Nueve uvas
Por algún motivo que no recuerdo
lo apodábamos Cacharrito. Era cojo y enclenque, oí decir que a consecuencia de
una enfermedad de su niñez. Él nunca la mencionaba. Tenía el mirar bobalicón
detrás de las lentes que agrandaban sin piedad sus ojos negros, saltones, hasta
hacerlos como de caballo. Respiraba con fatiga, con un leve y pertinaz jadeo
que terminaba por desasosegar a sus acompañantes. El relente de anochecer solía
provocarle accesos de tos que lo dejaban baldado.
Debido a su apocamiento acostumbraba
mantenerse al margen de las conversaciones del grupo. Cuando se decidía por fin
a intervenir en ellas, exhalaba una especie de suspiro inquietante, aflautado y
abrupto, y acto seguido se despachaba con alguna sentencia enigmática largo
tiempo incubada en su pensamiento.
—Al otro
lado del hombre está el hombre, ¿no creéis? —balbuceaba, cubierto el semblante
de rubor. Después se hundía en uno de sus habituales silencios azorados que
podían durar toda la tarde.
—Cacharrito,
recita algo de Góngora.
—Cacharrito,
Pedro Salinas ¿nació un lunes o un jueves?
—Anda,
Cacharrito, ve a la barra y paga las consumiciones, que se hace tarde.
Un escondido deleite se me figura
que le procuraban el sufrimiento, la humillación, su desmedida timidez que no
cesaba de atormentarlo. De otro modo no me explico la inquebrantable asiduidad
con que acudía a aquellas tertulias de mediatarde, en las que todos los
circunstantes sin excepción se conchababan para tomarle el pelo.
Sólo lo quería bien la mala
suerte. De los cinco o seis que emprendíamos el paseo nocturno por el borde
marino, ¿a quién salpicaba la ola imprevista? A Cacharrito. ¿Quién, caminando a
oscuras, se torcía el pie en el único agujero de la ancha calle? Cacharrito. Y
si una paloma que pasaba volando sobre la multitud, descargaba de pronto lo
peor de su naturaleza, ¿cuál de las numerosas cabezas recibía el repelente
pegote? Pues sí, la de Cacharrito, cuya figura flaca y enfermiza semejaba un
imán de desgracias.
Una vez lo llevamos engañado al
cementerio.
—Cacharrito,
si de veras aspiras a ser surrealista habrás de sentarte encima de nueve granos
de uva, conforme dejó ordenado Breton en su testamento.
El pobre muchacho accedió
dócilmente, clavando una mirada plena de fervor en el racimo de moscatel que
uno de sus empecatados amigotes sostenía en la mano. Escogidos nueve granos de
los más jugosos, los depositamos bien juntos sobre una losa. Cacharrito, que
era bueno y crédulo, y que amaba la poesía como acaso debiera amarse siempre,
tomó asiento encima de la uva, serio y obediente. No rompimos a reír hasta
tanto lo vimos algo lejos, camino de la salida, cojeando entre las tumbas, con
la ominosa culera y el convencimiento cándido de que acababa de ingresar en la
secta de los surrealistas.
Murió un domingo de noviembre en
el recodo de una carretera comarcal, con el volante de su automóvil hundido en
el pecho. A veces, cuando nos acordamos de él, que no dejó obra escrita porque
se la quemó sin mala voluntad su madre, compramos un racimo de uva y le
llevamos nueve granos a su lugar de reposo, a donde él decía: al otro lado del
hombre.
El primer libro
A la edad de once años, yo acudía
a una escuela de chicos regida por frailes agustinos. El edificio, de nueva
planta, adosado a una casona conventual, se alzaba próximo a la cumbre de una
colina. Desde las ventanas de sus pisos superiores podía divisarse, al fondo de
una sucesión de tejados, parte de la bahía de San Sebastián. Los frailes,
ignorantes o acaso desdeñosos de los recursos suasorios de la ciencia
pedagógica, fundaban sus métodos rudos de enseñanza tanto en el temor de Dios
como en las virtudes disciplinarias del capón, del tirón de orejas y del
reglazo en las yemas de los dedos. Francisco Franco aún no había comenzado a
agonizar, pero ya le iba faltando menos.
Especialmente temido por los niños
era el fraile joven a cuyo cargo estaba la asignatura de lengua española. Rubio
y adusto, no abrigaba en su corazón una mota de paciencia, de suerte que por
cualquier pequeñez montaba en cólera. Tenía una forma penetrante de mirar que
causaba escalofríos, y en la palma de la mano con que sacudía tortas a diestro
y siniestro, una cicatriz larga y blanca. Entre mí me he dicho muchas veces que
más le valdrá cuando se muera, si no se ha muerto ya, que no exista el juez de
ultratumba con que a veces, a fin de amilanarnos, nos amenazaba.
A este fraile se conoce que un día
lo iluminó su dios persuadiéndolo a que obligase a los alumnos a leer un puñado
de libros, sin excepción monumentos literarios de la Edad de Oro de las letras
españolas. Yo creo que el Omnipotente se le apareció en la celda y le dijo:
«Usted, que es de Burgos, hágame el favor de enmendar el habla castellana de
esos pobres chicos vascos. Me taladra la manera que tienen de atropellar la
gramática.» En esto hay que reconocer que a dios no le faltaba su parte de
razón.
Una mañana entró el fraile en el
aula cargado con una pila de libros, con tantos libros como alumnos integraban
aquel cuarto curso de bachillerato. Los depositó sobre la mesa y enseguida
comenzó a pasar lista. Por razones alfabéticas fui de los primeros en ser
llamado. Yo acudí con dócil prontitud, puse mi moneda de veinticinco pesetas
encima de la espeluznante cicatriz, tomé un ejemplar y regresé a mi asiento.
Mientras el resto de la clase pasaba por caja me dediqué a hojear el delgado
volumen de tapas grises, e impensadamente llevé a cabo una acción que con el
tiempo habría de convertirse en la más persistente de mis manías: olí el libro.
Terminada la distribución, varios
alumnos leyeron en voz alta, por orden, las explicaciones impresas en la
solapa. En esos momentos estoy tal vez oyendo unas líneas de Ramón Gómez de la
Serna, al que por supuesto aún no conozco, pero de quien llegaré a saber un día
que, sometido a las estrecheces del exilio, se ganaba parte de su sustento
redactando aquellos exordios breves para la colección Austral. De todo lo leído
entonces en el aula no entendí sino que la obra había sido compuesta en el
siglo XVI y que contenía episodios de la vida de un niño infortunado. También
entendí que teníamos un plazo para leerla, no recuerdo ahora cuál, y que una
vez cumplido éste nos aguardaba un examen de los de echar humo por las orejas,
según el dicho aciago del fraile.
Nunca antes había yo leído un
libro; tan sólo tebeos y, por obligación, las lecciones de los manuales
escolares. En la casa familiar no había biblioteca, una de las innumerables
desventajas que entraña la pertenencia a las capas humildes de la sociedad. Ni
siquiera me podía imaginar a mi padre dentro de una librería. Fábrica y bar
eran su mundo; cocina e iglesia, el de mi madre.
A la falta de estímulo para la
lectura se sumaba, en mi caso, la de un diccionario. Nadie en casa atinaba a
explicarme los vocablos inusuales que salpicaban aquella historia del niño de
Tormes, y desde los primeros renglones se me atragantó el estilo sinuoso y
arcaico de la obra. Como tropezase con incontables dificultades, me limité a
leer el episodio del ciego taimado y unas pocas páginas del del hidalgo. Más no
pude o no quise, y así de mal pertrechado me presenté al examen.
Me supe hombre muerto no bien el
fraile, en jarras ante el encerado, anunció que la prueba consistía en resumir
el libro de pe a pa. «Sin omitir coma ni punto», recalcó en su peculiar tono
intimidador. Acuciado por el miedo, me di a llenar las hojas con lo poco que
traía aprendido, explayándome en trivialidades e incurriendo aposta en
repeticiones, movido de la ilusa esperanza de achacar al toque de campana no
haber podido resumir más allá de un capítulo y medio, lo único que había leído.
La argucia fracasó. Para colmo de males, cometí el error horrible de afirmar
que El Lazarillo de Tormes había sido escrito por Anónimo, como si éste
fuera el apellido de alguien.
Días después, el fraile devolvió
los exámenes corregidos y calificados. A tiempo de entregarme el mío, me llamó
a su lado y sin mediar palabra me arreó un bofetón a mano llena que produjo un
seco chasquido de carne golpeada. Me acordé al instante de Lázaro, de las
tundas que recibía a menudo del malvado ciego. Aún me pregunto cómo es posible
que yo haya acabado amando la literatura por encima de todas las cosas.