Capítulo 2,
Jazz Modern Quartet
De Madame
Por esa época me fascinaba
el jazz, sobre todo en su versión polaca. Para mí era como un mito, y veía a
esos músicos como héroes que osaban enfrentarse al estalinismo. El maravilloso
escritor Leopold Tyrman, por ejemplo, «renegado» y libertino, era un inflexible
propagandista del jazz como música de la libertad y la independencia. Este mito
se nutría también de numerosas y pintorescas anécdotas de la vida de los
primeros grupos, sobre todo de sus líderes, con sus rutilantes carreras y sus
viajes a Occidente, que les llevaban a algunos a pisar Estados Unidos, la meca
del jazz. En mi mente se agolpaban imágenes de clubes y sótanos estudiantiles
repletos de humo y estupefacientes, de jam
sessions que duraban toda la noche, de calles vacías en una Varsovia
derruida, todavía sin reconstruir, a las que muy temprano, al alba, esos
míticos jazzmen salían extenuados y
con una tristeza muy particular en los semblantes, como si emergieran de
refugios subterráneos después de un bombardeo. Todo este espejismo me seducía,
ejercía en mi imaginación un encanto difícil de describir y despertaba en mí
los deseos de vivir algo similar.
Sin pensármelo mucho,
decidí fundar mi propio grupo. Llamé a algunos compañeros que, como yo,
asistían a clases de música y sabían tocar algún instrumento, y les convencí
para que tocásemos juntos algo de jazz. Formamos un cuarteto –piano, trompeta,
batería y contrabajo– y empezamos a ensayar. Nos encontrábamos después de las
clases, en un desolado gimnasio. Por desgracia, aquello poco tenía que ver con
mis sueños. En vez de las embriagadoras humaredas de tabaco, o de los efluvios
a alcohol y a perfumes franceses, impregnaba el aire el sofocante y nauseabundo
sudor juvenil que flotaba después de la última clase de gimnasia; en vez del
ambiente de sótano, en el que se daba cita la bohemia, y en lugar de un clima
creado por la penumbra, la estrechez y la decoración decadente, reinaba el
ambiente de un gimnasio cutre, bañado por la luz chillona de las primeras horas
de la tarde o la iluminación cadavérica de los fluorescentes; a eso había que
añadir el desalentador decorado, compuesto de filas de espalderas, ventanas
enrejadas y un desnudo e infinito suelo, con algunas tablas que se movían y en
el que «pastaba» un solitario potro. Para colmo, nuestra música estaba lejos de
alcanzar la maestría de los grupos famosos, no conseguíamos caer en aquellos
legendarios trances ni nos sumíamos en un frenesí dionisiaco; no improvisábamos
con destreza divina ni éramos presa de una exaltación ciega, sino que, en el
mejor de los casos, y a duras penas, dominábamos la técnica.
Intenté no preocuparme.
Me consolaba diciéndome que los comienzos siempre son duros y que, a buen
seguro, todavía no había llegado nuestra hora. Para darme ánimos, imaginaba
cómo, en algún concierto futuro, o durante una fiesta escolar, embriagábamos a
los espectadores, les hacíamos hincarse de hinojos y –en particular después de
mi brillante solo– estallaban en una tormenta de aplausos, y yo, sin dejar de tocar,
me volvía en dirección al auditorio, inclinaba la cabeza con un tranquilizador
gesto de agradecimiento y, en esa fracción de segundo, veía cómo las chicas más
guapas del instituto me devoraban con sus miradas llenas de adoración.
Después de algunos meses
de ensayo, teníamos ya repertorio suficiente para más de dos horas y decidimos
no aplazar más nuestro debut. Pero surgió un obstáculo inesperado. En el
instituto no querían ni oír hablar de la posibilidad de crear un club de jazz
al que los alumnos pudieran acudir, por ejemplo, los sábados o los domingos. En
opinión de la dirección y del claustro, eso significaría la escandalosa
transformación de una institución educativa en una sala de fiestas, y después
–de manera inevitable– en un «templo del vicio». Por otro lado, nuestros
compañeros aborrecían la idea de que nuestro Modern Jazz Quartet, como nos
llamábamos, tocara durante los bailes de las fiestas escolares, que por otra
parte se organizaban en muy contadas ocasiones, apenas tres veces al año (en carnaval,
en la fiesta que se celebraba cien días antes del examen de reválida y el baile
de después de ese examen). Por entonces nacía el big-beat, comenzaban los
triunfos de los Beatles y otros grupos similares, y los adolescentes sólo
querían escuchar esa clase de música y bailar esos ritmos.
Así las cosas, la única
posibilidad de actuar que se nos ofrecía, y como si fuese un favor, consistía
en actuar durante las ceremonias escolares, rígidas, formales, aburridas,
llenas de discursos grandilocuentes y declamaciones pomposas. Aceptar este
ofrecimiento suponía casi una traición a todas las ambiciones y esperanzas que
iluminaban nuestro camino, no sólo por lo que en sí significaban, sino porque,
además, sólo se nos permitía tocar «de forma tranquila y educada» y sin
interpretar «ritmos salvajes u otra música ratonera». Así pues, se nos relegó
al papel de intérpretes de «intermedios musicales» durante estos actos, que
gozaban entre los alumnos –incluidos, por supuesto, nosotros mismos– de una
reputación funesta.
Al final, nuestra
participación en estos eventos resultó, más que un fracaso infame, una
pantomima grotesca. Tocábamos lo que queríamos, sólo que en un contexto
absurdo. Por ejemplo, interpretábamos la
famosa «Georgia» después de la recitación enfática y conjunta del poema de
Maiakowski «Adelante, izquierda», o tocábamos un blues después de que alguien recitara con gritos histéricos un
poema que difundía una terrible visión de la vida de los trabajadores en
Estados Unidos, donde –y cito literalmente– «los desempleados saltan a diario
desde los puentes al río Hudson». En suma, era un completo disparate, y así lo
percibíamos todos, tanto el público como nosotros. ¿Acaso es posible, en estas
circunstancias, forjarse la más mínima ilusión de estar haciendo Historia o de
participar en un hecho trascendente?
Debo admitir que, al
menos en una ocasión, por un instante se encendió en mi interior un pálido
reflejo de esta convicción, aunque sólo duró ese instante y se debió a
circunstancias harto peculiares.
Uno de los eventos más
aburridos que se nos ofrecía en aquellos tiempos consistía en el Festival anual
de Coros y Grupos Vocales Escolares. El reglamento del festival establecía que
éste debía celebrarse en el instituto que se había alzado con el primer premio
–el famoso Ruiseñor Dorado– en la
última edición del concurso. El año
anterior, este miserable trofeo lo había ganado un grupo de nuestro instituto,
los idiotas del deplorable Terceto Exótico, especializado en folclore cubano.
Ahora, debido a este maldito éxito, se nos echaba encima una verdadera
desgracia: la organización del festival, lo que implicaba trabajo «voluntario»
después de las clases. La pesadilla concluía con las audiciones del concurso,
que duraban tres días y que culminaban con la gran final y el concierto de los
laureados, actos a los que, como muestra de hospitalidad hacia los conjuntos
invitados, estábamos obligados a asistir.
La realidad resultó aún
más funesta que las previsiones, y ello a causa de nuestro profesor de canto,
el horror de la escuela. Ese profesor –conocido como «el Eunuco» debido a su
aguda voz (un Heldentenor, como él
mismo se calificaba) y a su estado de soltería– era un individuo colérico y
apasionado, y estaba convencido de que el canto –el canto clásico, claro está–
era la cosa más bella del mundo, idea que estaba dispuesto a defender a capa y
espada. Estas peculiaridades le convertían en blanco de innumerables bromas y
burlas; sin embargo, los alumnos le tenían pánico, ya que cuando se enfurecía
se trastornaba un tanto y podía llegar a las manos; sobre todo –y eso era lo
peor– asustaba con amenazas macabras, que a decir verdad nunca cumplía, pero
cuya mera formulación era capaz de amedrentar de cualquiera. Solía recurrir a
amenazas como ésta: «¡Yo me pudriré en una prisión hasta el final de mis días,
pero dentro de un instante, con este instrumento», decía mientras se sacaba del
bolsillo una pequeña navaja y desnudaba la hoja, «con este instrumento le
cortaré a alguien las orejas!».
Pues bien, a este
profesor, un maníaco y un neurótico, por decirlo de manera delicada, lo
nombraron responsable de la organización del festival. No es fácil imaginar qué
significaba eso en la práctica. Hasta que concluyó el festival, el Eunuco se
convirtió en cierto modo en la persona más importante de la escuela. Ése iba a
ser su festival, ésos sus días de gloria, lo que a su vez le provocaba un gran
estrés, pues era el responsable de todo. Circulaba por los pasillos en un
estado de inusitada excitación, y se entrometía hasta en los menores detalles.
Y, después de las clases, nos atormentaba durante horas con los ensayos del
coro. Estábamos de él hasta el gorro y no veíamos el momento en que terminase
este infierno.
Con respecto al
festival, sólo diré que, el último día, la mayoría de los alumnos manifestaba
síntomas de depresión profunda y desorientación. El permanente hostigamiento al
que nos sometía el enloquecido Eunuco, el cambio constante de decisiones, las
órdenes que a cada momento nos impartía y, por último, el chillido de los coros
que actuaban durante horas…, todo eso sobrepasaba los límites de nuestra
resistencia. Pero por fin llegó la sacrosanta clausura: resonaron las últimas
notas de alguna solemne canción, interpretada por los ganadores del primer
premio, y el honorable jurado abandonó la sala con la pompa de costumbre.
Entonces, los alumnos, que por fin se quedaron solos, y a los que sólo les
quedaba recoger las sillas y limpiar la sala, se dejaron llevar por la euforia.
Resultó que, en cierto
momento, cuando me disponía a cerrar la tapa del piano, se me ocurrió tocar
cuatro notas descendentes en un acorde menor que eran la característica
introducción de muchas piezas de jazz, entre otras, de la famosa canción de Ray
Charles «Hit the road, Jack», muy de moda por entonces. Mi iniciativa, apenas
consciente, tuvo unas consecuencias del todo inesperadas.
El gentío de alumnos
que recogía y limpiaba la sala captó de inmediato al ritmo que yo marcaba y
empezó a aplaudir, a patalear y a bailar. Imposible detener aquello. Mis
compañeros del Modern Jazz Quartet sintieron la llamada de la sangre y se
precipitaron hacia sus instrumentos. El primero en unirse a mí fue el
contrabajista, que arrancó de las cuerdas los mismos cuatro tonos con ocho
corcheas. El segundo en presentarse en el escenario fue el batería: en un abrir
y cerrar de ojos quitó la funda de su instrumento y se sentó, tras lo cual
ejecutó una impresionante entrée;
concentrado y con la cabeza una pizca ladeada, acompañó el cuatro-cuatro del
contrabajo. Y entonces, desde la habitación donde estaban guardados los
instrumentos, sonó la trompeta; primero tocó con nosotros, y varias veces, las
electrizantes cuatro notas de la introducción; después, cuando por fin el
trompeta salió al estrado, y el
público lo recibió con gritos extasiados y gran alboroto, pudieron oírse los
primeros compases del tema.
La gente enloqueció.
Empezaron a bailar, a saltar y agitarse como si sufrieran convulsiones. Un
amigo más, del equipo técnico, subió al escenario, me acercó una silla (hasta
este momento tocaba de pie), me puso unas gafas de sol –para que me pareciera
más a Ray Charles– y, acercándome el micrófono a los labios, me animó en un
susurro:
–Let's have some vocal! Come on, don't be
shy! ¡Canta!
¡No te avergüences!
¿Cómo resistirme a
semejante ruego? No, esta petición, que no expresaba sino los deseos gentío
excitado, era más fuerte que la vergüenza que por momentos me atenazaba la
garganta. Así pues, cerré los ojos, saqué pecho y canté con voz ronca al
micrófono:
Hit the road, Jack,
and don't you come back no more…
«Lárgate, Jack, y no
vuelvas nunca más.» Y la multitud enardecida, perfectamente coordinada conmigo
y llena de determinación, recogió de inmediato el guante y le dio su propio
significado:
No more, no more, no more, no more!
Pocos entendían la
letra de esta canción –el nivel de inglés de nuestro instituto no era muy
alto–, pero estas dos palabras, entonadas en
las tres notas que formaban el acorde de una escala menor en una cadena de
tríadas invertidas de cuarta y sexta, este acorde que sonaba tan bellamente
para el oído polaco, «no more», eso
lo entendía todo el mundo.
¡Basta, se acabó!
¡Nunca, nunca más! ¡Ya no tendremos que escuchar más aullidos! ¡A la porra el
Festival de Coros! ¡Que se pudran el Ruiseñor Dorado y el Terceto Exótico! ¡Que le parta un
rayo al Eunuco, que no vuelva más!, don't
let him come back no more…
No more, no more, no more, no more!
Mientras la gente
coreaba por enésima vez, aliviados y llenos de esperanza, estas palabras,
irrumpió en la sala, como un huracán, nuestro profesor de canto, y con la cara
roja de ira, como si de un momento a otro le fuese a dar un ataque de
apoplejía, gritó con voz chillona:
–¿Qué diablos está
pasando aquí?
Entonces ocurrió algo
que sólo suele suceder en nuestra imaginación o en algunas películas bien
dirigidas, uno de estos contados milagros que pasan una sola vez en la vida.
Como bien saben los que
recuerdan la célebre canción de Ray Charles, en el último compás de la
penúltima frase del estribillo (para ser más precisos, en su segunda mitad), en
los tres sonidos sincopados, el ciego cantante negro, con voz ronca, hace la
siguiente pregunta burlesca: «What you
say?». La
frase, literalmente, significa: «¿Qué dices?», o bien: «Perdón, ¿cómo dices?» o
«¿Qué has dicho?», y con ella se dirige a la vocalista, que interpreta el papel
de una mujer que acaba de echarle de casa. Esta interrogación, quizá porque
termina con la nota dominante, es –en términos musicales– una especie de coda.
Y uno de esos momentos mágicos que brinda la música, pues a lo largo de la
pieza se provoca en el público una tensión que, no bien se resuelve, produce un
estremecimiento delicioso.
El grito del Eunuco
coincidió precisamente con el final, con ese penúltimo compás de la frase. No
tuve más que un segundo para tomar la decisión. Ataqué los dos primeros tonos
del último compás (que al mismo tiempo significaba una vuelta a la conocida
introducción) y, con el gesto burlón de quien finge no haber oído algo, grité
en dirección al Eunuco, que se hallaba en medio de la muchedumbre enmudecida:
–What you say?!
Funcionó. La sala
entera rompió en una carcajada y a todos les recorrió un escalofrío de alegría
purificadora. Sin embargo, para el Eunuco, aquello era ya demasiado. De un
salto subió al escenario, me arrojó brutalmente de la silla, cerró con
violencia la tapa del piano y me lanzó una de sus terribles amenazas:
–¡Te va a costar cara
esta exhibición, mocoso! ¡Veremos quién ríe el último! De todos modos, ya
tienes suspendido el canto. Y no creo que puedas mejorar esta nota antes de
acabar el año.
Ésta fue la última
actuación de nuestro Modern Jazz Quartet. Al día siguiente disolvieron al grupo
como medida disciplinaria, y a mí, en recompensa por mi brillante solo, me
premiaron además con una mala nota en conducta.