Conceptos contrarios

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Antes /...

 

La concentración en un campo de observación limitado y preciso, el esfuerzo por definir con precisión la complejidad de cualquier detalle que se nos presente, ¿podrían tal vez constituir un ejercicio aconsejable para poner a prueba nuestras capacidades de centrar la atención sobre algo y de analizar cuidadosamente las cosas, capacidades tan necesarias en tantos ámbitos y, en particular, en la actividad política y social? La exigencia de un estilo mental de ese tipo, incluso en operaciones que nos parecen de menor importancia, ¿no sería un primer paso indispensable en la lucha contra la generalidad de la reflexión, de la percepción y de la expresión, que son unos vicios tan extendidos como socialmente perniciosos?

Italo Calvino [Co]

 

En el reciente final del siglo XX perdura el anterior, y su cientifismo se resiste a desaparecer: la Ciencia sigue siendo el ideal del conocimiento. Todos los métodos, las investigaciones y las teorías sin excepción aspiran a añadir a su nombre el calificativo de «científico», a modo de marchamo de calidad. Como criterio de prestigio para los productores y de garantía de seriedad para los consumidores, el cientifismo sigue siendo uno de los mejores argumentos publicitarios en el mercado de los bienes materiales y a veces, como no podía ser menos, en el de los productos intelectuales. También es cierto que, después de un siglo, los eslóganes son algo más sutiles. Los éxitos de la ciencia clásica quedan ya bastante lejos; nos hemos olvidado de la máquina de vapor, la electrónica es moneda corriente y la energía nuclear no goza de buena prensa. En cambio, la biología ha venido a tomar el relevo de la física, y nos proporciona imágenes de progreso social y de técnica todopoderosa, así como metáforas y paradigmas filosóficos e incluso inspiraciones estéticas. Las ciencias humanas están deseosas de coger a su vez el relevo. Por su parte, los escasos discursos que rechazan esta referencia a la tecnociencia pretenden en vano ignorarla, cuando no prescindir de ella.

Más vale utilizar la nueva posibilidad de mantener cierta distancia respecto al imperialismo intelectual de la ciencia, no tanto para negar su importancia o su interés e intentar la imposible tarea de ocultarla, sino todo lo contrario, para intentar verla con cierta perspectiva y asignarle un lugar propio en el paisaje cultural. Sería irrisorio negar la eficacia y el alcance del saber científico, sería absurdo rechazar la utilización de sus instrumentos de pensamiento; sin embargo, hay que decidir qué hacer con ellos.

Hoy, la cuestión central radica en saber en qué puede servir la ciencia al pensamiento como tal. A veces algunos conceptos, modelos o teorías elaborados en tal o cual disciplina se toman prestados de un campo de reflexión y se transfieren a otro distinto. Esta utilización metafórica puede resultar fecunda y no hay nada que objetar («todo vale», Feyerabend dixit [Fr1]), siempre y cuando se reconozca como tal. Sin embargo, en ese proceso se pierde una de las características del trabajo científico: el control de sus instrumentos de pensamiento, el dominio de sus condiciones de validez. En las ciencias físicas, estas limitaciones se manifiestan de forma especialmente clara, y son en gran parte impuestas por la formalización matemática. Aun cuando la explotación de los conceptos de la física sin las debidas garantías es totalmente lícita, como ya se ha dicho, puede dar lugar de hecho a muchos resultados absurdos o, lo que es tal vez peor, a lamentables afirmaciones triviales. En su tiempo, la termodinámica, luego la relatividad y la física cuántica y, más recientemente, la pretendida «teoría del caos»[1] han pagado un amplio tributo a dicha explotación. Tal vez convendría encender un contrafuego. Ha llegado el momento de proceder a una reflexión seria sobre las relaciones existentes entre las teorías científicas y el pensamiento común, analizar y criticar la transferencia desconsiderada de conceptos (o simplemente de fórmulas, en la mayoría de los casos) de unas al otro y proponer un nuevo tipo de relación.

La precisión, la penetración, la agudeza de los métodos científicos tienen la ineluctable contrapartida de la estrecha limitación de su alcance. Las ciencias analizan lo real mediante disecciones, destilaciones, filtrados, cada vez más elaborados. Ante la complejidad del mundo, la estrategia de las ciencias consiste en aislar progresivamente ciertos sectores, circunscribir fenómenos concretos y especificarlos con una precisión cada vez mayor, con la pretensión utópica de dominar todas las condiciones. Esta minuciosa selección a partir del desorden natural acaba proporcionando las ansiadas piedras preciosas, científicas o incluso filosofales. Pero, por unos pocos quilates obtenidos, ¡cuántas toneladas de residuos descartados por ser demasiado bastos, confusos, sin interés,... o considerados como tales! Los cedazos que en última instancia permiten retener el saber propiamente científico resultan tan finos y, por tanto, tan frágiles que es imposible utilizarlos: las piedras de la experiencia cotidiana los destrozarían de entrada. O bien, para cambiar de metáfora, el afilado escalpelo de la ciencia, capaz de la disección más minuciosa, no sirve para quien debe talar un árbol o cortar el cuero: su delicada hoja se rompería enseguida. Por consiguiente, a nadie se le ocurre utilizar un escalpelo en lugar de una hacha o una cuchilla. No es menos aberrante pretender establecer un método de pensamiento global o basar una filosofía general en los resultados, por muy espectaculares que puedan parecer, de una u otra disciplina científica –y aún más en una imposible síntesis pluridisciplinar– que pretender constituir una caja de herramientas universales entre las que estarían las propias de joyeros y bordadoras junto a las utilizadas por carniceros y zapateros. La concepción y el perfeccionamiento de instrumentos científicos cada vez más diversificados son una muestra del progreso científico. ¿Cabe pensar acaso que el progreso intelectual sigue el camino inverso? En la actualidad existen decenas de tipos de destornilladores, sierras y garlopas; ¿es posible imaginar, en cambio, que el pensamiento se limite a la reducida gama de instrumentos que suministran las llamadas ciencias exactas?

Sin embargo, no hay por qué rendirse ante el carácter irremediablemente técnico de los saberes científicos especializados. Aun cuando la producción de conocimientos quede reservada a los expertos, el acceso o, por lo menos, la aproximación a dichos conocimientos no puede ser un coto cerrado. Por los senderos que abren en la selva los exploradores circulan, por regla general, primero los mercaderes y luego los paseantes, cuando el camino se ha ensanchado suficientemente. Las primeras ascensiones al Mont Blanc las llevó a cabo el físico De Saussure, pero hoy en día ya no es necesario llevar barómetros y termómetros para alcanzar la cima con éxito o justificar una excursión por la montaña. En ciencia hay que reivindicar el estatuto de aficionado. Sobre éste recae la responsabilidad de llegar a ser un conocedor y no dejarse impresionar por los fuegos artificiales de aquellos expertos tan especializados que se atribuyen a sí mismos una competencia universal. Ante la presión de los charlatanes intelectuales y la enorme abundancia de sistemas de pensamiento único, se impone hoy la mayor desconfianza, la prudencia más extrema. Tal vez mañana sea posible de nuevo dar rienda suelta desde el primer momento a la sensibilidad de cada cual y reaccionar ante la novedad científica con un movimiento mental espontáneo y confiado.[2] De momento, hay que mantener una actitud crítica, lo cual permite aprovechar los propios límites del saber científico. Los conocimientos que proporcionan las ciencias son demasiado especializados y concretos para poder servir como ejemplos o modelos para el pensamiento en general, pero son lo bastante precisos y articulados como para aportarle contraejemplos y antimodelos. No es sólo un simple arsenal de instrumentos intelectuales sino un banco de pruebas para su validez. Entonces se comprueba que son muy pocos los instrumentos del pensamiento general, mediante los que intentamos explicar el mundo con poco esfuerzo, capaces de superar con éxito la prueba cuando, al mismo tiempo, se exige rigor y fecundidad.

En el proceso intelectual de abordar la ciencia, se trata de actuar no tanto como un experto dispuesto a proporcionar argumentos de autoridad confortables sino como un contraexperto capaz de poner de manifiesto la fragilidad de las conclusiones, por muy razonables que parezcan. Conviene escuchar más a menudo a ese perspicaz demonio interior que en todo momento intenta rechazar nuestro propio pensamiento por encontrarlo erróneo o trivial, especialmente en esta época de inflación intelectual. La ciencia puede convertirse en el abogado de ese diablo, en aquello que tanto necesitamos para impedirnos darle más y más vueltas al mismo tema. Sin embargo, si le prestásemos más atención, le concederíamos el beneficio de la duda. Más que proporcionar ideas acabadas, a la ciencia hay que pedirle que muestre la dificultad esencial del pensamiento consistente. En esa perspectiva, la física tiene una responsabilidad muy concreta. Cabe esperar que su relativa mayoría de edad entre las ciencias de la naturaleza le facilite el acceso a cierta sabiduría crítica, y recíprocamente, un pasado de abusos y equivocaciones más largo le exige realizar un profundo examen de conciencia –esa conciencia sin la que la ciencia puede hacer tantos estragos, y no sólo en el alma–. En este arraigo específico, modesto aunque resuelto, en una disciplina exigente, reside la esperanza de una reflexión pertinente que no se diluya en la trivialidad. El paso por una teoría formalizada, que imponga al pensamiento un distanciamiento brutal, le permite entonces recuperar su punto de partida, aunque sea dando un rodeo, y percibir de forma distinta sus ya conocidos horizontes. Maurice Merleau-Ponty explicitó ese papel de la física:

 

«(...) el sentido de la física consiste en inducir «descubrimientos filosóficos negativos»[3] y mostrar que «ciertas afirmaciones que pretenden ser filosóficamente válidas no lo son en realidad. (...) Sin ser una filosofía, la física destruye ciertos prejuicios tanto del pensamiento filosófico como del pensamiento no filosófico. Se limita a inventar cauces para paliar la carencia de los conceptos tradicionales, pero no se plantea conceptos de derecho. Provoca a la filosofía y la obliga a reflexionar sobre conceptos válidos en la situación que le es propia.» [MP]

 

Seguramente hay que añadir que estos «descubrimientos filosóficos negativos» son en gran parte experimentales y que, en la mayoría de los casos, confirman las críticas planteadas desde hace tiempo a los diversos modos de conceptualización propuestos por los análisis teóricos clásicos. No es ocioso, sin embargo, mostrar la pertinencia de estas críticas en el ejercicio de un pensamiento que pretende abarcar el mundo tal como es. En realidad, el objetivo de este libro es la aplicación de un programa de ese tipo.

A lo largo de esta obra intentaremos explicitar ese pensamiento en forma de un discurso laico, totalmente ajeno a las fórmulas esotéricas que confieren a esta ciencia un funcionamiento intelectual propiamente mecánico. En cierto sentido, es verdad que «la ciencia no piensa»; posiblemente sea ése el secreto de su eficacia. La ciencia realiza un esfuerzo considerable para no pensar, utilizando para ello unas excelentes máquinas simbólicas y formales que se ocupan de las dificultades del pensamiento, al igual que las máquinas domésticas e industriales toman el relevo y prolongan nuestra limitada capacidad física. De hecho, sólo es posible comprender la existencia de los ordenadores, esas máquinas calculadoras y procesadoras de la información, si se tienen en cuenta esas otras máquinas abstractas que son los formalismos matemáticos y lógicos: sólo porque hemos sido capaces de aprender a efectuar de forma mecánica algunas operaciones intelectuales muy sofisticadas, ha sido posible transferir su ejecución a otros mecanismos exteriores. De hecho, la consideración de los avances realizados por los grandes creadores de la ciencia nos deja a veces estupefactos ante la extrema dificultad intelectual de sus formulaciones originales; en la actualidad nuestras más humildes mentes sólo consiguen comprender esas formulaciones gracias a la aplicación de técnicas eficaces que cierran el paso a los obstáculos epistemológicos fundamentales. Para convencerse, basta comparar la obra de Newton con los procedimientos (ahora) elementales del cálculo integral,[4] o la reflexión de Maxwell con los métodos matemáticos de la teoría de campos, o incluso los estudios de Einstein con el análisis tensorial. La ciencia es difícil, se suele pensar, y tanto más cuanto más formalizada está. En realidad, sucede lo contrario: es más fácil cuanto más formalizada está, ya que el efecto, e incluso la función, de la formalización consiste en transformar dificultades conceptuales irreductibles en dificultades técnicas pasajeras que un aprendizaje consecuente permite superar, incluso y sobre todo, cuando siguen planteados los problemas de fondo. La fortaleza y la debilidad de las ciencias llamadas exactas radica precisamente en que nos evitan tener que pensar continuamente. Su gran avance en el ámbito de lo real se debe a esa mecanización.

De hecho, la matematización de la física le confiere una eficacia notable, análoga para el pensamiento a la que los medios de transporte modernos suponen para el cuerpo. Vamos rápido y lejos o, mejor, no vamos sino que nos llevan. Durante el tiempo que dura el desplazamiento delegamos cualquier responsabilidad y nos ponemos en manos de la maquinaria material o conceptual: avión o ecuación, ordenador en cualquier caso. Al inicio de La lentitud, Milan Kundera nos dice:

 

«La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente  obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina; a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.» [Ku]

 

Se podría repetir la frase sustituyendo corredor por investigador y motor por ordenador. La rapidez de los cálculos electrónicos produce el mismo vértigo que los desfiles de vehículos mecánicos. Delegar la velocidad en la máquina tiene un precio: el desplazamiento deja de ser un viaje y pierde su dimensión de aventura y exploración. No puede subestimarse, ni despreciarse, la ganancia de tiempo y energía, pero hay que saber encontrar la aventura más allá de la rutina, tanto para guardar un sentido del movimiento como para afrontar los inevitables incidentes que se produzcan y, en todo caso, para empezar y finalizar el viaje. Sea cual sea el trayecto, usted sale a pie de su casa y llega a pie a su destino. Un encuentro con otra persona obliga a disminuir la velocidad y salir de la máquina: el conductor de automóvil se sitúa (provisionalmente, en el mejor de los casos) fuera de la comunidad humana.

De igual manera, las imágenes, las palabras y las ideas, y no los números, los símbolos y las fórmulas, son los elementos con los que se inicia y se acaba (o así debería ser) cualquier actividad científica, incluso en una disciplina tan formalizada como la física teórica. Conviene añadir que el paso a la lengua común no constituye un mal menor, una concesión a un deseo de «comunicación» ampliada. El gran libro de la Naturaleza, según Galileo, está escrito en lenguaje matemático; se trata, en efecto, de un programa radical y fecundo en la práctica científica. Sin embargo, este enunciado no nos ha de hacer perder de vista la realidad; como mucho, en este caso se trata del libro de cuentas de la Naturaleza, y no de su libro de cuentos. La narración, tan necesaria para la comprensión, no podría asimilarse a una traducción, una traición consentida de una pretendida verdad matemática del mundo en una vulgata vernácula exotérica. Es imposible atravesar a nado el Atlántico, pero no por ello hemos de quedarnos encerrados en el avión. En la ciencia física actual resulta inconcebible prescindir de una formalización matemática, realmente constitutiva de nuestra visión de la realidad, pero la obligación de plasmarla mediante el lenguaje todavía es más apremiante. En efecto, se requieren muchas palabras allí donde basta con una ecuación, y la frase nunca tendrá ni la unicidad ni la eficacia de la fórmula. Esta lentitud y esta ambigüedad son precisamente los elementos que más se echan a faltar hoy, especialmente en el caso de los científicos.

Este libro no es un mero ejercicio de divulgación ni un simple reparto de conocimientos. También pretende ser un intento de dominar mejor esos conocimientos. Aunque según Marguerite Duras, cuyo personaje Ernesto, un platónico espontáneo, se pregunta con razón cómo podría aprender lo que no sabe [Du], siempre se puede afirmar que es imposible comprender lo que no se dice. Decir, escribir y, en última instancia, interpretar la ciencia. Aquí hay que ser intérprete en la doble acepción de la palabra: traductor de una obra en lengua extranjera y ejecutor de una obra de arte. Como siempre ha ocurrido en los ámbitos del teatro y de la música, toda interpretación es una (re)creación, buena o mala. Lo mismo sucede aquí. La presentación pública de la ciencia no es una simple repetición, sino necesariamente una invención. Incluso la ciencia más dura, la física teórica, sigue siendo lo bastante blanda, lo bastante plástica como para que podamos retocar y modificar sus conceptos en función de nuestra (in)comprensión. Pero, como en toda interpretación, ésta será normalmente muy personal y, por tanto, arriesgada. Se comprenderá fácilmente que un físico teórico como el autor disfrute haciendo experimentos epistemológicos.

Dedicaremos nuestra interpretación, o nuestra experimentación, a las variaciones de algunos grandes temas de la física moderna, como el electromagnetismo, la física cuántica y la relatividad, pero sin descartar alguna incursión en episodios más antiguos y otros más recientes de la historia de la física, o el recurso a algunas ideas matemáticas sencillas. La selección de los ejemplos viene dada por su importancia, pero también por las competencias y los gustos personales del autor. Existe, sin embargo, una razón más profunda para engarzar nuestra reflexión en lo que se ha llamado física moderna, para distinguirla, por analogía con la división en periodos en historia del arte, de la física contemporánea. En este libro haremos muy pocas referencias al caos determinista, a la inflación cósmica, a los campos gauge, a las supercuerdas,[5] etc. Lo que ocurre es que todavía no sabemos pensar la física actual, la que se hace en directo y pasa directamente, todavía caliente, de los laboratorios a la prensa. Para construirla utilizamos los materiales de que disponemos y para levantar los nuevos edificios fabricamos los inevitables andamios con aquellos objetos que encontramos en la obra, a veces no son sino restos de edificios más antiguos destruidos para dejar paso a otros más modernos. Así pues, al calor del trabajo, no siempre somos capaces de distinguir las estructuras actuales de las antiguas, los andamios del edificio final y los elementos reutilizados de sus funciones inéditas. Aprender a describir lo real no basta para comprenderlo. Después de un período de creación en el que la novedad teórica aparece rodeada de la confusión que caracteriza todo nacimiento, tiene que producirse un período de consolidación. A pesar de lo que afirme la vulgata kuhniana, la historia de las ciencias no puede reducirse a una mera sucesión de revoluciones, separadas entre sí por períodos normales de «calma». El desarrollo científico se inscribe en ese doble movimiento constante de rupturas y refundiciones epistemológicas. Sin embargo, en la actualidad, la reorganización del saber va considerablemente por detrás de su producción. Nuestro siglo ha asistido a un número impresionante de mutaciones científicas, pero ha demostrado tener una capacidad reducida de asimilarlas. Para debilitar considerablemente la integración de la ciencia en la cultura común, se conjugan la especialización de las disciplinas, la separación de las actividades (investigación/enseñanza/difusión) y la jerarquización de las funciones. La mayoría de los esfuerzos que se realizan actualmente para compartir los saberes emergentes son muy poco eficaces, precisamente porque sus fundamentos no están bien asentados. ¿Cómo explicar la naturaleza de los quarks, cuando sigue siendo un misterio la organización del núcleo atómico, o la de los cuásares, cuando se sabe tan poco acerca de la constitución de las galaxias? Además de la necesidad pedagógica de insertar los conocimientos modernos en su perspectiva histórica, la reconsideración de la ciencia clásica desempeña aquí un papel crítico esencial. En lugar de la táctica de la divulgación al uso, consistente en suavizar las dificultades conceptuales de los modernos avances, preferimos una retórica mucho más provocadora, que ponga deliberadamente de manifiesto los problemas que ya se planteó la física clásica y que, a veces, la costumbre nos induce a creer que ya están resueltos. En lugar de intentar convencer al profano de que la relatividad o la teoría cuántica no son en definitiva tan temibles, ¿no sería preferible mostrar que la mecánica o el electromagnetismo tradicionales siguen planteando unos desafíos intelectuales serios y atrayentes? Dicho de otro modo, tal vez la mejor postura intelectual ante la ciencia contemporánea consista en adoptar una actitud crítica para con la ciencia del pasado (o que se supone del pasado). Este enfoque, por lo demás, es exactamente el habitual en los ámbitos ya citados de la cultura literaria o artística. Contribuir a esa «culturización» de la ciencia es otro de los objetivos de este libro.

Desarrollaremos este alegato en favor del pensamiento en la ciencia a partir de un principio de organización sencillo. Tomaremos pares de conceptos antinómicos que, nolens, volens, estructuran casi cualquier reflexión y demostraremos, a partir de ejemplos procedentes de la física, que la formalización de sus conceptos altera esas oposiciones y desplaza sus polos, siempre que a continuación se produzca una reflexión del pensamiento. Abordaremos las grandes dicotomías: verdadero/falso, recto/curvo, continuo/discontinuo, absoluto/relativo, constante/variable, cierto/incierto, finito/infinito, global/local, elemental/compuesto, determinado/aleatorio, formal/intuitivo, real/ficticio. Evidentemente esta lista no tiene ningún afán exhaustivo. De hecho, más que pares bien determinados, se tratará a veces de constelaciones de oposiciones alrededor de uno de ellos. De forma más o menos explícita según el caso, encontraremos:

con recto/curvo: ilimitado/limitado, cerrado/abierto;

con continuo/discontinuo: contiguo/discreto, lleno/vacío;

con absoluto/relativo: móvil/inmóvil, objetivo/subjetivo;

con cierto/incierto: preciso/impreciso, exacto/aproximado;

con elemental/compuesto: todo/parte;

con determinado/aleatorio: necesario/ocasional;

con formal/intuitivo: riguroso/heurístico, abstracto/concreto, cuantitativo/cualitativo;

etc.

A nuestro entender estas viejas oposiciones, precisamente porque son tan viejas como el pensamiento mismo y pueden parecer un tanto cansadas, no pueden sino beneficiarse de una confrontación con las inquietudes más recientes, tal vez ingenuas y a veces brutales, de la ciencia. Cabe recordar que la física entró en la modernidad cuando se pusieron en entredicho antiguas dualidades: después de Copérnico y Galileo, la oposición entre lo alto y lo bajo se ha visto obligada a ser más flexible. Además del interés que pueda tener en sí misma, la estrategia adoptada presenta, por lo menos así lo deseamos, una serie de virtudes pedagógicas en el sentido de que permite recorrer algunas de las avenidas (y de los callejones sin salida) de la física moderna a un ritmo y en un orden distintos a los que imponen las visitas educativas en grupo. Con este libro pretendemos fomentar el paseo intelectual.[6]

El paisaje filosófico de nuestra exploración es harto conocido, y somos conscientes de entrada de la irreductibilidad de los pares de contrarios que, desde los filósofos presocráticos, alimentan el pensamiento occidental [Ra]: se atribuye a Pitágoras una tabla de diez pares antinómicos, entre los cuales se cuentan limitado/ilimitado, recto/curvo, reposo/movimiento que siguen conservando su frescura, dos milenios y medio después. Sin embargo, habrá que demostrar sobre el terreno los límites de su pertinencia: más que las «antinomias de la razón pura» [Ka], lo que nos interesa aquí son las de la razón impura en su praxis.



[1] Está claro que si se conociese por la denominación técnica de «dinámica no lineal», esta teoría tendría mucho menos éxito.

 

[2] ¿Cómo no desear que la ciencia, que empezó con una teoría de la gravedad, se oriente hacia una práctica de la levedad?

 

[3] Merleau-Ponty utiliza una expresión acuñada por los físicos London y Bauer [Ln&B], de quienes toma también la cita a continuación.

 

[4] Resulta admirable que la ciencia vuelva a interesarse por sus clásicos, que todos creían relegados a los archivos de la historia, y que intente dar de ellos versiones nuevamente legibles, construyendo a tal fin lo que en los ámbitos de la música o del teatro se denomina «el repertorio» y cuyas obras, por esencia, son interpretadas una y otra vez. Los Principia de Newton, por ejemplo, acaban de ser objeto de nuevas (re)presentaciones [Cr], [Bl1], [G&G].

 

[5] Tampoco hablaremos de supersimetrías ni de superteorías; es ésta una buena ocasión para constatar la notable inflación, del todo real, del uso de ese prefijo en la ciencia contemporánea. En la entrada «super-» de cualquier diccionario científico de la física moderna se encontrarán, además del término supercuerda ya citado, los de supersimetría, supermultiplete, superselección, superfluidez, supercolisionador, etc. ¿Será una nueva forma de superstición?

 

[6] Por ejemplo, se podrá perfectamente empezar el libro por el último capítulo, ya que de forma natural también ponemos en entredicho antinomias tan establecidas como el par antes/después.