Estoy en el último lugar del mundo donde me gustaría estar.
Esperando a la última persona en esta vida a la que jamás pensé volver a ver.
Son casi las seis. Bebo sorbitos de cerveza en el bar del Pink Fancy, un hotel
de Santa Cruz al que llegué hace unos minutos, arrastrando una pequeña valija
de fin de semana.
Me atendió, al llegar, una mujer que no paraba de reírse.
Era joven y bastante gruesa, y, por lo visto, no conseguía olvidarse del chiste
que acababa de contarle otro empleado, un hombre que revisaba papeles y que
también se reía bajito. Pregunté por mi reservación y ella me respondió con una
vocecita aguda, en un inglés pintado, poco común en esta isla. Luego me entregó
un folleto con un plano de la ciudad —no me dio tiempo de explicarle que puedo
caminar por Christiansted con los ojos cerrados— dibujó un circulito sobre uno
de los restaurantes y me recomendó que no dejara de cenar en él. Asentí con una
sonrisa que me temo que le pareció burlona. Entonces se replegó, se comportó
como un mayordomo herido y me indicó secamente que mi habitación estaba en el
segundo piso. Antes de subir le pregunté por el número de la habitación de
Mister Bunker, John Timothy Bunker, desgrané cada sílaba y me pareció escuchar
la voz de mi padre: «J.T.», que lo pronunciaba en inglés: «yei ti».Siempre
llamó de esa forma al Capitán de los Dormidos.
Subí y tomé una bocanada de aire antes de levantar el
teléfono. ¿Cuánto tiempo hacía que no oía su voz? Cincuenta años, cincuenta y
uno dentro de pocos meses. Yo tenía doce la última vez que hablé con él. Me
hallaba en el portal del hotelito de mi padre, en medio del dolor me refugié en
ese lugar, y el Capitán me revolvió el pelo cuando pasó por mi lado, tenía esa
costumbre. Un poco más adelante se detuvo para ver si yo le decía algo. Pero no
abrí la boca, seguí peinando unos naipes con los que había estado jugando, de
modo que decidió hablar él, si bien con otra voz. Me dijo: «Así se crece,
hijo». Y no vine a comprender el significado de esa frase hasta que pasaron
muchos años. Para entonces, ya empezaba a preguntarme si lo que vi fue lo que
vi. Y empezaba a preguntarme también si en realidad valía la pena matar al
Capitán, que era lo que había jurado hacer dondequiera que me lo encontrara.
La voz plomiza de un viejito sin fuerzas respondió al
teléfono.
—Soy Andrés —le dije—, ya estoy aquí.
No contaba con que empezara a sollozar. Tuve esa impresión
de pronto, y luego pensé que tal vez no se tratara de sollozos. Acaso le
costaba un gran esfuerzo incorporarse, levantar el teléfono, o simplemente
hablar. Hablar, sobre todo; él mismo me había dicho que el cáncer le había
alcanzado la garganta. Hizo una pausa y murmuró: «Gracias por haber venido». No
le respondí, y él agregó que el día anterior había llegado desde Maine y que
estaba agotado, pero que podíamos encontrarnos dentro de una hora en el bar. Le
aseguré que allí estaría. Presentí que iba a decirme alguna otra cosa, pero no
le di tiempo. Colgué y me quedé respirando rápido, con esa sensación de haber
corrido para salvar el pellejo; salvarlo, sí, pero ¿por cuánto tiempo?
Prendí el televisor, colgué mi ropa —una chaqueta, un par de
pantalones, las camisas que Gladys estuvo doblando mientras me aconsejaba que
no viniera a Santa Cruz— y abrí una botellita de agua. Luego me tumbé en la cama,
y tan pronto puse la cabeza sobre la almohada decidí que tenía que adelantarme.
Cogí la llave y salí al pasillo. Bajé al bar y pedí una cerveza. No podía
permitirme el lujo de llegar en seco y encontrarme al viejo ya esperándome. No
quería que, para empezar, dijera que ahora me parecía más que nunca a mi padre
y que, al verme venir, a contraluz, se imaginó que era su amigo Frank quien se
acercaba. Aunque mi padre no llegó a alcanzar sesenta años, y yo he cumplido ya
sesenta y dos. Sesenta y dos muy mal llevados, estoy seguro de que aparento
más, algo que no me importa mucho ni poco. Me sentí viejo, me acostumbré a ser
viejo desde que era un niño.
El Capitán, según mis cálculos, debe de tener ochenta y
tres, demasiado mayor para ese vuelo incómodo desde Maine, con escala en San
Juan y cambio de avión para las Islas Vírgenes. Tengo que reconocer, sin
embargo, que no hubiera aceptado ir a verlo a ningún otro lugar que no fuera el
Pink Fancy. Sólo aquí tengo el coraje para enfrentarme a lo que va a decir. Coraje,
y esa especie de desasosiego que le permite a uno tirarlo todo por la borda.
Este hotel, casi tan viejo como yo, me lo transmite todo. Aquí vine muchas
veces siendo niño; aquí jugué en las vacaciones, y éste fue mi lugar favorito
por aquellos años. Tanto, que en algún momento le pedí a mi padre que
pintáramos de azul las ventanas y los aleros de nuestro hotelito en Vieques, y
le cambiáramos el nombre: en lugar de Frank's Guesthouse, lo llamaríamos Blue
Fancy. Pero papá no quiso, y ahora encuentro lógico que no quisiera. Me mandó
poner mi propio hotel cuando me hiciera grande, y bautizarlo con el nombre que
se me antojara. No lo hice. Estudié leyes y nunca se me ocurrió poner un
pequeño hotel de playa. Sospecho que ya es muy tarde para intentar abrir alguno.
«Muy tarde», repito, e instintivamente miro el reloj. Estoy
en el último lugar donde me gustaría estar, son las seis y cuarto y he
terminado mi primera cerveza. Me dispongo a pedir la segunda cuando lo veo
acercarse. ¿Cuánto puede derrumbarse un hombre sin caer del todo? El Capitán
trae un sombrero como el que siempre usó: un panamá oscurito; los pantalones
anchísimos de caqui y una camiseta blanca demasiado estrecha, inclemente con
sus huesos puntiagudos. Mira hacia todos lados, menos a mí, que por lo pronto
soy la única persona que ocupa una de las mesitas en aquel bar desierto. Ni por
un instante pretende mirarme, aunque me reconoce, claro. Reconoce al niño que
dejó de ver, pero que siempre ha visto. Alguna pesadilla recurre y lo
atormenta, una terrible en la que ve mis ojos, estoy seguro de eso. De lo
contrario no habría hecho nada por encontrarme aquí.
Me pongo de pie y le tiendo la mano. Él hace lo propio y,
mientras se la estrecho, me llega una tufarada a vómito. El olor proviene de su
ropa, acaso de su piel, supongo que ha estado vomitando justo antes de bajar a
verme. Ya cuando nos sentamos, puedo enfrentarme mejor a su aniquilamiento. Ésa
es la palabra para definir su rostro, que se le ha deformado de la peor manera:
ojos de lagartija en las cuencas de color violeta; orejas crispadas, como las
de un leproso, y mejillas hundidas, manchadas de gris.
—El cáncer es esto —sonríe, como si acabara de adivinarme el
pensamiento.
Me pregunto cómo me verá él a mí. Han pasado cincuenta años
y no puedo cantar victoria. De aquel niño de doce, amulatado por el sol, con el
cabello rizo y el mentón partido, poco podría reconocerse en este viejo pálido,
blando, totalmente calvo. La explosión de un obús, en Vietnam, casi me arranca
una pierna. Lograron salvármela, pero cojeo. Cuando amenaza lluvia, cojeo con
dolor, con una especie de rabia que involuntariamente me frunce la boca; el
resto del tiempo mi cojera pasa casi inadvertida.
—¿Te afeitas la cabeza? —pregunta el Capitán.
—Casi nada —respondo. —No hay mucho que afeitar ahí.
Se echa a reír, y es otra vez como si sollozara.
—No me siento bien —admite—, terminé un ciclo de
quimioterapia hace tres días.
—Ya sabes a lo que he venido —digo sin conmoverme—. No
quiero que te sientas peor.
El Capitán niega con la cabeza. La camarera se acerca y nos
pregunta qué otra cosa queremos beber. Él se limita a pedir un whisky en una
copa de coñac. Yo repito la cerveza.
—Estoy casi tan viejo como tú —agrego, tratando de conservar
un tono neutro, casi apacible—. Pude haberme muerto hace muchos años, cuando
estuve en Vietnam; o pude morirme el año pasado, que me caí redondo en medio de
la calle; de aquélla salí con marcapasos. Mírame bien, J.T.: ¿crees que no
tengo derecho a saber lo que pasó?
Podría jurar que el Capitán me ha mirado con alegría.
Aprieta esa línea de su boca, en la que ya no quedan labios ni nada que los
recuerde. Aunque en mi interior esté viéndolos. Veo su boca, de labios gruesos,
bien dibujados bajo el bigote fino, y su mandíbula rotunda, que era la clásica
mandíbula de un pelirrojo temerario. El Capitán lo fue.
—Pregunta lo que quieras —me desafía, alzando la voz y
engurruñando los ojos, como si de repente no soportara la humilde claridad del
mundo. Ha empezado a oscurecer.
—Dime tan sólo si lo hiciste.
—Hice algo, sí. —Escupe las palabras lentamente, como
semillas que acabara de chupar—. No me arrepentiré cuando esté muerto.
Dice muerto, y evoco en sus labios la palabra muerte. «No se
habla de muerte.» Fue la frase que me dijo la primera vez que me subí a su
avión, un Cessna Periquito (así lo bautizó mi madre, porque era verde y azul).
En el momento en que me vi volando y divisé la playa desde lo alto —la playa, y
el punto gris en que se convirtió mi padre— le pregunté si íbamos a caernos. Él
no me contestó y lo repetí más alto, utilizando otras palabras: le pregunté si
íbamos a morir. Dejó de reírse y se concentró en el cielo: «En mi avioneta no
se habla de esas cosas. No se habla de muerte». Yo debía de tener entonces unos
siete años, y mi padre, que había insistido para que volara con el Capitán, nos
acompañó hasta las inmediaciones de Roca Escondida, una playa junto a la cual
corría la pequeña pista improvisada de Mosquito, que sólo usaban dos pilotos:
el reverendo Vincent con su DeHavilland plateado, y el Capitán de los Dormidos
con su Cessna 140. Papá solía decir que las personas que vivíamos en las islas
teníamos que acostumbrarnos a volar desde chiquitos. Mi madre, aquella vez, le
dio la razón. Me abrochó la camisa y me recomendó que estuviera atento, pues iba
a ver la finca desde el cielo. Ella llamaba «finca» al conjunto que formaban el
hotelito y nuestra propia casa, un viejo edificio de madera que quedaba detrás,
y que en aquel entonces a mí me parecía un caserón inabarcable, con tres o
cuatro habitaciones en la segunda planta, y un sótano donde papá guardaba las
camas viejas que iba sustituyendo en el hotel.
—¿Cuánto hace que no vas por Martineau?
La voz del Capitán, que no es del todo su voz, me arranca
del ensueño, como si me arrancara de un hechizado vientre. El trozo de playa
que quedaba frente al hotelito, y el cerro que se alzaba detrás de la casa, más
la hondonada pequeña con el bosque seco, todo aquel territorio se llamaba
Martineau.
—Hace siglos que no voy. No tengo a qué.
—Claro que tienes a qué —protesta, con un deje de ironía—.
Pero no hay que forzar las cosas. Un día, de pronto, te van a entrar ganas de
verlo todo tan cambiado. Me han dicho que han construido otro hotel en
Martineau, en el mismo lugar. Vas a tener ganas de enfrentarte a eso.
—Sólo quiero enfrentarme a una cosa —machaco sílaba por
sílaba.
El Capitán se estremece, pero sigue hablando. Añade que un
año atrás, cuando supo de su enfermedad, tuvo el impulso de volver a verme; el
impulso de regresar a Vieques. Llamó a sus amigos de Santa Cruz, los pocos que
le quedaban, y averiguó que yo vivía en San Juan. De ahí en adelante le fue
bastante fácil conseguir mi número de teléfono gracias a una operadora, y más
fácil aún llamar a casa y preguntarle a mi mujer por mí.
—Ella —exclama, como si se acabara de acordar—, ¿no vino
contigo?
—No quiso —le digo—. Tampoco quería que yo viniera.
Mueve la cabeza, contiene el impulso de preguntar por qué.
—Con ella estuve hablando —le explico de todos modos—. Nos
casamos hace treinta y dos años, pero nos conocemos desde hace cuarenta. Hay
pocas cosas que no sepa de mí. Ésa la sabe.
Él levanta la mano izquierda, la deja suspendida un momento
y luego la baja de golpe sobre la mano mía. Siento como si fuera el movimiento
involuntario de un esqueleto que alguien sacude después de siglos de
inmovilidad.
—No pasó nunca —tiembla—. No del modo que te imaginas.
Miro mi vaso, porque me da miedo que la cerveza se me acabe.
Hay un silencio que el Capitán aprovecha para recoger el hilo que ha soltado,
la sibilina punta de la historia. Se recompone y murmura que le complace estar
de nuevo en Santa Cruz, y sobre todo en el Pink Fancy. Aquí, a este hotel, vino
montones de veces en compañía de mi padre, desde los tiempos en que era sólo un
club privado para los señores del azúcar. En este mismo bar bebieron y hablaron
de sus asuntos, se hicieron confidencias y quizá se envidiaron mutuamente.
—Echo de menos a Frank. —La voz le sale como en falsete—.
Siempre lo eché de menos. Y la comida del hotelito, tenían un buen cocinero allí,
aquel Elodio, mira si lo recuerdo. Sin contar a Braulia, que cocinaba todavía
mejor.
Pide otro whisky y le pregunto si los médicos le permiten
beber. Me contesta que, en su estado, se lo permiten casi todo. Nos callamos y
continuamos bebiendo. Sin movernos. Esperando. Por fin pide el tercero y,
cuando se lo traen, vuelve a levantar la mano, pero ya no la deja caer sobre la
mía, sino que se la lleva al cuello y con dos dedos pellizca la piel casposa
bajo su barbilla.
—Puedo explicarte lo que viste.
Siento que un buche de cerveza me anega lentamente el
estómago y empieza a subirme hacia pecho. A los doce años, después de toparme
por última vez con la imagen del Capitán, tuve esa misma sensación, pero con
otro líquido, tal vez la bilis, tal vez la sangre. Empecé a vomitar esa noche y
continué vomitando a la mañana siguiente, y al otro día, y en los días
sucesivos. No aguantaba nada en el estómago y los ojos se me fueron hundiendo.
Me trasladaron a San Juan, a un hospital donde me pusieron sueros. Me convertí en
un niño medio loco, clavé la mirada en la pared y hablaba con unas luces
imaginarias. Tardé más de tres meses en recuperarme y, cuando volví a Vieques,
todos creyeron que habían puesto a otro niño en mi lugar.
—Aquel día —musita el Capitán—, traté de tirar la avioneta
en los cayos de La Esperanza, pero me faltó valor. Cuando llegué a tu casa, ya
sabía que me había faltado el valor. —Hace una pausa, apura torpemente el
último sorbo de su vaso. El licor se le escurre por las comisuras—. Me ardía la
cabeza... me dolían los pulmones, estaba empapado. ¿No te acuerdas de que
llegué chorreando agua?
No, no me acordaba. En mi memoria, todos estos años, lo he
visto seco. Seco y rastrero, como un oscuro trozo de madera.
—Quise detenerme para hablar contigo —masculla el Capitán—.
Pero tuve que seguir de largo. Necesitaba que alguien me consolara. —Se pasa la
mano por la boca, el dorso de su mano. Es un gesto amenazante, y a la vez
vencido—. Entonces hice lo que hice. Eso me consoló.
1
La Nochebuena del 49 fue la última que pasamos juntos. Y a
menudo pienso que el cadáver de aquel hombre fue una señal. Esa noche, entre
nosotros, hubo un cadáver: los restos de un desesperado que se quitó la vida en
Santa Cruz, pero antes de quitársela había pedido que lo enterraran en Vieques.
Ya para ese entonces yo sabía que los difuntos eran
difuntos: gente que no iba a despertar jamás. Pero hubo un tiempo, cuando era
un niño de cuatro o cinco años, en que me hicieron creer que los cadáveres que
transportaba el Capitán en su avioneta eran viajeros que se habían dormido.
A esa edad, mi padre solía llevarme hasta la pista de
Mosquito para recoger las cajas con víveres o con licores, y también cajas con
ropa de cama o con toallas que mandaba buscar para su hotel. Si por casualidad
el Capitán traía consigo algún difunto —alguien que hubiera muerto en la Isla
Grande, como llamábamos a Puerto Rico, o en la de Santa Cruz, y cuya familia
tuviera ganas de invertir dinero para enterrarlo en Vieques—, lo sentaba a su
lado, como copiloto, y lo cubría con sábanas. Mi padre me apartaba con
cualquier excusa y me decía bajito: «Está dormido. El Capitán va a despertarlo
ahora».
A mí me hubiera dado igual que me dijeran que se trataba de
un cadáver. No tenía una noción muy clara de la muerte y estoy seguro de que no
habría intentado averiguar el resto. Salvo una vez, en que ocurrió que uno de
aquellos cuerpos, el de una muchacha embarazada que había muerto de
tuberculosis, tuvo un percance a su llegada. Cuando el Capitán fue a sacarla de
la avioneta para entregársela a los padres (que habían estado esperando a su
difunta, al igual que nosotros esperábamos la caja de los víveres), la sabanita
floreada que la cubría se empapó de sangre. Todos nos impresionamos mucho,
porque también se levantó un olor dulzón y repugnante alrededor del cuerpo. Fue
una pena de olor que me llegó a los huesos. Mi padre me tapó los ojos: «No la
veas dormir». El Capitán se manchó las manos y luego lo vi secándoselas con un
trapo. Los padres de la muchacha, que habían llevado un féretro con ellos, la
metieron dentro sin retirar la sábana y se fueron sin decir adiós en la misma
carreta de un solo caballo en la que habían llegado.
John Timothy Bunker, que se dedicaba al transporte de carga
en su Cessna Periquito, había nacido en Maine, pero desde los quince años su
padre lo había llevado a vivir a las Islas Vírgenes. El viejo Lawrence Bunker,
que fue ingeniero y piloto de combate, había estado entre el grupo de asesores
que recomendó la adquisición de Santa Cruz al presidente Wilson. A J.T. le
gustaba contar que, el día de su nacimiento, su papá no había podido estar en
Port Clyde, junto a su esposa primeriza, porque estaba en Christiansted,
echando a los últimos daneses. Años más tarde, el viejo Bunker se hartó del
Caribe y quiso volver a sus raíces: la pesca secreta en Monhegan Island y los
atardeceres rojos de Muscongus Bay. Su hijo optó por quedarse en Santa Cruz,
ganándose la vida con su avioneta, moviendo carga o pasaje, lo que mejor
pagara. En el año 41, un periodista de Nueva York que estaba haciendo un
reportaje en Christiansted le pidió que lo llevara a Vieques. Se hospedaron
ambos en el Frank's Guesthouse, el hotelito de mi padre. Yo era un niño de dos
años por aquel entonces y mi madre, que tendría más o menos veinte, posó
conmigo para el periodista junto a los acantilados de Puerto Diablo. La foto
apareció en The New York Times, y, detrás de mi madre, que me cargaba en
su falda, se veía la silueta de un gran buque de guerra. El calce de la foto
decía que en ese buque navegaban el presidente Roosevelt y el almirante Leahy.
Desde ese primer viaje, J.T. se convirtió en amigo de papá y
empezó a volar a Vieques con frecuencia; primero cada dos o tres meses y, ya en
el año 43 o en el 44, cuando consiguió que lo subcontratara un tipo que a su
vez tenía contratos con los de la Marina, no pasaba una semana sin que
apareciera por la isla, y de paso por el hotelito, aprovechando para llevar
algún encargo que le hubiera hecho mi padre, y en ocasiones, también, algún
juguete para mí. En general, transportaba viandas y material eléctrico. De vez
en cuando, si le sobraba espacio, accedía a llevar un pasajero, o dos. Para ese
entonces, mucha gente que había perdido tierras y ganado en las expropiaciones
que estaba haciendo el Navy (a la
Marina, casi siempre, la llamábamos Navy) emigraba a Santa Cruz para
buscar trabajo. Algunos tenían la mala fortuna de morir, y, de todos aquellos
que morían, apenas un puñado podía permitirse el lujo de regresar al camposanto
de Isabel Segunda. Ése fue el caso del cadáver al que dimos cobijo la
Nochebuena del 49, un alma atormentada que, sin proponérselo, vino a echar más
miedo sobre el miedo, y más angustia de la que tal vez podíamos soportar.
Papá estaba afeitándose cuando mi madre me mandó avisarle de
que John (ella nunca le dijo J.T., ni Capitán, ni otro nombre que no fuera ése)
necesitaba hablarle. Algunas veces, cuando traía un difunto en la avioneta,
había ocurrido que, al intentar sacarlo, aquellos músculos y aquellos huesos
estaban ya tan rígidos que no podía moverlo. En ese caso recurría a algún
muchacho ocioso de la playa; alguien con suficiente fuerza para enderezar los
huesos de la muerte, y con hambre o miseria suficientes para no sentir asco, ni
tampoco temor.
Aquella tarde, sin embargo, en los alrededores de la pista
de Mosquito, J.T. no encontró a nadie que pudiera ayudarlo. La familia del
difunto no se había presentado a la hora convenida para recoger el cadáver. El
cuerpo ya estaba agarrotado como un nudo de perros —fue la expresión que utilizó
mi padre—, y sus brazos y sus piernas estaban tan crispados que era casi
imposible extraerlo del avión. El Capitán vino a nuestra casa, llevaba su
panamá oscurito entre las manos, le daba vueltas como si buscara en el sombrero
una señal, y en voz baja le contó a mi madre lo que sucedía. Lamentaba
molestarnos en un día tan señalado, pero necesitaba la ayuda de su amigo Frank.
Mi madre se irguió, siempre se erguía de un modo que con el tiempo a mí me
pareció contradictorio: sacaba el pecho y miraba hacia el frente, como un
palomo que va a imponer su autoridad, algo muy poco natural en una mujer de su
carácter reposado. Así, erguida, le respondió al Capitán que un difunto era un
difunto y no podía pasar la noche a la intemperie. Yo lo estaba oyendo todo a
pocos pasos de mi madre, pensando que aquello parecía una discusión, pero
sabiendo que en el fondo no lo era. Ella me pidió que fuera a buscar a mi
padre, que, como dije, estaba en el baño afeitándose. Papá salió con restos de
espuma en la cara y buscó las llaves de su camioneta, pues el Capitán andaba en
su Willys, un jeep de la guerra al que todos llamábamos Eugene the Jeep, y en
el que nadie se hubiera atrevido a sentar un cadáver. Se fueron a la carrera, y
mi madre me pasó un brazo por los hombros, pero no dijo nada.
Un par de horas más tarde, cuando ya estaba oscureciendo,
regresaron los dos. Venían bastante cabizbajos y hablaron en susurros con mi
madre. Ella se dio vuelta y me miró, yo pretendía leer los muñequitos del
periódico. La oí decir: «Andrés, ven conmigo a la cocina». Me levanté y fui
tras ella. Me dio a probar un dulce que estaba haciendo como postre de la
Nochebuena: era un tembleque con sus lágrimas. Mi madre llamaba lágrimas a las
gotitas de jugo de limón que ella le echaba por encima, y que bajaban lentas,
lentas y trémulas, como si algo le doliera al dulce.
Nos sentamos frente a la puerta de la cocina que daba al
patio, y ese patio a su vez daba a la puerta de servicio del hotel. Ella me
veía comer el dulce, y, en una de esas que alcé la vista, descubrí de pronto
una visión amarga: mi madre, que tres o cuatro meses atrás era igualita a la
actriz que trabajaba en Buffalo Bill, que era por cierto la misma que
había trabajado en The Mark of Zorro, y que no en balde se llamaba
Linda, Linda Darnell, ya no se parecía a nadie, ni a esa actriz, ni a sí misma.
Por lo menos ese día, bajo esa luz sin fuerzas que iluminaba tenuemente la
cocina, mi madre se veía ojerosa y transformada en algo delicado, pero
desconocido. Ella empezó a hablarme y yo no la escuchaba, trataba de escrutar
su rostro para averiguar qué era lo que había cambiado.
—¿Me estás oyendo, Andrés? —Se dio cuenta de que no le
prestaba atención, pero dije que sí con la cabeza. Ella volvió a la carga—:
Atiéndeme aunque sea un minuto.
Sólo entonces la oí hablar de compasión, de dignidad de los
difuntos y de lo que era todavía más incomprensible para mí, el vuelo del alma,
que era una espiral sin ruido: el auténtico reposo del dormido. En suma, que el
cadáver de aquel hombre que se había ahorcado en Santa Cruz, y a cuya familia
mi madre creía conocer de vista, porque todos se conocían en Vieques, se
quedaba esa noche en nuestra casa, y que mi padre y ella (o al menos ella) lo
velarían hasta el amanecer. Agregó que a mi edad, además de números y verbos,
tenía que aprender lo que eran los malos tragos de la vida. John (decía John, y
era como si hablara de otro hombre, no del Capitán o de J.T., que eran lo
mismo) había ido con mi padre hasta Isabel Segunda para buscar a la familia de
ese desdichado. Pero no hallaron a nadie, ni un pariente lejano que quisiera
hacerse cargo.
A mí se me secó la boca. Quizá me puse un poco pálido. Mi
madre seguramente pensó que estaba impresionado por el hecho de que un difunto
pasara la noche entre nosotros. Pero yo ni siquiera me había parado a pensar en
eso. Mi boca seca era por causa de su boca —lívida, como sin sangre—,y mis ojos
de miedo eran por causa de sus ojos, que ya no eran los de Linda Darnell, ni
eran lindos siquiera, aunque seguían siendo bastante misteriosos y de una
hondura total. Conservó hasta el fin esa sabiduría.
Mientras ella hablaba conmigo, mi padre y el Capitán
aprovecharon para sacar al difunto de la camioneta y meterlo en una de las
habitaciones. El ama de llaves del hotelito, que se llamaba Braulia y era la
mano derecha de mi madre, ayudó a los hombres con los preparativos. Antes de
cenar, mamá me permitió subir a verlo. Lo habían estirado ya —al menos a mí no
me pareció un nudo de perros— y le habían colocado ambas manos cruzadas sobre
el pecho, con algunas flores a su alrededor y un rosario entre los dedos.
Braulia, por cuenta propia, había mandado traer cuatro velones y había puesto
uno en cada mesita de noche y dos a los pies de la cama. Una sábana lo cubría
hasta la cintura. Me acerqué y vi en su cuello la marca de la soga. Luego mi
madre me mandó lavarme las manos, le respondí que no lo había tocado, y ella,
un poco sorprendida, musitó que no lo hacía por el finado, sino porque íbamos a
cenar.
El Capitán fue invitado a compartir aquella cena con
nosotros. Que yo recordara, nunca había estado allí la Nochebuena. Más bien,
solía venir el día de Navidad, con un regalo para cada uno: a mi madre le traía
un perfume, y en una ocasión le trajo unos discos con canciones en inglés. A mi
padre le traía alguna botella de licor, o habanos. Y a mí siempre me daba un
avión, por Navidad me regalaba uno de aquellos avioncitos que era preciso pegar
pieza por pieza, utilizando engrudo. Ya tenía cinco y me quedé con cinco. En el
49 no me dio ninguno.
Entre mi madre y Braulia sirvieron la cena. Y al momento de
sentarnos a la mesa, mamá dijo que echaba de menos a su hermana y a la familia
de su hermana, el esposo y los niños, que no habían tenido ánimos para viajar
desde San Juan por primera vez en tantas navidades. Lo dijo en voz baja, sin
agregar ni una palabra, porque todos sabíamos que la Marina había prohibido el
tráfico de lanchas desde el Puerto de Mosquito al de Ensenada Honda, y debido a
eso había que navegar el doble para poder cruzar de una isla a la otra. Mis
primos se ponían enfermos, era demasiado tiempo echando el buche sobre el mar
revuelto de diciembre, y en las viejas lanchas que se usaban por aquella época
nadie podía confiar del todo. Nos quedamos callados, y mamá acarició las
florecitas bordadas del mantel, que era el más elegante que teníamos y apenas
se usaba durante el resto del año. Lo hizo con un gesto de antiguo cansancio, y
murmuró que al final nos iban a sacar de Vieques, nos iban a mudar a todos,
como animales de un corral al otro, y que nos darían una miseria por la casa y
por el hotelito. Mi padre tragó en seco y dijo que lo mejor era cambiar de
tema.
—Mejor hablar del muerto —propuse.
Me salió así, esa frase que ahora parecerá muy despiadada o
muy adulta, pero que en mitad de la conversación tan desolada fue como un
bálsamo. El Capitán se echó a reír y miró a mi madre, que apretó los labios
porque continuaba afligida. Papá me sirvió un poco de licor, apenas una gota
para que me mojara los labios. Mamá rezó bajito y todos esperamos. Luego
extendió su copa y la golpeó suavecito contra la mía. Brindamos y dijimos:
«Feliz Navidad», excepto el Capitán, que levantó su copa y dijo: «Merry
Christmas». De inmediato posó sus ojos en los de mi madre, que susurró: «Merry
Christmas, John».
Terminamos de cenar y no me puse a jugar enseguida, como
hacía otras veces. A esa edad es imposible distinguir entre lo que es
preocupación y miedo, y entre lo que es cansancio o la necesidad perruna de
ponerse a salvo. A mi madre le bastó echarme una ojeada para decidir que me
estaba cayendo de sueño. Se acercó a mí, con las manos húmedas de haber estado
lavando los platos, y puso una de esas manos, enormemente fría, sobre mi
frente. «Ve a dormir, Andrés.» Alcé los ojos y me fijé en sus labios, y todavía
hoy, después de tantos años, estoy convencido de que aquellos labios susurraban
«Merry Christmas, Merry Christmas». Seguían moviéndose de esa forma,
como si repitieran una salmodia visceral, el conjuro interior que marcaba su
respiración.
Me levanté, y en lugar de ir a mi cuarto fui derecho al
balcón. J.T. y mi padre fumaban en silencio, pero algo habían dicho que se
quedó flotando. Algo que de algún modo los estaba aplastando y que de refilón
me tocó el pecho, como el coletazo de un pez invisible. Mi padre, al menos,
parecía oprimido en su sillón. Y J.T., sentado en la baranda, ensayaba un gesto
raro, estiraba el cuello y movía la cabeza de un lado para otro. Me miraron sin
verme, y yo volví hacia el comedor. De repente, la presencia del muerto se me
hizo realidad y me di cuenta de que no quería subir solo a mi habitación. Mi
madre aún estaba secando los cubiertos. Sus labios se habían quedado quietos,
ya no me parecía que susurraran «Merry Christmas», y quizá por eso,
porque había vuelto en sí, se fijó un poco más en mi cara y comprendió que
tenía miedo.
—Voy a subir contigo —me dijo, sonriendo sin ganas.
Subimos y esperó a mi lado a que me cepillara los dientes.
Más tarde me arropó y me pidió que dijera un padrenuestro, «aunque sea uno
solo», por el difunto que estaba en la otra habitación. Le prometí que lo haría
y ella empezó a deshacerse de su delantal, como si fuera a salir o a recibir
una visita. Me aseguró que no se movería en toda la noche del lado de aquel
hombre, porque le estaría rezando, velándolo como tenía que ser. Me dolió que
mi madre se desperdiciara al pie de la cama de un desconocido, pero a la vez me
tranquilizó la idea de que aquel difunto no se pudiera levantar, ni venir a mi
cuarto en busca de calor o compañía. Mi madre en vela junto a aquel cadáver era
la mejor garantía de que no se trataba de un cuerpo dormido. Alguien que en
cualquier momento podía toser, incorporarse, o echar un vómito de sangre. Era a
los dormidos a quienes yo temía. Lo supe antes de cerrar los ojos. Y lo
comprobé antes de que amaneciera la Navidad del 49, que fue callada y tórrida.
Un incesante día de calor.