Atraviesas la noche más suave que la lámpara
Tus delgados dedos baten los vidrios de mi sien
Comparto contigo la quinta estación
La flor, la rama y el ala al borde de la casa
Los grandes espacios azules que envuelven mi juventud
No suelo mirar tus álbumes de Cécile. Me recuerdan demasiado a ti. Sé que está ese dibujo en tonos azules que dice más de ti que una larga novela. Aparece sentada Cécile en un patio de escuela, mirando bailar a un corro de niños al que no se incorpora. Parece feliz. Es feliz; pero también está triste, y en el vacío de su mirada se mezclan el círculo del corro y el silencio que reina más lejos. Eres tú, tú más que nunca, y eso sólo lo sé yo.
Un día te deslizaste a un allá que te acechaba con su fuerza tranquila y blanca... Por una inexplicable razón, el Dos Caballos... se salió... y chocó... murió al atardecer... No leí en el periódico esas palabras que sin duda aparecieron, esas palabras que utilizan ese tono tan seco y tranquilizador para referirse a una muerte que se olvida de inmediato.
Con frecuencia intento reunirme contigo por las noches en ese vals que comienza después del choque y del poste derribado. No me asusta el ruido, aún forma parte de la vida, me asusta lo que viene tras el vals lento. Tú no quieres, y sin embargo poco a poco te dejarás. Al principio todo ocurre sin duda en silencio, luego se oyen voces que se aglutinan en torno al coche, sobre todo no la toquen. Más tarde girarán luces azules bajo la lluvia, más tarde luces blancas, un médico con cara de fastidio, es sábado...
Tú no conoces ya ni las palabras, ni las quieres, duermes en un país muy suave, suave como una capa cálida de acuarela.
Delimitabas el invierno con unas lámparas opalinas, te inventabas a Clémence, el tiempo te obedecía. ¿Qué habías ido a hacer un día vacío y lluvioso a una carretera mojada, oscura, en la que surge de pronto esa rugosidad de un poste…
Te perdiste en la luz azul que se te llevaba, que giraba. Eran tonos demasiado intensos, ya no eran colores que se pudieran tocar, pintar o mirar. Azul eléctrico, negro de lluvia, yo no vi esos colores del vértigo, me queman en la noche.
Vienes con el terciopelo de las palabras. He comprado un precioso cuaderno para hablarte. No te gustaría mucho la tapa, con esa foto azul; dos muchachas junto a su bicicleta, un camino campestre, una curva muy suave, cae la tarde a lo lejos, donde se desata una lluvia de verano. Tú dirías que es un poco cursi, pero te aseguro que no es el color de esas palabras. Tengo una estilográfica con un plumín enorme y unas notas musicales dibujadas en el capuchón blanco. Escribo para la música de tus días heridos, pequeña música escrita con tinta azul, arañazos en el tiempo, sonrisa blanca bajo la canción de las palabras. No podría hablarte con la máquina de escribir. En cambio aquí, sobre este papel cuadriculado, las letras azules se juntan, se separan, es un camino que me acelera el pulso con cortes blancos y esos instantes de ti, el hilo de esa vida que yo ignoraba, del tiempo en que se unían nuestros cuerpos.
Porque hacíamos el amor, y entonces me parecía tocarte en lo más recóndito de tu vida y luego salía a caminar, completamente solo, por las calles de Rouen. Tu padre tenía que cenar en tu casa, yo me iba al cine. Más tarde anochecía, los cafés amarillos se iluminaban poco a poco, calores fáciles desgranados a lo largo del frío pórtico de la nueva catedral, arco de piedra y hormigón arrojado a un mañana muy duro en el que el deseo se topa bruscamente con el cielo de la noche. Yo me sentaba allí, en la plaza, en una de esas rocas prefabricadas, colocadas para que jueguen los niños, entre los cafés amarillos y el arco rígido del deseo. El deseo azul no soportaba el calor fácil de los cafés; yo me quedaba allí, entre dos orillas, con ese tiempo nocturno vacío que produce vértigo.
No leerás nunca estas páginas que escribo en una tranquila escuela, acariciado por el viento húmedo del otoño. Quizá sólo lo hago para mí, para conservarte un poco; es la primera vez que te tengo en mi espacio, la primera vez que acudes a mí al ritmo de mis pasos.
Aquí los bosques vuelven a cerrarse y te conservo en el fondo de mi valle, entre el estudio y la merienda. Apareces en los poemas de Cadou que recitan los niños canturreando:
«Te encontraré, Hélène,
a través de los prados,
a través de las mañanas,
de hielo y de luz».
Por vez primera, cuando descuelgo la guitarra, sé cantar para ti. Antes me fallaba un acorde, o tú dejabas de escuchar las palabras pensadas sólo para ti, preparabas el té. Aprendo a hablarte en el silencio de una escuela.
Ya ves, la felicidad le hace a uno insolente. También cuando se está triste todo parece por fin fácil, y es tan sencillo que todo se parezca. Domesticamos el mundo y de repente hacemos con él lo que queremos.
La casita de la escuela llevaba diez años abandonada. Me lo dijo el alcalde de Saint-Laurent-des-Bois, el señor Savy:
—Desde hace unos años, ¿sabe usted?, únicamente vienen señoritas jóvenes. ¡Estar aquí solas les da un poco de miedo, y la verdad es que no les gusta! En general, ellas preferían vivir en Rouen. Allí pueden salir... Pero bueno, si a usted le gusta... ¡Vaya y échele un vistazo!
Era el mes de septiembre y comenzaba la tarde. La escuela se parecía a mis escuelas de otro tiempo. Quedaba un poco apartada del pueblo, junto a la carretera que desciende hacia la iglesia y hacia el centro. Desde el patio se ve el río Risle y los jardines de la abadía. La casa del maestro no es muy grande, tiene una sola planta, pero hay una chimenea en cada habitación. Le puse lámparas bajas y libros, añadí la calidez de mi guitarra y tus álbumes. En mi invierno, lámparas suaves, silencio, te espero.
Te fuiste demasiado pronto. A la gente empezaban a gustarle cosas un poco ligeras. Ya no les gustaban las peleas, ni los gritos de desesperación, ni los escupitajos inútiles. Sobre la melancolía de aquel año volaban notas, palabras en un cielo pálido apenas azul de abril, palabras con color de canción.
Era la época del chocolate en tu cocina de cortinas rojas y blancas. Nos gustaban las cocinas entonces, qué bien se está justo al lado, en las lindes de la felicidad, y sin atreverse a decirlo. Tú preparabas pasteles con vetas de chocolate y limón, yo cogía la guitarra y brotaban las canciones, limón amargo y chocolate, calor y frío, dicha-paciencia.
Un día vendrás a la escuela. Los niños no se sorprenderán, te recibirán como a una hermana mayor, como a una amiga lejana, un día lluvioso, en la monotonía otoñal de las clases. Dejarás tu capa sobre un banco, tus largos cabellos húmedos nos hablarán de los caminos que has cruzado, del frescor de los pueblos.
Elegirás un libro del armario. Todos callaremos, porque querrás leer una historia, un cuento de antaño. La historia parecerá nueva y tu voz grave ascenderá sobre nosotros como una lluvia muy suave que cesa a la hora de cenar. La historia será triste, la de la pequeña cerillera, los sueños de luz abrasan su vida frágil y blanca. Los sueños son demasiado intensos y cogerás a Armelle de la mano.
Yo seré una mirada, una sombra en el interior de ese palacio de la infancia, habrá como hilos de plata en un desván lleno de leyendas. Anochecerá deprisa, finales de octubre ya y el comienzo de un sortilegio azul de invierno. Llevarás a mi clase por caminos lejanos, en el umbral del invierno.
Te harán preguntas. Tú contestarás muy dulcemente, siempre desviándote un poco de la respuesta que esperaban. No conocerán tu país, tal vez sólo tu nombre, y se lo repetirán, sílabas con aromas de cuento y de pueblo bajo la lluvia. Cantarán para ti Tout Bas-Tout Bas, esa canción para que uno se duerma envuelto en imágenes de Andersen, con el capitán de madera, que dice:
«¡Pasad, pasad, por favor!».
Pasad, el sueño es ése, pasad a la otra orilla con la amiga lejana y su capa mojada. Yo la esperaba de niño, en las clases tediosas, a la hora del estudio. Pero nunca venía, dormía en mis libros, fiebre de los cuentos, imposible dulzura. Estará allí esa tarde de octubre, al fondo de tu mirada, como una fiebre eterna.
En Rouen, comprabas tu papel para acuarela en el batiburrillo de la tienda de Bellas Artes, en la Rue Martainville. Charlabas, te demorabas en el desorden de los difuminos, barritas de pastel, carboncillos. A la anciana le encantaba hablar contigo, inclinaba hacia ti su dulce mirada cansada tras sus gafas de concha. Hablabais largo y tendido sobre el papel de textura fina, el papel para acuarela. Yo, detrás de ti, disfrutaba de una silenciosa felicidad tocando los colores, acariciando esos misteriosos objetos con los que no sé hacer nada.
Pasaban alumnos de la escuela de Bellas Artes, todos pedían cosas muy concretas, HB número 3, Moulin d'Arches para acuarela... La anciana tenía siempre lo que le pedían: esgrimía una sonrisa divertida de complicidad, hurgaba en los cajones de cerezo. Cuantos acudían allí sabían jugar con formas y colores, inventar presencias en la deslumbrante blancura de la cartulina, hablar sin palabras de la luz.
Me gustaba acompañarte a ese mundo y no entender nada. En tu habitación de la Rue Martainville, a veces hubiera cambiado los gestos del amor por la opulencia de los objetos, por las gomas de miga de pan, por las minúsculas pastillas de acuarela. Me quedaba allí, en el umbral de un mundo de reflejos: me llevabas a imágenes en las que te encontraba, con cosas, con objetos que yo tocaba, que acariciaba, que siempre se me escapaban, del mismo modo que los gestos del amor inventaban fronteras. Cuando toco un lápiz, nunca lo toco para dibujar. Lo acaricio, y la madera gira en mis manos. Te tocaba, pasabas entre mis dedos. Pienso en aquellas imágenes que nacían, dulces Céciles que se te parecían. Te hacía el amor y tú guiabas mis imágenes. Conocías los reflejos; recuerdo aquella mezcla de desorden y felicidad sobre tu mesa.
Me guardo tu nombre, que nada me dice de ti. Tu muerte ha sellado para mí ese nombre que ya no te contiene, ¿por qué? Había plasmado la añoranza que siento de ti en el interior. Pero en él te veo más vaga, un nombre liviano no sirve para hablarme de ti. Tú estás en la sombra de los tilos y en las risas de los niños, en las miradas que se apartan y miran por las ventanas, en el frescor del agua cuando hay clase de Dibujo.
Les he enseñado tus álbumes a los niños, no les he dicho que te conocía. Los niños, como yo, se identifican en ellos con Cécile, y con Clémence, y con Lucile, y con Gaétan soñando en las orillas de los estanques. Cual pequeñas setas melancólicas, juegan a la gallina ciega, vuelan en los columpios, y en su mirada gacha la infancia preserva para siempre la infancia. Tan sólo eras un asomo de infancia seria en la comisura de su mirada gacha.
Cuando ibas por las mañanas a la escuela del Square Carpeaux, te llamaba una voz. Estoy viéndote. Tú te vuelves bruscamente con la cartera al hombro. Llevas una bata bordada a cuadros blancos y azules como una chaqueta de molinero. Ese nombre que alguien grita en la plaza de aquel abril es el tuyo, porque vuelves la cabeza, la cascada de tus cabellos negros revolotea en el aire, te mueves con gestos vivos y tienes una mirada dulce. Nathalie corre hacia ti. Ahora la esperas. Manteniendo el equilibrio sobre una pierna, te subes el calcetín. La cartera se inclina sobre tu espalda. Las dos partís hacia la escuela, que está muy cerca, en un pueblo de París.
Reinan largos silencios en mi clase, el ritual de los dictados. Leo muy despacio, paseándome entre las hileras de mesas, a ratos me detengo:
—¿Dónde te has quedado, Alain? Releo para Alain... Punto final... Ahora escribiré el nombre del autor en la pizarra...
La primera vez que leo pienso un poco en lo que hago, pero luego... Vuelvo a leer el texto para que puntúen bien, y lo repito una vez más para que capten el sentido. Entonces, en medio de ese silencio, todos permanecen serios, pero las palabras se van un poco más allá, por los caminos de la tinta azul.
Los sábados, después del recreo, cada cual va a llenar el tarro de Danone bajo el grifo. Es la hora de Dibujo. Fuera, se adormece el verano con el sol amarillo de septiembre. Dentro, flota un grato olor a acuarela mojada. Hay pequeños trajines:
¾Profe, ¿puedo ir a cambiar el agua?
Mantengo a la gente menuda formalita durante esas horas olvidadas, cuando no llega el mediodía, cuando los colores palidecen en las hojas de dibujo empapadas y se apagan los murmullos. Todos los niños están allí. Fuera, se ve un pueblo mermado: ni gritos, ni juegos, los viejos se hablan en voz baja, el tiempo parece más largo. Allá, junto al Risle, la tía Dubois tiende las sábanas en un jardín demasiado desnudo, no pasa el tiempo.
Estoy solo. Me invitan a cenar unos padres.
—Si no tiene otra cosa que hacer...
Es un detalle simpático, y yo soy claro con todo el mundo. Pueden habitar mis veladas, invitarme a pasar un rato de calor, ellos ya saben que me van a confortar. Casi nunca me quedo mucho rato, y de regreso a casa, con las manos en los bolsillos, solo por fin, juego a soñar imposibles. Te imagino lejos, en un ambiente de ciudad eslava, me repito en voz alta esa palabra mágica: Praga... Praga...
Nunca has estado en Praga, tampoco yo. Pero eres tú, y de lejos tu mirada se parece a esa palabra que canta, con un verde extraño, sobre una niebla eslava y suave. Praga. Caminarías por una calle con la larga bufanda verde oscuro que conozco. Qué bien olía la lluvia cuando caminábamos por las calles de Rouen. La misma lana verde oscuro nos trasladaría a una ciudad imaginaria, y, en los cafés amarillos, nos quedaríamos un rato ante la transparencia de una bebida dorada. Sólo conozco el color de esa bebida, y es suficiente para sumergirse muy poco a poco, allá, en Praga, donde no estarás...
Habría jardines y apacibles callejuelas, yo pasaría, tú no me verías. Tras un muro altísimo, serías la gran amiga de unos niños demasiado formales. Los escucharías. Te contarían penas irrisorias con tono quejumbroso. Se pierden sus voces por encima del muro. Intento adivinarlo, pero yo diría que hablan eslavo...
Ocurre en otra vida. Fuimos a Praga, y me invento esa ciudad hilvanando suavemente las palabras. Allá caminaste por calles que no conozco; yo te daba la mano, te seguía, me llevabas a cafés de estudiantes. Caía enseguida la tarde, la noche era de un azul azabache y brillaba el oro fácil de las luces. Siempre tomábamos té...
Noviembre eslavo, y yo me invento, en lo más gris del año, en la opacidad de los días, ese vagabundeo que se nos parece —gabardina, lluvia, anochecer, el silencio.
Nosotros nunca viajábamos tan lejos, pero a mí me encantaban los ritos del viaje. Por Todos los Santos, hace dos años, me llevaste a la tierra de Colette. El otoño se aletargaba en Puisaye, una viejecita nos acompañó al jardín de Sido, ahora menos agreste. Vimos la verja medio arrancada por la glicina centenaria, pero el jardín de más abajo, transformado en piscina, preservaba mal lo que habían conservado las palabras, la infancia a la sombra de Sido, el remordimiento de la infancia...
No había mucha gente por las calles de Saint-Sauveur. Soplaba un viento invernal sobre los colores del otoño, los jardines tranquilos y rojizos. Me acuerdo del Cheval Blanc, un hotelillo nada caro adonde nos prometemos volver, y adonde no volvemos...
Aquel desayuno pan-mantequilla-y-jalea-de-grosella en un comedor donde estamos solos… Luego hojearemos el mapa Michelin para organizar el día. Pero, de momento, reina un silencio absoluto. Por la ventana se divisan las colinas de Borgoña y el bosque de Saint-Fargeau. La niña del hotel se acerca sonriendo y desaparece cuando le hablas.
—¿Quieres más pan?
Te miro y pasa el tiempo.
En la feria de anticuarios de La Ferrière, encontré una antigua postal de Saint-Laurent. En la calle de la iglesia, los aldeanos endomingados están pendientes del fotógrafo. Entonces había más gente por la calle, a no ser que hubieran salido expresamente para la foto. En la carretera polvorienta de Brionne, el tiempo, camisas blancas y miriñaques, parece más liviano. Han desaparecido algunos árboles. Seguro que el maestro llevaba cuello almidonado, bigote y sombrero negro. Creo que me parezco un poco a él, al margen de los folclores y los tormentos de la ortografía. Seguramente le gustaba ver la silueta del valle por la ventana de la clase, y el silencio de los dictados.
Recuerdo los gestos del amor. Sé, cuando ya es demasiado tarde, que estábamos juntos de verdad, mirándonos a los ojos, cuando a ti el placer te arrancaba lágrimas. Te tocaba muy dentro, me gustaba sobre todo cuando te abandonabas, y tu placer era el mío. Entregada sobre las sábanas, te gustaban las caricias lentas, y el tiempo se dilataba. Había libros desperdigados en torno a la cama y tu ventana daba al campanario de Saint-Maclou.
Aquí la lluvia no cae, como en un ambiente a lo Dickens, sobre los dorados de las cervecerías. Se instala en el espacio anegado, y van pasando los días, lancinantes. El cielo apenas avanza y, bajo su apagado gris de lúgubre acero, los habitantes de Saint-Laurent se ocultan, se sumergen en un denso silencio algodonoso para protegerse de la lluvia. Una bruma húmeda asciende del río, alfombra con la noche los campos desiertos.
Arriba, el bosque se oscurece, cobra colores de leyenda alemana. Las noches de otoño me paseo por allí al salir de la escuela. Quienes se tropiezan conmigo creen que estoy buscando setas, pero nunca encuentro. Camino por el suelo mullido del sotobosque mojado, y los olores escarban en mi memoria. No diseco esos olores, amalgama de maderas, de setas, de paseos dominicales; medio adormecido por sensaciones brumosas, avanzo entre el oro apagado de los helechos de octubre. Recorro los senderos-catedrales, flanqueados de pinos; ya no hay luz. Camino hacia ese círculo que ha visto reducido su espacio, al final de los caminos de herradura. Chemin de la Sablière. Allée Bois-Guillaume. Croix Maître-Renault. Al final de esos nombres arcaicos, nombres de bosque feudal, tú eres el círculo de las avenidas. Cada recodo te reinventa más lejana. En mi afán por caminar hacia el silencio, te veo a cada paso. Tú eres el círculo y el color-leyenda de las avenidas, ese verde tan profundo que raya en el negro, Chemin de La Butte-Dampierre.
Esta noche estoy en tu casa, allende los pueblos y la oblonga suavidad de los valles. Mi vida se adormece en el abismo de tu ausencia: he amoldado a mí ese valle para conservarte, para tenerte en lo más hondo. Te recibo en la paz de un pueblo y el silencio de una escuela, aprendo a conocerte. El cuaderno está sobre un pupitre de colegial; te escribo lo que de ti me dicta la memoria y estoy aquí para plasmarte, a trazos de pluma, a arañazos del pasado; es mi vida, reflejo de tu memoria dibujada.
Me gustaba quedarme contigo cuando estabas enferma. Te preparaba infusiones de hierba luisa. Tú te deslizabas bajo las mantas, yo me sentaba sobre las sábanas y leía. Con los postigos cerrados al principio de la tarde, se oía el rumor del exterior, los coches que se paraban en el semáforo de la Rue Saint-Romain, los neumáticos en el asfalto mojado, algunos gritos.
La tarde transcurría en el vértigo de tu fiebre, casi sin palabras:
—Encontrarás aspirinas en la alacena de la derecha. No, no me beses...
Intentabas dibujar, pero tus Céciles apenas bailaban ya.
De pequeños, era tan placentero no ir a la escuela, oírse hablar despacito, se alejan las paredes y sube la fiebre. Tu enfermedad era poca cosa, angina de Vincent, tres días de cama, hay que esperar. Fuera se demoraba noviembre en lluvias glaciales, se estaba calentito en tu casa. Por la puerta entreabierta se veía el calor de tu cocina, una Clémence en la pared.
Tu cama, perdida en el océano de libros desparramados, era nuestro refugio, como una cabaña de la infancia, o la eterna balsa de esos naufragios imaginarios…, más cálido el calor, más fresco el frescor de las sábanas apenas ásperas.
Postigos cerrados, silencio de la fiebre, la ciudad fluye; recuerdo tu despertador, que era muy ruidoso, un despertador aparatoso, muy anticuado, orlado de hierro con cifras redondas, recuerdo ese ruido tranquilizador que mece el silencio y luego golpea y resuena en la fiebre. Recuerdo cómo dejábamos pasar el tiempo en la isla de tu habitación.
Todavía estás un poco enferma y te acuno en el fondo de mí mismo, desgranando palabras de letanía, palabras dulces como cuando soplamos un poquito en la frente de un niño para que se sumerja plácidamente en la noche, tranquilo a orillas del río amor-sueño; ya desfilan las imágenes, y todo es profundo y verde y negro, como un nocturno paisaje de jungla del Aduanero Rousseau, con serpientes azules enroscadas en la sombra, y el son de una flauta de bambú hechiza los reflejos de la luna, un gran silencio de plata blanca.
Te retengo en el país del antesueño susurrando palabras de aquí que te siguen de lejos. Te susurro palabras porque te alejas. Ahogada ya en el río africano, te dejas llevar, las orillas desfilan en la lejanía y estás casi bien, ya no hay nada que recobrar ni que desear, nada se detiene. Se ven grandes tramos turbulentos en el río y remansos de agua-luz, ya no quieres las palabras. Aun así, sé que me oyes.
El niño se duerme y se sumerge en la noche africana, pero en las márgenes del sueño una voz sigue susurrando con suavidad y le sopla en el pelo. Nadie sabe dónde comienza el sueño, dónde se debilita el eco de la canción. La canción ha resbalado sobre él, pero al llegar el sueño —la mano del niño ha soltado poco a poco la mano que tenía cogida— la canción ha permanecido, y es un poco más lenta. Te canto palabras de antesueño a orillas del río amor-amargura, canto solo y suavemente, tu mano se me escapa y no acaba nunca de escaparse.