El examen de conocimientos
artísticos era público y se hacía siempre a final del curso, en el refectorio,
durante la comida y la cena. La lectura del Antiguo o del Nuevo Testamento sólo
duraba entonces cinco minutos, y luego todos los novicios teníamos que ir
subiendo uno tras otro, por orden alfabético, a la tarima desde la que se leían
las Escrituras para recitar un poema o cantar una canción, según lo que cada
uno eligiese. Los únicos que no podíamos elegir ni poema ni canción éramos los
que durante todo el año, en las horas de trabajos manuales, habíamos estado
aprendiendo a tocar la guitarra, el laúd, la bandurria o el piano; nosotros
teníamos por fuerza que demostrar el dominio de nuestros instrumentos,
interpretando una pieza que, eso sí, también podíamos elegir libremente. Yo lo
sabía; lo sabía desde que el hermano Wenceslao me eligió para aprender a tocar
el piano, sabía que ese momento de hacer gala de mis habilidades pianísticas
acabaría por llegar, pero decidí, desde la primera vez que me senté frente al
teclado y le di a una blanca al tuntún, que no me iba a amargar la vida
pensando en lo que no tendría más remedio que ser una catástrofe. Ahora,
simplemente, allí estaba yo, a la hora de la verdad, y el piano —colocado en la
tarima, en diagonal para que todos, empezando por el jurado, pudiesen apreciar
no sólo la melodía y el sonido y el ritmo, sino la postura de las manos y la
agilidad de los dedos— era como la horca, como la cámara de gas, como la silla
eléctrica, como el garrote vil. Sólo faltaba que me vendasen los ojos. Claro
que, para lo que yo tenía que ver, lo mismo daba.
Recuerdo
que el hermano Ángel Valentín cantó La
Ruiseñora, y lo hizo tan bien como siempre, exactamente igual que Joselito,
porque aún no le había cambiado del todo la voz. El hermano José Benigno se
empeñó en lucirse con Granada, y casi
le da una apoplejía, y luego se enfadó como un filisteo cuando el hermano
Sebastián dijo que todos deberían cantar como el hermano Teodoro José, que
había escogido una jota navarra y la cantó con un hilito de voz y como si fuera
gregoriano, pero con mucho sentimiento. El jurado, por lo general, puntuaba
mejor a los que cantaban que a los que recitaban, pero al hermano José Benigno
le salió un cinco raspado de media —y es que el hermano Nicolás le dio sólo un
dos— y cuando se bajó de la tarima me miró a mí con mucho coraje, como si yo
tuviera la culpa de algo.
El
jurado, formado por cinco novicios que se libraban así de examinarse, lo elegía
el hermano Estanislao, y él aseguraba que lo hacía por suerte, sacando los
nombres apuntados en un papelito de una cacerola que hacía las veces de urna,
pero aquella vez seguro que hizo trampas, porque salieron el hermano Nicolás,
el hermano Santos Tadeo, el hermano Patricio, el hermano Martín Antonio —que ése
sí que era un novicio del montón y el hermano Estanislao a lo mejor lo había
metido para disimular— y el hermano Sebastián. Cada uno de ellos tenía unos
carteles con números que iban del cero al diez y, después de la actuación de
cada novicio, enseñaban el cartel con la nota que cada cual quería darle y se
sacaba la media. Cuando yo me levanté para ir a tocar, miré al hermano Nicolás
y su cara era la misma que la que debía de tener san Juan Evangelista en el
Gólgota, cuando a Jesucristo estaban a punto de clavarlo en la cruz.
De
todos modos, yo no me acobardé. Hice el paseíllo, de mi sitio al piano, con una
seguridad en mí mismo y una personalidad impresionantes. Y sonreía. Sonreía con
beatitud, como si ya estuviera disfrutando en mi interior del concierto en no
sé qué mayor y en no sé qué bemol que iba a interpretar.
Me
senté en la banqueta, frente al teclado, con la entereza y la dignidad que
demostró san Leoncio, confesor y mártir, frente a los leones. Carraspeé. El
carraspeo sonó en el refectorio como una matraca en un cementerio, que era una
cosa que decía siempre el hermano Cirilo cuando alguien armaba un ruido
desagradable con los cacharros de cocina, y entonces me di cuenta de que,
efectivamente, en el refectorio se había hecho un silencio sepulcral. No me
atreví a moverme para ponerme cómodo por si la banqueta crujía como la osamenta
de Barrabás, que era algo que el hermano Cirilo también decía bastante. Cerré
los ojos y me concentré. Al cabo de un segundo, abrí casi al mismo tiempo los
ojos y la carpeta de partituras por cualquier sitio. Aspiré hondo, y luego fui
soltando el aire muy lentamente. Y, cuando ya me estaba quedando sin aire en
los pulmones, aspiré otra vez con fuerza y ataqué, me puse a aporrear el
teclado a la buena de Dios, golpeaba como un poseso las blancas y las negras de
dos en dos, de cuatro en cuatro, de ocho en ocho, de diez en diez, y recorría
con un dedo el teclado de un extremo a otro una y otra vez, y hacía filigranas
la mar de vigorosas que quedaban siempre modernísimas, y empecé a mover con
muchos bríos todo el cuerpo como si la música —o lo que fuera— me produjese
temblores, y daba latigazos con la cabeza como si no pudiese soportar tantísima
inspiración, y el flequillo iba de izquierda a derecha y de arriba abajo con
muchos ímpetus y sin orden ni concierto, y me fui entusiasmando, y cada vez
golpeaba más las teclas de ocho en ocho y de diez en diez, y de pronto me dio
por ponerme a darle sin parar con un dedo a una tecla negra mientras con la
otra mano le arrancaba literalmente al piano notas brutales de cinco en cinco,
y la verdad es que a mí me sonaba bien, raro, diferente, enérgico, original, y
aquello era un vendaval que ponía los pelos de punta... No sé ni cómo pude oír
los campanillazos que daba, histérico perdido, el hermano Estanislao para que
parase, y las carcajadas desaforadas de los novicios, que de seguir así
acabarían todos poniéndose malos.
A
fuerza de campanillazos, el hermano Estanislao consiguió por fin que los
novicios se aguantaran de mala manera la risa.
—Hermano
Rafael —dijo, y me dio la impresión de que masticaba con rabia las palabras—,
vuelva a su sitio y durante la lectura espiritual vaya a mi despacho.
Volví
a mi mesa con tanta seguridad en mí mismo y tan impresionante personalidad como
al ir a tocar el piano. Todos los novicios mantenían la vista baja para que la
risa no se les escapara de nuevo, y cuando yo por fin me senté, el hermano
Estanislao ordenó:
—El
siguiente.
Yo
me levanté como si me hubiera picado un alacrán.
—Con
su permiso, hermano maestro de novicios —dije—, quiero que el jurado me diga mi
nota.
Los
novicios no podían aguantarse más y empezaron a reírse a manojos y a
trompicones, todo el refectorio parecía de pronto una gran cañería a la que
volvía el agua después de un corte del suministro. El hermano Estanislao tocó
dos o tres veces la campanilla, con la paciencia completamente perdida, y me
ordenó que me sentara y que no dijera estupideces.
—Siéntese
de una vez, he dicho —repitió, porque yo me mantenía bien tieso y con la cabeza
bien alta.
Y
entonces el hermano Nicolás se la jugó por mí.
—El
hermano Rafael —dijo— tiene derecho a saber su nota.