La hija del Supremo

Capítulo 2 de La hija del Supremo, de Paule Constant

 

A bordo del gran barco no había sucedido nada de particular. Los pasajeros de primera se aburrían. Entre el juego del chito, en la popa, y el minigolf, en la proa, una mujer paseaba un perro blanco, un caniche de sexo femenino que atendía por Brigitte y sentía aversión por los niños; estaba de suerte, ya que, a excepción de la hija del alcaide del presidio de Cayena, no había niños en la cubierta de primera; viajaban todos en segunda, junto con unos padres más jóvenes, de inferior categoría, con prerrogativas menos amplias y carreras menos prometedoras.

Brigitte, que era como un motor desgastado, como una maquinaria exhausta, caminaba a rastras, atada a una larga correa roja, e iba dejando tras de sí un delgado escape de orina amarilla que los grumetes baldeaban al tiempo que la insultaban en español. Ya en la primera cena, en la mesa del comandante de a bordo, el coronel de V., que regresaba a su puesto de agregado militar en Montevideo, se puso de pie y se desabrochó los pantalones para que las señoras vieran que llevaba el escudo heráldico bordado en los calzoncillos.

El alcaide del presidio de Cayena, al que disgustaban profundamente la presencia de Brigitte, que comía a lengüetazos en el plato de su ama, y la del coronel de V., con sus groserías cuarteleras, dispuso que su ordenanza le sirviera las comidas en el camarote. Tal retirada causó alivio en la mesa del capitán, cuyos comensales pudieron dar rienda suelta a la curiosidad. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿A qué se dedica?, se preguntaron, barruntando que pudiera ser algún agente secreto de un partido enemigo, socialista o judío, y, por ende, antimilitarista. Todo era raro en aquella familia, el padre, la madre, la hija, el estado, la edad, el cargo... El comandante les reveló que tras aquella espantosa máscara se ocultaba un héroe de la guerra, un apodo célebre, una reputación preclara. Una bayoneta le había cruzado la cara; de ahí que, a ambos lados de la honda cicatriz, los rasgos, que no encajaban, tuvieran aquella apariencia descabalada.

—¡El carnicero de Ypres! —exclamó el coronel de V.

En el acto, el ambiente se tornó más cordial. Se hace muy cuesta arriba comer en la misma mesa que una persona con la cara partida, declaró la señora del perrito. Por mucho que una se haga cargo de que esa gente ha ganado batallas, e incluso la guerra, se le quita a una el apetito. E instaló a Brigitte en el sitio del Supremo.

 

Cristiana, que había caído en la cuenta de que el viaje iba a ser menos lúgubre de lo que prometía en un principio y de que el drama liberador había provocado un primer escándalo, no se despegaba de Brigitte, como quien no quiere la cosa; le seguía el aceitoso rastro, y suponía, en vista de que era cada vez más oscuro, que no tardaría en agotarse; tampoco perdía de vista al coronel de V., con la esperanza de que acabara por bajarse del todo los pantalones. El alcaide, dirigiéndose a su mujer, su interlocutora predilecta, su traductora universal, preguntó por qué se obstinaba su hija en admirar las payasadas de un coronel y las cochinadas de un caniche.

En la primera escala, es decir, en las primeras palmeras, cuando el azul se instaló en el cielo y el sol permaneció definitivamente colgado encima del barco, el alcaide, como era de esperar, se negó a bajar a tierra, so pretexto de que él no se había embarcado para andar dando paseos. Su mujer fue a hacerle compañía al camarote, con el abanico en la mano derecha y el rosario en la izquierda. Rezaba y se abanicaba por turnos. Con la oración le entraban sofocos. Cristiana tuvo que conformarse con contemplar desde cubierta los esparcimientos de los pasajeros de segunda y tercera, que regateaban, al pie de la pasarela, el precio de unos plátanos, cuyos nombres obscenos los deleitaban, de algunos objetos menudos de paja trenzada y de unas cuantas baratijas que la niña no podía ver bien desde el lugar en que se hallaba.

La mujer del perrito, que tampoco había aprovechado la escala para que Brigitte meara en tierra firme, había pedido que le mandasen, en un cesto colgado de una cuerda, unos bordados cuya veloz aproximación iba subrayando con exclamaciones jubilosas: «¡Está hecho a mano!», «¡Es una ganga!», frases que la hija del alcaide se apresuró a transmitir a sus padres como si se tratase del disparadero que los iba a obligar a levantar el sitio.

El hechizo de tales exclamaciones, tan irresistible, minutos antes, en labios de la mamá de Brigitte, se desvaneció en el quicio de la puerta del camarote ante la presencia del alcaide, que blandía su plegadera como si fuese un puñal, del ordenanza, que estaba retirando una bandeja, y de la mujer del alcaide, que se abanicaba con gestos espasmódicos a la altura de la nariz. El «Está hecho a mano» los sumió a todos ellos,  y sobre todo al ordenanza, que era la caja de resonancia de los sentimientos del alcaide, en un embarazo reprobador. El «Es una ganga» murió en los labios de Cristiana, al tiempo que iniciaba ésta una retirada con la que pretendía eludir, si es que estaba aún a tiempo, la trampa en la que se había metido, y quitarse de en medio antes de que la castigaran a permanecer en el camarote con ellos. El alcaide se embarcó en un airado comentario del que sólo pudo oír, desde el extremo de la crujía, las últimas palabras: «¡... la repelente señorita ésta!». Cristiana no sabía si se refería a la dueña de Brigitte o a ella, pero se percató de que no era buen síntoma para ninguna de las dos y de que más valdría que no las vieran juntas. No obstante, sin poder remediarlo, fue al encuentro de la dueña de la perra.

Le pareció que, a la luz del sol, el ojo derecho de la perra se había vuelto repentinamente azul y que se le notaba en la turbia transparencia un no sé qué gelatinoso que le despertó la curiosidad. Se puso en cuclillas para observarla más de cerca, cosa que molestó a la dueña, quien se lo prohibió en el acto. La perra era tuerta, igual que su padre tenía la cara partida, y sanseacabó. Acabaría por quedarse ciega y no era cosa de recalcarlo, pues los perros intuyen con gran perspicacia los sentimientos que despiertan en los humanos, y a Brigitte podía entrarle una melancolía que le agravara aún más el mal funcionamiento de los riñones.

—… AL JEREZ —murmuró Cristiana por tener la última palabra. Se los imaginaba como esos capullos oscuros de dalia cuyos enroscados pétalos hay que violentar para llegar al corazón; y luego dijo, en voz alta, como un desafío—: RIÑONES AL JEREZ ROJOS Y PIS AMARILLO.

Se preguntaba, mientras se alejaba por si las moscas, si, cuando Brigitte perdiera el ojo, rodaría éste por el suelo como una canica, y si habría alguna probabilidad de que ella se lo encontrara encajado entre los tablones de la crujía.

En la cubierta de babor, el coronel de V. estaba arrojando calderilla a unos niños tan relucientes y tan negros como el regaliz, cuyo aspecto elástico tenían y cuyo sabor dulce y anisado se intuía. A Cristiana le habría gustado comerse un trozo, una mano, un pie, y acabar por la cabeza tras haberles chupado la tripa mucho rato.

—Tú no serías capaz de hacer eso —le dijo el coronel lanzando una moneda.

No, por supuesto que nunca habría podido ni saltar tan lejos, ni bucear tan hondo, ni sacar entre los dientes la moneda, ni pelearse después con los demás para conseguirla, ni tragarse la moneda mientras salía huyendo.

—¡Mira, fíjate!

El coronel cerraba el puño y hacía como si arrojase la moneda con los animados regates con que el amo engaña al perro, pero la conservaba en la palma de la mano y los chiquillos buceaban a diestro y siniestro, perdiendo el resuello por buscar una moneda fantasma que, para colmo de desdichas, pensaban que se les había extraviado.

—¡Ajá! —decía el coronel aplicando a la perfección la frase hecha—. ¡Quien algo quiere, algo le cuesta!

Y la hija del Supremo asistía al espectáculo con la angustiada curiosidad de los niños que, en el circo, tienen la esperanza de que las fieras se coman al domador y de que se caiga el equilibrista, sobre todo si trabaja sin red. Cristiana estaba a la espera de la catástrofe, del tiburón.

—Creo que hay muchos TIBURONES por aquí —le dijo al coronel de V., quien se quedó con la mano en el aire para mirarla con interés amistoso y casi admirativo.

—¿Quieres probar? —le preguntó alargándole una moneda, aunque sin especificar qué uso debía darle.

Ella aceptó encantada de la vida e intentó mandar la moneda lo más lejos posible, mar adentro, para que los pedigüeños tuviesen que salir de la sombra protectora del barco. Por desgracia, no tuvo suficiente fuerza para llevar a cabo su sangriento propósito, y la moneda rebotó en una de las cubiertas inferiores, donde un hijo de funcionario la cogió para meterla en la hucha. No obstante, fue con el brazo en alto, dirigido hacia un grupo de niños famélicos, como la sorprendió su madre, que había decidido tomar represalias por el «Está hecho a mano» y pudo comprobar que Cristiana había llegado al máximo grado de incorrección. Tenía que entender, le dijo mientras la conducía al camarote donde iban a encerrarla, que no se podía tratar así a unos seres humanos, que no se les arrojan a unos hombres, y menos aún a unos niños, ni pan, ni caramelos, ni monedas, NI NADA DE NADA.

Cristiana aceptó sin protestar que la castigasen por una apariencia de gesto cuya gravedad sólo sabía ella. Tras cerrarse la puerta, oyó la voz irritada y cansina de su padre que le preguntaba qué elegiría si tuviera que escoger: que siguiera con vida un chino desconocido de entre los millones de chinos de la superpoblada China o ser ella feliz.

—Ser feliz yo —respondió Cristiana con tanta mayor espontaneidad cuanto que nadie aludía a los tiburones que nadaban bajo el casco del paquebote ni a la forma en que había de morir el chino.

Luego, como ya no se oía nada en el camarote de al lado, donde estaba su padre, preguntó:

—¿Un chinito pequeño o un chino muy viejo y enfermo?

Y, al recibir la callada por respuesta, añadió:

—¿Ser muy feliz o sólo un poco?