Cuentos eróticos de verano

 

 

Cuento: Las esposas, de Juan Bonilla

 

 

Aquel verano se pusieron de moda las esposas en la isla. Una muchedumbre de adolescentes salía cada noche con las muñecas rodeadas por el anillo metálico de la esposa: la mayoría dejaba una anilla libre, por si alguien a quien deseara y lo desease decidía introducir su mano en ella, pero también estaban las parejas que salían esposadas de casa y publicaban a los cuatro vientos que estaban juntos, que eran inseparables. En las pistas de baile veías refulgir las esposas, las anillas libres que colgaban de las muñecas. Si deseabas a alguno, no tenías más que introducir tu mano en la anilla libre de las esposas: si te deseaba, el dueño de la esposa cerraba la anilla rodeando tu muñeca y quedabais unidos, quedabas a su merced, porque sólo él podría abrir las esposas y dejarte libre. Lo bueno de las esposas, una vez cerradas y atrapadas las muñecas, es que no había manera de saber, cuando veías a una pareja, quién era el dueño de las esposas, quién había sido el que había atendido al reclamo de la anilla libre y había decidido entregarse. Lo malo es que podías equivocarte, acabar atado a alguien bello pero bobo, poco más que una hermosa fachada que aburre después de los cinco primeros minutos de contemplación asombrada.

Yo nunca salía con esposas. Prefería vigilar la pista de baile o los bares de la playa, descubrir alguna anilla libre que colgara de una muñeca que perteneciese a alguien deseable y arriesgarme a introducir mi mano en ella. Solía ser aceptado. Sólo se atrevían a llevar esposas con anillas libres los que eran muy bellos, porque permanecer hasta el amanecer con la anilla desocupada colgando de tu brazo era un fracaso demasiado evidente. Así que, aunque no hubiera manera de saber quién era el dueño de las esposas cuando veías a una pareja esposada, podías colegirlo comparando sus apariencias: el más bello solía ser el dueño. Si bien había otros que, sin derrochar belleza, llevaban también esposas con anillas libres y acababan luciendo las más hermosas y deseables piezas de la colección de la noche: eran los adinerados. Se gastaban una fortuna para pasear esposados a los hermosos, para ser sus dueños durante unas horas, para permitirse el gesto de abrirles las esposas, liberarlos y dejarlos marchar cuando asomara el sol, delante de una concurrencia que los envidiaba.

Las esposas permitían también, por supuesto, encadenar varios cuerpos en una sucesión de amantes que podía no tener fin, pero pocas veces se presenciaba ese espectáculo. Alguien que llevaba una anilla libre decidía introducir su mano sin esposa en la anilla libre que colgaba del brazo de otro. Ya eran una pareja con una anilla libre que podía emplear cualquiera que fuera aceptado por los dos. Cuando la pareja se convertía en trío, si el último en llegar también llevaba una esposa con anilla libre en la otra mano, el trío podía convertirse en cuarteto. Hasta que la sucesión se interrumpiera, bien porque el último en llegar perteneciera, como yo, al grupo de los que nunca salen con esposas, bien porque fuera una pareja cerrada, es decir una pareja sin anilla libre. El colmo eran los que llevaban dos esposas, una en cada brazo, con dos anillas libres. Debían ser muy bellos y estar muy seguros de sí mismos. Volver a casa sin nadie esposado a ninguna de tus muñecas podía arruinar tu reputación para siempre. Y también te encontrabas con parejas unidas con dos esposas: debía de ser incómodo porque tenían que moverse mirándose siempre, el brazo derecho de uno unido al izquierdo del otro, el izquierdo del primero unido al derecho del segundo. Una vez llegué a ver a una de esas parejas atadas mediante doble esposa, pero la posición por la que habían optado no los situaba frente a frente, sino de espaldas. Era toda una definición de lo que llega a ser una pareja: se sostenían dándose la espalda, como los soldados del batallón tebano. Aguantar toda la noche así era un suplicio, porque se incapacitaban para coger un vaso, para realizar cualquier movimiento independiente que no contara con la aquiescencia de la pareja. Pero se les veía felices, publicando que estaban juntos y que nadie podría separarlos.

 

 

Metí la mano en la anilla libre que colgaba del brazo rocoso de un nórdico. Lo había visto noches pasadas pero entonces él no llevaba esposas. Iba buscando a alguien a quien someterse o de quien adueñarse. No sé si lo llegó a encontrar. Lo busqué otra madrugada pero no di con él. Esa madrugada me había metido unas esposas en el bolsillo. Me dije: si lo ves, te pones las esposas y le ofreces la anilla libre. Ahora estaba allí, moviéndose perezosamente, casi ajeno al retumbar insolente de la música, como si estuviera sonando una melodía dulzona y bailase con el espectro de alguien, solos en un salón, con su camiseta blanca ceñida y sin mangas, su pelo largo que los focos transformaban en un casco blanco, la piel muy soleada y aquellos brazos de escultura recién bajada de su pedestal. Me había estado mirando, invitándome, susurrándome: ven, atrévete, es tuya. Pero también había lanzado otras invitaciones. La anilla se cerró sobre mi muñeca. A dos pasos quedó un tipo de rostro devorado por una barba sombría: yo había llegado antes y me había aceptado. Era la primera vez que me arriesgaba. El nórdico merecía la pena, no me cabía duda de eso. Abandonamos la pista de baile. Lo pertinente era ahora darse un paseo por los bares de playa: ambos queríamos mostrar a nuestros amigos la conquista. Nos mirábamos sin decir nada, yo le ofrecí sonrisas pero él no corrigió su gesto adusto, de modelo que posa para el fotógrafo. Ya estábamos fuera, el ensordecedor ruido del interior de la discoteca se alejaba. Vamos a mi casa, dijo. No es lo corriente. Te esposas a alguien para lucirlo y lucirte: para encerrarte en una casa no hacen falta esposas. Supuse que en su casa había una fiesta. Fantaseé con que había apostado con alguien que era capaz de salir a la calle con una anilla libre y volver a la fiesta en menos de media hora acompañado de un precioso trofeo. Me sentí estúpido por imaginar esa estupidez y le pregunté si no prefería que tomáramos algo en algún chiringuito de la playa. Señalé hacia uno cuya cúpula estaba iluminada con una leyenda fluorescente y rosa. Rechazó mi propuesta sonriéndome. Gustav, me dijo que se llamaba. Yo le dije mi nombre y él lo repitió. A pesar de que no nos cruzamos con nadie que me conociera, me sentí orgulloso de lucir una pieza tan deslumbrante como aquella. Lo vigilaba de reojo mientras avanzábamos y no se me escapaban las miradas que le dirigían algunos de los transeúntes con que nos cruzábamos. Nos internamos en un bosque de pinos cicatrizado por caminos de grava que iban a morir cada uno a la puerta de un bungalow. La respiración de animal dormido del mar era un rumor que parecía tejerse en las copas de los árboles. No muy lejos se oía, amortiguado, el sonido de un chiringuito animado. Llegamos al bungalow de Gustav, una cabaña de madera en cuyo interior ladró un perro al oír cómo se incrustaba la llave en la cerradura. Yo estaba excitado pensando en el banquete que me esperaba, cada vez que llevaba mi mirada a Gustav me encendía más de deseo, no sopesaba los riesgos de la entrega, no quería amargarme con pensamientos angustiados. A fin de cuentas era lo que quería: había metido mi mano en su anilla libre para decirle, haz lo que gustes conmigo, y lo que gustaba era encerrarme en su casa, no había que darle más vueltas ni pensar en psicopatías y cadáveres almacenados en el sótano o enterrados en el jardín. Ya dentro de su casa, después de ordenarle al perro que saliera fuera, me llevó al dormitorio. Allí llevó su mano libre hasta mi cara y me atenazó la barbilla mirándome a los ojos fijamente: tenía unas pupilas claras, acuáticas y grandes. Creí que iba a acercar su rostro al mío para besarme pero en vez de eso sacó su lengua y me ordenó que se la chupase. Era más alto que yo así que tuve que empinarme para alcanzar con mi boca su lengua. Mientras se la chupaba, su mano libre me pellizcó una nalga y mi mano libre resbaló hasta su entrepierna para medir la dureza de su polla. Aún estaba anestesiada, así que introduje la mano en el interior de sus pantalones y jugué un poco con ella sin obtener resultados. Me sorprendió su temperatura: nunca había tocado una polla tan fría. Yo sí la tenía dura, bastante dura, y estaba deseando que dejara de pellizcarme la nalga y se ocupara un poco de mi polla. De repente me apartó de sí, me ordenó que lo desnudara y eso hice. Le quité la camiseta blanca y apareció su pecho dórico, con aquella línea partiéndole el torso en mitades exactas, cada una galardonada con una fresa rotunda. Tenía un ombligo hondo del que partía una línea de vello rubio que iba a morir en el mar de su pubis. Hice varios movimientos que me dañaron la muñeca atrapada: su camiseta, convertida en un trapo, quedó detenida entre las esposas que aliaban nuestras muñecas. Gustav parecía ocuparse exclusivamente en no ponerme fáciles las cosas. Cuando conseguí arrancarle los pantalones, bajo los cuales no llevaba calzoncillos, quedé arrodillado con la cara a la altura de su serpiente dormida: no era muy larga pero sí prometía un grosor de esos que te obligan a abrir la boca por encima de tus posibilidades. Sin previo aviso Gustav empezó a mear sobre mí. Yo traté de levantarme pero él hizo un movimiento violento que me obligó a permanecer en mi postura, recibiendo la lluvia, con los ojos cerrados. Cuando los abrí elevé la mirada hacia los ojos de Gustav, que los había elevado también hacia el cielorraso. La escena no había atenuado mi deseo ni la dureza de mi polla, así que sin pedir permiso empecé a comérsela. Sentí inmediatamente cómo su polla se endurecía en el interior de mi boca, pero era como meterse de una vez un polo de hielo sin sabor. Me ayudaba de la mano libre, moviendo adelante y atrás su gélido instrumento, tratando de darle calor. Cuando alcanzó su punto de dureza idóneo, dejé de masajeárselo con la mano, ya aterida, y seguí con la felación: la mano la necesitaba para masturbarme yo. El interior de mi boca quedó anestesiado por el frío que desprendía aquella polla: tuve la sensación de estar mamándosela a una estatua. Que Gustav no hiciera nada por complacerme ni colaborar me excitaba aún más: él se limitaba a posar, a decirme: úsame, te dejo, es tu día de suerte. Y allá abajo me encontraba yo, sin saber si debía continuar masturbándome hasta correrme o debía detenerme para llegar luego más lejos. Y mientras me internaba en el laberinto de esos pensamientos absurdos, que combinaba con otros que venían a exclamar: ¡qué dios te estás trabajando, muchacho! ¡es el día más glorioso de tu existencia! ¡me va a hacer llagas en el cielo de la boca! ¡qué frío! ¡ojalá follemos!, sonó mi teléfono móvil. La musiquilla de la séptima de Beethoven desaletargó a Gustav, que descolgó su mirada del punto del cielo donde la había fijado y la llevó hasta mis ojos. Por unos momentos no hice caso al teléfono, pero Gustav me ordenó que contestara. ¿Que contestara? Sabía perfectamente quién me llamaba, no necesitaba comprobarlo mirando la pantallita del aparato, donde se iluminaba el nombre de Elisa mientras seguía sonando la sinfonía del timbre. Elisa era mi novia. Se había ido de vacaciones con sus padres a Grecia. Yo le prometí que ahorraría para procurarme un billete y acompañarla pero fracasé, o le dije que fracasé. En realidad había estado ahorrando todo el año para venir aquí, había leído algunos reportajes y visto algunos documentales acerca de la isla y me había convencido de que si algo me apetecía de veras era gastarme los ahorros de un año (soy vendedor en una librería de un supermercado) en una semana de vacaciones sin dormir, con sobredosis de sexo y algún que otro éxtasis para ver el amanecer. Un compañero de trabajo me convenció. Habíamos intimado después de que él me pillara en las duchas del gimnasio dedicado a hundir la cara entre las nalgas de un vigilante. Me dijo: no te lo puedo explicar, tienes que verlo tú, te van a suceder cosas que recordarás el resto de tus días, te vas a cargar de energía para otro año igual que el que ha pasado. Y ahí estaba, arrodillado ante el dios nórdico, apestando a orín, mamándosela, esposado a su mano mientras sonaba mi móvil y al otro lado Elisa se impacientaba.

—Contesta o se acabó lo nuestro —me dijo Gustav—. Y mientras hablas tú, me la mueves con la mano. Y cuando hable ella, me la chupas.

Contesté, por supuesto, y atendí sus órdenes. Hola, Elisa, cuéntame, qué has hecho hoy, fue mi primera frase, y mientras la decía dejé de masturbarme para masturbar a Gustav. Luego, cuando Elisa empezó a hablar, y tengo la suerte de tener una novia que gusta de las parrafadas largas y de la enumeración de detalles sin exigir a su oyente monosílabos que le indiquen que sigue su narración, me metí de nuevo la polla de Gustav en la boca y seguí chupándosela a la vez que devolvía mi mano libre a mi erección.

—Oye, qué estás comiendo —me preguntó Elisa después de explicarme que su padre se había sentido muy fatigado al llegar a Creta y habían decidido quedarse a cenar en el hotel.

—Un helado —respondí. Y agregué—: Dime: qué plan tienes para mañana.

Y con muchedumbre de minuciosas indicaciones Elisa me explicó qué habían programado. Y yo volví a la mamada. Hasta que Gustav se cansó un poco, porque habíamos llegado a la parte de la conversación donde Elisa exigía información acerca de mis movimientos. Entonces, subió la mano esposada, apartando el teléfono móvil de mi oreja. Con la otra mano me lo quitó.

—Hola, quién habla.

Elisa debió de guardar silencio.

Gustav repitió su saludo y luego cerró el teléfono. Al otro lado habían cortado. Arrojó lejos el móvil, y dijo: no volverá a llamar. Pero se equivocó, a los pocos segundos ya estaba sonando otra vez Beethoven en la habitación. Gustav se agachó a recoger sus pantalones. Buscó en un bolsillo y sacó la pequeña llavecita que abría las esposas. Cuando estuve suelto me dijo: contesta si quieres. Pero yo no sabía qué hacer, no quería estar suelto, quería seguir esposado a él, quería seguir de rodillas dedicándome a aquel témpano que se erguía grueso entre sus piernas, no quería oír a Elisa, sólo quería hablar con ella si Gustav lo encontraba excitante, así que le dije: y si hablo con ella mientras me follas. Gustav había encendido un cigarrillo y me miraba entre el humo de su primera calada. El teléfono se había callado pero volvería a sonar. Dijo: vale, la suerte está echada, si suena otra vez te follo, si no suena en cinco minutos te vas. Tan seguro estaba de que Elisa volvería a llamar que me desnudé. Y no había pasado medio minuto cuando allí estaba de nuevo la querida séptima sinfonía avisándome de la llamada de Elisa. Cogí el teléfono, me coloqué en el suelo, hincado de rodillas y con los codos apoyados en el sofá. Detrás de mí Gustav ya se había preparado también y empezaba a hurgarme entre las nalgas con dos dedos lentos. Descolgué, hola Elisa, parece que hay interferencias, y en ese mismo instante Gustav incrustó la cabeza de su monstruo de hielo en mi culo. No conseguí reprimir un gemido que colindaba con la queja de dolor tanto como con la expresión de placer. Por supuesto el gemido no pasó desapercibido a Elisa, y dije: es que he empezado a correr, jadeando, porque se me va el autobús, y Gustav seguía con sus movimientos bruscos para meterla más adentro y lentos para ir sacándola. El hombre sabía trabajar. Yo hundía la cara en el sofá y de vez en cuando decía el nombre de mi novia que al otro lado había colgado después de un qué está pasando, y yo no quería colgar, quería mantener una conversación ficticia porque si la interrumpía Gustav dejaría de hacer lo que estaba haciendo, así que me dije, ya que estás inventándote una conversación, por qué no darle una satisfacción al dios nórdico, y entre crecientes jadeos, mientras seguía que se me helaba el cuerpo entero y a la vez que todas mis células ardían, mientras con una mano me pajeaba y con la otra, temblorosa, sujetaba el teléfono móvil, empecé a decir: pues sí, Elisa, en realidad es que me están dando por el culo, un tipo maravilloso que he conocido, no sabes lo bien que me está follando, aquí estoy, sí cariño, me hace daño pero me encanta, me encanta que me folle, tiene una polla de hielo, no te lo puedes imaginar amor mío, seguro que te gustaría chupársela, yo se la he chupado un buen rato y ahora aquí estoy, mientras él me sigue dando fuerte y oh, Elisa, de verdad, no sé, ah, creo que me corro, creo que se corre, córrete tú también cariño, quieres?, córrete Elisa, córrete, que Gustav se corre, sí, ya se ha salido, ahora está ahí, se pajea delante de mi cara, va a soltarlo, yo estoy a punto, me corro, sí, te corres, Elisa?, me corro.

 

 

Le conté a mi amigo mi experiencia nórdica y puso cara de no creerse ni la mitad. Luego se llevó un dedo a su sien para indicarme que me había vuelto loco. Estábamos desayunando en la piscina del hotel. Me pidió que le contara cómo terminó todo. Me encogí de hombros. Le dije que Elisa no había vuelto a llamarme y que yo tampoco había hecho por dar con ella. En cuanto a Gustav, esperaba volver a verlo, me fascinaba no sólo por su belleza sino también por aquella actitud de estatua.

-¿Quieres decir que si esta noche te lo encontraras con una anilla libre volverías a meter la mano?

Asentí. En realidad cuando entré en su bungalow pensaba en que me iba a pedir otra cosa: no sé exactamente qué, que me vistiera con las ropas de su madre o que permitiera que practicara con sus dardos tiro al blanco sobre mi trasero. Ya digo que me arriesgaba a cualquier cosa convencido de que cualquier cosa me satisfaría. Llevaba ya casi una semana en la isla y salvo algún percance indigno de ser relatado y algún coqueteo incapaz de inspirar un solo endecasílabo, no había agigantado mi caudal de experiencias con ninguna que mereciese la pena ser consignada. Más allá de la criba en el amor propio que ello suponía, acogía la sensación de haber tirado mis ahorros en un parque temático en el que todo el mundo estaba encantado de que lo mirasen y lo deseasen pero no había nadie que quisiera ir más allá del flirteo de miradas. Así que Gustav había supuesto para mí una puerta para ingresar en el sótano, en ese lugar donde lo que uno desea no está sometido a censuras, allí donde uno se convierte en poco más que un cuerpo sin nombre, un cuerpo ansioso. Sólo quien te hace temblar de placer y de deseo te conoce, quien te transforma en nadie, en dios, quien arranca una música irreproducible de tu cuerpo y transforma en sed toda tu anatomía: sólo esa criatura merecía de veras la entrega absoluta.

Así que esa noche me dispuse a volver a ese sótano. Todos mis temores habían quedado triturados. Lo que ocurría en ese sótano por supuesto no tenía por qué contarlo. Si lo compartiese con Elisa me perdería, quedaría destruido. Había ideado una argucia para explicarle lo de la noche anterior. La anduve llamando durante toda la jornada pero no di con ella. Se encontraba embarcada. Ya la encontraría por la noche, no me preocupaba en absoluto. Tenía claro que no quería perderla, que la necesitaba para conservar el equilibrio necesario que me permitía aguantar una vida triste, despachando libros durante diez horas diarias, con mínimas alegrías e ilusiones que iban pudriéndose en el fondo de los cajones del armario. Además, me lo pasaba muy bien con ella en la cama, disfrutaba de su candidez y de su dulzura, y cuando se sentaba a horcajadas sobre mí, con el rostro apuntando hacia arriba y la espalda arqueada y los brazos llenos de pecas en tensión, alisados los pechos por su postura, la contemplaba escalando hacia el orgasmo con una mezcla de satisfacción y orgullo que supongo que puedo llamar amor. Muchas veces había estado a punto de contarle a Elisa esa necesidad acuciante que me asaltaba a veces y me enloquecía, me sacaba fuera de mí o por el contrario me hundía en lo más íntimo, lo que no puede ser compartido, la que me arrojaba a las páginas porno de la Red o a sex-shops donde compraba revistas que luego destruía, no sólo porque tuviera miedo de que las descubriera, sino también, fundamentalmente, porque hacían que me sintiera sucio. También me sentía sucio cuando me masturbaba escenificando un encuentro con un solitario nocturno que bajo el cuero de su cazadora llevaba un pecho que era una armadura de carne. Pero siempre daba marcha atrás, no me atrevía porque sabía que no compensaría el resultado de la confesión: si ella se mostraba tolerante, era cuestión de tiempo que se alejara de mí, primero entraría en una crisis de identidad, luego recobraría fuerzas y vería claramente que era indispensable la huida, la separación, aprendería que podría borrarme con sólo caminar hacia delante allá adonde no pudiera seguirla, encontraría a alguien mejor al que contarle en una noche de ebrias confesiones: a mi novio anterior le gustaban los cachas; si no se mostraba tolerante, habría gritos, exigencias de explicaciones que yo no podría darle, insultos y un portazo que retumbaría en mis oídos durante meses. Así que era mejor callárselo, seguir en el sótano, ahorrar para aprovechar la menor ocasión. Siempre nos quedaría la isla. En el fondo es lo que somos, ¿no?, islas. Y aquel verano, además, se habían puesto de moda las esposas.

 

 

Volví a ver a Gustav, por supuesto. Iba esposado de otro rubio un poco más bajo que él pero también muy bello. No me miró. Pensé en seguirlo, pero se cruzó en mi camino la sonrisa afilada y los ojos asiáticos de un mulato que me ofrecía la anilla libre de sus esposas. A pesar de que mi amigo me avisó: ése no, limítate a desearlo pero no metas tu mano ahí; yo metí la mano en la anilla libre. Estuve un par de días sin poder moverme del hotel. Andar de la cama al lavabo me hacía repudiarme a cada paso. Llegaba al espejo y rompía a reír a carcajadas insultándome. Elisa me notaba en la voz que las cosas no marchaban bien, pero cómo decirle: no te preocupes, es sólo que un mulato guapísimo y sádico me ha destrozado. En fin, la paliza que me propinó Ezequiel no consiguió robarme las ganas de seguir disfrutando de mi estancia en la isla cuando me recuperé, pero sí que tuve buen cuidado de dónde metía la mano. Por las noches seguía saliendo una muchedumbre de esposas, unas con las dos anillas ocupadas, otras con una libre, ofreciendo esclavitud y placer a quien quisiera arriesgarse. Yo me arriesgué varias veces más. Hasta que en mi última jornada decidí salir esposado. Me compré unas esposas y probé suerte. Estaba bailando en la pista, merodeando en busca de alguien a quien ofrecerle la anilla libre que colgaba de mi muñeca cuando, salido de no sé dónde, Gustav se colocó la anilla rodeando su muñeca. Yo por supuesto la cerré. Ahora podría lucirlo. Cuando mi amigo nos vio me hizo un gesto de reproche que no lograba ocultar su envidia. Gustav estaba morenísimo, tenía el pelo más largo y la camiseta transparente que llevaba publicaba lo espléndido de su anatomía para no dejar nada a la imaginación de sus admiradores. Me preguntó por mi novia. Me dijo si no me apetecía telefonearla y yo le dije que la llamaría encantado en cuanto nos apartáramos a algún lugar más silencioso. Nos perdimos entre pinos negros coronados de estrellas: la respiración del mar imponía una cortina a nuestras espaldas. Mordí su barbilla y su cuello, mi mano libre trepaba desde su muslo a su vientre, mis dedos buscaron el botón de sus pantalones, y él erguido, sin entusiasmarse, otra vez estatua de hielo, dejándose hacer. Hasta que me preguntó por el teléfono. Yo esperaba, antes de llegar a ese episodio, entretenerme un poco con su ya conocido témpano, pero me apremió a que me saltara los prolegómenos. Nuestra posición no facilitaba una postura cómoda, era necesario que nos desligáramos, abrir las esposas, pero él insistió en que lo haríamos así, cara a cara. Yo no lo había hecho nunca así. Cuando me deshice de mis pantalones y vio el moratón que aún conservaba en una nalga de la sesión con el mulato Ezequiel me preguntó, y tan sólo le dije: una aventura excesiva. Ya me había preparado, hacía un poco de frío allí entre los árboles, de vez en cuando un sector del bosque quedaba iluminado por los faros vertiginosos de algún coche que pasaba. Mientras le desabotonaba a él los pantalones mordí los fresones de sus pechos, fríos también. Pensé que más que una estatua era un muerto, y eso, no sé por qué, incrementó mi excitación. Constantemente me recordaba: es mi última noche aquí, hasta el año que viene no volveré, y el año que viene ya no estarán de moda las esposas, y a lo mejor ya me habré casado con Elisa, atravesaré un túnel de once meses vendiendo libros en la librería del supermercado, alguna noche buscaré al vigilante jurado para juguetear un poco, visitaré páginas porno de la Red cuando el deseo me obligue a bajar al sótano y active su maquinaria de fábulas prohibidas, puede que aquí se acabe mis visitas al sótano, puede que cuando vuelva ya no desee más de esto, me conforme con Elisa, con una vida de equilibrio sincera y sin secretos, puede que sea capaz de contarle todo esto alguna vez como si le hubiera pasado a otro, o como si yo hubiera sido abducido y no pudiese ofrecer explicaciones de qué me había pasado, el verano, los ojos que te siguen, el deseo que te enciende, la curiosidad que te habilita para decir: vamos, por qué no, por qué no.

Llámala, me ordenó Gustav. Y con mi mano libre, mientras me tendía en el suelo y lo veía a él allá arriba, de rodillas, acariciándose la polla para despertarla y endurecerla, marqué el teléfono de mi novia. Hola, Elisa, saludé, qué tal te va, preparando el regreso? Y Elisa empezó a hablarme de Siracusa y de Creta y de Troya y de Atenas, hizo un resumen de lo publicado, pues ya me había ido informando de cada una de las etapas del viaje, y me habló de lo bien que les había sentado a sus padres la excursión, y mientras ella hablaba Gustav se inclinó sobre mí, separando mis piernas todo lo que pudo, introduciendo primero dos dedos en mi culo, estrangulándome los testículos, hasta que consiguió meter la cabeza de su animal gélido, sólo la cabeza, la postura era muy incómoda pero me gustaba mirarle a los ojos, sus ojos que no me miraban, que buscaban algo entre las copas de los pinos cercanos. Comenzó a moverse rítmicamente, movimiento brusco hacia delante hundiendo en mi interior su polla, movimiento lento hacia detrás sacando un poco de su hielo de entre mis nalgas. Aquello dolía y gustaba, quemaba y atería. La respiración se me entrecortó, apenas podía decir nada, Elisa me preguntaba, qué tal tú, tienes ganas de verme, y yo, oh, sí, ahg, sí Elisa, claro, y entonces sucedió, entonces Elisa lo dijo: dijo, no te preocupes, cariño, ya sé que ahora te cuesta hablar, seguro que tienes detrás de ti a ese monumento de hombre, Gustav, y te está dando por el culo, y mientras te folla duro estás ahí con el teléfono en la mano, haciendo equilibrios. Qué dices, alcancé a decir, qué dices, y ella siguió, vamos, disfruta cariño, lo sé todo, conozco a Gustav, es hermano de un compañero de trabajo, yo lo contraté cuando supe que vivía en la isla todo el año y cuando descubrí que tú te ibas de vacaciones allá, quería que tuvieras un buen recibimiento, unas buenas vacaciones, eso es todo. Pensé que había ingresado en el pliegue oscuro de una pesadilla que había colonizado la realidad, Gustav sonreía mientras seguía hundiéndose dentro de mí, yo sentía entre mis piernas derretirse su polla, mientras la mía, repentinamente, enflaquecía. Estás soñándolo, me dije, estás soñando todo esto, te despertarás y no recordarás nada. Pero me mentía. Elisa seguía hablando, disfrutaba haciéndolo, decía que ya hablaríamos cuando nos viésemos, que ya se lo contaría todo, que ahora debía disfrutar, tocar el cielo, decía, debes tocar el cielo, no te quejarás del hombre que te he buscado, diez veces mejor que el vigilante del supermercado con el que de vez en cuando jugueteas. Era como si mi vida en el sótano hubiera sido retransmitida por vía satélite y todo el mundo hubiese podido enterarse de lo que yo creía que eran mis secretos más íntimos. Me separé de Gustav, él seguía sonriendo. Corté la comunicación con Elisa. Me puse a gritar, le gritaba a Gustav y a los pinos y al rumor del mar de allá al fondo y a las luces vertiginosas de los coches que reptaban por el suelo del bosquecillo. Me puse lo pantalones deprisa después de buscar en el bolsillo la llave que abriese las esposas. Sonó mi teléfono. En la pantallita apareció el nombre de Elisa. Arrojé el aparato con todas mis fuerzas. Y salí corriendo de allí, sin saber adónde ir, pensando en que sólo había una persona en la isla que podría ayudarme a escapar de la pesadilla de haber sido descubierto y destruido, y esa persona era Ezequiel, el mulato, mi ticket de entrada en un infierno en el que el dolor y el placer me hicieran olvidar quién era.

 

Málaga, marzo de 2002