La elección de la barbarie

La negación del presente

 

La verdad es una y el error es múltiple: la formulación de esta idea, repetida bajo distintos términos y ropajes cada vez que la tolerancia y la intolerancia se han enfrentado a lo largo de la historia, puede exhibir una genealogía que se remonta a la Grecia clásica. Heráclito fue uno de los primeros en expresarla, y nada hace pensar que, por su parte, no recogiese una tradición anterior. Platón la da por supuesta al desacreditar los sentidos frente a la perfección del mundo de las ideas, en el que las cosas son lo que son y no las infinitas variantes con las que se manifiestan en la naturaleza. Cada una de estas variantes constituiría una corrupción del Ideal, el resultado de un cambio que es siempre un cambio a peor, una sustitución de la realidad por una sombra proyectada sobre el muro de una caverna. Como puso de manifiesto Karl Popper en la estimulante interpretación del legado clásico que lleva a cabo en La sociedad abierta y sus enemigos —una interpretación en la que demuestra hasta qué punto el pensamiento posterior a los clásicos, incluso el que se proponía restaurar la libertad y la justicia, entronizó muchas veces argumentos propios de quienes querían destruirlas—, Aristóteles no se aparta en lo sustancial de la visión platónica, aunque introduce en ella un matiz decisivo: los cambios no tienen que obedecer siempre a una degeneración, sino que pueden ser cambios en busca de un mundo más perfecto. De alguna manera, la preeminencia de la que han gozado Platón y Aristóteles en la filosofía universal —no sólo en la de Occidente, que se autoproclamó en el Renacimiento única y exclusiva heredera de su obra, sino también en la filosofía musulmana y una buena parte de la oriental, igualmente tributarias de Grecia y en idéntica proporción y con títulos iguales a los de su hija legalmente reconocida—, se debe al hecho de que ambos filósofos ofrecen, entre otras muchas cosas, una respuesta al principal problema con el que desde siempre se ha enfrentado el poder: sobre qué principios se debe gestionar el presente sabiendo que ello supone anteponer unas voluntades a otras, unos intereses a otros. Contra lo que pudiera parecer, no se trata de una interrogación abstracta, sino de un dilema que asalta día a día, hora a hora, minuto a minuto, a quienes están o se sienten obligados a tomar decisiones que trascienden el ámbito de su propia vida, afectando al de las vidas ajenas. El adulto que corrige al joven, el empleador que prefiere para una vacante a un candidato frente a los demás, el gobierno que se inclina por declarar la guerra sabiendo que esa opción acarreará la muerte de muchos de sus conciudadanos: en todos y cada uno de estos casos, lo que está en juego es el valor que se concede en cada momento a la realidad y a las evidencias que muestran los sentidos, la relación entre las variantes del ideal y el ideal mismo. A grandes rasgos, existe una primera actitud que prefiere poner en tela de juicio el ideal precisamente porque no se ajusta a ninguna de las variantes que aparecen en la realidad, y en este caso la preocupación consiste en cómo articular la convivencia entre lo irremediablemente singular y distinto. Otro tipo de actitud, en cambio, prefiere sacrificar esas variantes, reducirlas a la unidad que representa el ideal, y por consiguiente su preocupación más decisiva no será la de buscar fórmulas para articular la convivencia, sino la de elaborar argumentos para justificar el encorsetamiento y la mutilación de una realidad que es siempre múltiple y abigarrada.

Por lo general, la crítica del autoritarismo implícito en la idea de que la verdad es una —crítica en la que coincide una saga de escritores que abarca desde Gorgias a León el Africano, desde Castellio a Isaiah Berlin— se ha concentrado en la dificultad para distinguirla de los múltiples errores que la acechan. De este modo, y siempre de acuerdo con un argumento recurrente en los defensores de la tolerancia, las opciones realizadas por el poder en función de que conoce la verdad, y no de que evita un daño, suelen entrañar el riesgo de que se tome por ella lo que no lo es. Y aunque Platón y sus epígonos traten de responder a esta objeción recurriendo al gobierno de los sabios —que en unos casos adoptan la apariencia de filósofos, en otros la de vanguardia consciente y en otros aún la de leyes inexorables de la economía o de la historia—, lo cierto es que este remedio en gran medida mitológico no descarta el error o el accidente, por lo que mantiene monstruosamente abierta la posibilidad de que el esfuerzo e incluso el sacrificio exigido a individuos concretos sea, más que innecesario, absurdo y gratuito. Pero la crítica del autoritarismo que subyace en la idea de que la verdad es una y el error múltiple también puede proceder a través de otro camino, apuntado en buena medida por Reinhart Koselleck en el contexto del análisis historiográfico.

Al aproximarse a la reconstrucción de la Antigüedad clásica, Koselleck advirtió la insalvable asimetría a partir de la cual se oponían conceptos como el de griego y el de bárbaro. Para empezar, descubriría que esta distinción carecía de cualquier fundamento basado en la experiencia, puesto que las diferencias entre un griego de Atenas y uno de la frontera eran sin duda mayores que las que separaban a éste de un bárbaro que habitase en el borde mismo del limes. Además, mientras que el concepto de griego disponía de unos perfiles precisos, el de bárbaro agrupaba indistintamente a todos los que no se podían considerar como griegos. Tan bárbaro resultaba a estos efectos un habitante del centro de África como un chino o un indio mesoamericano. En definitiva, y siempre según el razonamiento de Koselleck, los bárbaros eran tan múltiples respecto de lo griego como el error respecto de la verdad.

En cualquier caso, esta manera de dividir la realidad, de distinguir entre lo próximo y lo lejano, entre lo que nos parece semejante y lo que nos resulta irreductible, no es exclusiva del pensamiento clásico ni de sus herederos. Quizá se trate de una radical limitación epistemológica, a la que está sometida todo conocimiento humano y, por consiguiente, toda acción que se derive de ese conocimiento. La lengua del Golfo de Guinea reproduce esta estructura para distinguir a los fang de quienes no lo son, confundiéndolos en un todo indiferenciado. Y otro tanto cabe decir del latín, del árabe, del hebreo o de la acepción de la palabra extranjero en todas las lenguas contemporáneas, cuyo significado sólo se precisa a partir de la determinación de quién es nacional. En realidad, esas «oposiciones asimétricas» señaladas por Koselleck podrían rastrearse desde siempre. La que enfrenta a griegos y bárbaros es una de ellas, más tarde heredada por Roma. Pero también la que distingue a los creyentes de los infieles, o a los civilizados de quienes no lo son. Y lo mismo sucede con categorías más recientes como las de desarrollo y subdesarrollo. Como la verdad para Heráclito, el primer término de todas y cada una de estas oposiciones se encuentra definido al detalle, es uno en el sentido filosófico, en tanto que el segundo término esconde siempre una variedad de situaciones que hace que la unidad que parece encerrar sea tan frágil que, bien mirado, sólo se establece sobre la base de la negación, de la constatación de que quienes forman parte de categorías como bárbaro, infiel o subdesarrollado lo hacen por la única razón de que no se ajustan al criterio a partir del cual se establece la distinción principal.

Una de las consecuencias más sorprendentes —y a la vez más inadvertidas— de la constante y soterrada aceptación del principio heracliteano de que la verdad es una radica en el extraordinario parecido que guarda, siglo tras siglo, la descripción del error y de quienes se hallan en él. Lo mismo para los griegos que para los romanos, uno de los criterios para establecer la discriminación entre extranjeros y nacionales era la lengua, en concreto el desconocimiento del griego y del latín. A duras penas se admitía que lo que los bárbaros hablaban entre ellos eran lenguas también, desde las que, como hacen los fang del Golfo de Guinea, se podría haber establecido otra clasificación del mundo, otra jerarquía en la que griegos y romanos quedasen subsumidos en el grupo indiferenciado de quienes, por no abrazar la verdad, abrazan necesariamente el error. Lejos de limitarse al mundo clásico, esta dificultad para considerar como lengua lo que hablan quienes están al otro lado de la frontera, sea ésta de la naturaleza que sea, reaparece una y otra vez a lo largo de la historia. En Contra el libelo de Calvino, Sebastián Castellio señala la paradoja de que en la Europa del siglo xvi la consideración de trilingüe se reservase a quienes conocían el latín, el griego y el hebreo, no a quienes podían expresarse en tres lenguas vivas de la época. Desde el siglo xix en adelante, se denomina «dialectos» a las lenguas que hablan los pueblos africanos sometidos por el colonialismo, y ello por considerarse variantes, no de un idioma específico, sino de la facultad misma del habla.

Los últimos vestigios de esta larga tradición de la definición del bárbaro a partir de la lengua se observa en algunos juicios actuales sobre la inmigración, en particular cuando se señala que la integración —un concepto en el que parece haber anidado modernamente el mito de Sísifo: siempre invocada y nunca conseguida— resulta más fácil cuando el trabajador extranjero se expresa en el idioma del país de recepción. La experiencia demuestra que si la discriminación no se establece en virtud de la lengua, entonces se hará en virtud del acento: «beurres», «sudacas», «pakis». Porque, fieles a la tradición de Heráclito, cuando se sostiene que la lengua es un factor de integración, no se está expresando una preferencia acerca de qué inmigrantes se desea acoger, en el caso de España iberoamericanos antes que, por ejemplo, magrebíes. Lo que se está expresando, por el contrario, es el rechazo a acoger a estos últimos, anticipando agoreramente las dificultades que tendrán para ser admitidos como miembros de la comunidad ideal. Definirlos a través de la lengua que no hablan, en lugar de nombrarlos explícitamente, es tan sólo el recurso —el sempiterno recurso que se ampara en el juicio de que la verdad es una y el error múltiple— para sortear los principios igualitarios y las exigencias éticas de la no discriminación. De ahí que cuando se descubre que, como los bárbaros que habitaban en las inmediaciones de la frontera, los magrebíes de Tánger hablan castellano igual que los colombianos o los ecuatorianos, el principio de discriminación se traslade al credo religioso. Y cuando a continuación se descubre que son agnósticos y hasta ateos, entonces se recuerda que, supuestamente a diferencia del cristianismo y de otras religiones, los preceptos del islam tienen un carácter totalizador de la vida humana que impide que ninguno de sus fieles pueda escapar nunca de ellos, aunque los vulnere con plena conciencia de hacerlo o abjure definitivamente de la fe de Mahoma. Mientras que la mayor parte de las confesiones se entienden como lo que son, simples creencias que pueden abrazarse o abandonarse a voluntad, el islam se interpreta como un rasgo biológico o una extraña enfermedad crónica, para la que no existe remedio eficaz una vez que los individuos la contraen en sus lugares de nacimiento.

El fin de los imperios coloniales tras la II Guerra Mundial afianzó otra modalidad de la definición del bárbaro a través de la lengua: aquélla a la que pertenecen la Commonwealth, la Francofonía o, en ciertos aspectos, la Comunidad Iberoamericana de Naciones impulsada por España. En cada uno de estos proyectos políticos, la misma potencia que en su territorio suele contemplar como ajenas las peculiaridades idiomáticas de los habitantes de sus antiguas colonias apela sin embargo a la unidad de la lengua para erigirse en portavoz de todas ellas con el propósito de reforzar su posición internacional. Se llega así al flagrante contrasentido —sólo resoluble mediante la empalagosa retórica de la historia compartida— de que las potencias que encabezan estos proyectos pretenden rentabilizar en el exterior un elemento que, como la lengua, no evita en el interior la discriminación de quienes disponen de él, como bien saben los asiáticos en el Reino Unido, los magrebíes y africanos en Francia o los iberoamericanos y guineanos en España. Pero se llega, además, a una aberración complementaria: la de utilizar el hecho de que algunos gobernantes hablen la lengua que conviene para disculpar la naturaleza autoritaria de sus regímenes. El ejemplo de Ruanda constituye el paradigma de esta otra dimensión de la definición del bárbaro a través de la lengua, cuando Francia amparó mediante la Operación Turquesa una política que condujo a un escalofriante genocidio, sin otra razón para hacerlo que la defensa del idioma francés. El argumento con el que se ha tratado de ocultar la evidencia de que un dictador que se exprese en una lengua determinada no pierde por ello su condición de dictador, ha sido siempre el de subrayar las peculiaridades de las antiguas colonias que hacen imposible la existencia no ya de una democracia homologable, sino de un sistema político tan imperfecto como se quiera pero que al menos no ampare el robo, la tortura o el asesinato. Bajo esta coartada general, se ha ido dando forma durante décadas a una serie de debates, de falsos debates, como el que pretende demostrar la radical incompatibilidad entre la democracia y el subdesarrollo o, más recientemente, entre la democracia y el islam. De este modo se consigue un resultado nada despreciable a la hora de afianzar la posición de los dueños de la verdad única a la que se refiere Heráclito, aquélla frente a la que el error es y será siempre múltiple: aunque los bárbaros hayan llegado a hablar nuestra lengua, ello no obsta para que sigan siendo bárbaros.

Pese a ser una de las más constantes y de las que mayor interés académico e intelectual ha despertado, la coincidencia en la descripción de los bárbaros a partir de la lengua —repetida con escasas discrepancias desde la Antigüedad clásica hasta la nueva era en la que al parecer nos hallamos— no es la única ni probablemente la más llamativa. Por diferente que sea el grado de excelencia técnica que hayan alcanzado los diversos bárbaros de la historia, los sucesivos detentadores de la verdad heracliteana —los sucesivos civilizados— siempre los han visto como parte inseparable de la naturaleza, seres gobernados por un instinto que responde a los ritmos del sol y de la luna, del hambre y la saciedad, de la procreación y la supervivencia. Carentes de la mirada superior que proporciona la razón, se limitan a reproducir conductas exigidas por el medio natural en el que viven. El carácter ancestral que se suele asociar a éstas procede, no de que se tenga constancia fehaciente de la fecha aproximada de sus orígenes, sino de un razonamiento tan elemental, de un prejuicio tan transparente que resulta inverosímil su capacidad para pasar indemne desde los estudios antropológicos a los culturales, y desde éstos a la acción política: puesto que todo lo que hacen los bárbaros no es más que una respuesta del instinto a la naturaleza, y la naturaleza es ancestral, entonces todo lo que hacen los bárbaros deberá ser ancestral a su vez, puesto que cualquier variación implicaría un juicio racional que, por definición, son incapaces de llevar a cabo. A partir de esta lógica puramente abstracta, los bárbaros se convierten en «pueblos primitivos», cuyo conocimiento resulta valioso al civilizado, no para saber cómo viven hoy unos contemporáneos que han quedado al margen, sino para elaborar fantasías acerca de cómo eran los antepasados del hombre en el neolítico.

Más que científico, el valor de estas fantasías sobre los bárbaros es sobre todo ideológico: constituye uno de los puntos de apoyo decisivos —quizá el único imprescindible— para que el paso del tiempo no sea una mera sucesión de instantes inertes que los hombres tienen la responsabilidad de hacer hospitalarios, sino una concatenación de edades históricas ordenadas de acuerdo con una lógica, la del progreso, que es la que ofrece la legitimidad para exigir sacrificios y dispensar recompensas. Los diferentes modos de vida que se observan en el mundo contemporáneo se convierten así no en las variantes de un ideal, sino en sus etapas, lo que da lugar a esa convicción estrafalaria de que una frontera geográfica puede separar el presente del pasado, la Edad Media de la Moderna, y, por supuesto, el neolítico más primitivo de los pronósticos más vanguardistas acerca del siglo xxi. Al negar la evidencia de que todos y cada uno de los modos de vida que existen en el presente son efectivamente eso, modos de vida que existen en el exacto y riguroso presente, se invita a juzgarlos en función de su proximidad o de su lejanía respecto del estadio último al que nos haya conducido o nos haya de conducir el progreso. Ahora bien, si se acepta que el sentido de la historia procede de ella misma y no de la voluntad de los hombres, ¿quién dispone de la legitimidad para señalar en qué punto de la evolución nos encontramos y cuáles serán los próximos pasos? ¿Acaso esta forma de interpretar la realidad no conlleva inevitablemente la entrega de un cheque en blanco al poder para que disfrace de necesidad cualquier decisión que pueda tomar, para que exculpe cualquier negación de derechos o cualquier violencia sobre los individuos? ¿Acaso no se le ofrece, incluso, la posibilidad de convertir en un acto de generosidad, dirigido a rescatar del corazón de las tinieblas a quienes se encuentran rezagados, lo que no son más que comportamientos brutales, de los que se destierra cualquier atisbo de humanismo y de piedad? Ello es sin duda lo que sucedió durante la evangelización de las Indias o la civilización de África tras la Conferencia de Berlín. Pero ello es también lo que sucede cuando se justifica la discriminación de ciertos inmigrantes, en concreto los musulmanes, a los que se les niega el visado o se les deporta bajo la excusa de que su credo no ha conocido todavía la Reforma y, por tanto, les incapacita para ser ciudadanos de una democracia moderna.

Los prejuicios acerca del mundo musulmán han llegado a sustituir de tal modo la observación directa de la realidad y el empleo razonable de los conceptos y categorías que, tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono —último y dramático episodio de la irrupción del islamismo, a no confundir con el islam, en la escena internacional—, gran parte del debate político e intelectual en Europa y Estados Unidos se ha concentrado en discutir las posibilidades de que el islam evolucione hacia el laicismo. ¿Cabe imaginar mayor mistificación, mayor triunfo del determinismo y la intolerancia? No ya el islam, ninguna de las religiones conocidas —incluidas la católica y la protestante— ha evolucionado ni podrá evolucionar jamás hacia el laicismo por la misma razón que nunca se logrará la cuadratura del círculo: porque religión y laicismo son conceptos irreductibles. Como bien demuestra el ejemplo de Calvino y el régimen de terror que instauró en Ginebra, no fue el cristianismo reformado el que abrió las puertas de la tolerancia, convirtiéndose en esa figura imposible que es una religión laica. Fue la reacción del poder terrenal frente al religioso la que permitió pacificar una sociedad europea hasta entonces desgarrada por la utilización política de la teología, diseñando un espacio público que permitiese mantener las opciones acerca del credo en el ámbito de la estricta intimidad personal. En resumidas cuentas, fueron las sociedades de mayoría cristiana las que evolucionaron hacia el laicismo y no el cristianismo en cuanto tal el que se despojó de su naturaleza religiosa, como hoy se le exige al islam.

Es este modo de proceder, propio de la tolerancia y de las sociedades abiertas, el que está siendo negado hoy en Europa y Estados Unidos. Primero, porque buen número de intelectuales y políticos parecen dispuestos a sentar plaza de ulemas, implicándose en discusiones inverosímiles acerca del exacto valor de las azoras del Corán y de las instituciones islámicas; discusiones de cuyo resultado se hace depender —y he aquí lo grave de esta insólita deriva— el estatuto civil que debe concederse a los musulmanes en el seno de nuestras democracias. Segundo, porque la obsesión por el islam que ha provocado esa patología muchas veces criminal que es el islamismo ha hecho perder de vista los matices decisivos que se ocultan bajo la expresión de «países musulmanes». Bajo esta rúbrica no se colocará nunca Indonesia, aun siendo el islam el credo dominante entre su población y el número de sus fieles el mayor de los existentes en el interior de un solo Estado. Tampoco Nigeria, donde la comunidad musulmana practicante —es decir, la que cumple efectivamente con los ritos y preceptos exigidos por su credo— supera en dimensión a la de Túnez, Siria o Qatar. «Países musulmanes» son sólo los países árabes, a los que se suele sumar Irán tal vez en razón de que, a diferencia de Indonesia, su lengua se escribe con unos caracteres que son una variante del alifato. Esta arbitrariedad, esta ausencia de un criterio único y preciso a la hora de tratar como musulmán a un país y no a otro, es lo que permite dar el siguiente paso para negar los fundamentos de la sociedad abierta mientras se finge combatir los de la cerrada: el de considerar que los regímenes de los «países musulmanes» son, por simple proximidad, regímenes musulmanes, de modo que cualquier juicio sobre ellos remite necesariamente a un debate teológico sobre el islam y no a las categorías propias de la política, como dictadura o democracia. Así se oculta que el nepotismo, la corrupción y la ineficacia que padecen los «países musulmanes» —eso que desde Europa y Estados Unidos se suele considerar como «fracaso de la modernidad»— nada tienen que ver con la fe de Mahoma, sino con el carácter autoritario de sus regímenes. Unos regímenes que, en la mayor parte de los casos, hacen derivar su legitimidad de unas luchas anticoloniales inspiradas en el marxismo —una corriente de pensamiento de origen europeo—, y no en el Corán ni en ningún precepto sagrado. Para cerrar el círculo de equívocos al que conduce la expresión «países musulmanes», resulta que los que han merecido desde hace décadas la consideración de «moderados» no son otros que los que han utilizado, precisamente, las versiones más fundamentalistas del islam para erigir y sostener atroces dictaduras, como Arabia Saudí o las monarquías petroleras del Golfo. Sin alcanzar este grado de ambigüedad, también el Marruecos de Hassan II se benefició de un prejuicio similar.

Bárbaros en virtud de la lengua, bárbaros en virtud de su procedencia de regiones ancladas en estadios anteriores del progreso: pese a la naturaleza múltiple del error, las persistentes coincidencias en su descripción por parte de quienes han detentado la verdad a lo largo de la historia van afianzado la sospecha de que, en realidad, no se exige conocer al bárbaro para saber cómo es. Basta por el contrario con fijar los rasgos del civilizado —de la verdad una de Heráclito— para declarar bárbaros a todos los que no encajen y, a partir de ahí, emprender su descripción a través de una tautología enmascarada: podemos no haber cruzado una palabra con ellos, podemos no haber visitado sus ciudades y aldeas, podemos ignorar por completo sus hábitos y preferencias, pero eso no impide que nos pronunciemos con una autoridad tan rotunda como temeraria acerca de cómo son y cómo viven, puesto que nuestro conocimiento no deriva de la observación, sino de la convicción de que no son como nosotros, o más aún, de que son exactamente nuestro opuesto. Eso es lo que explica que los bárbaros de todas las épocas aparezcan invariablemente como taimados y ladrones, atrasados y envidiosos, crueles y desleales, fanáticos y sanguinarios. La proclamada multiplicidad del error heracliteano se convierte paradójicamente en una invariable letanía en la que Roma recoge el relevo de Grecia, y la cristiandad el relevo de Roma, y la civilización el de la cristiandad, y el desarrollo el de la civilización, siempre con idénticas palabras, idénticos argumentos y, por desgracia, idénticos resultados.

El último eslabón de esta cadena que remite en último término a la observación de Walter Benjamin, para quien todo documento de civilización es al mismo tiempo un documento de barbarie, lo constituye una vez más el tratamiento de la inmigración y de los inmigrantes. A ellos se dirigen hoy, apenas sin variación, los juicios y descalificaciones que ha consagrado esa tradición de segundo grado que reconduce lo que es múltiple y diverso a una unidad forzada y sin contenido, basada en la simple negación de la verdad que se entiende como única. Como tantas otras veces en el pasado, la aparición en escena de los bárbaros con toda su parafernalia de costumbres y hábitos exóticos ha dado lugar, también en esta ocasión, a una reacción política e intelectual que invierte la relación entre causas y efectos. Así, la mayor parte de los análisis sobre la inmigración considera que el problema decisivo al que se enfrentan las sociedades de acogida consiste en cómo proteger sus identidades colectivas frente al desafío de la diversidad, en lugar de comprender que, por el contrario, es en la manera de definir esas identidades donde radica el hecho de que la diversidad se convierta en desafío. Hacerlo a través de valores abstractos como la honradez, la tolerancia o la civilización, abona el terreno para que se considere que quienes no comparten rasgos objetivos como la lengua, el color de la piel, el nivel de renta o el lugar de origen, tampoco pueden ser honrados, tolerantes o civilizados, y de ahí la exasperante similitud de los estereotipos acerca de los negros, los pobres o los naturales de una región o de otra. De igual manera, definir la identidad colectiva a través de rasgos objetivos conlleva implícita la idea de que aquellos con quienes se comparte lengua, color de piel, nivel de renta o lugar de origen serán siempre miembros de la comunidad, con independencia de que sus comportamientos se ajusten o no a la honradez, la tolerancia o la civilización. Es normalmente por este camino por donde se acaba disculpando antes a un asesino que a un extraño, dando lugar a esa pavorosa indiferencia de las personas de bien hacia los linchamientos, los pogromos o la limpieza étnica, tantas veces denunciada por las víctimas.