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A
la raíz del problema
¿Un doble gobierno?
En el capítulo de El contrato social (1762)
sobre los representantes, Jean-Jacques Rousseau realiza una serie de
observaciones que merece la pena citar con cierta amplitud. Dice el autor:
Tan pronto como el servicio público deja de ser la
principal preocupación de los ciudadanos, prefiriendo prestar sus bolsas que
sus personas, el Estado está próximo a su ruina. ¿Se hace urgente combatir en
su defensa? Pagan soldados y se quedan en casa. ¿Hay que participar en el
consejo? Si tienen que asistir a la asamblea, nombran diputados que los
reemplazan. A fuerza de pereza y de dinero cuentan con un ejército para servir
a la patria y representantes para venderla. El tráfico del comercio y de las artes,
el ávido interés del lucro, la molicie y el amor a las comodidades, sustituyen
los servicios personales por el dinero. Se cede una parte de su ganancia para
aumentarla con más facilidad. Dad dinero y pronto estaréis entre cadenas. La
palabra financie es palabra de esclavos; resulta desconocida en la
ciudad. En un Estado verdaderamente libre, los ciudadanos hacen todo por sí
mismos: con sus brazos y no con el dinero. Lejos de pagar por librarse de sus
deberes, preferirían pagar por cumplirlos.
Y añade:
En la medida que el Estado está mejor organizado, más preeminencia tienen los negocios públicos sobre los privados, que disminuyen considerablemente, puesto que al ser la suma de bienestar común una porción más considerable que la de cada individuo, éste tiene menos interés en buscarla en los asuntos particulares. En una ciudad bien gobernada todos recurren a las asambleas; bajo un mal gobierno, nadie da el menor paso para concurrir a las mismas, ni se interesa por lo que allí se hace, ya que se prevé que la voluntad general no predominará y que al fin las preocupaciones domésticas lo absorben todo.
El pensador ginebrino pasa luego a una
reflexión comparativa de las formas de gobierno y, tras juzgar como
inimaginable que «el pueblo permanezca reunido sin descanso para ocuparse de
los asuntos públicos», subraya que la práctica de la democracia implica en
cualquier caso un extenso y difícil conjunto de condiciones.
En primer lugar, un Estado muy pequeño, en donde se pueda reunir el pueblo y en donde cada ciudadano pueda, sin dificultad, conocer a los demás. En segundo lugar, una gran sencillez de costumbres, que prevenga o resuelva por anticipado multitud de negocios y de cuestiones espinosas; luego, gran igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad no podría prevalecer mucho tiempo; y, por último, poco o ningún lujo, pues éste, hijo de las riquezas, corrompe de la misma manera al rico que al pobre, al uno por la posesión y al otro por la codicia; entrega la patria a la molicie, a la vanidad y arrebata al Estado todos los ciudadanos para esclavizarlos, sometidos unos al yugo de otros, y todos al de la opinión.
En este contexto, y considerando que
«cuanto más aumenta la distancia entre el pueblo y el gobierno, más gravosos se
tornan los tributos», la monarquía es el régimen más apropiado para las
naciones ricas, donde, precisamente, la opulencia permite soportar mayores
cargas fiscales, mientras que la aristocracia conviene a los Estados medianos
�tanto por extensión como por riqueza� y, por último, la democracia resulta
adecuada para los Estados pequeños y pobres (Rousseau 1962, págs. 88, 101 y
115-116).
De un filósofo del siglo xviii pasamos ahora a un pensador del
siglo siguiente, esto es, al fundador de la sociología y máximo representante
del positivismo social. Una de las críticas subyacentes que dirige Auguste
Comte al «régimen constitucional o representativo», expresión institucional de
la crisis de transición entre la época orgánica medieval y la época orgánica
positiva por edificar, es la de privilegiar el interés particular frente al
interés general. En ello consiste precisamente la incidencia de la corrupción,
cuya noción no debe ceñirse a las influencias materiales por sí solas, sino que
debe abarcar racionalmente «todas las maneras mediante las cuales se intenta
hacer prevalecer los motivos de interés privado en los asuntos de interés
público». El incremento de la corrupción en tal forma de gobierno ha de
imputarse a los gobernados y a los gobernantes, puesto que si unos recurren a
ella, los otros la aceptan y tratan de obtener beneficios, sobre todo respecto
de la coincidencia de sus convicciones intelectuales y morales. «En sus
recíprocas relaciones cotidianas, ahora los individuos consideran como
verdaderamente sólidas y eficaces las cooperaciones determinadas por el interés
privado.» Para las clases dirigentes el agravante radica en el hecho de que
tienden a «eternizar» tal estado de cosas, alejando así la posibilidad de una nueva recomposición orgánica de la
sociedad y preocupándose tan sólo de perpetuar el poder propio
(Fisichella 1995, págs. 175-176).
Llegamos ahora al siglo xx y recurrimos a un tercer autor de
lengua francesa, el teórico de la monarquía Charles Maurras. En su texto de
1937, Mes idées politiques (Mis ideas políticas), se leen consideraciones que,
una vez más, merecen ser recordadas con cierta amplitud.
Desde cualquier ángulo que se observe hay un dato cierto: es el Dinero lo que hace el poder en democracia. Lo escoge, lo crea, lo engendra. Es el árbitro del poder democrático porque en su ausencia dicho poder se precipita a la nada o al caos. Nada de dinero, nada de periódicos. Nada de dinero, nada de electores. Nada de dinero, nada de opinión manifestada. El dinero es el progenitor y el padre de todo poder democrático, de todo poder electo, de todo poder que dependa de la opinión. Esto explica el acaloramiento de los debates parlamentarios cuando versan sobre la influencia entre dinero y elector, entre dinero y opinión, entre dinero y gobierno. Cada partido trata de avergonzar al otro. Pero todos son desvergonzados en la medida en que son democráticos y le reconocen al poder el derecho a nacer como nace. La multitud permanece ignorante, eso forma parte de la farsa (...) Por más vueltas que le demos, por más que se grite, el pobre pueblo está gobernado por el oro y el papel, por quienes lo tienen y lo venden: sólo ellos producen amos y cabecillas.
Sin duda, prosigue Maurras,
los regímenes, los pueblos y los hombres comparten el amor al dinero. Hay variaciones en el grado de avidez y de avaricia, pero la historia universal no presenta por ningún lado una forma de gobierno completamente ajena al amor al dinero o absolutamente libre de su influencia. Sólo que hay regímenes que existen (es decir, que se les da vida) con independencia del dinero. En cambio, origina otros que sin él no existirían. El Regente, por ejemplo, aunque podía ser un político ávido y codicioso, no era una criatura del dinero. Su autoridad derivaba de una fuente distinta de las finanzas. Éstas no eran el origen de su poder, los vergonzosos lazos que lo vinculaban con intrigantes y especuladores eran abominables accidentes personales que desaparecían a su muerte (...) Corrupto, corruptor, eran los vicios del príncipe: no surgían del principio. Una vez muerto él, bastaba con que su sucesor fuese un príncipe honrado y moderado para que la integridad recobrase sus derechos. Por el contrario, incluso si en la democracia el elegido puede ser virtuoso, es el producto y el productor, el efecto y la causa de la plutocracia soberana.
En definitiva, concluye el escritor
monárquico, «quien habla de democracia habla de un doble gobierno: el aparente,
aquel numérico, y el real, aquel de las oligarquías y el oro» (Maurras 1937,
págs. 161-163 y 172).
Detengámonos aquí. Las afirmaciones de los tres pensadores mencionados
son suficientes para poner de manifiesto el conjunto de problemas que quiere
abordar el presente ensayo: la relación entre dinero y democracia, entre
riqueza / pobreza y formas democráticas de gobierno, y, correlativamente, la
relación entre interés general / interés particular y democracia, desde la
asunción de que entre ambos niveles de análisis (riqueza / pobreza, interés
general / particular) se da un estrecho vínculo, el cual se aprehende en
sentido histórico, en sentido cultural y, por último, en sentido funcional.
Una vez dicho esto, merece
la pena aclarar qué no se propone ser mi investigación. Ante todo, no busco
recorrer de nuevo la completa relación entre riqueza / pobreza, interés general
/ particular, dinero y regímenes políticos en su exhaustiva multiplicidad, sino
detenerme sólo en las formas democráticas de gobierno, en la democracia; en el
curso del desarrollo podrán intervenir enunciados y observaciones referentes a
otras formas de gobierno, pero las páginas que siguen tienen que ver de manera
directa e inmediata sólo con la democracia.
En segundo lugar, no me propongo indagar
sobre las interacciones entre ética y economía, entre creencias religiosas y
sistemas económicos. Resulta evidente que las referencias al dinero y al
interés afectan (también) al área de las relaciones entre moral y economía:
basta con pensar en la imagen, en circulación en la cultura cristiana durante
largo tiempo, del dinero como «estiércol del diablo». En términos más
generales, será suficiente con pensar en la imponente controversia acerca de
las raíces religiosas del capitalismo y, en su seno, en la disputa relacionada
con la ascendencia medieval o protestante de dicha orientación económica. Sin
duda, este amplio cuadro de problemas deberá tenerse en cuenta, por lo menos
como trasfondo. Pero que quede claro que la democracia como forma política es
el tema específico y propio del presente estudio.
Por último, tampoco está
en mi intención reconstruir con precisión filológica la aportación de todos los
autores que, con diferentes acentos, han abordado el tema de la conexión entre
dinero y política a lo largo del recorrido espacio-temporal del pensamiento
político. Éste no es un libro de historia de las doctrinas políticas, si bien
con frecuencia y de buen grado recurrirá a tan importante reserva, que ningún
politólogo reputado pueda permitirse dejar de lado. Más bien es un estudio de
ciencia de la política que tiende, en lo esencial, a determinar las cuestiones,
teóricas y empíricas, que tienen que ver con la democracia abordada desde una
óptica determinada, es decir, desde un punto de vista concreto. Para ello, se
recurrirá a la historia del pensamiento político y a sus autores en la medida
necesaria y suficiente como para especificar y desentrañar de manera
representativa sus principales nudos interpretativos y problemáticos. Historia
de las ideas y, al mismo tiempo, historia de las instituciones, historia de los
hechos, historia de la cultura o, si se quiere, de los hechos políticos, las
ideas políticas, las instituciones políticas, las culturas políticas, en su
génesis, en su devenir, en su declive; por decirlo de forma breve, en su
acontecer histórico, en su forma de presentarse espacio-temporal, se convierten
por ello en el «material empírico» básico gracias al cual se ejerce el control
científico de las proposiciones y enunciados politológicos.
Libertad de los antiguos y libertad de los modernos
En el apartado anterior nos hemos
referido tanto a la democracia en singular, como a las formas democráticas de
gobierno en plural. Se entiende que cuando se ha empleado el singular ha sido
para indicar un gran genus político: para entendernos, la democracia como algo
distinto de la monarquía, la aristocracia, etcétera. En cambio, el uso del
plural remite a las especies que se pueden establecer en dicho genus. La
primera distinción de especie es la que traza una línea fronteriza entre la
democracia de los antiguos y la democracia de los modernos. Partamos de este
punto, y,
al efecto, recurramos a una fuente célebre en lo que atañe
a la especificación, connotación y comparación entre ambas formas democráticas
de gobierno: el discurso De la libertad de los antiguos comparada con la de los
modernos, pronunciado por Benjamin Constant en el Ateneo de París en 1819.
Según Constant, el sistema representativo
es un descubrimiento de los modernos. Las condiciones del hombre en la
Antigüedad no permitían que una institución de este tipo se introdujese y
afirmase. Los pueblos antiguos no podían sentir la necesidad ni apreciar las
ventajas. La organización social que tenían orientaba sus preferencias hacia
una libertad completamente distinta de la que garantiza el sistema
representativo. ¿Qué se entiende por libertad en la época moderna? Es el
derecho de cada uno a no estar sometido más que a leyes, a no poder ser ni
arrestado, ni detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de manera alguna a
causa de la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos. Es el derecho de
cada uno a expresar su opinión, a escoger su trabajo y a ejercerlo, a disponer
de su propiedad, y abusar incluso de ella, a desplazarse sin pedir permiso y
sin rendir cuentas de sus motivos o de sus pasos. Es el derecho de cada uno a
reunirse con otras personas, sea para hablar de sus intereses, sea para
profesar el culto que él y sus asociados prefieran, sea sencillamente para
llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y
caprichos. Es, en fin, el derecho de cada uno a influir en la administración
del gobierno, bien por medio del nombramiento de todos o de determinados funcionarios,
bien a través de representaciones, peticiones, demandas, que la autoridad está
más o menos obligada a tomar en consideración.
Por el contrario, ¿en qué consistía la
libertad de los antiguos? Constant la describe así: consistía en ejercer de
forma colectiva pero directa distintos aspectos del conjunto de la soberanía;
en deliberar en el ágora sobre la guerra y la paz, en llevar a término alianzas
con los extranjeros, en votar las leyes, en pronunciar sentencias, en examinar
las cuentas, los actos, la gestión de los magistrados, en hacer que
comparecieran ante todo el pueblo, acusarlos, condenarlos o absolverlos; pero a
la vez que los antiguos llamaban libertad a todo esto, admitían como compatible
con esta libertad colectiva la completa sumisión del individuo a la autoridad
del conjunto. En semejante cuadro, todas las actividades privadas están
sometidas a una severa vigilancia. Nada se dejaba a la voluntad individual, ni
en relación con las opiniones, ni con la actividad económica, ni, sobre todo,
con la religión. Así pues, entre los antiguos, el individuo, casi siempre
soberano en los asuntos públicos, es esclavo en sus relaciones privadas. Como
ciudadano decide sobre la paz y la guerra. Como particular está limitado,
observado, reprimido en todos sus movimientos. Como miembro del cuerpo
colectivo interroga, destituye, sentencia, despoja, envía al exilio, condena a
muerte a sus magistrados y superiores. A su vez, como sometido al cuerpo
colectivo, puede verse privado de su estado, despojado de sus dignidades,
apartado de la comunidad, condenado a muerte por la misma voluntad discrecional
del cuerpo al que pertenece.
Si nos preguntamos por el origen de esta
diferencia esencial entre antiguos y modernos, la primera respuesta de Constant
remite a la amplitud espacial y demográfica de las síntesis políticas de la
Antigüedad. Todas las repúblicas antiguas, recuerda nuestro autor, estaban
encerradas en estrechos límites. La más poblada, la más poderosa, la más
importante de ellas no igualaba en extensión al menor de los modernos Estados.
Como consecuencia inevitable de su exigua extensión, estas repúblicas tenían un
espíritu belicoso; cada pueblo ofendía continuamente a sus vecinos, o se sentía
ofendido por ellos. Incluso aquellos que no querían ser conquistadores no
podían deponer las armas so pena
de ser conquistados. La guerra era el precio que se pagaba por la seguridad,
por la independencia, por la existencia misma. La guerra era el interés
predominante, la ocupación casi constante de los Estados libres de la
Antigüedad. Como consecuencia última de tal situación, esos Estados tenían
esclavos. Las tareas mecánicas, y, en alguna nación, incluso las actividades
industriales, se confiaban a brazos encadenados.
El mundo moderno, sostiene Constant, nos
ofrece un espectáculo bien distinto. Los más pequeños Estados modernos son
incomparablemente mayores de lo que fueron Esparta o Roma durante cinco siglos,
e incluso la misma división de Europa en diversos Estados es, gracias al
progreso, más aparente que real. Todo ello alimenta una tendencia uniforme
hacia la paz, algo que también demuestra el creciente papel del comercio en la
vida moderna. Efectivamente, la guerra es anterior al comercio, ya que la
guerra y el comercio no son más que dos medios diferentes de alcanzar el mismo
fin: el de obtener lo que se desea. El comercio es el intento de obtener por
las buenas lo que ya no se espera conquistar mediante la violencia. A un hombre
que fuera siempre el más fuerte, no se le ocurriría jamás
la idea del comercio. La experiencia, al demostrarle que la guerra le expone a
problemas y a fracasos, le lleva a recurrir al comercio, es decir, a un medio
más suave y más seguro para hacer que el interés del otro sea consentir en lo
que conviene al propio interés. Por otra parte, gracias al comercio, a la
religión, al progreso intelectual y moral de la humanidad, ya no hay esclavos
en las naciones europeas. Son los hombres libres quienes han de ejercer todas
las profesiones y encargarse de todas las necesidades sociales.
Constant resume los inevitables
resultados de estas diferencias como sigue. En primer lugar, a medida que
aumenta la extensión de un Estado, disminuye la importancia política que le
corresponde a cada individuo. El más oscuro republicano de Roma o Esparta tenía
cierto poder, y no puede decirse lo mismo del simple ciudadano de Gran Bretaña
o de Estados Unidos. En segundo lugar, la abolición de la esclavitud ha privado
a la población libre del ocio que disfrutaba cuando los esclavos se encargaban
de la mayor parte del trabajo. Si no hubiera sido por la población esclava de
Atenas, los veinte mil ciudadanos atenienses no hubieran podido deliberar a
diario en el ágora. Por último, el comercio, al contrario que la guerra, no
implica periodos
de inactividad en la vida del hombre. El ejercicio continuo de los derechos
políticos, la discusión diaria de los asuntos de Estado, las disensiones, los
conciliábulos, todo el cortejo y el movimiento de las facciones, agitaciones
necesarias en la vida de los pueblos libres de la Antigüedad, que, sin este
recurso, hubieran languidecido bajo el peso de una inacción dolorosa, no
ofrecería más que incomodidades y fatigas a las naciones modernas, donde cada
individuo, ocupado en sus negocios, en sus empresas, en los placeres que
obtiene o que espera obtener, no quiere ser distraído de todo esto más que
momentáneamente y lo menos posible. Por otra parte, el comercio inspira a los
hombres un vivo amor por la libertad individual: atiende a sus necesidades,
satisface sus deseos, sin intervención de la autoridad. Siempre que los
gobiernos pretenden hacer nuestros negocios, los llevan a cabo peor y de forma
más dispendiosa que nosotros.
Este conjunto de elementos manifiesta, según el criterio del escritor,
que nosotros ya no podemos disfrutar de la libertad de los antiguos, que
consistía en la participación activa y continua en el poder colectivo, mientras
que la libertad de los modernos debe consistir en el disfrute apacible de la
independencia privada. En la Antigüedad, la parte que cada cual tenía en la
soberanía nacional, no era, como en la época moderna, un supuesto abstracto. La
voluntad de cada uno tenía una influencia real. Por lo tanto, los antiguos
estaban dispuestos a llevar a cabo muchos sacrificios para conservar sus
derechos políticos y su participación en la administración de la cosa pública.
Cada cual, sintiéndose orgulloso del valor de su sufragio, encontraba sobrada compensación
en el convencimiento de su importancia personal. Para nosotros, esta
compensación ya no existe. Perdido entre la multitud, el individuo casi nunca
se percata de la influencia que ejerce. Su voluntad nunca deja huella en el
conjunto, nada hay que le demuestre su colaboración. Por lo tanto, el ejercicio
de los derechos políticos tan sólo ofrece a los modernos una parte de las
satisfacciones que encontraban en ello los antiguos, y, al mismo tiempo, el
progreso de la civilización, la tendencia comercial de la época, la
comunicación de los pueblos entre sí, han multiplicado y diversificado hasta el
infinito los medios de felicidad particular. La consecuencia de todo ello es
que los modernos, mucho más que los antiguos, deben sentirse más apegados a su
independencia individual; pues los antiguos, al sacrificar dicha independencia
por los derechos políticos, sacrificaban menos para obtener más; mientras que
los modernos, haciendo el mismo sacrificio, darían más para obtener menos.
El objetivo de los antiguos era el
reparto del poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria; a eso
era a lo que llamaban libertad. El objetivo de los modernos, distingue
Constant, es la seguridad en los disfrutes privados: y llaman libertad a las
garantías concedidas por las instituciones a esos disfrutes. La libertad
individual: he aquí, pues, la verdadera libertad moderna. La libertad política
es su garantía, y por eso resulta indispensable. Pero puesto que la libertad
que se necesita en la época moderna es distinta de la de los antiguos, debe
organizarse de modo diferente al que habría convenido a la libertad antigua. En
ésta, cuanto más tiempo y más fuerza consagraba el hombre al ejercicio de los
derechos políticos, más libre creía ser. En el tipo de libertad al que estamos
más acostumbrados hoy día, cuanto más tiempo nos deje el ejercicio de los
derechos políticos para nuestros intereses privados, más preciada será la
libertad.
De ello se desprende, concluye Constant,
la necesidad del sistema representativo. Dicho sistema no es otra cosa que una
organización que ayuda a una nación a descargar en algunos individuos lo que no
puede o no quiere hacer por sí misma. Los pobres cuidan ellos solos de sus
asuntos; los ricos tienen intendentes. Es la historia de las naciones antiguas
y de las naciones modernas. El sistema representativo es un poder otorgado a un
determinado número de personas por la masa del pueblo, que quiere que sus intereses
sean defendidos y que, sin embargo, no tiene tiempo para defenderlos siempre
por su cuenta. Pero, a menos que sean unos insensatos, los ricos que tienen
intendentes examinan con atención y severidad si dichos intendentes cumplen con
su deber, si no son descuidados, corruptos, incapaces. De igual manera, los
pueblos que, para gozar de la libertad que les corresponde, recurren al sistema
representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus
representantes, y reservarse, en periodos que no estén separados por intervalos
demasiado largos, el derecho de apartarles si se han equivocado y de revocarles
los poderes de los que hayan abusado. La diferencia entre la libertad antigua y
la moderna implica que ésta se ve amenazada por un peligro de distinta especie.
El peligro de la libertad antigua consistía en que los hombres, atentos
únicamente a asegurarse la participación en el poder social, despreciaran los
derechos y los placeres individuales. El peligro de la libertad moderna consiste
en que, absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada y por la
búsqueda de nuestros intereses particulares, renunciemos con demasiada
facilidad a nuestro derecho de participación en el poder político.
¿Y Atenas? ¿Acaso no es cierto que en la Antigüedad hay una república donde la sujeción de la existencia individual al cuerpo colectivo no es tan completa? ¿Acaso no es cierto que Atenas es la síntesis política de la Antigüedad que guarda más similitudes con los modernos? Sin duda, admite Constant, en la experiencia ateniense hay elementos que parecen anticipar la modernidad. Entre todas las síntesis políticas griegas, Atenas era la más activa en el comercio, y por eso concedía a sus ciudadanos más libertad individual que Roma o Esparta. El espíritu de los comerciantes atenienses era similar al de los actuales. Y las costumbres de los atenienses son parecidas a las modernas, incluso en lo referente a la valoración de la vida privada. Sin embargo, dado que muchas de las otras circunstancias que determinan el carácter de las naciones antiguas perduraban también en Atenas, dado que existía una población de esclavos y el territorio era muy limitado, también se encuentran allí algunos aspectos de la libertad propia de los antiguos: el pueblo hace las leyes, examina la conducta de los magistrados, pide a Pericles que rinda cuentas, condena a muerte a los generales que habían combatido en la batalla de las Arginusas. De la misma manera, la existencia del ostracismo, auténtico arbitrio legal del que se ufanaban los legisladores de la época, y que, por el contrario, a nosotros nos parece con toda justicia una repugnante iniquidad, demuestra que el individuo estaba mucho más sometido a la supremacía del cuerpo social en Atenas que en los modernos Estados libres de Europa (Constant 1982, págs. 36-58).