En bodas y entierros

La última de julio, la primera de agosto. Hacía la señal de la cruz en el aire, por encima de la cabeza de los tres, cada vez que lo decía, sonriendo en son de burla, pero por otra parte negándose a admitir que la ironía anulase los efectos de aquella suerte de bendición. Una semana de julio, otra de agosto.

La geografía de sus afanes discurría entonces de oeste a este. Lucy, su mujer, los arrastraba hacia la parte más densamente poblada de la isla, hacia la ciudad repleta donde ella y él habían crecido; él, cuando las dos semanas se abrían ante sus ojos como una gatera en lo que durante todo el año se le antojaba el sólido muro del trabajo cotidiano, se los llevaba más lejos aún, a los confines más verdes de la isla, al extremo mismo de los dos largos dedos que parecían orientar la mirada de los niños, y también la suya propia todos los atardeceres, al punto donde la tierra limitaba con el mar.

El chalet nunca era el mismo de un año para otro, nunca mayor que el piso que tenía Mamá en la ciudad, pero siempre, tal parecía a los niños, construido con mamparos de tela metálica: porches trasero y delantero a base de tela metálica, puertas de tela metálica, ventanas de tela metálica. Y todos los años el moho, el olor a sidra de los vacíos cajones de la cómoda, la humedad que alfombraba la madera o el linóleo levantado. Y los platos siempre desportillados y desiguales, los cubiertos siempre heterogéneos, la mesa de la cocina a la que siempre había que poner una caja de cerillas bajo una pata; el calcetín debajo de la cama y el Reader's Digest de la alacena eran los únicos rastros de la familia que acababa de desalojar la casa un par de horas antes.

La señora Smiley era la propietaria de los chalecitos de la costa meridional, el señor Porter el propietario de los que estaban al norte. Cuando llegaban, el sábado de julio, siempre pasaban antes por la casa del propietario correspondiente para recoger la llave y lo que hasta aquel momento había sido para los niños un viaje largo y monótono se relegaba al olvido ante la perspectiva del nuevo trayecto que iban a recorrer entre la casa del propietario y el punto de destino. El señor Porter o su mujer les alargaban la llave desde el otro lado de su propia puerta metálica. La casa de los Porter se alzaba entre la bahía y un cespeado jardín donde una familia de gnomos de piedra contemplaba con seriedad absoluta los infinitos esfuerzos que hacía un ganso de madera por emprender el vuelo con las ruedas de listones que tenía por alas. Había faroles chinos colgados a lo ancho del patio trasero —los niños podían ver un rincón del mismo desde el sendero de grava— y en el jardín una red de bádminton, un campo de cróquet y una fuentecilla para los pájaros, construida con hormigón y en cuyo centro se alzaba, como si fuera un huevo de Pascua, una centelleante esfera azul del tamaño de una bola de jugar a los bolos. Para los niños era una casa que exaltaba sin cesar su propia alegría y en consecuencia les hacía ver en el rápido saludo manual del señor o la señora Porter, al darle la llave al padre, un asomo de compasión. Les hacía comprender, en el hecho de que el señor o la señora Porter, tras entregar la llave y despedirse aprisa con la mano, desaparecieran inmediatamente en el interior de la casa, que ninguno de los dos abandonaría aquella vivienda por nada en el mundo y menos aún para trasladarse a la incómoda choza a la que les llevaba su padre.

La señora Smiley, por otra parte, aunque era propietaria de una cantidad aparentemente infinita de chalets entre Three Mile Harbor y Montauk, se hospedaba en un piso pequeño que había encima de su agencia inmobiliaria. Era una mujer enorme y tenía una cara que les recordaba una divertida representación del viento, totalmente rosa y azul claro, con las mejillas redondas, los labios en forma de trompeta y mechas de pelo blanco y raleante que parecían jirones de nube. Solía salir al encuentro del coche, cruzaba la puerta o bajaba los peldaños casi en el instante mismo en que ellos paraban, y llevaba ya en la mano la llave con la delgada cinta blanca. Se inclinaba para mirarles por las ventanillas, se asombraba de lo mucho que habían crecido y con una inesperada ráfaga de aire caliente y sol, percal y carne, se amontonaba junto a ellos para acompañarles hasta el chalet. Su piel, la ancha cara del brazo cuando lo alargaba con objeto de sujetarse al respaldo del asiento delantero, estaba más bien fría en el momento en que les rozaba los brazos y las mejillas, y su presencia en el interior del vehículo, aunque les obligaba a apretarse entre sí y contra la otra portezuela, parecía despejar el aire cargado.

Se reía por nada y ellos acabarían con una sonrisa de oreja a oreja, muy contentos, cuando se detuvieran en la carretera de tierra o se adentraran en el sendero de grava. Abriría ella misma el chalet y se quedaría junto a la puerta mientras ellos entraban en columna, y haría preguntas en voz alta mientras la familia iba de habitación en habitación: ¿Les han dejado limpia la cocina? ¿Traerían ellos ese camastro sobrante? Apuesto a que se han olvidado de la leña. Les dije que trajeran leña. Preguntas y comentarios que harían que los niños se preguntaran a su vez quiénes eran ellos y por qué estaba tan segura de que habían hecho las cosas mal.

Se quedaría el tiempo necesario para ver cómo entraban las bolsas, los aparejos de pescar, los juguetes, las cajas de las sábanas, yendo de aquí para allá no tanto para cerciorarse del buen estado de su casa o de la corrección de los inquilinos (los padres parecían comprender de manera tácita el verdadero motivo) cuanto para saborear aquellas primeras horas de las vacaciones ajenas. Cuando se hubieran trasladado todos los bultos, el padre se presentaría ante ella, que a la sazón estaría sentada a la mesa de la cocina inspeccionando algún juego o juguete que los niños se habrían ofrecido con timidez a enseñarle, o apoyada en la chimenea y maravillándose del bonito color de las sábanas o las toallas, y habría en sus ojos un destello de desilusión al ver que todo estaba ya desempaquetado y que el padre estaba preparado para devolverla a su domicilio. Aunque se lo pedían, nunca se quedaba, si bien no les quitaba los ojos de encima en el momento de decirles adiós, llamen si necesitan algo, diviértanse, diviértanse y recen para que haga buen tiempo.

Si las despedidas rápidas del señor Porter transformaban el comienzo de las vacaciones en una experiencia trivial y nada envidiable, la demorada, lenta y pormenorizada partida de la señora Smiley hacía que se mirasen y volvieran a sus juguetes, a sus sábanas y su salitroso chalecito con un orgullo y una sensación mágica que no estaba allí antes de llegar. Les hacía sentirse tan entusiastas y afortunados como una familia numerosa en un mansión de madera y varios pisos que se alzara junto al mar.

El padre, sin embargo, no alquilaba ninguno de los dos de manera continua ni elegía nunca el mismo chalet dos años seguidos. Ello no tenía nada que ver, como el señor Porter y la señora Simley probablemente habían supuesto en alguna ocasión, con la búsqueda de un lugar mejor o más barato. No se guardaba de alabar las virtudes del chalet en que estaban —la ducha grande exterior, la proximidad de la playa— y al mismo tiempo recordaba con gran ternura otro chalet en que habían estado dos años antes y que habrían podido alquilar otra vez sin ninguna pega. Estaba en uno y decía del otro: ¿verdad que era un lugar precioso, con los árboles y el césped, o bien: verdad que era magnífico con aquel porche-dormitorio?, a pesar de lo cual se quedaba boquiabierto por la sorpresa cuando la madre le comentaba que habrían tenido que alquilarlo otra vez.

Le gustaba la variedad, solía decir. Le gustaba cambiar de punto de vista. Unos años le gustaban el lujo y elegancia de la Costa Sur y otros la sencillez de la Costa Norte. Le gustaba el señor Porter, le gustaba la señora Smiley y le gustaba no tener que tratar con ninguno de los dos año tras año.

Y aunque los niños comprendían la lógica y autenticidad de todas y cada una de sus explicaciones (pues ellos mismos preferían cambiar de chalet cada verano), sospechaban por otra parte, tal vez a causa de los hoscos comentarios de la madre y la invariabilidad con que encontraba mejor el chalet del año anterior que el actual, que los cambios de chalet eran un efecto más de lo que según la madre era la principal enfermedad paterna y fuente de todos sus pesares: no era ya el hombre con quien se había casado.

Todo, lógicamente, por culpa de la guerra. Era un joven recluta al contraer matrimonio, pero al volver de Europa ya no era el mismo. Quién era o qué había sido no estaba del todo claro para ellos, y ni siquiera de adultos comprenderían con exactitud qué era lo que le había hecho cambiar.

Había servido en el arma de infantería, había recorrido todo el Teatro Europeo. Culpaba al ejército de un herpes, de una cicatriz muy pequeña que tenía en el codo derecho y de la incurable aversión que sentía por la carne en lata. No iba nunca de cámping, ni siquiera en un remolque desmontable como el que un vecino había abierto en el sendero del garaje, proporcionando a los niños una maravillosa velada vespertina, poblada de olores húmedos, sobre jibosos colchones extendidos al sol apacible y filtrado por el toldo, porque, según decía, en el ejército había acabado por hartarse de aquellas cosas. Hablaba de la guerra con la locuacidad con que hablaba de lo que se terciase y tan a menudo como se lo permitieran los demás, pero las anécdotas que contaba eran chascarrillos inocentes sobre bromas juveniles o sobre momentos en que había tenido que aguzar el ingenio, nada que se relacionase con la vida y la muerte, nada que pudiera dar una pista sobre los motivos por los que había cambiado.

Salvo en una ocasión, tal vez. Estaba con sus dos hijas, adultas ya y una casada y todo, en una playa de Amagansett, cuando un enorme avión militar de color gris pasó en vuelo rasante por la orilla. Hacía fresco aquel día de principios de otoño y había pocos bañistas, pero todos los que se encontraban en la playa se llevaron las manos al corazón o a los oídos, aterrados durante un segundo, un terror pánico e irracional, motivado por el ruido ensordecedor. El corazón de las hijas sufrió un sobresalto y en toda la playa hubo una instantánea movilización general para taparse, las mangas vacías de las camisas, las perneras de los pantalones largos y cortos se elevaron repentinamente en el aire. (Más tarde supieron que uno de los bañistas había estado en Vietnam y que aquella noche se despertó gritando, ya que el ruido del avión había vuelto a abrirle la puerta de los recuerdos.)

El padre, echado en una tumbona junto a las toallas de ellas, sacudió la cabeza y cuando las hijas hubieron acabado de articular la carta de indignación que pensaban enviar al Ministerio del Ejército, contó que cierta vez, durante la guerra, mientras transportaba una lata de gasolina por la carretera descubierta que atravesaba el campamento, había surgido un avión de la nada y de manera imprevista, y que en la misma fracción de segundo en que había advertido que era un avión alemán, había comprendido que se dirigía derecho hacia él, y que lo había tenido tan cerca que había visto o su propia cara aterrorizada reflejada en el vidrio de la cabina o la cara del piloto, tan asombrada y aterrorizada como la suya. Había tirado la lata de gasolina a un lado y él se había arrojado de cabeza hacia el otro una décima de segundo antes de oír el ruido de la artillería norteamericana. Sacaron al piloto del avión, pero el fuego le había alcanzado y ya estaba muerto. Tenía veinte años y llevaba encima una foto en que se veía una pareja de cuarentones y una joven con un niño en brazos. Todos habían pensado que se había perdido, que probablemente carecía de entrenamiento —el fin de la guerra estaba ya próximo— y se había quedado sin combustible. Puede que la mala suerte le hubiera hecho dar con un campamento norteamericano cuando el avión perdía altura, puede que tratara de causar algunos destrozos, puede que pensara aterrizar con la esperanza de que le hicieran prisionero. Nadie lo sabía en el fondo, aunque, añadió el padre, fui para él un blanco clarísimo, un blanco irresistible y con una lata de combustible en las manos, lo que justamente necesitaba, y no disparó. No hay forma de saberlo, dijo. Como tampoco sabría nunca, a pesar de haberla tenido tan cerca, como otra muerte, si aquella cara joven y aterrorizada había sido la del piloto alemán o la suya.

En las toallas extendidas junto a él, las dos hijas adultas, tapadas ya y oyendo todavía el tono indignado de las imaginarias cartas de protesta, pensaron durante unos instantes que allí, tal vez y finalmente, había un elemento que podía apoyar o por lo menos renovar el interés por las antiguas afirmaciones de la madre. Pero entonces dijo el padre: «Hacía cuarenta años que no pensaba en aquello. Si lo he recordado ha sido por el avión» y las dos consideraron, juntas y cada una para sí, que si el episodio hubiera motivado el cambio, habría pensado en él más a menudo, lo habría contado antes, lo habría contado tantas veces que su significado, establecido con claridad, habría acabado por dispersarse.

Pero se trataba de un recuerdo inédito, quizás el último recuerdo inédito que les comunicaba, y como los padres estaban ya separados, llevaban ya separados algún tiempo, carecía de objeto seguir preguntando.