Retrato
del artista como asesino furibundo
El primer asesinato merece ser estudiado
detenidamente. Yo no le presté la menor atención, pero no todo el mundo tiene
la suerte de poseer mi talento, y el método que elija una persona dice mucho de
ella. Mi primera víctima murió de un golpe en la cabeza con esa maleta llena de
palabras que es el Larousse Gastronomique, por estrangulamiento con sus
propias medias, acuchillada con un cuchillo de trinchar marca Sabatier y
cortada por los cordones de apertura de su paracaídas justo antes de salir
despedida por la puerta trasera del coche.
Una bomba puede ser sumamente eficaz y encaramarle a uno a
lo más alto del marcador, pero es preciso tener experiencia y poder obtener
fácilmente materiales que no se suelen encontrar en la tienda del barrio.
¿Sabes realmente algo sobre el tema? No te tragues la estupidez esa de arrojar
una cerilla a un montón de fertilizante. A menos que tengas la preparación de
un profesional, es muy difícil que salga bien. Aparte de esto, las bombas
tienen casi siempre un aire pretencioso, y encima son mecánicas e impersonales
y ponen en evidencia aburridos traumas políticos. El mejor tipo de asesinato es
el que se comete en la intimidad. Uno debe notar el último aliento de la
víctima en la mejilla. Por eso, a la hora de la verdad, tampoco valen las
armas. Agenciárselas resulta mucho más difícil de lo que uno se imagina, diga
lo que diga la prensa. Además, incluso si uno pega el tiro lo bastante cerca
como para causar quemaduras de pólvora en el blanco, no puede evitar sentirse
ajeno a lo ocurrido. Hay que evitar que a uno lo metan en el mismo saco que a
soldados y asesinos a sueldo, mediocres que sólo matan por dinero.
No, quien quiere convertirse en una auténtica
pesadilla lo hace porque le causa satisfacción y utiliza las dos manos, como
siempre lo han hecho los artistas. Ése soy yo: Don Diestro de la Destreza, para
servirle.
Recuerda: primer asesinato no hay más que uno, así
que no desaproveches la oportunidad.
Son tantas las decisiones que hay que tomar...
¿Quieres conocer a la víctima o no? ¿Cómo te acercarás a ella? ¿Qué piensas
hacer con el cadáver? ¿Quieres que te cojan o no? ¿O vas a montártelo en plan vers
libre, pasando de pensar en ello, a ver cómo sale el asunto?
Seamos sinceros, porque la sinceridad es la única
sustancia que debe quedar entre los rastros de sangre que deja un artista en su
camino. El hecho de quitar de en medio a tu señora, a tu jefe, a tu padre o al
repartidor de periódicos te pone en contacto con la naturaleza, pero también
indica claramente que no vas a permitir que te toquen mucho los cojones los
demás miembros de tu comunidad. Ahí radica el problema: a todos se nos pueden
ocurrir buenos motivos para recurrir al homicidio.
Elevemos la sinceridad al plano de la genialidad: el
asesinato de lujo sólo favorece a una parte. Por ejemplo, los hombres que se
cargan a mujeres (o, naturalmente, los hombres que se cargan a hombres que
hacen las veces de mujeres) para divertirse. Es algo semejante a la diferencia
entre ir al pub y matar a alguien que te ha volcado la cerveza (de ese
modo nadie volverá a hacértelo) y matar a alguien que no estaba metiéndose con
nadie (de ese modo serás el centro de atención la próxima vez que vayas al pub).
Cargarse a alguien porque sí, de eso se trata. Hay que reconocer que el otro
equipo ha contado con algunos profesionales dignos de admiración: viudas negras
que se forraban con pólizas de seguro o venenosas tiranas que se han abierto
paso hasta el trono con ayuda de la cicuta. Pero se echa de menos la gratuidad.
Si uno estrangula a una mujer hermosa con uno de sus artículos de lencería cara
(fíjate en la ironía), lo que está queriendo decir es: no importa, puedo
agenciarme otra sin ningún problema; incluso si se guarda en el frigorífico
algunas partes de su cuerpo para hacer joyas u organizar una fiesta post
mortem por todo lo alto. De lo que se trata al final es de caer bajo, y
mandar a una mujer a la sepultura es el colmo de la postración.
Tú eliges; ahora bien, después no te quejes.
Luego está el asunto de saber cuándo unos cuantos
crímenes ascienden a la categoría de asesinatos en serie. Si uno se carga a una
persona, la gente no le da mucha importancia. Lo mismo podría ocurrir con un
filete que lleva demasiado tiempo fuera del frigorífico, el patinete de un niño
o una picadura de avispa; cualquier accidente, cualquier casualidad, tendría el
mismo efecto. Uno puede matar a dos personas de chiripa; pero matar a tres...,
eso ya supone entrar en el club de Caín. Sin embargo, a partir de ese momento uno
debe andarse con cuidado, de lo contrario lo confundirán con un roquero o con
un majara como los West, Gacy, Bundy y Dahmer.
Yo tuve que despachar a mi chica porque se la estaba
cepillando otro. ¡Cómo!, dirás, ¿tras soltarme un sermón me sales ahora con un
vulgar crimen pasional? Anda y vete a dar el coñazo a otro... Pues no, esto es
material para avanzados (fíjate qué listo soy). La honestidad se da en diversos
formatos. ¿Cuánto jamón necesita un sándwich para ser un sándwich de jamón? Y
sólo porque algo parezca un sándwich de jamón no significa que lo sea en
realidad. Al confesar que soy la causa de su muerte, lo hago de manera que
suscite una duda: ¿perdí los nervios tras un mal día, o se me presentó una
buena oportunidad de ser una pesadilla en unas circunstancias que sabía que me
ahorrarían unos cuantos años si acababa en los juzgados?
La misma sospecha es válida para el asesinato del tío
que se la estaba cepillando. ¿Me dio realmente un arrebato pasional o es que
tenía ganas de divertirme? Y teniendo en cuenta que luego apareció el chico de
la pizzería con el pedido y acabó desollado, resulta casi imposible creer que
sencillamente no pude remediarlo.
Yo te asesinaría en provincias para que cuando
llegases a Londres se pensaran que no se informó como es debido sobre tus
actividades.
Siempre he sido pro-emociones fuertes y anti-mal
rollo. La felicidad fue una de las grandes preocupaciones de mi madre; su
especialidad era combatir el aburrimiento. Si heredé algo de mi padre, lo
ignoro (y me trae sin cuidado). En cualquier caso, no lo habría necesitado. Me
ha venido todo de mi madre, especialmente la paciencia. Ella era capaz de
esperar hasta cuatro meses a que hiciésemos las maletas y nos fuéramos a vivir
a otro lado en busca de la felicidad. Desde los once a los dieciséis años tuve
treinta dos profesores de arte distintos, y puse todo mi empeño en ser un mal
alumno con todos. No quería que ninguno me animase y luego se pusiera medallas
si llegaba a triunfar.
Desde el momento en que mi madre me dio unos lápices
de colores, no pensé más que en ser artista. Durante mucho tiempo creí que mi
nombre, John Smith, supondría un impedimento. Era joven e insensato. El nombre
de uno debería resultar pintoresco por sus obras de arte, no al revés. Sin
embargo, la discriminación campa por sus respetos. Basta con echar una ojeada a
la historia; a pesar de que somos muchísimos, nunca ha habido un primer
ministro apellidado Smith, y no figura ninguno en las filas de los grandes
artistas. ¿Acaso eligieron a un Smith para hollar la Luna? ¿Acaso hay alguno
que tenga en la repisa de la chimenea una estatuilla del premio Nobel? De todo
esto sólo cabe deducir una cosa: existe una conspiración bien organizada para
impedir que los Smith tengan éxito. Fíjate en la guía telefónica de Londres,
con sus veinte páginas sólo para nosotros. Ahora bien, cuando tus enemigos
hacen cola para luchar contra ti, deberías darles las gracias sincera y
generosamente, porque, mientras te abres paso a machetazos entre su colección
de extremidades, están contribuyendo a que tu inminente victoria resulte
muchísimo más impresionante.
En lugar de ponerme a competir con los demás en la escuela y
llenarme la cabeza de todo tipo de conocimientos innecesarios para la formación
del artista, me pasaba el tiempo buscando otro nombre. Sabía que era demasiado
joven para crear una gran obra (un artista debe mantener siempre los ojos bien
abiertos), de modo que me dediqué a forjar mi leyenda. Siempre he sido
anti-prisas y pro-reflexión. Por eso ocupaba las horas del día inventándome
posibles nombres para un artista capaz de explicar el mundo: Ron Astronomía,
Menudo Mercedes, La Increíble Máquina de Concebir, Bingo Avergonzado, Soba
Glándulas, Er Dario, Phil Foca, Tan Solo, Juerga en Gondar y muchos más que no
eran tan buenos. Al final me quedé con Johnny Genio, pues me pareció que,
además de ser una muestra de respeto hacia mis raíces y describir el aspecto
más importante de lo que quería ofrecer, a los estudiantes de arte no les
resultaría muy difícil de escribir cuando hicieran trabajos sobre mi obra.
Todo el mundo sabe que los artistas como Miguel
Ángel, Picasso, Renoir y Durero llegaron tan lejos únicamente por el nombre que
tenían. Pero, tras haber invertido miles de geniales horas en la génesis de un
nombre del que pudiera sentirme orgulloso, me di cuenta casi al instante de
que, por fenomenal que fuese, constituía un error. Uno es quien es (ojos como
platos). Comprendí que mis esfuerzos por eludir el problema que planteaba el
prejuicio anti-Smith decían muy poco de mi valentía. En cualquier caso, me
propusieron otros nombres.
Gilipollas. Comejerbos. Hijoputa. Maricón.
Turboimbécil. Zulú. Bobo. Principiante. Indigente. Pajillero. Colgado.
Degenerado. Apestoso. Boñigo. Majara. Ley del embudo. Tonto del bote. Cabrón.
Gilipollas. Asqueroso. Neomarica. Aprendiz. Soplapollas. Cagarro. Soplapollas.
Follaovejas. Aguafiestas. Pervertido. Panoli. Idiota. Mamón. So mamón.
Robaperas. Imbécil. Corruptor de menores. Fracasista. Anticristo. Tío mierda.
Capullo. Esto es sólo una muestra de las cosas que me han llamado por ser
artista y apellidarme Smith. Pero es absolutamente normal que la gente te mire
por encima del hombro, que se burle de tu pinta, que se asome a la ventanilla
del coche y te escupa. Cuando se quitan el cinturón de seguridad, bajan del
coche, rebuscan en el maletero y se abalanzan sobre ti con una palanca del
cinco (o incluso del seis —ojos como platos—), te están confirmando que tu
aprendizaje va por buen camino. ¿Que te echan gasolina en el buzón y te gritan
«vamos a cortarte la línea telefónica»? Buena señal. El mundo está lleno de
gente que desprecia el mundo.
Pero uno también comete errores. A todo el mundo le
pasa. No tienen nada de malo, lo importante es dejar de cometerlos y no volver
a ser un «errorista».
Eso sí, descubrir los errores resulta mucho más difícil de
lo que uno se imagina en un principio. A veces se esconden tras los éxitos,
como rastros de ratón bajo una alfombra o coágulos bajo un posavasos. Otras
veces los éxitos dormitan tras los fracasos más estrepitosos, cuales perlas
ocultas bajo esos grandes pegotes de moco solidificado conocidos popularmente
como ostras.
Creo que es imprescindible que un artista se mantenga
en contacto con la comunidad y disfrute de la vida en la medida de lo posible.
La torre de marfil es una dama de hierro anti-saludable. Yo sabía lo importante
que era evitar esas salas de evisceración que son en el fondo las facultades de
bellas artes. Por eso me hice profesor de autoescuela autónomo. Era mi propio
jefe y no tenía ataduras. Así te pasas el día dando vueltas por ahí y, como
vives dentro del coche, acabas conociendo la calle (y además te evitas la
molestia de andar sacando y metiendo tus cosas de la maleta). Mi camino era el
camino real.
Habrá quien considere desconcertante la falta de intimidad,
el hecho de que el público tenga el privilegio de verte por una ventanilla día
y noche, pero creo firmemente que es preciso someter a examen hasta el menor
movimiento del artista. Yo soy anti-misterio y pro-espectáculo.
De todos modos, esto lo hice con el propósito de dar
una pincelada de color a mi biografía y, de paso, dar tiempo al Proyecto. Mi
intención era, como quien dice, poner la mesa para la gran comilona de la
cultura occidental, revelarme como el Salvador y Proveedor del Arte, como el
Exponente de los Múltiples Todos. Pintar dentro de un coche obliga a limitar el
tamaño del lienzo, pero, afortunadamente, yo poseía un don natural para los
cuadros de cinco por cinco centímetros.