Pedro y Paula

Entradas y salidas

(1945)

Lo que sin duda no ocurrió fue tal vez lo siguiente:

Los otros pasajeros se miraron inquietos al darse cuenta de quiénes eran aquellos que habían entrado tan tarde, ella brindando una sonrisa entre lágrimas, él austeramente solícito, sobrio, estoico, pronosticando nuevos futuros heroicos. Todos podían aplaudir los heroísmos de canto coral en los locales públicos, o incluso cuando se ejercían en nocturnas calles clandestinas y de ellos constaban después los resultados, una mancha de sangre, un cuerpo sin nombre, pero no en un avión que podía ser interceptado, estallar, todos los sueños deshechos cuando comenzaban a parecer posibles, lo mejor era un silencio respetuoso, una inclinación distante de la cabeza como saludo sin compromiso, indiferente, neutro, porque sí, adecuado a aquel país de tránsito adonde en breve llegarían, si llegaban.

El piloto, jugador de póquer entre vuelo y vuelo y
alcoholizado perdedor de anticipos de salario, prefirió no tener que exponerse a heroísmos propios y, en cuanto hubo despegado, desconectó los mandos que pudiesen darle órdenes de regreso inmediato y crearle dilemas de obediencia o rechazo. Por el momento, su futuro sólo era aquél, intermediario, de ida y vuelta, tres veces por semana. Prefería mientras tanto no saber lo que le esperaría a la vuelta, qué naipes le pondrían sobre la mesa del regreso contra los suyos, siempre tan mal distribuidos, sólo le salían doses o cartas sueltas. Era una forma de libertad, el farol posible, por el momento. Ya vería en Lisboa, donde todo el mundo se conoce y tal vez alguien podría llegar a explicarle el cómo y el porqué de aquella imposibilidad que llevaba a bordo. O tal vez en Estoril, el barman del casino que en cierta ocasión lo había sondeado sobre disponibilidades clandestinas, trabajos de conspirador aéreo, es verdad que había fingido estar más borracho de lo que estaba, sólo así podía ser de todos y de nadie, tenía contactos, ya se vería.

Como el vuelo proseguía sin sobresaltos, y en las ventanillas, al principio angustiosamente escudriñadas, la oscura claridad de las estrellas sólo invitaba al sueño, los pasajeros también comenzaron a regresar al futuro. Algunos, no obstante, por estar ahora más cerca de todo lo que
desearon durante mucho tiempo y deseaban para mucho tiempo en lo irreparable de todo exilio, con repentinas dudas, sentimientos de culpa, nostalgias de cuando la esperanza aún no estaba contaminada por lo que pudiera suceder.

Viajaba, por ejemplo, la pareja austriaca, los dos viejos, muy graciosos, ensayando un remedo del inglés con el que se hacían a la idea de que de verdad llegarían a las américas que demandaban. Ya casi sabían decir la hora. ¿Sería la misma en Viena? Habían caído en un melancólico silencio sabiendo, no obstante, como ocurre con las parejas que llevan muchos años juntos, que estaban pensando lo mismo sobre los hijos y los nietos que habían dejado para que todos ellos, más fácilmente, también
pudiesen partir después, dentro de pocos meses, sin el peso de la vejez y la torpeza de sus movimientos. Sólo era cuestión de esperar a que los hijos se recuperasen de los gastos que habían insistido en hacer para que ellos se fuesen primero, traspasar la tienda, vender los muebles, los objetos de plata, los cubiertos, tal vez desde América puedan ayudarlos, compensarlos con creces por su generosidad, y ellos ya tan inútiles, un estorbo, aún habría tiempo, no sería demasiado tarde. Se apretaron las manos, los silencios convergieron: «Liebchen», «Liebchen». Después ella dijo que el «kleiner Hans» se había convertido en la persona más alta de la familia, con un tono de sorpresa como si tal cosa hubiese ocurrido allí mismo, de repente, en pleno vuelo, a los treinta y seis años, el hijo mayor, con su esposa de ojos mortecinos, una hija casadera, dos hijos perplejos. Lo que no mencionó, y le había hecho pensar
en lo alto que era su hijo, es que se había acordado del último abrazo, de la cara apoyada en su pecho, y de que después, cuando él comenzó a apartarse y ella aún lo retenía en el abrazo, se había rascado la cara con la estrella amarilla cosida en la manga de la chaqueta, una textura rugosa, artesanal, casera. Se llevó la mano a la mejilla derecha, palpándose donde la había sentido, «Liebchen, mein kleines Liebchen», como si al final pudiese ser ya demasiado tarde.

Y viajaba también la joven pareja búlgara que la manipulada suerte de la ruleta favoreciera en la víspera salvando virtuosamente la virtud que ella se había dispuesto a sacrificar para que estuviesen en ese mismo avión en el que ahora estaban, rumbo al futuro. El marido era demasiado joven para entenderlo, dijo. Había pedido consejo al agreste dueño de aquel extraño café donde las vidas podían hacerse o deshacerse; en Bulgaria no habrían podido salir adelante, pero el pobre muchacho era tan ingenuo, estaba en la sala clandestina de la parte trasera jugando lo poco que tenían para intentar ganar el inaccesible costo de los visados de salida, y perderlo todo, claro. Y entonces, con una discreta señal, la magia del dueño del café hizo que ganase dos veces seguidas, ella sólo le había preguntado si el jefe de la policía solía cumplir las promesas, si estaba tan mal comprar así la libertad, una felicidad sólo así posible en tiempo de sufrimiento. Un policía había matado a su padre, quemaba a su madre con cigarrillos encendidos, encendía otro cuando se apagaba dentro de ella, siempre en el lugar exacto, muy tranquilo, sin prisa. Pero éste no era así; su marido nunca lo sabría, lo hacía por él, que era demasiado joven para entenderlo, ni uno ni otro tendrían la culpa de nada. Pero había desistido de su decisión en un capricho de dios sentimental, y ella ahora se dejó llevar por la imaginación de cómo sería, cómo habría sido con el jefe de la policía, qué gestos, qué palabras o silencios, qué preferencias y sensaciones, y ella inmóvil, asustada, sin opción, si al fin y al cabo estarían allí mismo, tal vez en los mismos asientos del avión, con un secreto separándola del marido. Tal vez. Sólo que ahora había un nuevo secreto que los separaba, y no sabía cómo escondérselo a sí misma porque era el secreto de lo que podría haber sido y la había cambiado para siempre, contaminando la inocencia que tal vez nunca habría perdido si hubiese aceptado el sacrificio. Pero el marido dormitaba, con la cabeza hacia atrás, la boca entreabierta, roncando suavemente. Poco después se volvió, apoyó la cabeza en el hombro de ella, parecía feliz.

Aterrizaron cuando el cielo comenzaba a clarear y el sol ya delineaba los oteros que, al fondo, anunciaban la sierra de Sintra. Los pasajeros atravesaron a pie, en una fila soñolienta, el espacio vacío entre el Lockheed, con los dos motores desconectados que exhalaban rocío, y el pequeño edificio encalado de inmigración y aduana donde, en la puerta, un lento policía de uniforme gris y pistola pendiente de la cintura fláccida apartaba a los viajeros hacia los cubículos como confesonarios de iglesia donde serían interrogados por los de uniforme blanco y gafas oscuras, profesionales de exilios y de confesiones laicas. Fue entonces cuando Victor Laszlo hizo a Ilsa la pregunta que había preferido postergar durante toda la noche: «Are you sure you did what you wanted, my dear?». Y ella, sin mentir con la ambigüedad de las palabras, respondió: «You know I had no choice».

Les permitieron permanecer tres días, con una facilidad inquietante y una especial bienvenida por parte de un señor que había surgido de ninguna parte en medio de
un aura de agua de colonia y autoridad satisfecha, que insistió en acompañarlos al taxi y recomendó el Hotel Victoria con vana ironía, la suya y la mía, para quien no sabía que era entonces un centro oficioso de la Gestapo y no sepa que es ahora un centro oficial del Partido Comunista. Esperaba, en todo caso, que aquellos días fuesen sólo de ocio, la mejor forma de apreciar la proverbial hospitalidad portuguesa —aquel cielo, y aquel sol—, de evitar
lastimosos malentendidos que después sería difícil rectificar, porque Lisboa no era Casablanca. Ilsa se despidió secamente, Victor Laszlo dio las gracias con una sonrisa altiva y ojos firmes, pues ambos habían registrado en el discurso una amenaza latente.

Pero ya no había peligro, la película estaba terminada. En la vida real, la vieja pareja austriaca tal vez al final no llegase a ir a América. Ella quiso esperar noticias
de sus hijos y sus nietos, él escribió cartas discretas, conocieron a otros refugiados, se unieron a los que ya estaban en Caldas da Rainha, donde en el comedor de la Cruz Roja la cena era puntualmente a las siete. «¿Qué hora es ahora, Liebchen?» «Las seis y cuarenta», sólo faltaban veinte
minutos, al menos eso. Escribieron de nuevo, esperaron, siguieron escribiendo, aún estaban allí cuando al acabar
la guerra el correo les llevó una pila de sobres con el fatídico matasellos de dirección desconocida. La joven
pareja búlgara habrá logrado o no diluir los ignorados remordimientos de culpas inocentes en su compartido sueño americano. Al piloto jugador no le ocurrió absolutamente nada de regreso a Casablanca, porque había otros
a quienes les sucedió lo mismo en esa o en otras guerras. Ilsa, que ya no era Ilsa, fue a Italia, donde se cortó el pelo para la nueva película y comenzó el escándalo con Rossellini, mientras que Victor Laszlo debe de haber regresado a Hollywood, pero no sé si fue antes o después de todo esto cuando él anduvo encendiendo, en la propaganda a favor del tabaco, dos cigarrillos a la vez para Bette Davis.

Si no fuese así, sin duda habría intercambiado los billetes de vuelta con el pide perfumado, despedido a Salazar y alentado la cinematografía portuguesa tomando copas para celebrarlo en los bares de Lisboa con Mister Scott, que se veía a la legua que se trataba sólo del admirable António Silva haciendo del americano que, cuando se emborrachaba, entraba en una historia de trueques socialistas y robaba a los ricos para dar a los pobres, aunque al oírlo hablar con aquel acento más que sospechoso hacía pensar si no sería pura provocación política. Pero lo que realmente no se llegaba a entender era la revista en el Parque Mayer:

 

compère: ¿Así que anda por aquí, señorita Flausina?

modelo: Basta ya, basta, basta ya, apártese.

compère: ¿Qué ha dicho?

modelo: Qué se ha pensado, bellaco. Ahora apártese, ande. ¡Lo único que faltaba!

compère: ¡Bellaco, bellaco, ya le daré yo con el bellaco!... Mírala, la castigadora. Y justamente hablándome de faltas. ¡Hoy en día falta todo!

modelo: Ah, ¿le falta alguna cosa? Me parecía... Basta ya, basta, basta ya, apártese.

compère: Pues claro que falta, qué quiere que le haga. ¡Acabo de ir a la tienda y hasta la sal faltaba!

modelo: Una mala jugada del azar. ¡Que falte sal!

compère: ¿Azar? ¿La sal? ¿Sal? ¿Azar? Señorita Flausina, no se meta en esas cosas que me pueden traer problemas. ¡Ya está entrando agua!

modelo: ¡Ah, no me hable de agua que enseguida pienso en Venecia!

compère: ¡Venecia!... Señorita Flausina, parece que allí ya viene la góndola. ¡Música, maestro!

coro: Venecia,

Venecia...

 

Por eso Ilsa, consumida por la añoranza as time goes by, habría contraído fiebres de África. Pero siempre se podía llamar al falso médico de la película en la que Vasco Santana, el que para António Silva era como Bucha lo sería para Estica si también fuesen portugueses, no sabría mucho del esternocleidomastoideo, pero sin duda sabía de marchas populares y podía cantarle un fado terapéutico, que era lo mejor que podía conseguirse en un país don-de ya decía alguien que la ocupación nacional es estar enfermo, pero que en compensación chaquetas hay muchas y lo que hace falta son galanes gordos para que la gente se ría. Y fue, cantando y riendo, la imagen de esa Lisboa de otros tiempos la que me llegaba a mis remotos rincones de África. Todo para que este libro de ahora, moderno y europeo, pudiese comenzar así, a la manera realista. O sea: basado en lo que yo mismo vi y no en lo que simplemente oí.

Porque por decir, hasta de Benfica a São Vicente se dijo que también anduvo por allí el duque de Windsor junto con su amante americana, porque divorcios era lo que faltaba, muy vacilante él sobre si debía o no dejarse raptar para ir a hacer propaganda en la radio alemana en vez de pasar el resto de la guerra bebiendo aguardiente
en las Bahamas. Y parece que en las artes y en las letras también hubo la tira de celebridades, para no hablar del armenio que las preparó para el consumo futuro, gracias, Calouste Gulbenkian. Y que en cuanto al resto había de todo un poco, judíos alemanes y alemanes nazis, escritores franceses de los libres y de los otros, Leslie Howard, que nunca debería haber tomado aquel avión, Stravinsky bebiendo un vodka doble y melancólico en el English Bar, allí al fondo de la Rua do Alecrim, Dora Carrington, en la Rua do Arsenal, a quien también le apetecía pero tuvo que regresar a casa de sus padres a dedo en un submarino de la Royal Navy porque había huido con Max Ernst y había acabado sola en Lisboa, en pleno surrealismo. Además de eso iban y venían levas de refugiados, todos diciendo ah, oh, en varias lenguas porque había luces y hasta una calesa de ruedas giratorias en el Rossio
encendiendo y apagando La Fama del Brandy Constantino Viene de Lejos, y como las mujeres con el pelo a lo garzón también venían, se instalaron en los cafés del otro lado de la plaza bebiendo exprés con los hombres como bolleras. O si no, se cruzaban de piernas en los bancos de la avenida, con los abúlicos transeúntes lusitanos que dejaban caer pañuelos, papeles, céntimos, en las aceras embaldosadas entre románticas palmeras, palomas andarinas y bucólicos arriates de fuentes perennes, para ver si veían un poco más de piernas extranjeras por encima de la liga cuando se agachaban a recogerlos. Y en eso los vendedores de periódicos, con infalible instinto y rápidas artes de prestidigitador al sacarlos de bolsas, anunciaban algo alejados el Times y el Daily Express o Das Reich y Arriba como si sólo llevasen ésos, según la cara o los modales o quién sabe qué de los potenciales clientes, en activa neutralidad. Pero, cuando los alemanes pusieron un gran retrato de
Hitler en un escaparate de propaganda, parece que los escupitajos fueron tantos que al cabo de pocas horas ya era imposible verlo, y llevó dos días lavar el cristal porque
acertar con el más grueso y desde más lejos, de pie o andando, de frente o de refilón, se convirtió enseguida en campeonato nacional de tiro al blanco con patriotismos de nueve a cero que ya no tenían nada que ver con la política, porque al menos Salazar nos salvó de la guerra aunque aquel Portugal-España hubiese sido una gran vergüenza. Y si no todo era guasa en el Portugal de los pequeñines se debía a que también estaban los que iban a parar con los huesos rotos a la cárcel como ensayo de lo que ocurriría en Caxias y Tarrafal por haber querido anticipar la democracia que los aliados finalmente no traerían después de la guerra, estaban sólo jugando con nosotros, mientras que hubo también otros que, olvidando sus propias y ancestrales ósmosis semíticas, ya habían recopilado listas de judíos para adelantarles trabajo a los tal vez aún victoriosos alemanes, aparte de que comer carne de ballena en el almuerzo, la merienda y la cena porque arroz y frijoles no hay le revolvía las tripas a cualquiera, que Dios sepa perdonarlo.

Fue por tanto de este modo como, más allá de otros vaivenes, entre esperanzas diferidas, iras traspuestas y zarandajas, la guerra de los otros llegó a su fin, la de los portugueses no comenzaría hasta dieciséis años después, y todo el mundo salió a la calle a celebrarlo con banderas inglesas, francesas, americanas y del Benfica. Pero eso también significó que ese día no se encontraba en la ciudad un solo médico disponible, falso o de los otros, porque la profesión era liberal, generalmente sobre todo anglófila o por lo menos acomodaticia, y hasta los enfermos habían salido de los hospitales a saludar con muletas. De modo que el parto fue difícil y habría acabado mal si no hubiese sido por la dentista alemana que no quería celebraciones ni saber nada de más lutos porque su novio ya estaba con la pierna amputada en una enfermería de Dresde esperando el bombardeo que le quitó el resto. Vivía allí al lado y acudió a brindar su ayuda, explicando entre cubos de agua caliente y alicates de extracciones dentarias, pues era lo que tenía a mano, que las entradas y salidas del cuerpo humano son todas muy parecidas. Fue a su eficiencia nazi a la que se debe este libro, dejémosla por tanto en paz con sus fantasmas y el gas de las anestesias que le facilitó el suicidio unos años después, pues sin el éxito del parto los personajes de mi historia habrían tenido que ser otros aunque para significar lo mismo, y muchos podrían ser-
lo aunque pareciesen significar otra cosa con algunas
correspondencias y en circunstancias diferentes.

—¿Es niño o niña? —preguntó el extenuado padre cuando los pletóricos vagidos se impusieron finalmente sobre los gritos de la madre.

—¡Las dos cosas! —fue el canto de la valquiria después de un terrible silencio.

El padre era un joven de disposición nerviosa que, para calmarse, ya se había bebido en la sala media botella eventualmente simbólica de Fundador de contrabando. Entendió todo enseguida, espantado:

—¿Hermafrodita?

Y ni la dentista alemana pudo contener la risa:

—¡Nein, nein, gemelos, niño y niña!