Como era
natural, la recién casada quedó preñada y el abuelo lo festejó con más ruido y
locura que cuando nació su hijo; pero con la misma visita desaforada y
esplendorosa a la casa de la mancebía, que se había renovado y mejorado en el
entretanto. La madre primeriza empezó enseguida a preparar el ajuar de la nueva
criatura. Fue frecuente el cuadro de ver a la mujer tejiendo, con ayuda de
dueñas y criadas, fajas, gorros, patucos, pañales y otras prendas infantiles,
con la mirada perdida, la mano extraviada y una esbozada sonrisa de
complacencia, soñadora y tranquila. Aquellos trabajos primorosos y adornados
con imaginación, los iba colocando con mimo, en una canastilla, forrada de seda
y con una cenefa de volantes, que guardaba en su recámara, donde todas las
noches, como un rito, antes de irse a dormir, revisaba y contemplaba y
acariciaba con el arrobo de una madre delante de su hijo. Pero un día toda la
casa oyó un grito, que venía de sus aposentos y que puso en movimiento a toda
la servidumbre. Alguien había revuelto la cesta de la ropa del niño y había
puesto todo patas arriba, con una deliberada mala voluntad, pues allí no había
nada de valor y además no faltaba ninguna prenda. Su rostro demudado inquietó a
todos, aunque convinieron que habría sido ella misma en un descuido la culpable
del desaguisado, la que había provocado aquel desorden. Ella aceptó aquella
explicación de su culpabilidad y se durmió plácidamente, después de besar a su
marido, con un beso que empezaba a ser maternal.
Pocos días
más tarde, no sólo notó con el consiguiente disgusto que alguien había revuelto
de nuevo las ropas del infante, sino que faltaba una toquilla de lana, con un
ribete de borlas coloreadas que era inconfundible. Lloraba cuando se lo dijo a
su marido y acusó al abuelo, que era la única persona que podía atreverse a
hacer aquello. No se lo dijeron a él; pero la paz familiar se rompió entre
desconfianzas y malas caras. Cuando el marido fue a revisar la canastilla de
mimbre encontró en el fondo la toquilla, perfectamente doblada, sin ningún
signo de deterioro o maltrato. La mujer creyó que alguien intentaba volverla
loca; pero Martín la miró con inquietud y estuvo a punto de enfadarse con ella.
Una de las dueñas creyó que eran trastornos propios de la maternidad y pidió indulgencia
para sus errores. Pero ella tardó en dormirse, con un desasosiego impropio de
su naturaleza. A la mañana siguiente le costó incorporarse a la vida doméstica
y, cuando lo hizo, no era la misma de antes. Estaba ojerosa, distante, con un
gesto de contrariedad que ya no la abandonó nunca, permanentemente irritada,
sobre todo desde que desapareció definitivamente la toquilla. Bastó que alguien
hubiera visto merodeando por las habitaciones del matrimonio al abuelo, para
que las sospechas se hicieran certeza. Y la acusación formal acabó de
estropearlo todo. Porque lo que se había ganado en condescendencias y buenas
maneras, se perdió en una hora, el tiempo que mi abuelo se tomó para darse
cuenta de que su nuera no lo podía ver. Yo era el único que era feliz en
aquella casa.
Por eso,
cuando desapareció la canastilla con todo su contenido, nadie dudó que había
sido una venganza del abuelo. Toda la servidumbre participó en la busca de la
cesta; sótanos, desvanes, bodegas, patios y retretes fueron registrados, incluso
la capilla y el altar mayor, cuyos ornamentos sagrados fueron volteados, el
confesonario se vació y hasta el sagrario del Santísimo lo pusieron patas
arriba. A la muchacha se le dibujó una contracción en la cara, que le afeaba la
serenidad habitual de su expresión. El marido se volvió huraño y no sabía qué
hacer para acabar con aquel misterio, que le había arruinado la vida del hogar.
Comenzaron las discusiones y las riñas, se removió el légamo de sus
incompatibilidades. La salud de ella empezó a dar señales de debilidad,
adelgazó, empalideció todavía más, se volvió taciturna, deslizó algunos
síntomas de locura. Intervinieron sus padres y volvieron los viejos odios, los
rencores nunca curados del todo. El abuelo se mantuvo inconmovible, porque no estaba
hecho para reconocer ninguna culpa. Finalmente, el ajuar del niño se les
encargó a unas monjas de clausura que lo rehicieron con rapidez, laboriosidad y
mal gusto.
En
realidad, aquel ajuar perdido no merecía aquellos disgustos, aquellas
desavenencias ni aquella enfermedad que estaba apareciendo en los ojos de la
mujer. Hasta entonces nada había escapado a su control organizado y previsor;
nada se habría extraviado, nada habría estado fuera de su sitio, ni nada habría
provocado el más mínimo desorden en la casa. Desde aquel día, todo fue a la
deriva, se aflojó la disciplina doméstica, se introdujo la confusión, nada
volvió a estar donde debía. La servidumbre se tomó la revancha de los muchos
meses de dominio opresor. Los objetos cobraron vida propia y se escondieron,
cambiaron de forma, se hicieron transparentes, torearon la atención de la
señora. Mostraron su crueldad latente. Aprovecharon la ocasión para rebelarse y
hacer valer sus derechos a la holgazanería, a la huelga, a la burla. El caos
fue corroyendo la vida cotidiana. El abuelo notaba aquella revolución, pero
dejaba hacer. Su orgullo le impedía rebajarse a los detalles. Sufría las
consecuencias con estoicismo, con amargura. El desprecio que sentía por la
mujer de su hijo fue creciendo hasta la intolerancia, mientras ella caía en el
mutismo, en la angustia, en la desesperación. Su marido asistía perplejo a
aquella degradación paulatina, que presagiaba la ruina de su matrimonio. La
ciudad decadente, poblada de espectros, contribuía a hundirlo más. Su padre le
echaba la culpa de aquel abandono a él; temía por la salud de la criatura por
venir, que era en aquel momento lo que más le preocupaba en el mundo. La
tragedia iba creciendo en la calle de Zamora.
Aumentaron
los antojos de la embarazada, perdió su discreción, el encanto de su
oportunidad. Se hicieron perpetuos sus insomnios. En las altas horas de la
madrugada, se oía su llanto reprimido, que se deshacía en lágrimas y en quejas
apenas articuladas, ahogadas en la garganta. Cada mañana amanecía más quebrada
y, cuando su gozquecillo del alma, en el que había estado ensayando los besos,
las caricias y los arrumacos destinados a su hijo, apareció muerto en medio del
corredor de su habitación, creyó que ella también iba a morir, porque ya no
tuvo ninguna duda de que alguien estaba persiguiéndola para volverla loca.
Sufrió un desmayo y cayó sobre la estera de esparto, dando un grito que alertó
a toda la casa. Todavía no había vuelto en sí, cuando ya estaba rodeada de sus
azafatas, de su marido y hasta de mi abuelo, consternado por el nuevo accidente
de su nuera. La muchacha se recuperó tocándose el vientre y mostrando su horror
por el espectáculo del gozquecillo muerto, despatarrado y sanguinolento a la
puerta de su cámara. Todos se apartaron para dejar el campo libre donde ella,
sudorosa y enloquecida, señalaba con un dedo insistente y acusador; pero donde
ella indicaba no había nada, ni siquiera una mancha de sangre, ni de cualquier
otro líquido que justificara su alucinación. La trasladaron a la cama y velaron
su sueño sobresaltado, interrumpido por gritos y convulsiones, que hicieron
temer por la vida del feto. Los médicos, además de aconsejarle un reposo
absoluto, le recetaron unas tisanas de yerbabuena y cominos, que le prolongaron
los intervalos de sueño, y unos emplastos de hojas de alcanforero, que le
apaciguaron las turbulencias del corazón. Pero nada sirvió para hacer menos
dolorosas sus lamentaciones, ni mitigar sus ataques de pánico, en los que veía
el cadáver de su hijo, abierto en canal sobre la pared de enfrente de su lecho.
Estaba tan perdida que acudieron a una ensalmadora, de la parroquia de San Juan
de Barbalos, que sólo consiguió la certeza de su perdición. De nada sirvieron
las velas a Santa Rita, ni las cuantiosas limosnas a los pobres, ni las misas
encargadas a cuenta de la salud de la enferma, ni las promesas de donaciones
para las necesidades de la Iglesia.
El
gozquecillo apareció, con el pelo sucio y la lengua fuera, pero vivo y
coleando, con su gracioso mohín de curiosidad, que le hacía doblar la cabeza
dubitativamente y que en otro tiempo les hubiera hecho reír a todos. Se lo
llevaron a la cama de la enferma y dio tal alarido que se lo ocultaron
enseguida y lo encerraron al otro extremo de la casa, donde no pudiera oír sus
ladridos. Pero inexplicablemente, pasados unos días, lo volvió a ver, sin que
nadie pudiera evitarlo. Estaba espantosamente crucificado sobre la pared
enfrente de su cama, atravesado por un cuchillo de desollar reses y con el
cuello descolgado sobre el pecho, con las manos y las patas abiertas en cruz y
sujetas al muro encalado con gruesos clavos de herrar caballerías. Pero cuando
se presentaron todos con candiles y faroles, alertados por sus llamadas, no
vieron nada en el lugar que su dedo famélico señalaba con insistencia. El
gozquecillo seguía en el chiscón donde lo habían escondido y no le encontraron
ni heridas ni siquiera rasguños. La mujer estaba irremediablemente loca, lo que
se confirmó por las acusaciones que repitió, pero esta vez a gritos, contra mi
abuelo.
Por
primera vez, el abuelo habló de fantasmas, a los que achacó todos aquellos
accidentes, que traían a su nuera al borde de la muerte, después de haberla
enlodazado en la locura. Esta salida pareció a todos una manera de escudarse
contra aquellas acusaciones, que algunos empezaron a creerse. Estos fantasmas
eran espíritus malignos, que vivían en los desvanes de las casas, condenados a
purgar antiguas culpas y sometidos a soportar castigos horribles, que les
hacían vagar eternamente en la oscuridad y les empujaban a vengarse en los
humanos, sin más motivos que la contemplación de su felicidad. Escogían sus
víctimas preferentemente entre los más jóvenes y más indefensos, como si su
juventud les ofendiera y su debilidad los excitara. Eran cadáveres vivientes,
que odiaban la vida; piltrafas putrefactas, que deseaban propagar sus
desgracias, extendiendo el dolor, la podredumbre y la muerte, allí por donde
pasaban, donde vivían y donde estaban muertos. Naturalmente no todos se
creyeron aquella patraña, que supusieron formaba parte de las creencias
infantiles del abuelo, hacía muchos años. Porque era muy viejo, a pesar de su
buen aspecto, su vitalidad indomable y su verticalidad señera. Como si sólo
fuera viejo por dentro y por fuera no se permitiera ni una arruga, ni una
flojera en sus piernas, ni un decaimiento en su estatura. Pero no por eso
dejaba de ser un viejo, devuelto a la niñez de los terrores nocturnos, de las
visiones inexplicables, de los personajes fantásticos de la cuna, dotados de
poderes ilimitados y dispuestos siempre a hacer el mal. Los tiempos habían
cambiado y cambiarían aún más.
Pero el
niño en el vientre de la madre estaba a salvo de aquellas fantasmagorías
macabras. La criatura no parecía estar afectada por los trastornos de la
enferma; seguía creciendo, incluso demasiado para los escasos alimentos de los
que debía disponer, demostrando unas enormes ganas de vivir, que ponían en
peligro la vida de la madre. Los médicos daban palos de ciego y, a la espera de
un acierto de fortuna, confiaban que el parto se llevara la enfermedad por
delante y que la condición de madre le devolviera la cordura. Sólo había que
agotar los plazos previstos por la naturaleza y ayudarla en lo que se pudiera.
La paciencia era también una virtud terapéutica y la confianza en Dios haría lo
demás, mientras la mujer seguía deteriorándose, encerrada en su habitación,
presintiendo amenazas por todas partes y no permitiendo que nadie entrara a
verla, sobre todo mi abuelo, ante cuya presencia se encogía como un niño,
aterido de frío, que temiera que lo golpeasen.