La
negación del presente
La verdad es una y el
error es múltiple: la formulación de esta idea, repetida bajo distintos
términos y ropajes cada vez que la tolerancia y la intolerancia se han
enfrentado a lo largo de la historia, puede exhibir una genealogía que se
remonta a la Grecia clásica. Heráclito fue uno de los primeros en expresarla, y
nada hace pensar que, por su parte, no recogiese una tradición anterior. Platón
la da por supuesta al desacreditar los sentidos frente a la perfección del
mundo de las ideas, en el que las cosas son lo que son y no las infinitas
variantes con las que se manifiestan en la naturaleza. Cada una de estas
variantes constituiría una corrupción del Ideal, el resultado de un cambio que
es siempre un cambio a peor, una sustitución de la realidad por una sombra
proyectada sobre el muro de una caverna. Como puso de manifiesto Karl Popper en
la estimulante interpretación del legado clásico que lleva a cabo en La
sociedad abierta y sus enemigos —una interpretación en la que demuestra
hasta qué punto el pensamiento posterior a los clásicos, incluso el que se
proponía restaurar la libertad y la justicia, entronizó muchas veces argumentos
propios de quienes querían destruirlas—, Aristóteles no se aparta en lo
sustancial de la visión platónica, aunque introduce en ella un matiz decisivo:
los cambios no tienen que obedecer siempre a una degeneración, sino que pueden
ser cambios en busca de un mundo más perfecto. De alguna manera, la
preeminencia de la que han gozado Platón y Aristóteles en la filosofía
universal —no sólo en la de Occidente, que se autoproclamó en el Renacimiento
única y exclusiva heredera de su obra, sino también en la filosofía musulmana y
una buena parte de la oriental, igualmente tributarias de Grecia y en idéntica
proporción y con títulos iguales a los de su hija legalmente reconocida—, se
debe al hecho de que ambos filósofos ofrecen, entre otras muchas cosas, una
respuesta al principal problema con el que desde siempre se ha enfrentado el
poder: sobre qué principios se debe gestionar el presente sabiendo que ello
supone anteponer unas voluntades a otras, unos intereses a otros. Contra lo que
pudiera parecer, no se trata de una interrogación abstracta, sino de un dilema
que asalta día a día, hora a hora, minuto a minuto, a quienes están o se
sienten obligados a tomar decisiones que trascienden el ámbito de su propia
vida, afectando al de las vidas ajenas. El adulto que corrige al joven, el
empleador que prefiere para una vacante a un candidato frente a los demás, el
gobierno que se inclina por declarar la guerra sabiendo que esa opción
acarreará la muerte de muchos de sus conciudadanos: en todos y cada uno de
estos casos, lo que está en juego es el valor que se concede en cada momento a
la realidad y a las evidencias que muestran los sentidos, la relación entre las
variantes del ideal y el ideal mismo. A grandes rasgos, existe una primera
actitud que prefiere poner en tela de juicio el ideal precisamente porque no se
ajusta a ninguna de las variantes que aparecen en la realidad, y en este caso
la preocupación consiste en cómo articular la convivencia entre lo
irremediablemente singular y distinto. Otro tipo de actitud, en cambio,
prefiere sacrificar esas variantes, reducirlas a la unidad que representa el
ideal, y por consiguiente su preocupación más decisiva no será la de buscar
fórmulas para articular la convivencia, sino la de elaborar argumentos para
justificar el encorsetamiento y la mutilación de una realidad que es siempre
múltiple y abigarrada.
Por lo general, la
crítica del autoritarismo implícito en la idea de que la verdad es una —crítica
en la que coincide una saga de escritores que abarca desde Gorgias a León el
Africano, desde Castellio a Isaiah Berlin— se ha concentrado en la dificultad
para distinguirla de los múltiples errores que la acechan. De este modo, y
siempre de acuerdo con un argumento recurrente en los defensores de la
tolerancia, las opciones realizadas por el poder en función de que conoce la
verdad, y no de que evita un daño, suelen entrañar el riesgo de que se tome por
ella lo que no lo es. Y aunque Platón y sus epígonos traten de responder a esta
objeción recurriendo al gobierno de los sabios —que en unos casos adoptan la
apariencia de filósofos, en otros la de vanguardia consciente y en otros aún la
de leyes inexorables de la economía o de la historia—, lo cierto es que este
remedio en gran medida mitológico no descarta el error o el accidente, por lo
que mantiene monstruosamente abierta la posibilidad de que el esfuerzo e
incluso el sacrificio exigido a individuos concretos sea, más que innecesario,
absurdo y gratuito. Pero la crítica del autoritarismo que subyace en la idea de
que la verdad es una y el error múltiple también puede proceder a través de
otro camino, apuntado en buena medida por Reinhart Koselleck en el contexto del
análisis historiográfico.
Al aproximarse a la
reconstrucción de la Antigüedad clásica, Koselleck advirtió la insalvable
asimetría a partir de la cual se oponían conceptos como el de griego y el de
bárbaro. Para empezar, descubriría que esta distinción carecía de cualquier
fundamento basado en la experiencia, puesto que las diferencias entre un griego
de Atenas y uno de la frontera eran sin duda mayores que las que separaban a
éste de un bárbaro que habitase en el borde mismo del limes. Además, mientras
que el concepto de griego disponía de unos perfiles precisos, el de bárbaro
agrupaba indistintamente a todos los que no se podían considerar como griegos.
Tan bárbaro resultaba a estos efectos un habitante del centro de África como un
chino o un indio mesoamericano. En definitiva, y siempre según el razonamiento
de Koselleck, los bárbaros eran tan múltiples respecto de lo griego como el
error respecto de la verdad.
En cualquier caso, esta
manera de dividir la realidad, de distinguir entre lo próximo y lo lejano,
entre lo que nos parece semejante y lo que nos resulta irreductible, no es
exclusiva del pensamiento clásico ni de sus herederos. Quizá se trate de una
radical limitación epistemológica, a la que está sometida todo conocimiento
humano y, por consiguiente, toda acción que se derive de ese conocimiento. La
lengua del Golfo de Guinea reproduce esta estructura para distinguir a los fang
de quienes no lo son, confundiéndolos en un todo indiferenciado. Y otro tanto
cabe decir del latín, del árabe, del hebreo o de la acepción de la palabra
extranjero en todas las lenguas contemporáneas, cuyo significado sólo se
precisa a partir de la determinación de quién es nacional. En realidad, esas
«oposiciones asimétricas» señaladas por Koselleck podrían rastrearse desde
siempre. La que enfrenta a griegos y bárbaros es una de ellas, más tarde
heredada por Roma. Pero también la que distingue a los creyentes de los
infieles, o a los civilizados de quienes no lo son. Y lo mismo sucede con categorías
más recientes como las de desarrollo y subdesarrollo. Como la verdad para
Heráclito, el primer término de todas y cada una de estas oposiciones se
encuentra definido al detalle, es uno en el sentido filosófico, en tanto
que el segundo término esconde siempre una variedad de situaciones que hace que
la unidad que parece encerrar sea tan frágil que, bien mirado, sólo se
establece sobre la base de la negación, de la constatación de que quienes
forman parte de categorías como bárbaro, infiel o subdesarrollado lo hacen por
la única razón de que no se ajustan al criterio a partir del cual se establece
la distinción principal.
Una de las consecuencias
más sorprendentes —y a la vez más inadvertidas— de la constante y soterrada
aceptación del principio heracliteano de que la verdad es una radica en el
extraordinario parecido que guarda, siglo tras siglo, la descripción del error
y de quienes se hallan en él. Lo mismo para los griegos que para los romanos,
uno de los criterios para establecer la discriminación entre extranjeros y
nacionales era la lengua, en concreto el desconocimiento del griego y del
latín. A duras penas se admitía que lo que los bárbaros hablaban entre ellos
eran lenguas también, desde las que, como hacen los fang del Golfo de Guinea,
se podría haber establecido otra clasificación del mundo, otra jerarquía en la
que griegos y romanos quedasen subsumidos en el grupo indiferenciado de
quienes, por no abrazar la verdad, abrazan necesariamente el error. Lejos de
limitarse al mundo clásico, esta dificultad para considerar como lengua lo que
hablan quienes están al otro lado de la frontera, sea ésta de la naturaleza que
sea, reaparece una y otra vez a lo largo de la historia. En Contra el libelo
de Calvino, Sebastián Castellio señala la paradoja de que en la Europa del
siglo xvi la consideración de
trilingüe se reservase a quienes conocían el latín, el griego y el hebreo, no a
quienes podían expresarse en tres lenguas vivas de la época. Desde el siglo xix en adelante, se denomina
«dialectos» a las lenguas que hablan los pueblos africanos sometidos por el
colonialismo, y ello por considerarse variantes, no de un idioma específico,
sino de la facultad misma del habla.
Los últimos vestigios de
esta larga tradición de la definición del bárbaro a partir de la lengua se
observa en algunos juicios actuales sobre la inmigración, en particular cuando
se señala que la integración —un concepto en el que parece haber anidado
modernamente el mito de Sísifo: siempre invocada y nunca conseguida— resulta
más fácil cuando el trabajador extranjero se expresa en el idioma del país de
recepción. La experiencia demuestra que si la discriminación no se establece en
virtud de la lengua, entonces se hará en virtud del acento: «beurres»,
«sudacas», «pakis». Porque, fieles a la tradición de Heráclito, cuando
se sostiene que la lengua es un factor de integración, no se está expresando
una preferencia acerca de qué inmigrantes se desea acoger, en el caso de España
iberoamericanos antes que, por ejemplo, magrebíes. Lo que se está expresando,
por el contrario, es el rechazo a acoger a estos últimos, anticipando
agoreramente las dificultades que tendrán para ser admitidos como miembros de
la comunidad ideal. Definirlos a través de la lengua que no hablan, en lugar de
nombrarlos explícitamente, es tan sólo el recurso —el sempiterno recurso que se
ampara en el juicio de que la verdad es una y el error múltiple— para sortear
los principios igualitarios y las exigencias éticas de la no discriminación. De
ahí que cuando se descubre que, como los bárbaros que habitaban en las
inmediaciones de la frontera, los magrebíes de Tánger hablan castellano igual
que los colombianos o los ecuatorianos, el principio de discriminación se
traslade al credo religioso. Y cuando a continuación se descubre que son
agnósticos y hasta ateos, entonces se recuerda que, supuestamente a diferencia
del cristianismo y de otras religiones, los preceptos del islam tienen un
carácter totalizador de la vida humana que impide que ninguno de sus fieles
pueda escapar nunca de ellos, aunque los vulnere con plena conciencia de
hacerlo o abjure definitivamente de la fe de Mahoma. Mientras que la mayor
parte de las confesiones se entienden como lo que son, simples creencias que
pueden abrazarse o abandonarse a voluntad, el islam se interpreta como un rasgo
biológico o una extraña enfermedad crónica, para la que no existe remedio
eficaz una vez que los individuos la contraen en sus lugares de nacimiento.
El fin de los imperios
coloniales tras la II Guerra Mundial afianzó otra modalidad de la definición
del bárbaro a través de la lengua: aquélla a la que pertenecen la Commonwealth,
la Francofonía o, en ciertos aspectos, la Comunidad Iberoamericana de Naciones
impulsada por España. En cada uno de estos proyectos políticos, la misma potencia
que en su territorio suele contemplar como ajenas las peculiaridades
idiomáticas de los habitantes de sus antiguas colonias apela sin embargo a la
unidad de la lengua para erigirse en portavoz de todas ellas con el propósito
de reforzar su posición internacional. Se llega así al flagrante contrasentido
—sólo resoluble mediante la empalagosa retórica de la historia compartida— de
que las potencias que encabezan estos proyectos pretenden rentabilizar en el
exterior un elemento que, como la lengua, no evita en el interior la
discriminación de quienes disponen de él, como bien saben los asiáticos en el
Reino Unido, los magrebíes y africanos en Francia o los iberoamericanos y
guineanos en España. Pero se llega, además, a una aberración complementaria: la
de utilizar el hecho de que algunos gobernantes hablen la lengua que conviene
para disculpar la naturaleza autoritaria de sus regímenes. El ejemplo de Ruanda
constituye el paradigma de esta otra dimensión de la definición del bárbaro a
través de la lengua, cuando Francia amparó mediante la Operación Turquesa una
política que condujo a un escalofriante genocidio, sin otra razón para hacerlo
que la defensa del idioma francés. El argumento con el que se ha tratado de
ocultar la evidencia de que un dictador que se exprese en una lengua
determinada no pierde por ello su condición de dictador, ha sido siempre el de
subrayar las peculiaridades de las antiguas colonias que hacen imposible la
existencia no ya de una democracia homologable, sino de un sistema político tan
imperfecto como se quiera pero que al menos no ampare el robo, la tortura o el
asesinato. Bajo esta coartada general, se ha ido dando forma durante décadas a
una serie de debates, de falsos debates, como el que pretende demostrar la
radical incompatibilidad entre la democracia y el subdesarrollo o, más
recientemente, entre la democracia y el islam. De este modo se consigue un
resultado nada despreciable a la hora de afianzar la posición de los dueños de
la verdad única a la que se refiere Heráclito, aquélla frente a la que el error
es y será siempre múltiple: aunque los bárbaros hayan llegado a hablar nuestra
lengua, ello no obsta para que sigan siendo bárbaros.
Pese a ser una de las
más constantes y de las que mayor interés académico e intelectual ha despertado,
la coincidencia en la descripción de los bárbaros a partir de la lengua
—repetida con escasas discrepancias desde la Antigüedad clásica hasta la nueva
era en la que al parecer nos hallamos— no es la única ni probablemente la más
llamativa. Por diferente que sea el grado de excelencia técnica que hayan
alcanzado los diversos bárbaros de la historia, los sucesivos detentadores de
la verdad heracliteana —los sucesivos civilizados— siempre los han visto como
parte inseparable de la naturaleza, seres gobernados por un instinto que
responde a los ritmos del sol y de la luna, del hambre y la saciedad, de la
procreación y la supervivencia. Carentes de la mirada superior que proporciona
la razón, se limitan a reproducir conductas exigidas por el medio natural en el
que viven. El carácter ancestral que se suele asociar a éstas procede, no de
que se tenga constancia fehaciente de la fecha aproximada de sus orígenes, sino
de un razonamiento tan elemental, de un prejuicio tan transparente que resulta
inverosímil su capacidad para pasar indemne desde los estudios antropológicos a
los culturales, y desde éstos a la acción política: puesto que todo lo que
hacen los bárbaros no es más que una respuesta del instinto a la naturaleza, y
la naturaleza es ancestral, entonces todo lo que hacen los bárbaros deberá ser
ancestral a su vez, puesto que cualquier variación implicaría un juicio
racional que, por definición, son incapaces de llevar a cabo. A partir de esta
lógica puramente abstracta, los bárbaros se convierten en «pueblos primitivos»,
cuyo conocimiento resulta valioso al civilizado, no para saber cómo viven hoy
unos contemporáneos que han quedado al margen, sino para elaborar fantasías
acerca de cómo eran los antepasados del hombre en el neolítico.
Más que científico, el
valor de estas fantasías sobre los bárbaros es sobre todo ideológico:
constituye uno de los puntos de apoyo decisivos —quizá el único imprescindible—
para que el paso del tiempo no sea una mera sucesión de instantes inertes que
los hombres tienen la responsabilidad de hacer hospitalarios, sino una
concatenación de edades históricas ordenadas de acuerdo con una lógica, la del
progreso, que es la que ofrece la legitimidad para exigir sacrificios y
dispensar recompensas. Los diferentes modos de vida que se observan en el mundo
contemporáneo se convierten así no en las variantes de un ideal, sino en sus
etapas, lo que da lugar a esa convicción estrafalaria de que una frontera
geográfica puede separar el presente del pasado, la Edad Media de la Moderna,
y, por supuesto, el neolítico más primitivo de los pronósticos más
vanguardistas acerca del siglo xxi.
Al negar la evidencia de que todos y cada uno de los modos de vida que existen
en el presente son efectivamente eso, modos de vida que existen en el exacto y
riguroso presente, se invita a juzgarlos en función de su proximidad o de su
lejanía respecto del estadio último al que nos haya conducido o nos haya de
conducir el progreso. Ahora bien, si se acepta que el sentido de la historia
procede de ella misma y no de la voluntad de los hombres, ¿quién dispone de la
legitimidad para señalar en qué punto de la evolución nos encontramos y cuáles
serán los próximos pasos? ¿Acaso esta forma de interpretar la realidad no
conlleva inevitablemente la entrega de un cheque en blanco al poder para que
disfrace de necesidad cualquier decisión que pueda tomar, para que exculpe
cualquier negación de derechos o cualquier violencia sobre los individuos?
¿Acaso no se le ofrece, incluso, la posibilidad de convertir en un acto de generosidad,
dirigido a rescatar del corazón de las tinieblas a quienes se encuentran
rezagados, lo que no son más que comportamientos brutales, de los que se
destierra cualquier atisbo de humanismo y de piedad? Ello es sin duda lo que
sucedió durante la evangelización de las Indias o la civilización de África
tras la Conferencia de Berlín. Pero ello es también lo que sucede cuando se
justifica la discriminación de ciertos inmigrantes, en concreto los musulmanes,
a los que se les niega el visado o se les deporta bajo la excusa de que su
credo no ha conocido todavía la Reforma y, por tanto, les incapacita para ser
ciudadanos de una democracia moderna.
Los prejuicios acerca
del mundo musulmán han llegado a sustituir de tal modo la observación directa
de la realidad y el empleo razonable de los conceptos y categorías que, tras
los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono —último y dramático
episodio de la irrupción del islamismo, a no confundir con el islam, en la
escena internacional—, gran parte del debate político e intelectual en Europa y
Estados Unidos se ha concentrado en discutir las posibilidades de que el islam
evolucione hacia el laicismo. ¿Cabe imaginar mayor mistificación, mayor triunfo
del determinismo y la intolerancia? No ya el islam, ninguna de las religiones
conocidas —incluidas la católica y la protestante— ha evolucionado ni podrá
evolucionar jamás hacia el laicismo por la misma razón que nunca se logrará la
cuadratura del círculo: porque religión y laicismo son conceptos irreductibles.
Como bien demuestra el ejemplo de Calvino y el régimen de terror que instauró
en Ginebra, no fue el cristianismo reformado el que abrió las puertas de la
tolerancia, convirtiéndose en esa figura imposible que es una religión laica.
Fue la reacción del poder terrenal frente al religioso la que permitió
pacificar una sociedad europea hasta entonces desgarrada por la utilización
política de la teología, diseñando un espacio público que permitiese mantener
las opciones acerca del credo en el ámbito de la estricta intimidad personal.
En resumidas cuentas, fueron las sociedades de mayoría cristiana las que
evolucionaron hacia el laicismo y no el cristianismo en cuanto tal el que se
despojó de su naturaleza religiosa, como hoy se le exige al islam.
Es este modo de proceder,
propio de la tolerancia y de las sociedades abiertas, el que está siendo negado
hoy en Europa y Estados Unidos. Primero, porque buen número de intelectuales y
políticos parecen dispuestos a sentar plaza de ulemas, implicándose en
discusiones inverosímiles acerca del exacto valor de las azoras del Corán y de
las instituciones islámicas; discusiones de cuyo resultado se hace depender —y
he aquí lo grave de esta insólita deriva— el estatuto civil que debe concederse
a los musulmanes en el seno de nuestras democracias. Segundo, porque la
obsesión por el islam que ha provocado esa patología muchas veces criminal que
es el islamismo ha hecho perder de vista los matices decisivos que se ocultan
bajo la expresión de «países musulmanes». Bajo esta rúbrica no se colocará
nunca Indonesia, aun siendo el islam el credo dominante entre su población y el
número de sus fieles el mayor de los existentes en el interior de un solo
Estado. Tampoco Nigeria, donde la comunidad musulmana practicante —es decir, la
que cumple efectivamente con los ritos y preceptos exigidos por su credo—
supera en dimensión a la de Túnez, Siria o Qatar. «Países musulmanes» son sólo
los países árabes, a los que se suele sumar Irán tal vez en razón de que, a
diferencia de Indonesia, su lengua se escribe con unos caracteres que son una
variante del alifato. Esta arbitrariedad, esta ausencia de un criterio único y
preciso a la hora de tratar como musulmán a un país y no a otro, es lo que
permite dar el siguiente paso para negar los fundamentos de la sociedad abierta
mientras se finge combatir los de la cerrada: el de considerar que los
regímenes de los «países musulmanes» son, por simple proximidad, regímenes
musulmanes, de modo que cualquier juicio sobre ellos remite necesariamente a un
debate teológico sobre el islam y no a las categorías propias de la política,
como dictadura o democracia. Así se oculta que el nepotismo, la corrupción y la
ineficacia que padecen los «países musulmanes» —eso que desde Europa y Estados
Unidos se suele considerar como «fracaso de la modernidad»— nada tienen que ver
con la fe de Mahoma, sino con el carácter autoritario de sus regímenes. Unos
regímenes que, en la mayor parte de los casos, hacen derivar su legitimidad de
unas luchas anticoloniales inspiradas en el marxismo —una corriente de
pensamiento de origen europeo—, y no en el Corán ni en ningún precepto sagrado.
Para cerrar el círculo de equívocos al que conduce la expresión «países
musulmanes», resulta que los que han merecido desde hace décadas la
consideración de «moderados» no son otros que los que han utilizado,
precisamente, las versiones más fundamentalistas del islam para erigir y
sostener atroces dictaduras, como Arabia Saudí o las monarquías petroleras del
Golfo. Sin alcanzar este grado de ambigüedad, también el Marruecos de Hassan II
se benefició de un prejuicio similar.
Bárbaros en virtud de la
lengua, bárbaros en virtud de su procedencia de regiones ancladas en estadios
anteriores del progreso: pese a la naturaleza múltiple del error, las
persistentes coincidencias en su descripción por parte de quienes han detentado
la verdad a lo largo de la historia van afianzado la sospecha de que, en
realidad, no se exige conocer al bárbaro para saber cómo es. Basta por el
contrario con fijar los rasgos del civilizado —de la verdad una de Heráclito—
para declarar bárbaros a todos los que no encajen y, a partir de ahí, emprender
su descripción a través de una tautología enmascarada: podemos no haber cruzado
una palabra con ellos, podemos no haber visitado sus ciudades y aldeas, podemos
ignorar por completo sus hábitos y preferencias, pero eso no impide que nos
pronunciemos con una autoridad tan rotunda como temeraria acerca de cómo son y
cómo viven, puesto que nuestro conocimiento no deriva de la observación, sino
de la convicción de que no son como nosotros, o más aún, de que son exactamente
nuestro opuesto. Eso es lo que explica que los bárbaros de todas las épocas
aparezcan invariablemente como taimados y ladrones, atrasados y envidiosos,
crueles y desleales, fanáticos y sanguinarios. La proclamada multiplicidad del
error heracliteano se convierte paradójicamente en una invariable letanía en la
que Roma recoge el relevo de Grecia, y la cristiandad el relevo de Roma, y la
civilización el de la cristiandad, y el desarrollo el de la civilización,
siempre con idénticas palabras, idénticos argumentos y, por desgracia,
idénticos resultados.
El último eslabón de
esta cadena que remite en último término a la observación de Walter Benjamin,
para quien todo documento de civilización es al mismo tiempo un documento de
barbarie, lo constituye una vez más el tratamiento de la inmigración y de los
inmigrantes. A ellos se dirigen hoy, apenas sin variación, los juicios y
descalificaciones que ha consagrado esa tradición de segundo grado que
reconduce lo que es múltiple y diverso a una unidad forzada y sin contenido,
basada en la simple negación de la verdad que se entiende como única. Como
tantas otras veces en el pasado, la aparición en escena de los bárbaros con
toda su parafernalia de costumbres y hábitos exóticos ha dado lugar, también en
esta ocasión, a una reacción política e intelectual que invierte la relación
entre causas y efectos. Así, la mayor parte de los análisis sobre la
inmigración considera que el problema decisivo al que se enfrentan las
sociedades de acogida consiste en cómo proteger sus identidades colectivas
frente al desafío de la diversidad, en lugar de comprender que, por el
contrario, es en la manera de definir esas identidades donde radica el hecho de
que la diversidad se convierta en desafío. Hacerlo a través de valores
abstractos como la honradez, la tolerancia o la civilización,
abona el terreno para que se considere que quienes no
comparten rasgos objetivos como la lengua, el color de la piel, el nivel de
renta o el lugar de origen, tampoco pueden ser honrados, tolerantes o
civilizados, y de ahí la exasperante similitud de los estereotipos acerca de
los negros, los pobres o los naturales de una región o de otra. De igual manera, definir la identidad
colectiva a través de rasgos objetivos conlleva implícita la idea de que
aquellos con quienes se comparte lengua, color de piel, nivel de renta o lugar
de origen serán siempre miembros de la comunidad, con independencia de que sus
comportamientos se ajusten o no a la honradez, la tolerancia o la civilización.
Es normalmente por este camino por donde se acaba disculpando antes a un
asesino que a un extraño, dando lugar a esa pavorosa indiferencia de las
personas de bien hacia los linchamientos, los pogromos o la limpieza étnica,
tantas veces denunciada por las víctimas.