Tiempo y abismo

 

LA LLAMA QUE CANTA

 

 

 

            Cantaré del jardín del Abadía cigüeñas y zarzales,

me digo transformando el verso en mi interior.

Microcosmos el verso mientras huyo.

¿Adónde huyo?

¿Por qué ir más allá

si llevo en mí la música del verso?

Otra vez ascendiendo por el cauce del agua

(rosada y tenebrosa de cerezos),

para alcanzar la nieve

que se mira en las nubes.

 

            Ya llegué a Llano Alto. Ahora, ¿adónde iré?

No sirve el caminar, pues las miradas

son ahora los pasos. Ellas son

las que, avanzando menos, ascienden mucho más

y allá se posan en la mole inmensa

de la montaña, en el nevado límite

que superar no puedo.

 

            Cantaré del jardín del Abadía esquilas, los murmullos

del goce, el palomar en la tarde abrasada.

Pero ¿qué es lo que escucho en el silencio

del Llano Alto?

Como luna de hielo que cayera

en mi rostro, ha sido el encontrarme

con la montaña inmensa.

Y si alzase hacia ella las yemas de mis dedos,

se tornarían perplejas y amoratadas

de su belleza súbita.

 

            Le doy la espalda al monte y a su nieve,

y saco el Libro Pobre, y voy leyendo.

(El frío es de cristal en manos, en pestañas.)

Callo y leo despacio.

Son las letras

del libro como lágrimas: son símbolos

de esa nieve que guarda su secreto.

El Libro Pobre dice que «el Espíritu

es quien nos da la vida» y que «la carne

no sirve para nada».

 

            Cantaré del jardín del Abadía el placer de los cuerpos,

me dije en otras horas.

Grande, como la noche que llegará, es el frío.

Pero tengo una llama entre mis manos:

el libro que está ardiendo en cada letra.

Regreso con mis ojos a la cima.

Que pasten otra vez los ojos allá arriba.

Como un manto escarlata que desciende,

como una hoz de cobre va segando

el sol final la mies que ahora es la nieve.

De oro viejo es la nieve allá en la cumbre.

 

            Cantaré del jardín tus labios ciertos,

soledad, y las brasas del libro entre mis manos.

Está en el pecho ya la llama mansa.

El libro se adormece, pues sus sílabas

las susurro y se acallan.

Será mi ofrenda el libro que he cerrado,

que deposito encima de la piedra.

Será la piedra el libro

en el que leeré a partir de ahora.

 

            Cantaré del jardín… Llegó la noche

con los silentes pasos

de la escarcha y la espera desvelada.

La llama está en el pecho.

(¿O está en aquella estrella?)

Se tensa el hielo en la laguna, y cruje.

Se abisma el tiempo.

Canto

sin cantar.

Mientras la noche arrecia

soy la llama que canta.

 

 

 

DORMICIÓN EN AGRIGENTO, II

 

            Qué dulce esta espiral de luz y luz,

de círculo y esfera, de lentísimo

fuego reverberando en mi cerebro.

No son de piedra, no, ni son de mármol

los esqueletos de los templos que arden.

Estos diez templos griegos son de luz.

Durante siglos, ¿has prestado, olivo,

tu plata antigua a esta luz, o fue

la luz quien destiló plata en tus hojas?

 

            Dormición de los templos de Agrigento,

dormición de la historia y de los dioses,

de las nubes y el mar y los delfines.

De manos de la muerte hemos llegado,

un siglo y otro siglo, hasta esta luz,

y, por encima de ella, no hay verdad.

(¿Y, por encima de ella, no hay verdad?)

Ya Empédocles nos dijo en Agrigento,

«la más bella y mortal de las ciudades»:

sólo existe el por qué, el cómo, el cuándo.

 

            Desde siglos y sangres abrasados,

por montes pedregosos o floridos,

hemos venido a dar en este valle,

hemos venido a dar en esta muerte

de las ruinas, que es nuestra muerte.

Y son

nuestras preguntas y nuestras respuestas

las mismas que ya Empédocles se hiciera:

sólo existe el por qué, el cómo, el cuándo.

Un nuevo siglo nace de este mar

y otro habrá de expirar en él.

No hay

más verdad que dormirse en esta luz

cual telamón de piedra derribado,

y no despertar nunca.

O, quizá,

dormir profundamente en luz de abismo:

dormir, muy dulcemente, en el morir.

¿Para, al fin, despertar a nueva vida?