Efigies

Notas para un prefacio

 

 

Siempre se usó de una manera vaga y equívoca la palabra «aforismo», después de encerrarla en una interpretación tan estricta como limitada. Confundido el aforismo, frecuentemente, con la máxima, no es extraño que aparezcan rotulados como aforismos centones de máximas adocenadas y perogrullescas. La confusión alcanza a los diccionarios que, conscientemente, definen el aforismo como «sentencia breve y doctrinal que se propone como máxima». De aceptar tan confusionaria definición, la diferencia entre máxima y aforismo apenas sería discernible. Y esa vieja forma de decir, misteriosa y poética, quedaría reducida a consejo moral, a norma utilitaria para andar por casa.

Uno de los maestros del género, el ingenioso Bergamín, afirma que el aforismo es una dimensión figurativa del pensamiento que hace de él algo inconmensurable. Si uno no se quiere quedar corto, hay que añadir algo atañedero a la sustancia: el aforismo es la poesía que de líquida pasó a sólida. La poesía puede ofrecerse líquida en verso y sólida en aforismo. Dicho con otras palabras, la poesía, que el verso ofrece en estado líquido, se «solidifica» al pasar a ser aforismo. Según entiendo el aforismo, su carácter específico consiste en la solidez poética. Para emplear un símil, yo diría que se trata de un monolito poético.

Aunque monolítico, el aforismo es humilde como el pedrusco, esa inexplicable materia del camino con que tropieza el andariego. En su afán por convertirse en
monolito, adquiere propiedades inhumanas. Imposible resulta a veces encontrar al hombre en esos rasgos de dureza diamantina que dejan la pluma y la agudeza mental.

Una vez estampado, se justifica por sí mismo. Asoma, expira y paradójicamente permanece. Propina soberana paliza a quien menos la espera, para esconder la mano. No hay broma más pesada que el vapuleo del aforista al orgullo envarado.

La naturaleza ofrece aforismos a la mirada. Aforismo es la flor, el árbol, la gallina clueca esa suerte de portera oronda que se revuelve en su cálido nidal y que, además del «clo-clo», lanza el más perfecto aforismo entre los perfectos: el huevo.

El vaivén del mar da vida al más singular de los aforismos: el canto rodado que la ola acarrea y que la playa ofrece a veces embadurnado de alquitrán.

Príncipes del aforismo fueron pintores. ¿Quién no envidia los cuadros de un Braque, de un Chagall, de un Klee, si es un escritor bien nacido? El hombre que más admiro, en el campo de la acuarela, es Paul Klee. ¡Qué no daría para poder escribir como él pintó!

Algunos escritores cercanos a nosotros, que no siempre se empeñaron en ser claros, para adular con claridades al público, consiguen transmitirnos la sensación de que sus escritos contienen no pocos aforismos. Sus nombres pudieran ser: Michaux, Char, Ponge y un largo etcétera. Todos ellos son escritores, por decirlo así, indirectos, a los que hay que leer al trasluz.

Entre los filósofos griegos de la Antigüedad, figuran aforistas capitales. Una historia o una trayectoria del aforismo no puede eludir a Heráclito, Diógenes y Sócrates, verdaderos padres del aforismo occidental. Con los orientales Lao-Tsé y Chuang-Tsé, contribuyeron a la creación de este género. Todavía hoy, después de una tradición y una literatura alemana aforística, de cuño romántico, hay que volver a ellos de un modo u otro. Heráclito quedará siempre como el primero que se aventuró a poner en circulación aquel «aforismo relampagueante» que Blake hizo suyo en El matrimonio del cielo y del infierno.

Con Heráclito comparten la gloria del aforismo Vinci, Lichtemberg y los románticos alemanes. Y hay quien agrega, con o sin razón, a Kafka.

Rilke es otra cosa. No es el aforista, stricto sensu. En Elegías a Duino, donde puede rastrearse el aforismo poético, hallamos no poca filosofía asimilada y no poco vivir metamorfoseado. Tampoco está presente el verdadero desconsuelo y se descubre demasiado la literatura. El aforismo de Rilke, cuando lo hay, peca por sobra de sentido. El lector casi siempre le ha de poner la magia.

Entre nosotros, se cultivó más la expresión lacedemónica que el aforismo. En nuestra literatura clásica, se nota la penuria aforística. Será necesario llegar a nuestro siglo para encontrar al aforista fuera de toda duda. Gracián, por más que se quiera, no es aforista. Le falta desasimiento y sinrazón. Su instinto le une más a la máxima (superior) que al aforismo, que se desentiende del hombre. El aforismo no es producto del concepto. Es en cambio

la señal más altiva de cierta indiferencia por lo humano. No adula a la opinión general y nada tiene que ver con la política.

Difícilmente encontraremos aforismos en quienes no son poetas. La condición de poeta es la conditio sine qua non para que el aforismo se dé plenamente. Y ahí viene a cuento buscar el aforismo personal en: Juan Ramón Jiménez, Bergamín, Carlos Edmundo de Ory, que pretenden el cascabeleo del bufón o voltear las campanas del país que habitan, que no es otro que el de la sinrazón.

 

Cristóbal Serra