La isla de Selkirk

Hostigar leones

                                                                       1704

 

La Isla parecía un lugar deprimente: «a un lado, el triste aullar de incontables lobos marinos en la playa... precipicios rocosos, bosques inhóspitos y empapados por la lluvia, altas colinas cuyas cimas estaban ocultas por espesas y oscuras nubes; y, al otro, un mar tempestuoso».43

            Por más inhóspita que fuera, tras la tormenta en el mar resultó un buen refugio. Hasta los esclavos capturados en São Iago pudieron lavar en los arroyos las humillaciones sufridas.

            Los hombres encendieron hogueras y asaron langostinos en las brasas, levantaron tiendas para los enfermos, improvisaron toscos alojamientos y se dedicaron a esquilmar el lugar. Un cuarto de cabra asado, condimentado con hierbas y servido con lo que llamaron «palma de col» cocida, constituía, afirmaron, «una magnífica comida, con una col tan sabrosa como cualquier col de huerta que hubiéramos probado jamás».44 Las palmeras eran altas y todas tenían en la copa un único fruto. Los hombres no podían escalar por los troncos pelados, así que talaban un árbol por cada col. Sembraron la Isla de madera muerta.

            Encontraron pescado «en tal abundancia que es casi increíble: caballas, savorines, meros, besugos y langostinos». Los comían a la parrilla, asados o fritos con aceite de león marino. Mantenían una fogata encendida día y noche. Por las mañanas, cientos de diminutos colibríes -los machos de color cobre, la hembras blancas y de azul metálico- aparecían muertos junto a las ascuas, atraídos por la luz de las llamas.

            Los barcos fueron llevados a tierra y carenados. Almacenaron madera, varias toneladas de agua, y se embarriló una tonelada de aceite de león marino para cocinar y para las lámparas. Funnell adoptó un interés académico en la matanza de estas criaturas. Midió un león marino muerto especialmente grande. Medía siete metros de largo, casi cuatro y medio de diámetro, y tenía una capa de grasa de más de cuarenta centímetros.

 

«Los lobos marinos le tienen mucho miedo al hombre; y en cuanto lo ven cerca, se dirigen hacia el agua, pues nunca se alejan demasiado de ella. Si se los persigue con insistencia, se dan la vuelta y yerguen su cuerpo apoyándose en las cuatro aletas y se encaran, erguidos, con la boca abierta de par en par y en guardia: de modo que, cuando queríamos matar uno para hacer aceite, solíamos ponerle una pistola en la boca, mientras estaba abierta, y dispararla cuello abajo; pero si nuestra intención era divertirnos un poco con él, lo que llamábamos hostigar leones, usualmente seis, siete u ocho, o más, de nosotros nos acercábamos con una pica pequeña en la mano, y lo pinchábamos hasta matarlo; lo que solía suponer una caza de dos o tres horas antes de poder vencerla. Y en ocasiones nos costaba mucho trabajo. Pero siendo una criatura torpe y pesada, y atacándola por delante, por detrás y por todos lados, teníamos que vencerla. Aún así a menudo nos hacía huir, y a veces intentaba escaparse, pero no sabía hacia dónde porque nos situábamos entre el agua y ella.»

 

            Esos eran los placeres ingleses en lugares remotos. Hasta entonces los lobos marinos no habían conocido tales tormentos. Habían pensado que la Isla era un lugar seguro para nadar, pescar, disfrutar del sol y proteger a sus crías.

 

 

Un ataque insignificante

1704

 

Esta estancia en la Isla se prolongó durante cuatro semanas. A mediodía del 29 de febrero, apareció un barco a la vista. Dampier ordenó perseguirlo: «subimos todos a bordo, preparamos las vergas y masteleros, sujetamos las lanchas a las amarras, largamos velas y zarpamos».

            Ahí estaba una presa. En la precipitación por salir tras ella, el Cinque Ports abandonó anclas, cables y velas de repuesto, el agua y el aceite de león marino embarrilados y a ocho hombres que estaban cazando cabras en las montañas.

            Fue una persecución desorganizada y caótica. Cuando llegaron a mar abierto perdieron dos botes. Uno se llenó de agua y tuvo que ser abandonado. En el otro quedaron a la deriva un hombre y un perro, sin agua ni comida.

            Los hombres alcanzaron el barco a las once de la noche. Dampier había creído que era español, pero se trataba de un mercante francés, con un cargamento de cordaje, y en mejores condiciones que los dos barcos ingleses. Estaba bien tripulado, doblaba en tonelaje al St George y llevaba una treintena de cañones. Al alba, el Cinque Ports se acercó lo bastante para disparar diez cañones. Los franceses respondieron con una descarga más potente. El Cinque Ports se apartó, recogió velas y se deslizó a popa del St George. Desde ese momento ya no pudo utilizar sus cañones sin dañar al St George.

            Dampier había dado órdenes de perseguir aquel barco sólo para apaciguar a su sediciosa tripulación. Pero cuando llegó el momento de la lucha, su preocupación primordial pasó a ser su propia seguridad:

 

«se colocó sobre el alcázar, detrás de una buena barricada que había ordenado levantar con camas, alfombras, almohadas, mantas, etc. para protegerse de la metralla y disparos de armas ligeras del enemigo; allí se puso con su mosquete ligero en la mano. Ni animó a sus hombres ni les dio ninguna instrucción apropiada, de las que suelen requerirse de un comandante en momentos como ésos».45

 

            Los hombres anhelaban capturar esa presa. Necesitaban algún consuelo que les compensara por los seis meses de vida miserable. Aunque sólo fuera, querían reponer provisiones y apoderarse de un barco en mejor estado que los suyos. Habían salido de casa a la búsqueda de oro y fortuna y no habían encontrado más que hambre y miseria. Muchos habían muerto, treinta seguían enfermos. Lucharon, codo a codo, durante siete horas. Murieron nueve hombres del St George, más resultaron heridos. El barco francés quedó gravemente dañado. Sus bajas fueron muy numerosas, con muchos muertos y treinta y dos heridos, cada uno de los cuales había perdido una pierna, un brazo o un ojo.

            Dampier quitó importancia a esa batalla como «un ataque insignificante». No había, dijo, «venido hasta aquí para luchar con franceses».46 «Reclamó a gritos que nos alejáramos, por temor a que el enemigo nos abordara y nos apresara.» Según John Welbe, ésa fue la única orden que dio durante toda la batalla.

            Unas fuertes ráfagas de viento separaron a los barcos y pusieron fin al cañoneo. Los tripulantes temían ver frustradas todas sus esperanzas si ese buque escapaba. Se dirigiría a Lima. Su capitán le hablaría de ellos a las autoridades españolas. Los barcos mercantes, con ricos botines, se desviarían entonces de la costa de Sudamérica.

            Cuando amainó el viento, los hombres querían seguir peleando. Dampier se negaba. Se volvieron contra él «muy descontentos por dejar que fracasara de tal modo nuestro primer ataque». Dampier reaccionó jactándose «de que sabía dónde ir y nada le impediría hacerse con un botín por valor de 500.000 libras cualquier día de ese mismo año».47 No le creyeron. Ese capitán, cuando llegaba el momento de actuar, se escondía detrás de un colchón y no daba órdenes. Era un cobarde, un incompetente y casi siempre estaba borracho.

            Dampier les aseguró de nuevo que tenía una estrategia. En la Isla habían dejado velas, botes y hombres. Primero tendrían que volver a recogerlos. Luego pondrían rumbo a Lima. En ese transitado trecho de mar se apoderarían sin riesgo de barcos, repondrían provisiones, aumentarían su flota y tomarían prisioneros por los que podrían exigir el pago de un rescate. Luego, al abrigo de la noche, asaltarían la ciudad de Santa María, donde se acumulaba el oro de las minas cercanas.

            Una vez más, los dos barcos pusieron rumbo a la Isla. A medida que se acercaban, el viento amainó, el mar estaba en calma y se vieron obligados a remar hacia la gran bahía. Anclados en ella había dos grandes buques de guerra franceses. Dispararon al Cinque Ports y luego emprendieron la persecución.

            Los hombres pensaban que con oficiales como Dampier y Stradling no conseguirían jamás ningún tesoro. A medida que se dirigían hacia el norte por la costa de Perú, la voluntad de amotinarse se avivaba. Selkirk, Welbe y Clift se quejaron de todos los caprichosos cambios de plan. Pese a las seguridades que les habían dado no se celebraba ninguna reunión del consejo. Dampier, Stradling y Morgan tomaban las decisiones «en secreto» entre ellos.

            Y ya no quedaban velas, cables ni anclas de repuesto, ni botes, y apenas había agua o comida. Sin botes ni cables no podían remolcar los barcos si el viento amainaba o se rompían las velas. No podían atracar en aguas poco profundas ni desembarcar por la noche sin ser vistos. Sin agua no podían cocinar sus escasas raciones y sin cables ni anclas tampoco podían amarrar.

  

No poco atrevimiento

1704

 

Los muertos sirvieron de alimento a las criaturas del mar. Los heridos recurrieron al auxilio de los cirujanos. En un reducido espacio bajo la cubierta de batería, John Ballet ató tablillas a los huesos fracturados, extrajo balas incrustadas en la carne, cosió heridas de disparos, trató quemaduras con membrillo y verdolaga, volvió a colocar articulaciones dislocadas más o menos en su sitio y amputó pies y manos destrozados.

            Ballett creía aconsejable amputar por las mañanas, nunca con luna llena. Las sierras que empleaba para desmembrar se guardaban cuidadosamente limadas, limpias y entre paños bien engrasados para protegerlas de la oxidación. Tenía un surtido de cuchillos, mazos, escoplos, agujas para suturar, un hilo fuerte encerado, rollos de algodón tosco y grandes cuencos llenos de cenizas para recoger la sangre.

            El amputado tenía que dar su consentimiento y se le explicaba que podía morir. «No es poco atrevimiento desmembrar la imagen de Dios.»48 Dos hombres fuertes sujetaban al paciente. Los instrumentos se mantenían fuera de su campo de visión. Ballett, «con mano firme y a buen ritmo, cortaba carne, tendones y todo hasta el hueso». Dejaba colgajos de piel, detenía la hemorragia con algodón y ponía el muñón en alto colocando una almohada debajo. Había un recipiente para los miembros amputados, «hasta que se tenga ocasión de arrojarlos por la borda».

            Aunque sólo estuviera aplastado el pie, los cirujanos cortaban la mayor parte de la pierna, «el dolor es el mismo, y es más ventajoso para el paciente, pues un muñón largo es muy molesto». Había tenazas de desmembramiento para amputar dedos de pies y manos.

 

Una retribución en secreto

1704

 

Los corsarios se quedaron entonces al acecho cerca de Callao, el puerto que abastecía Lima, capital de Perú y Chile. Plegaron las velas para que no los descubrieran. La intención era atacar cualquier barco que entrara o saliera del puerto.

            El 22 de marzo, dos barcos se dispusieron a entrar. Uno era el mismo galeón francés con el que habían luchado y tantos daños les había causado, pero que habían sido incapaces de capturar. Los hombres lo consideraron una ocasión para completar el trabajo inacabado. Stradling propuso que el St George fuera a por él mientras el Cinque Ports perseguía al otro barco más pequeño. Dampier rechazó la propuesta.

 

«Tras lo cual uno de nuestros hombres le dijo a la cara que era un cobarde y le preguntó si había venido a esta región del mundo a luchar o no. Y él replicó que no había venido a pelear, porque él sabía sacar provecho de un viaje sin lucha.»49

 

Presas como ésas, se jactó Dampier, suponían «beneficios insignificantes». La recompensa que podía obtenerse de tales escaramuzas no merecía la pena los riesgos y peligros que conllevaban. Sólo la carencia de botes, dijo, le impedía poner una fortuna en manos de la tripulación.

            Sólo la carencia de botes evitaba que la tripulación se amotinase. El agua de mar había echado a perder sus provisiones de alimentos. Anhelaban desesperadamente agua dulce, comida, acción y oro. Sin mucho que hacer, empezaron a reñir entre ellos y se dividieron en bandas. Hubo discusiones y peleas violentas, sobre todo entre los marineros curtidos y los inexpertos. Ralph Clift responsabilizó al «desgobierno» de Dampier de estas peleas: «era su deber y estaba en sus manos impedir tales disputas y peleas, pero se limitaba a escuchar las quejas de uno y otro bando sin preocuparse nunca lo más mínimo en evitarlas».50

            A la mañana siguiente, en lo que al principio pareció una compensación por los fracasos y sufrimientos que no les iba a suponer esfuerzo alguno, capturaron un mercante español, La Rita, cuando salía de puerto. Desprevenido y sin esperar el asalto, no ofreció ninguna resistencia. Llevaba un cargamento de rapé, encaje, lana, seda, brea, tabaco, caparazones de tortuga, cera de abejas, jabón, canela, pimienta de Jamaica, madera, y «una buena suma de dinero».

            Ése podría haber sido un momento decisivo de la travesía, un triunfo, algo que justificaba las penalidades y el hastío pasados. Pero Dampier permitió que el barco siguiera su camino. Descargó mercancías que valían unas cuatro mil libras y se quedó con dos de los cuarenta esclavos negros que llevaba el mercante, pero no dejó que sus hombres lo registraran ni se lo quedaran como presa. Le dijo a la tripulación que un botín tan voluminoso «sería un estorbo para planes más importantes» y que no disponía de ningún oficial lo bastante capacitado para mandar un mercante tan grande como aquél.

            Nadie le creyó. Aumentó el resentimiento. Selkirk afirmó que Dampier había aceptado un soborno del capitán español para que dejase ir libre al barco: «una retribución en secreto para Dampier y Morgan como rescate».

            «No nos quedó más remedio que conformarnos como pudimos», escribió Funnell en su diario. Entonces, al alba del día siguiente, «sin tener que disparar más de tres cañones», los hombres sorprendieron y se apoderaron de otro barco, el Santa María. Llevaba un cargamento de índigo y cochinilla y, según Selkirk, «Diversos cofres de plata con un valor de 20.000 libras». De nuevo, Dampier se negó a que los hombres revolvieran el barco o se quedaran con él. Se apropió de sus botes -dos lanchas y una chalupa- y, como en el caso anterior, tras el cobro de un soborno, lo liberó. Morgan se guardó la vajilla de plata del capitán, que valía 200 libras, en su camarote.

            Cuando se criticó a Dampier, éste reaccionó amenazando con volarle los sesos, abandonar o tirar por la borda a quien se quejara. Volvió a hacer promesas a la ligera sobre el oro que conseguirían cuando saquearan la ciudad de Santa María, y los mayores beneficios y partes del botín que se repartirían todos. No le creyeron. Entre esos ladrones ya no existía la menor confianza.

            Planearon invadir Santa María por la noche con botes. Estaba al otro lado de la bahía de Panamá. Para preparar el asalto anclaron en Gallo, una isla que les ofrecía agua, madera y una playa arenosa. Armaron los botes españoles con 'pedreros', pequeños cañones que disparaban piedras, clavos y trozos de hierro y perdigones.

            Por diversión abatieron lagartos y monos. Y, una vez más, capturaron una presa fácil e inesperada, una chalupa española, mandada por un indio despistado. Los tomó por españoles y se acercó a ellos con la intención de comprarles provisiones. Fue un error que les costó muy caro a su tripulación y a él: «se perdieron ellos, y perdieron su navío y su dinero». A bordo iba un hombre de Guernsey, hecho prisionero por los españoles cuando trabajaba como cortador de palo campeche en Bahía de Campeche. Había estado encarcelado dos años en una prisión mexicana. Tuvo que pasar por la farsa de la conversión al catolicismo para conseguir su libertad. Una condición para que se la concedieran fue que permaneciera en México o navegara sólo en buques de cabotaje españoles.

            Los corsarios hundieron la chalupa y abandonaron a su tripulación. Se quedaron con el capitán indio como piloto. El hombre de Guernsey no cabía en sí de alegría al conocer a sus libertadores.

  

Una noche muy incómoda

1704

 

Antes de la incursión en Santa María, Dampier convocó a sus oficiales a un extraño Consejo de Guerra. «Ahora es habitual que en un Consejo de Guerra el oficial más joven dé su opinión en primer lugar», escribió el guardiamarina John Welbe,

 

«Pero el capitán Dampier siempre daba su opinión primero; y luego, si alguno de los oficiales expresaba un parecer contrario, salía encolerizado y decía: "si cree saber más que yo, tome el mando del barco". Era un hombre tan engreído que nunca atendía a ninguna razón».51

 

            El 25 de abril, el St George y el Cinque Ports estaban anclados en Punta Garachiné, en el extremo sur del golfo de San Miguel. El piloto indio iba a conducir a Dampier, Stradling, Funnell, Selkirk y un centenar de hombres armados río arriba hasta Santa María, en los tres botes españoles capturados. El resto de la tripulación esperaría vigilante en los dos barcos a que volvieran. Una fuerte marea menguante y un aguacero torrencial dificultaron el trayecto río arriba. Los hombres se apretaban unos contra otros en los botes descubiertos, en la oscuridad, «con muchos truenos y relámpagos». Se calaron hasta los huesos y «pasaron una noche muy incómoda». Dampier llevaba una provisión de brandy. Stradling le pidió que la compartiera con los demás. «El capitán Dampier respondió: “si tomamos la ciudad ya tendrán brandy bastante; pero, si no la tomamos, lo querré para mí".»

            Por la mañana pasaron junto a ellos cinco indios remando en una canoa. Sintieron curiosidad por saber qué hacían tantos extranjeros empapados y escondidos en las orillas de cañizales. Incitado por Dampier, el piloto indio prisionero les dijo que eran de Panamá y les invitó a subir a bordo. Los indios empezaron a alejarse remando a toda prisa. Los corsarios les dispararon; según Funnell, siguiendo las órdenes de Dampier. Dampier envió una lancha tras ellos, pero se escaparon.

            Fue una grave torpeza. Los indios informarían sin duda a las autoridades españolas de que unos intrusos ingleses estaban disparando clavos y piedras a quienes navegaban por el río. Se prepararían emboscadas en Santa María y todos los objetos de valor se llevarían a las colinas.

            Dampier decidió un ataque inmediato. Ordenó a Stradling que llevara dos lanchas y cuarenta y cuatro hombres río arriba hasta una pequeña aldea, cerca de Santa María. Él y los demás lo seguirían en la chalupa cuando cambiara la marea. Desde allí tomarían Santa María por asalto al abrigo de la noche.

            Stradling y sus hombres no supieron encontrar la aldea. Las cartas de navegación de Dampier lo situaban en la orilla norte del río. Apresaron por sorpresa a tres indios que iban en una canoa y les obligaron a hacerles de guías. Stradling envió a cinco hombres armados y a dos de los indios en la canoa a buscar el pueblo. Oscureció. Los guías no eran de ninguna utilidad. Los perros ladraban en la orilla sur del río así que los hombres se dirigieron hacia allí. Al acercarse a la orilla, los indios se escaparon. Los hombres de Stradling dispararon en la oscuridad pero no sabían si habían acertado a alguien o algo. De la orilla les respondieron disparos de represalia. Por la mañana cuando todo estaba tranquilo, los hombres desembarcaron. Encontraron cabañas vacías, frutales, gallinas, maíz y batata. Los habitantes habían huido a las colinas.

            Al día siguiente Stradling volvió río abajo a buscar a Dampier, que hasta entonces no había aparecido. Lo encontró por casualidad. Dampier no había encontrado la desembocadura del río y pasado una noche y un día por un riachuelo. En la canoa capturada había un paquete de cartas. Una de las misivas era para el gobernador de Santa María, del presidente de Panamá, avisándole de que tuviera cuidado con 250 ingleses armados que pretendían saquear la población. Siete días antes, escribía el presidente, había enviado cuatrocientos soldados para reforzar la guarnición. Estaba seguro de que cuando el gobernador recibiera esa carta los soldados adicionales ya estarían con él.

            Desalentados pero no por ello disuadidos, Dampier, Stradling y ochenta y siete hombres se dirigieron a la ciudad en las lanchas y la canoa capturadas. John Clipperton, William Funnell y otros trece se quedaron a vigilar la chalupa hasta que volvieran.

            No tuvieron que vigilarla durante mucho tiempo. Los asaltantes regresaron antes de medianoche en desorden e intercambiándose reproches. Varios estaban heridos, uno había muerto. A menos de medio kilómetro de Santa María, soldados españoles les habían disparado en tres emboscadas distintas. Los hombres afirmaban que habían ahuyentado a esos atacantes y estaban preparados para invadir la ciudad, pero Dampier había ordenado que se detuvieran. Dijo que no tenía sentido seguir adelante porque los españoles habrían sacado a sus mujeres, niños y todo lo que tuviera valor de la ciudad, «que es lo que siempre hacen primero cuando se enteran de la presencia de un enemigo».52

            Los hombres volvieron a sus barcos. Habían tenido bastante. Despreciaban a aquel capitán que planeaba peligrosas maniobras y que se echaba atrás ante el primer atisbo de batalla. El 6 de mayo, lo único que les quedaba para comer eran hojas de plátano cocidas. La ración consistía en cinco hojas al día para cada seis hombres.

 

 

Disputaron y se separaron

1704

 

Y entonces, de una manera caprichosa, su suerte pareció cambiar de nuevo. A medianoche de ese mismo día capturaron un mercante, el Asunción. Su tripulación, sorprendida en la oscuridad, no ofreció la menor resistencia. Iba cargado con harina, azúcar, brandy, vino, toneladas de mermelada de membrillo, sal y balas de lino y lana. Selkirk dijo que llevaba provisiones de sobra para cuatro años.

            Eso podía haber supuesto un hito en el viaje, una nueva dirección. Los pasajeros que iban a bordo del barco mencionaron ochenta mil dólares españoles que se habrían  escondido en el buque en Lima. Selkirk y Funnell fueron designados comandantes de la embarcación. La chalupa utilizado en la fracasada incursión en Santa María se hundió, y el Cinque Ports y el St George pusieron rumbo a la bahía de Panamá y la isla de Tobago* con lo que parecía una gran presa.

            Selkirk pensaba que la intención era anclar en Tobago y luego «registrar a fondo el barco». Pero, una vez más, Dampier y Morgan tenían su propio orden del día. Mientras la tripulación descargaba comida, ellos ocultaban perlas, seda y «grandes lingotes o barras de plata y también de oro» en el camarote del St George. Entonces, tras pasar cuatro días en Tobago, sin consultárselo a nadie, Dampier dio órdenes de liberar el barco.53

            Éste fue el punto de ruptura del viaje. Los hombres pusieron de manifiesto que se sentían moralmente ultrajados. Puede que fueran ladrones, pero esperaban una estrategia, juego limpio, un propósito a seguir con coherencia. Ralph Clift escribió:

 

«Después de que Dampier y Morgan hubieran sacado lo que les complació no permitieron que los hombres registraran a fondo los dichos barcos sino que los liberaron con sus tripulaciones y las mercancías que en ellos quedaran y apenas si dejaron que los tripulantes de los dichos barcos St George y Cinque Ports Galley se apropiaran de algunas ropas aunque estaban muy necesitados de ellas».

 

            También Stradling se sintió engañado. Para él no hubo lingotes, ni grandes ni pequeños. Se revolvió contra Dampier, le increpó diciéndole que era un borracho que abandonaba a sus oficiales, robaba tesoros, se escondía detrás de mantas y camas cuando había que luchar, aceptaba sobornos, alardeaba de presas imposibles pero, cuando tenían un botín al alcance de la mano, lo dejaba escapar. Dijo que no continuaría en su compañía. Que  prefería navegar por su cuenta en el Cinque Ports, por pequeño que fuera el barco.

            Por separado, ninguno de los barcos tenía protección frente a los brutales 'guardacostas' españoles o a cualquier otro peligro del mar. Separarse de esa manera contravenía de manera explícita las Cláusulas de Compromiso con los armadores. A la tripulación se le dio a elegir el barco y el capitán que prefirieran. Ninguna de las dos posibilidades les hacía mucha gracia. Selkirk optó por ir con Stradling. Todo lo que había sacado personalmente de la última presa era comida: harina, azúcar y naranjas. También él responsabilizaba a Dampier del fracaso de todo:

 

«El capitán Dampier se negó a dar permiso a los tripulantes de los barcos para que registrasen el mercante, permiso que, de habérsenos concedido, habría hecho que descubriéramos cualquier tesoro que pudiera haber a bordo. Y al negar el permiso para que los tripulantes registraran a fondo el barco, éstos disputaron y se separaron, y cada uno siguió su propio camino».

 

            Stradling exigió que se le entregara la parte del botín que correspondía a su tripulación. Dampier le dio mil cien libras pero nada de la plata y el oro. Stradling repartió partes del botín a los hombres que navegaban con él. Selkirk recibió diecisiete dólares españoles.

            El 19 de mayo de 1704, Dampier puso rumbo de vuelta a Perú, a la búsqueda del buque del tesoro de Manila. Stradling se dirigió hacia el sur por la costa mexicana. El Cinque Ports, pequeño y mal equipado y con una tripulación de sólo cuarenta hombres, no podía valerse sin la protección del St George.

            Estallaron disputas y desacuerdos a medida que disminuían las raciones y la esperanza. Stradling se peleó con Selkirk, lo encerró en el pañol como castigo y le encargó a un oficial subalterno, William Roberts, tareas que deberían haberle correspondido a él. En tres meses, los hombres capturaron una presa, el Manta de Cristo. Estaba anclado. Roberts y el artillero, John Knowles, fueron enviados a la costa para exigir un rescate. Los españoles los apresaron y rechazaron el pago del rescate. Como represalia, Stradling quemó la presa que, según Selkirk, de todos modos carecía de valor.

            El barco siguió su camino, la travesía era tediosa, el clima muy cálido y las provisiones escasas. Y entonces empezó a hacer agua. Navegaba con grandes dificultades cerca de la costa, y dos hombres tenían que achicar agua con una bomba día y noche. Las esperanzas se desvanecieron. Parecía imposible tanto volver a casa como proseguir con ese viaje a ninguna parte. Tras un año en el mar, no había comida, ni tesoros, y sí, en cambio muchos muertos y una extendida sensación de fracaso y caos. Stradling puso rumbo a la Isla. Esperaba recuperar los mástiles, velas, provisiones y hombres que habían abandonado allí seis meses atrás y reparar las cuadernas de su embarcación con vías de agua.

  

Las carcomas allí sí comen barcos

1704

                                                                                 

 

El Cinque Ports fue remolcado a remo para entrar en la gran bahía de la Isla en septiembre de 1704. Dos de los hombres que habían quedado abandonados guiaron los botes hasta la orilla. Les explicaron que los franceses habían costeado la escarpada pared de las montañas orientales y los habían cogido por sorpresa. Suponían que habían interrogado al hombre que se había quedado en un bote a la deriva con un perro. Ellos dos habían evitado que los apresaran escondiéndose en el frondoso bosque de la montaña. Durante días no comieron más que raíces y hojas. Vigilaron la bahía y esperaron a que la costa estuviera vacía. Sus seis amigos, a los que los perros habían hecho salir, se habían rendido o habían sido asesinados. Los franceses se habían llevado todo el equipo de repuesto del Cinque Ports, las anclas, los cables y los botes.

            La Isla se había mostrado amable con los hombres abandonados, el invierno había sido tibio y suave. Habían construido un hogar con grandes piedras cerca de la orilla, y una cabaña de madera de sándalo, con techo de hierba. Habían cocinado carne de cabra y de foca, verduras y pescado.

            Empezaron los trabajos para carenar y reparar el Cinque Ports. Pero era difícil hacer progresos sin mástiles ni aparejos de repuesto. Y las bromas (Teredo navalis) habían infestado la obra viva del barco y devorado sus cuadernas de roble.* Selkirk describió estas cuadernas como un panal. Fue un «gran error» de Dampier, dijo, no haber hecho que las forraran al principio con fieltro embreado y tablones. Dampier había afirmado «que las carcomas no suponían ningún peligro allá donde iban». Pero él había estado en viajes similares. En su diario había descrito las carcomas del Caribe como «las más grandes que jamás he visto». Era descabellado suponer que las del Mar del Sur fueran menos voraces.54

            De modo que tenían poco sentido los esfuerzos de los toneleros, herreros, calafateadores y veleros. Se empalmaron los mástiles y se remendaron las velas, pero las cuadernas comidas por las carcomas siguieron allí. Y las relaciones entre Selkirk como piloto del barco y Stradling, el capitán, se volvieron hostiles. Selkirk creía que no tenía sentido continuar el viaje en un buque que hacía agua. No ofrecía ninguna defensa frente a mares picados. No podrían atacar ningún barco enemigo ni apoderarse de ninguna presa. Le dijo a Stradling que no deberían navegar más hasta que pudiera exterminarse a las carcomas limpiando los fondos con ramas encendidas y sustituir las cuadernas del barco.

            Stradling no quería demorarse. La Isla no era el lugar de descanso de un año atrás. Estaba harto de sus cascadas, valles y arroyos serpenteantes. Necesitaba acción y fortuna para redimir ese viaje y su reputación. Dijo que volvería a navegar hacia Perú y buscaría con Dampier el galeón de Manila. En el peor de los casos, se apoderarían de un mercante en buen estado que les llevara a las Indias Orientales y luego a casa.

            Embarrilaron agua y aceite, subieron madera a bordo, ataron cabras, salaron pescado y almacenaron nabos y hierbas. Los hombres estaban descansados; los enfermos, curados o muertos. A principios de octubre, Stradling dio órdenes para zarpar. Selkirk aconsejó a la tripulación que se negara. En su opinión, en aquel barco ninguno de ellos iría a otro sitio que no fuera el fondo del océano.

            Stradling, el caballero marino, se burló de su prudencia y beligerancia. Selkirk le respondió con la rabia y los puños. Stradling le acusó de incitación al motín. Le dijo que cumpliría su deseo y que se quedaría en la Isla: era más de lo que merecía.

            La preocupación de Selkirk acerca del estado del barco estaba justificada. Pero nadie optó por quedarse con él. Ningún amigo. Tampoco intentó nadie cuestionar la decisión de Stradling. Se habían demorado demasiado. Aunque el barco hiciera agua, era su única oportunidad de realizar lo que quedara de sus sueños.

            Stradling ordenó que se desembarcaran el cofre marino, las ropas y el petate de Selkirk. Éste contempló desde la playa cómo sus compañeros preparaban la partida. No había pretendido que la disputa tomara este giro. Con sus hermanos y los ancianos de Largo, una reprimenda en el púlpito y una promesa de enmienda habrían dejado las cosas en su sitio.

            Le pidió a Stradling que le perdonara, que le permitiera volver al barco. Dijo que obedecería. Stradling le respondió que se fuera al infierno, por lo que a él tocaba, como si se lo comían los buitres. Esperaba que su suerte sirviera de lección para los demás.

            Selkirk observó cómo los pequeños botes se preparaban para dejar la costa. Avanzó con movimientos torpes sobre las rocas e intentó subirse a bordo, pero lo hicieron retroceder. Caminó por el agua, suplicando. Vio cómo subían el ancla y remolcaban el barco a mar abierto. El ruido de los remos al entrar en el agua, las órdenes que se daban, las pequeñas siluetas de los hombres mientras sujetaban firmemente los cables y desplegaban las velas, todo se grabó en su mente. Soplaba una leve brisa del oeste. El barco se deslizó por detrás de la cara del acantilado y se perdió de vista. Frente a este abandono, el resto de su vida le ofrecía el consuelo de un sueño.



* Se refiere a una pequeña isla a pocos kilómetros de la bahía de Panamá, no a la isla atlántica que en la actualidad forma parte de Trinidad y Tobago. [N. del T.]

 

* Las bromas (o tarazas) tienen dos pequeñas conchas, cada una de cerca de ocho milímetros, con bordes dentados, con las que excavan galerías en la madera. El cuerpo del molusco se apoya en la galería a medida que perfora y come.