzar haciendo alguna distinción sobre las clases de encuentros que pueden producirse. Aunque tal vez me desvíe de los usos ordinarios de los términos, creo que los encuentros pueden ser políticos o técnicos. Si son políticos, eso quiere decir en el presente contexto que el Estado está dispuesto a realizar concesiones políticas a cambio del cese de la violencia terrorista (independencia, abandono de la policía y la Guardia Civil españolas del territorio vasco, incorporación de Navarra...). Si son técnicos, el Estado se reúne con ETA simplemente para concretar cómo se va a materializar su disolución, de forma similar a como el Gobierno de la UCD negoció el final de ETApm.

Los protagonistas de los encuentros no suelen ser tan claros en la forma de referirse a los mismos, puesto que las condiciones para reunirse que pone cada uno son estrictamente incompatibles. El Estado acepta los encuentros con ETA con la condición de que se limiten a lo que aquí llamo asuntos técnicos. ETA, por su parte, sólo admite los encuentros si son de naturaleza política. Ahora bien, si desde el principio estuviera claro que el encuentro va a ser sólo político o sólo técnico, una de las dos partes siempre se negaría a participar en el mismo en tanto que continúe la guerra de desgaste (esto es, en tanto que las dos partes prefieran continuar una ronda más a retirarse). Por eso, tanto el Estado como ETA recurren a expresiones ambiguas para referirse a los encuentros, como «salida dialogada de la violencia», «conversaciones políticas», etc. Durante los encuentros de Argel que luego analizo, el término aceptado por ambas partes fue el de «conversaciones políticas»: el Estado se quedaba tranquilo porque esos encuentros, al ser solamente conversaciones, por muy políticas que fueran no contemplaban la posibilidad de entrar en un tira y afloja con las demandas de los terroristas, y ETA estaba contenta porque el contenido del diálogo era político. El Estado, para justificar su actuación, siempre habla de contactos, de diálogo o de conversaciones, nunca de negociaciones, y ETA, con un propósito similar, siempre subraya la condición política de los encuentros.

Al envolver de ambigüedad los encuentros, éstos se vuelven posibles. Los actores, en cierta medida, entienden que los encuentros representan una oportunidad para comprobar si el rival está lo suficientemente debilitado como para iniciar los trámites que su retirada requieren. Así, los dos acuden con la esperanza de que sus expectativas se cumplan: el Estado confía en que ETA asista dispuesta a aceptar algún plan de abandono de las armas, mientras que ETA confía en que el Estado acuda con el propósito de negociar la aplicación de la Alternativa KAS. En la práctica, estos encuentros siempre fracasan, y si en algún momento llegan a tener éxito no es por lo que en ellos se pueda discutir, sino porque la guerra de desgaste haya llegado efectivamente a un punto en el que una de las partes prefiere retirarse a continuar (véase Letamendía, 1997: p.355).

El Gobierno español se ha referido con frecuencia a sus contactos con ETA como «tomas de temperatura». Se trata de averiguar si la organización terrorista está «madura», es decir, si está dispuesta a negociar su abandono de la lucha armada a cambio de beneficios penitenciarios. De acuerdo con una información que publicaba el diario El País el 16 de noviembre de 1985 sobre contactos no reconocidos en el pasado con ETA, se ponían en boca de un alto mando de la policía estas palabras: «Nuestra obligación es enterarnos en qué situación se encuentra ETA, cuáles son sus exigencias ante el Gobierno y qué aspectos pueden ser respondidos». En una entrevista, Rafael Vera, el protagonista de la mayor parte de los encuentros con ETA en la etapa socialista, decía: «La obligación del ministro de Interior es conocer lo que pasa en ETA y en su entorno. Es vital conocer lo que piensa, su actitud, su estado psicológico..., tanto como tener información de su nivel operativo. Esto, que nosotros llamábamos "toma de temperatura", es fundamental» (Belloch, 1998: p.198).

Ahora bien, el Gobierno, con sus encuentros, no pretende únicamente tomar el pulso a ETA. Además de intentar extraer información sobre el estado de la organización, aspira a crear divisiones internas entre los terroristas. La idea consiste en que la propuesta de conversaciones por parte del Gobierno actúe como un mecanismo de filtro que separe a los blandos de los duros, a los partidarios del diálogo frente a los intransigentes, de modo que una vez separados entre sí se produzcan tensiones y enfrentamientos entre estos dos bandos.

Por otra parte, con estos encuentros se intenta también conseguir una tregua o, en el peor de los casos, un alto el fuego tácito. Para ello, el Gobierno suele condicionar la continuidad de los contactos al cese temporal de los asesinatos. Los beneficios de una tregua son variados. La tregua representa un tiempo de tranquilidad, sin atentados, lo que suele aliviar y tranquilizar a la sociedad, que vive convulsionada por el terrorismo. El Gobierno puede pensar que esta tranquilidad se traducirá en réditos electorales, aunque no es éste el único tipo de beneficios concebible.[2] Por ejemplo, en breve se verá que uno de los motivos del Ministerio del Interior a principios de los 90 para conseguir de ETA una tregua era la necesidad de celebrar los compromisos de 1992 en paz. Y el Gobierno entiende que si logra encadenar varias treguas creando falsas esperanzas a ETA, ésta puede entrar en un proceso de fuertes desacuerdos internos que acaben debilitando su capacidad ofensiva. La idea es que cuanto más tiempo esté ETA sin matar, menos poder tendrá para mantener cohesionado el mundo radical que se mueve a su alrededor y que garantiza su supervivencia.

Todos estos beneficios, de cualquier forma, deben verse desde una perspectiva más general: cualquier Gobierno democrático tendrá la tentación de «experimentar» con la política antiterrorista si con ello alberga alguna esperanza de acabar con este problema de una vez por todas. El Gobierno que lo consiga es indudable que se apuntará un triunfo importante, tanto electoralmente como por lo que respecta a la imagen política que dejará para la posteridad. Por eso es muy difícil que los gobernantes se resistan a celebrar contactos. Si creen que a través de los mismos hay una pequeña posibilidad de que ETA deje de matar, no dejarán de recurrir a ellos. Sólo si están convencido de que estos encuentros alejan el final del terrorismo, se abstendrán de propiciarlos.

El problema está en que, más allá de lo oportunistas o miopes que sean los intereses del Gobierno a la hora de buscar encuentros con ETA, esta organización terrorista interpreta dichos encuentros como una señal de que el Estado ha dado el primer paso en un proceso que se inicia con meras conversaciones y desemboca en lo que ETA llama una negociación política en toda regla, es decir, con un Estado que acaba aprobando la Alternativa KAS. ETA entiende que la Alternativa KAS es irrenunciable, aunque en la fase final de las negociaciones se pueden discutir los ritmos y modalidades de la aplicación de sus puntos.

Si ETA saca la lección cuando el Gobierno propone un encuentro de que su estrategia de desgaste está teniendo éxito, resulta lógico que si esos encuentros terminan en fracaso ETA concluya que la causa del mismo se debe a que no ha acumulado todavía suficientes muertes. Es preciso entonces seguir matando hasta que el Estado esté dispuesto a pasar de la fase de conversaciones a la de negociación política. Este mismo razonamiento sirve a ETA para que en medio de la fase de encuentros preliminares, o justo antes de que éstos comiencen a producirse, intensifique sus atentados. Es precisamente esto a lo que ETA se refiere cuando habla  de «acumular fuerzas de cara a la negociación». Se trata de poner los medios necesarios para que las conversaciones no se queden en eso, en meras conversaciones.

ETA no siempre supone que los encuentros son un síntoma de debilidad del Estado. A veces se da cuenta, a causa de la improvisación e ineficacia del Gobierno, de que en realidad éste quiere simplemente crear contradicciones en el seno de ETA o debilitar la autoridad y liderazgo de la organización dentro del entramado del nacionalismo radical. Por ejemplo, Fonseca (1996) reproduce fragmentos de un documento escrito en 1990 por José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, el máximo responsable entonces de asuntos estratégicos y políticos en ETA, en el que se explica que los miembros del Gobierno «intentan convertir los contactos en maniobras de intoxicación y división del MLNV» (citado en p.92). Y en cuanto a la posibilidad de aceptar un periodo de treguas, Álvarez Santacristina señala este peligro:

 

A cada paso que se le exija a la parte española le corresponderá de forma inmediata por su parte la exigencia de un periodo de tregua, de distensión. Si el ritmo que se plantea es lo suficientemente lento como para que ellos nos arrastren a una situación o dinámica de concatenación de treguas durante un periodo medianamente largo (ocho meses a un año) sin actividad armada, puede darse una situación en la que la sociedad vasca entre en una dinámica de pérdida de punch, de fuerza, donde retomar la actividad operativa puede tener unos costes importantísimos. (Citado en Fonseca, 1996: p.96)

 

Aquí queda claro cómo ETA recela de los encuentros cuando considera que no son un primer síntoma de que el Estado se está planteando su retirada. Sin embargo, en la mayoría de los casos ETA ha creído que los encuentros eran la señal de que el umbral de resistencia del Estado estaba a punto de ser sobrepasado, de modo que unos cuantos atentados adicionales serían suficientes para conseguir por fin la Alternativa KAS. Los encuentros, en definitiva, han servido para que ETA revisara a la baja el umbral de resistencia del Estado. En este sentido, los encuentros con ETA a iniciativa del Estado refuerzan a la organización terrorista. Otros estudiosos de ETA han llegado a la misma conclusión (Unzueta, 1992a: p.237; 1997: p.67; Domínguez Iribarren, 1998b: p.42). Si esta tesis es cierta, los efectos de los contactos resultan negativos en la lucha contra el terrorismo: en el mejor de los casos la guerra de desgaste sigue igual, y en el peor se genera un aumento en el corto plazo del nivel de atentados. Visto en términos del problema de información incompleta, los contactos pueden alargar la duración de la guerra de desgaste. José Barrionuevo, en un libro sobre su experiencia al frente del Ministerio del Interior en el periodo 1982-1988, trata de justificar la política de contactos con el argumento de que esos contactos también se practican con otro tipo de delincuentes: «en todas partes los responsables de la seguridad ciudadana intentan vías de diálogo con los delincuentes y criminales para evitar o limitar posibles daños. (...) En el fondo de la cuestión no deberían ser tratados de forma distinta a la de cualquier otra banda peligrosa de criminales» (1997: p.412; véase también p.422). Sin embargo, la comparación de la actividad delictiva terrorista con la actividad delictiva del crimen organizado, del narcotráfico, etc., resulta del todo improcedente, puesto que el crimen organizado no trata de arrancar concesión alguna al Estado; al revés, en todo caso quiere que el Estado no se inmiscuya en sus negocios. La comparación que hace Barrionuevo no tiene sentido porque únicamente el terrorismo, frente a otras formas de criminalidad, supone una interacción estratégica con el Estado para que éste ceda en ciertos asuntos. El hecho de que ETA realice una guerra de desgaste con España es lo que provoca que la política de contactos pueda tener unas consecuencias que tal vez no existan en el caso de mafias o bandas de narcotráfico. ETA puede interpretar los contactos como señal de que el Estado está cerca de dar su brazo a torcer, mientras que esta interpretación no tiene sentido cuando no hay intencionalidad política en el crimen organizado.

La razón última por la que ETA puede entender la propuesta de contactos como una información relevante con respecto a su estrategia en la guerra de desgaste consiste en que la retirada por parte del Estado en esa guerra, en caso de producirse, no puede hacerse de golpe. Nadie piensa, ni siquiera el terrorista más obtuso, que el final de la guerra de desgaste llegará el día en que el Gobierno decida publicar en el Boletín Oficial del Estado los puntos de la Alternativa KAS. Primero será necesario una larga fase de encuentros y negociaciones que permitan materializar en términos políticos la retirada del Estado. De ahí que cuando el Gobierno manda emisarios para contactar con ETA, ésta casi siempre infiera que se trata del primer paso de este proceso de retirada. En un documento interno de HB de 1988 figura un esquema que sintetiza cómo ETA imagina la retirada del Estado (reproducido en Shabad y Llera, 1995: p.435).[3] Se trata de una escalera con ocho peldaños. Los cinco primeros corresponden al actual marco político, mientras que los tres últimos se dan ya en un nuevo marco donde se pone en práctica la Alternativa KAS. Pues bien, los cinco primeros escalones son éstos:

 

(1)     Contactos

(2)     Oferta de tregua por parte de ETA

(3)     Conversaciones políticas

(4)     Negociaciones políticas

(5)     Acuerdo

 

En cuanto que los contactos son el primer escalón, ETA los interpreta como señal de que la guerra de desgaste está a punto de superar el umbral de resistencia del Estado. De ahí que intensifique sus atentados para que cuando se produzca la tregua y se inicien las conversaciones y posteriores negociaciones políticas ese umbral ya haya sido superado y el Estado reconozca la Alternativa KAS en un acuerdo final que firme con la organización terrorista. El esquema de HB de 1988 quizá sea demasiado deudor de las conversaciones de Argel que en ese momento estaban teniendo lugar, pero no obstante tiene suficiente valor como ejemplo de la forma en que ETA entiende los contactos del Gobierno. A continuación voy a examinar con algo más de detenimiento algunos casos de contactos a fin de confirmar empíricamente el argumento que vengo defendiendo hasta el momento.

 

 



[1] Sobre los contactos en los años setenta, véase Coogan (2000: cap.20).

[2] De hecho, en un trabajo realizado con Belén Barreiro (Sánchez-Cuenca y Barreiro, 2000: pp.48-62) demostramos que a la hora de valorar la gestión de Gobierno, la opinión que se tenga sobre si las cosas han mejorado o han empeorado en terrorismo no suele tener ningún efecto. Parece que los ciudadanos no juzgan a los gobiernos por los resultados que se obtengan en terrorismo, tal vez porque se considere que el Gobierno, en última instancia, controla en pequeña medida la ocurrencia de atentados.

[3] Aulestia (1998: p.57) reproduce fragmentos de un documento de ETA de un año antes con la misma idea.