El antiguo hotel Royal Palm en la calle Galiano y el
viejo palacio de una familia de abolengo cuyo apellido ya nadie recuerda son
construcciones unidas por el mutuo destino de los puntales. Entre un edificio y
otro han colocado una enmarañada trama de vigas y horcones que intentan
afincarse en cuanto parezca exhibir alguna esperanza de solidez. Ennegrecidas
por el paso de tantos días y noches, por la dureza del sol y las turbonadas,
por la ubicuidad de las sales marinas, las tablas pretenden impedir un derrumbe
que de cualquier modo parece inminente. Las paredes muestran el color terroso,
gris y negro de los muros viejos en cualquier ciudad devastada en un mundo
donde abundan guerras, terremotos y otras catástrofes menos evidentes. Las
piedras están desnudas en muchos sitios, con tonos sorprendentes y rojizos, y
grietas en los muros que sin embargo permiten crecer helechos opulentos,
verdes, inesperados entre el derrumbe; espigados arbustos de paraíso; crecidas
matas de calabazas, con flores acampanadas, largas y amarillas. Como ha perdido
el techo y muchas de las paredes, como carece de puertas y ventanas, el hotel Royal Palm se halla deshabitado, o al
menos ésa es la impresión que da: hay ocasiones, en las noches oscuras,
interminables, demasiado oscuras y bochornosas, en que podría afirmarse que
surgen resplandores allí, como si encendieran hogueras, y podría asegurarse,
además, que se escuchan voces y hasta cantos de alabanza, cantos en lenguas,
aunque no se llegue nunca a conocer con certeza si son cantos de la que llaman
realidad-verdadera, ni mucho menos qué desean alabar ni en qué lengua lo hacen.
El otro edificio, el palacio de antigua estirpe que ya nadie recuerda, aún está
ocupado. Dos siglos atrás, vivía en él una sola y holgada familia: el matrimonio,
dos o tres hijos, tal vez cuatro, muchachos bachilleres, muchachas bordadoras,
tejedoras, pianistas, casaderas, y también esclavos, sin lugar a dudas más
esclavos que familia, veinte esclavos mandingas, yorubas, lucumís. Ahora, por
supuesto, no hay amos ni esclavos, ni habita el palacio un solo y tranquilo y
espacioso clan, sino veinte, treinta, cuarenta familias hacinadas, resultado de
la lujuria de amos y esclavos en tierra propicia a mezclas, desfogues y
lujurias. La mansión ha sido dividida en exiguos cuartos, y por tanto ya no
debe llamársele palacio, sino solar, conventillo, falansterio, corralo, casa de
vecindad, cuartería. Detenerse frente a ambos edificios unidos por la tablazón
ennegrecida y nombrarlos «palacio» y «hotel», resultaría cínico y hasta
perverso.
Desde hace tiempo
Victorio vive en uno de los incontables cuartos del que fuera caserón fastuoso,
él mismo no podría corroborar desde cuándo. No se puede decir que es feliz,
aunque sí puede decirse que lo sea, que la felicidad parece ser subjetiva y
confusa, como la infelicidad, y a veces depende de pocas cosas, o de ninguna.
Al fin y al cabo un techo es un techo, exclama con cierto sarcasmo, burlándose
de la frase, tampoco es que Victorio sea tonto y no se percate de cuándo dice
tonterías. Le hubiera gustado ser el joven alumno del seminario de San Carlos y
San Ambrosio que vivió allí, como él lo imagina, rodeado de mimos y de lujos,
hace ciento cincuenta años o más. Se conforma, no obstante, con las cuatro
paredes, el techo y las ventanas que, a pesar del calor, siempre tiene
cerradas. El calor es más sufrible que el brillo húmedo del sol y que la
humedad brillante de la luna, aclara. Tal vez por esa razón el cuarto de
Victorio posee la rezumante penumbra y el olor de los museos cerrados por
reforma. Aún es de noche, el amanecer parece lejano, y Victorio abre los ojos y
enciende una lámpara de dibujante que le permite leer en las numerosas noches
de insomnio. Bien temprano, en los amaneceres, la penumbra del cuarto no huele
a museo cerrado, sino a café, a gas, a vela prendida, a sueño sin disipar.
Victorio se levanta del mismo modo en que suele levantarse cada día, con
dificultad, como si no pudiera con el propio cuerpo, ajeno, pesado, o como si
el acto de levantarse comportara una responsabilidad mayor que la de estar
despierto y continuar vivo. Si no le resulta fácil el paso de la vigilia al
sueño, más difícil a veces es el paso del sueño a la vigilia. Calza los pies
con alpargatas de lona, domadas por el uso, y viste larga bata de seda que debió
de haber sido elegante en otras épocas y en otras ciudades que no hayan sido
ésta; en La Habana una bata de casa masculina, de seda o no, ha sido siempre
prenda cursi, de nuevo rico. Puede que no haya dormido bien, el sueño no es una
de las gracias que Dios haya querido concederle. ¿Y cuáles son las gracias que
Dios me ha concedido?, piensa al tiempo que se dirige al tibor a descargar la
vejiga repleta. Como hay un solo inodoro para todas las viviendas del edificio,
al levantarse suele orinar en el tibor de porcelana que perteneció a su abuela,
a despecho, claro está, de que para necesidades mayores esté en la obligación
de recurrir al servicio común. En el fondo del tibor hay dibujada una rosa
torpe. No orina de inmediato, le cuesta su tiempo, la verdad, que Victorio aún
no es tan viejo como para despertar con la humillación de la flaccidez. Cuando
el miembro se adormece, orina con abundancia, escucha el sonido gozoso del
chorro en la porcelana y disfruta de la espuma que el líquido produce y los
ojos se le enrojecen de placer. Se mira al espejo, y como siempre, se cree más
joven de lo que es en realidad. Sonríe, hace una mueca, un guiño, toma el cubo
de metal vacío y sale del cuarto. Los pasillos del edificio están todavía
despoblados, sin el alboroto y la confusión que tendrán dentro de poco. Los
vecinos duermen o acaso comienzan a despertar, y Victorio tiene que
apresurarse, subir la escalera de caracol, de costosas maderas, trabajadas con
primor en los tiempos en que se contaba con la paciencia para trabajar. Llega a
la azotea y no más salir por la puertecita estropeada, que es una veleta a
disposición de todos los vientos, puede ver el espectáculo del alba, suceso que
no por visto a diario deja de comportar menores sorpresas. Tejados de La
Habana: con los primeros relumbres. Las azoteas, inofensivas ahora, todavía no
agreden con resplandores, y permiten que los ojos se paseen tranquilos por
ellas. En nada se asemejan a las azoteas que serán al mediodía, en el momento
en que el sol se encarniza sobre lozas, tejas, latones y pizarras e impida que
se las mire de frente. La llama perpetua de la refinería de petróleo. Edificio
Bacardí. Cúpula del Capitolio. Campanario de la iglesia del Espíritu Santo. Un
poco más a la izquierda y a los lejos, la otra cúpula de la Lonja del Comercio,
sin el Mercurio, lanzado al suelo y despojado de su misión recadera por la ira
indiferente de los ciclones. El mar no se ve, aunque se presienta. Por eso el
barco que se adentra en este puntual minuto en la bahía atraviesa edificios y
monumentos, y parece la tramoya de una zarzuela pobre. Hacia ese mar invisible
y presente, vuela en este segundo una bandada de palomas, garzas o gaviotas, y
no se sabe si son blancas, grises o negras. Se oye una sirena: lo mismo puede
ser un tren o un barco. Y, como La Habana ha sido siempre una ciudad asombrosa,
cantan algunos gallos. A Victorio la ciudad le provoca a un tiempo dos
impresiones, la de haber sido bombardeada, la de una ciudad que espera el más
leve aguacero, la más ligera ráfaga para deshacerse en montón de piedras; y la
de ser una ciudad suntuosa y eterna, acabada de construir, elevada como cesión
a futuras inmortalidades. La Habana nunca es igual y siempre es igual. El
amanecer de La Habana posee infinitos modos de mostrarse siempre idéntico,
diverso y exacto, con el confuso color del cielo, tonalidades dudosas que andan
detrás de las nubes blancas, bajas, precisas, veloces; y la brisa de los
amaneceres, escasa siempre, y que de cualquier manera se abre como inmenso
pájaro benefactor sobre la ciudad.
La brisa parece escapar
de una vieja maleta de cuero que tiene abierta un niño en la azotea de la que
en otro tiempo fuera Flogar, una de las célebres tiendas del
extinto glamour habanero. Victorio ve la rara imagen como si anduviera
aún por los recovecos del sueño. Es un niño, o un adolescente, de pelo rojo y
traje de colores. Ha abierto una maleta, se mira a un espejo de mano y se
maquilla. Y el niño o el adolescente se levanta y abre un paraguas, le da
vueltas en el aire, lo mira bien, marca algunos pasos de baile, y luego, con
maleta y paraguas, uno en cada mano, salta a una azotea, luego a otra, hasta
desaparecer.
Va Victorio a uno de los
grandes tanques de fibrocemento, donde se almacena el agua enviada en camiones
desde el acueducto, llena el cubo y baja, hace equilibrios por la escalera
construida con paciencia y maderas preciosas.
La luz de la lámpara de
dibujante transforma el cuarto en un sitio engañoso. La cama tiene sábanas
desordenadas, que no se ven blancas a pesar de que debieron de serlo en tiempos
no demasiado remotos. La cama no es una cama, sino un colchón debilitado por
años y usos puesto sobre el piso. La penumbra no logra disimular la pequeñez
del cuarto, las paredes manchadas por la humedad, los muebles carcomidos, ni
oculta las fotos empolvadas de los ídolos, que, gracias al arte de la
fotografía, han quedado fijos en belleza eterna: Rodolfo Valentino, Johnny
Weissmuller, Freddie Mercury. Tampoco desaparece de las paredes el centelleo de
la única reproducción, bastante exacta, de un cuadro famoso, El embarque para Citerea, de Antoine
Watteau. Más que todo, se aprecia la fotografía del Moro que dice adiós desde
la avioneta, junto a la llave grande, adornada, de hierro, con la que según el
Moro podría abrir las puertas del palacio.
¿Qué mañana no piensa
Victorio en el Moro? Le debe tantas cosas. Gracias a él tuvo y tiene la certeza
de que en algún lugar existe un soberbio palacio que lo espera. El Moro le
habló del palacio aquel mediodía sin piedad que Victorio nunca olvidaría.
Estaban los dos solos, descansados a la sombra horra de una mata de guanábana,
cargada de guanábanas pequeñitas y verdes, cerca de la avioneta en la que el
Moro había terminado el trabajo de la mañana, fumigar platanales por allá, por
campos de Güira de Melena. Por la camisa entreabierta se le veía el pecho
lampiño, agitado y sudoroso. A su alrededor, el sol transformaba en mar
luminoso la solidez de la tierra. Los rodeaba la luz acuosa, típica de aquella
hora del día y del país en que el destino los había obligado a sobrevivir. El
Moro tenía al niño abrazado con su delicada aspereza. El niño sentía, más
intenso que el de la tierra, el olor de su sudor. Dime, ¿qué se ve desde el
cielo? Antes de sonreír, el hombre escupió hacia la tierra y se limpió la boca
con el dorso de la mano. Como el cielo no hay otro lugar, muchacho, dijo como
si pensara en voz alta. Luego permaneció silencioso, pensativo, varios
segundos, y agregó después Dios creó la Tierra para que la viéramos desde el
cielo, subir al cielo en la avioneta es como entrar en el espejo y mirarte
desde el otro lado. ¿Has ido muy lejos en la avioneta? Hizo un gesto con la
mano, quería significar que había estado en muchos, en muchísimos lugares, y
después sonrió con malicia y comentó En ese aparatico yo he dado la vuelta al
mundo. ¿La vuelta al mundo? Afirmó enfático con la cabeza antes de exclamar
Como lo oyes. ¿Y has visto París y Bogotá y Sevilla? Y Nairobi y Roma y
Bangkok, y quiero decirte algo, muchacho, cuando estás en el cielo te das cuenta
de que todos los lugares son un solo lugar. Aunque no miró al niño, debió de
suponer su desconcierto. Sí, óyeme, entiéndeme, un lugar es todos los lugares,
no te quepa duda, estás en el cielo y sobrevuelas Venecia, que es una ciudad
donde no hay calles, sino ríos de agua sucia y donde la gente no camina sino
que se traslada en barquitos por los ríos de agua sucia, te das cuenta de que
es igual, igualito, la gente tiene los mismos deseos, iguales sueños, las
mismas esperanzas, idénticas necesidades que en Bombay, cambian las formas, las
modas, las riquezas, lo demás, lo que no se ve, es idéntico, muchacho, hambres,
congojas, soledades, decepciones, las batallas son las mismas, no lo olvides.
Con los ojos entrecerrados, pareció admirar el oleaje de luz que semejaba
anegar el paisaje de las afueras de La Habana. Lo importante, Victorio, es
encontrar el palacio. El niño se separó del abrazo, se incorporó y bajo su
mano, tan pequeña, sintió la fuerza del muslo poderoso del aviador. Moro, ¿qué
palacio? El hombre sonrió, se inclinó hacia el niño como si fuera a revelarle
el más notable de los secretos. ¡Ay, muchacho, esto sí es grande!, ¿tú no sabes
que todos tenemos un palacio en algún lugar? Se apretó la nariz sin dejar de
sonreír. Sí, no me mires con esa cara de
yo-no-entiendo-ni-pizca-de-lo-que-dices, cada persona nace con un palacio
asignado, para que viva en él y para que en él se realicen caprichos, gustos,
aspiraciones… ¿Todos-todos? El hombre se pasó una mano por la frente sudorosa,
volvió a escupir, volvió a limpiarse la boca. Sonreía, se le veía divertido.
Ahorita tengo que seguir con la fumigación los plátanos de Güira de Melena,
dijo con tono que intentaba dar por concluida la conversación. ¿Dónde están los
palacios de mi mamá, de mi papá?, insistió el muchacho. Tienen palacios, lo que
no quiere decir que los hayan encontrado, los palacios hay que buscarlos, y
buscarlos bien, puede que muchos no los encuentren. ¿Tú has visto el tuyo?
Cuando la avioneta vuela hacia los campos, me doy antes una vueltecita por mi
palacio a ver si sigue allí, a ver cómo está. ¿Y cómo es? No preguntes tanto,
Victorio, muchacho. Moro, ¿y dónde encuentro el mío? Oye, tú no haces más que
preguntar y preguntar, no preguntes tanto, carajo, quién ha visto que para
encontrar algo haya que andar con averiguaciones, búscalo y encuéntralo. Más
que en otro momento, la tarde se había convertido en luz que destruía la
apariencia de las cosas, y los árboles, el paisaje, parecían hundidos en agua.
Cada día le doy una vueltecita a mi palacio, no es grande, una casita, sobre
una colina, rodeada de mangos, nísperos, mameyes, limoneros, naranjos,
mamoncillos, y una vaca y un caballo, ah, y un pozo, un estanque con peces de
colores, y cerca la laguna donde beben las reses y los patos silvestres, la
yerba y los árboles son verdes-verdes-verdes, y las flores rojas-rojas, también
las hay amarillas, rosadas, malva, rosas, muchas rosas, girasoles, piscualas,
orquídeas, nomeolvides, trinitarias, mi palacio es de madera, maderas rojas,
como las flores, y blancas como las nubes, las nubes que son blancas, digo, no
de las otras, las que presagian tormenta; hay días en que llueve, por supuesto,
en mi palacio llueve, sólo que la lluvia carece de violencia, lluvia que hace
más verde el verde de árboles y yerbas, para llegar a la casita, al palacio,
tienes que atravesar una larga carretera sembrada de palmas reales, y no hay
problema, que para eso está el carromato con el burro Nerón.
Para no tener que andar
sube y baja a la azotea, Victorio se ha provisto de un depósito de metal al que
ha tratado de ennoblecer, en su lado visible, con una frase de Bergson: «Pero
la sociedad no sólo quiere vivir. Aspira a vivir bien». Se asea en una
palangana. Sin secarse la cara, con la boca fresca por la pasta dental, emprende
el ritual de la ventana. No es un ritual demasiado complicado, consiste en
cerrar los ojos, cerrarlos bien, sin hacer trampa, abrir una de las hojas de la
ventana y contemplar cierto dibujo que la humedad ha formado en las paredes del
Royal Palm. De acuerdo con el dibujo descubierto en ese instante, flor, niño,
elefante, bailarina, coche, diablo, palma, nube, mariposa, supone la vida en
las próximas horas. No puede evitar ser supersticioso, estar lleno de manías, y
así se obliga a pensar y repetir la frase Que entre la gracia de Dios, como le
enseñara la Pucha, Hortensia, su madre hace muchos años. Abre la ventana y aun
con los ojos cerrados reconoce la limpieza de la brisa temprana, olorosa a
sales marinas, a sargazos, a deshechos, a ciudad dormida, a ciudad que sueña y
padece frente al mar. Que entre la gracia de Dios, repite el ensalmo, y cuando
abre los ojos mira hacia el entramado de pilotes ennegrecidos que sostienen el
antiguo hotel Royal Palm y lo hermanan al edificio de la antigua familia de
estirpe, el edificio en que él vive, por el lado de la calle Águila.
Hoy ve algo que no ha
visto nunca. No se trata del dibujo en la pared. Allí, en lo alto, casi al
nivel de las azoteas, un adolescente hace equilibrio sobre las maderas.
Comprende que es el mismo que ha visto mirándose en un espejo de mano sobre el
techo de Flogar. Y esta vez se percata de inmediato de que no es un
adolescente, de que si se hubiera fijado bien, como ahora, habría sido capaz de
notar que no es un niño, sino un anciano pequeño, casi enano, y maquillado: un
anciano que parece un niño hace equilibrio sobre las maderas. Lleva el pelo de
un rojo inconcebible, tocado por chistera de tela escocesa, y vestido como
pianista de feria o, para ser precisos, como el pianista ideal de las ferias
ideales, con frac de colores, constelado de estrellas azules, camisa malva,
lazo verde y pantalón de rayas negras y rojas que caen sobre zapatillas
blancas. A su lado baila una marioneta que lo reproduce con fidelidad
prodigiosa. Magnífica marioneta de madera, movida por hilos invisibles, exacta
copia del payaso. Sorprende la destreza con que el payaso baila y hace bailar
la marioneta; mucho más el equilibrio que logra sobre vigas negras y vencidas,
por donde va contoneándose al son de una música que no existe y que sin embargo
se escucha. Nadie sabe de dónde sale el silencio de este amanecer habanero,
silencio total convertido en música por los movimientos de un payaso y su
marioneta. La Habana entera simula haberse callado para que bailen el payaso y
su muñeco. Eleva ora una pierna, ora la otra, y la marioneta repite cada
movimiento, perfecto el equilibrio de ambos, no desaparece nunca en las rojas
bocas, grandes y rojas, sendas sonrisas que no sólo dan ganas de reír, sino
además de besar y abrazar y cantar y bailar sobre otras vigas al son de otros
silencios o lo que es lo mismo, de otras músicas. El anciano payaso avanza
desde la azotea del viejo hotel deshabitado hacia la casa de antiguos ricos
todavía habitada. Victorio rompe por un segundo el hechizo y deja de mirar al
anciano payaso del muñeco, y vuelve hacia abajo, hacia la calle y las aceras,
los ojos agradecidos. Una pequeña multitud se agolpa allá abajo detenida por el
asombro. No se mueve, no aplaude, no ríe. El anciano y su muñeco llegan a la azotea
del antiguo palacio y se esfuma por entre los caminos de los techos, caminos de
depósitos sucios de agua, de trastos, de viviendas improvisadas, de antenas de
televisión y de misterios.
El silencio continúa su
tenaz y por el momento victoriosa pelea contra el trepidante despertar de la
ciudad. Lo que puede verse de La Habana son unas vigas negras, un andamiaje que
de repente carece de utilidad, como el maderamen de un velero encallado, una
calle inerte y una multitud hechizada que se niega a dejarse desencantar.
Cierra la ventana. Vuelve
a gustar de la penumbra de su cuarto. Se echa en la cama. No le importa que se
haga tarde para ir al trabajo. Su mirada se detiene otra vez en la fotografía
del Moro que sonríe desde la avioneta, y también se detiene en la llave del
palacio que no existe. En la fotografía, el Moro sube alegre a la avioneta, con
el pecho descubierto: dice adiós. Todavía puede escucharlo Vamos, muchacho,
vamos a volar, y puede verse a sí mismo, niño miedoso y fascinado, que hubiera
querido subir al avión, abrazar al piloto, niño que añora aquella altura a la
que el Moro sabe elevarse como nadie. Después de haber visto al payaso bailarín
de la marioneta, en equilibrio sobre las vigas, ha pensado en el Moro. No sabe
si es lógico, pero quién se atreve a enunciar las leyes de semejante lógica. Se
levanta, va al tocadiscos Crown, que por la década de los sesenta fue la
envidia de todo el barrio de Santa Felicia, y coloca un gastado acetato, Sindo
Garay interpretado por Ela Calvo. La música provoca el efecto contrario al que
esperaba: lo inunda una insólita sensación de pesadez.
Ya yo no soy tan sensible
como lo era en otro tiempo,
la costumbre de las penas
me ha robado el sentimiento…
La canción sirve de fondo
mientras prepara el café. Como el café que venden en la bodega viene mezclado
con miles de otras cosas, y suele tupir el filtro de la cafetera, hace mucho
que ha decidido regresar a la tradición, al colador de tela, del que sale un
café más claro y con sabor a ropa sucia, que de todas maneras salva a Victorio
del malhumor y del peligro de un accidente. Toma un pedazo de pan del día
anterior y se sienta a la mesa, que también sirve de escritorio, que también
sirve de velador, que también sirve para colocar la hornilla eléctrica y cocinar;
la mesa cuyo principal adorno es una proyectil de cañón, no sabe si de hierro o
de bronce, poco mayor que una naranja, robada por él de una de las excavaciones
de los castillos que se levantan en las zonas más antiguas de La Habana.
Alguien le ha asegurado que se trata de una bala inofensiva, sin pólvora, y
Victorio decide que, como la vida es una guerra cotidiana, esté en el centro de
su casa, es decir, en el centro de la mesa, a modo de pisapapeles, qué mejor
adorno, qué mejor recuerdo, repite y repite, que un símbolo de la contienda
permanente de los hombres. Moja el pan viejo en el café aguado y con sabor a
trapo. El paladar registra la triste mezcla. Cierra los ojos y llega a la
conclusión de siempre: no puede haber en el mundo nadie más infeliz. Ni siquiera
la princesa de Mónaco, ni el Dalai Lama, a despecho de la bondadosa sonrisa con
que siempre hace acto de presencia, ni la hermana Teresa de Calcuta, difunta
ya, la muy dichosa, ni siquiera el Papa, ni la calamitosa reina de Inglaterra,
con su expresión de severidad. Sí, es cierto, muy cierto: el café sabe a pan
viejo, con sabor a cajón. Piensa una vez más que ninguna satisfacción llegará
jamás de ese cuarto, ni de la calle, ni siquiera de La Habana. Se traslada a
una casa mallorquina, al borde del Mediterráneo. Por supuesto, Victorio nunca
ha estado en Mallorca. No ha salido nunca de tierras cubanas. De modo que no
puede explicar la razón que lo induce a verse en una casa mallorquina con
discreta verja y enorme tapia entre pinos que da acceso al jardín, caminito de
piedras que lleva a la puerta principal. Es un caserón; palacio, amplio,
espacioso, lleno de luz, decorado con tanto gusto que no se repara en el alto
valor de muebles, como si se hubiera decidido seguir al pie de la letra aquella
justa máxima de Jean Cocteau según la cual la invisibilidad es la condición
suprema de la elegancia; al final del salón principal, un ventanal acristalado
deja paso a una terraza que se abre al Mediterráneo. Victorio se ve ascender a
la terraza donde lo aguarda una mesa servida, un desayuno excepcional: jugos de
frutas, mermelada de arándanos, croissants
recién horneados, jamón de jabugo, café de Colombia, fuerte, bien fuerte, con
poco azúcar. Con la conciencia del soberbio desayuno demora con sabiduría el
momento del placer; mira al mar; la mañana brilla sobre el Mediterráneo. A lo
lejos, algunos yates son palacios flotantes. Tres ancianos pasean por la playa.
Son filósofos, exclama y se rectifica de inmediato No, no son filósofos, son
tres formas de Dios, el único Dios verdadero. Y cuando se dispone a convertirse
en otro Dios al borde de la playa mallorquina, un golpe en la puerta lo
devuelve a Sindo Garay, a Ela Calvo, a la mesa-sirve-para-todo, al café y al
pan con sabor a ropa vieja, a las ventanas de su cuarto en el edificio que
alguna vez fue suntuoso.
Ahí está, por supuesto,
Mema Turné, ¿quién si no?, ella, la omnisciente, omnipresente, imagen habanera
de Dios, asoma por la puerta, la cabeza calva, el bigote ralo y los ojos como
ventosas, a pesar de que Victorio, para evitar ojos, cabeza y bigote, abre
apenas la puerta. ¿Qué importa, después de todo, una puerta más o menos
apolillada contra la energía de poderes superiores? De Mema Turné se ha llegado
a decir que, entre la infinidad de cosas que ha robado, dos de las más
importantes y de las que hace mayor uso son la sabiduría y el poder de un
incauto babalawo llamado Nolo. Otros lo niegan, como
Yaya-la-paralítica, vecina de la derecha, quien declara que la pobre vieja
calva no es más que una megalómana infeliz sin el buen tino de percatarse de
que ya está muerta. Mema Turné no da los buenos días. Nunca saluda. Según
confiesa, desear los buenos días es la más flagrante muestra de hipocresía
burguesa. Oí música y me extrañó, declama con su inaudita voz de barítono Martín,
mientras exhibe la lengua ennegrecida, llena de manchas blancas. Muchos
atribuyen a su maldad la lengua ennegrecida y las manchas blancas en la lengua
de Mema, así como su imperativa halitosis. Menos benévolos, otros afirman que
son enfermedades malignas. En todo caso, ella parece orgullosa de su lengua.
Conoce el valor de las pausas, para que el silencio le permita inspeccionar la
oscuridad del cuarto, mientras la lengua enferma va y viene sin parar. A esta
hora deberías estar en el trabajo, agrega segura de sí misma, como siempre. Y
qué cojones te importa eso, vieja lesbiana (también se dice que tras Mema hay
un hombre disfrazado de mujer), vieja descarada, vieja-hija-de-puta, quiere
decirle Victorio, rojo de indignación; enseguida recuerda que esa mujer,
brujera de fama, es además la responsable de vigilancia en el Comité de Defensa
de la Revolución, y tiene la lengua como el alma, envenenada, de modo que se
limita a susurrar Estoy enfermo. Mema Turné mueve los ojos como ventosas y los
clava, experta, en la cara de Victorio, al tiempo que la voz de barítono Martin
se eleva para atacar un aria de bravura No debemos dejar que la debilidad nos
lleve a incumplir con el deber que exige la sociedad en que vivimos, y mueve
ambos brazos y hace sonar las pulseras. La frase ha sido dicha sin pausas. Mema
resulta a veces prodigiosa, se diría que, como los bustos de los patriotas, no
necesita respirar. Victorio busca una respuesta sin encontrarla y suspira como
si quisiera dejar bien clara la verdad de su mal y se le ocurre que ésta podría
ser la ocasión ideal para buscar un hacha y partirle la cabeza en dos. Muchas
noches acaricia Victorio el ensueño de que, como un Raskolnikov redivivo,
aniquila a hachazos a esa arpía para salvarse a sí mismo y salvar a la humanidad
de lengua tan viperina, de ejemplar tan funesto. Está seguro de que la
humanidad, o sea, las veinte o más familias del edificio, lo aplaudirían.
Ciertas personas no parecen tener derecho a la vida. Además, como el cuarto de
Mema es contiguo al suyo, estaría Victorio en condiciones (legales) de abrir
una puerta y disfrutar de dos habitaciones para él solo. Mema lo mira como si
adivinara sus pensamientos: los seres malvados tienen ese don. A pesar de los
collares de Changó y de Obbatalá, va vestida de negro como beata en Viernes
Santo. Supone él que de tanto vigilar, tiene los ojos irritados. Y los labios,
apenas un mal trazo bajo el bigote ralo, espumeantes de saliva rancia,
demasiado rancia, sonríen y recalcan con notable malicia Ay, hijo mío, la noticia
que te traigo, escucha bien y prepárate: la semana próxima llega la brigada de
demolición. Y vuelve la espalda, se aleja sin despedirse, que las despedidas,
compañero, son cosas de la malvada hipocresía burguesa.
Llegará por fin la
brigada de demolición. Como ha estado esperándola desde hace más de un mes, ha
olvidado que en cualquier momento el edificio va a ser demolido. Mecanismos
defensivos de la mente. Ahora la destrucción tiene hora precisa e inminente. No
se percata de que hace rato Ela Calvo ha dejado de cantar. No recuerda que
sobre la mesa-para-todo esperan el mendrugo de pan, la taza mediada de café y
la antigua bala de cañón. Se sienta en una esquina del cuarto, con la espalda
recostada a la pared, y contempla el suelo de mosaicos borrosos que se deprime
hacia el centro en una concavidad amenazadora. La concavidad, piensa, es una
forma triste e inestable asociada con el suelo: es importante para el hombre
saber que pisa terreno firme.
Pudo haberse dormido otra
vez. Es más fácil de lo que parece quedarse dormido en momentos difíciles. Tal
vez despierte horas después. Quizá abandone el palacio inmemorial de aquella
familia cuyo apellido de abolengo ya nadie tiene interés en recordar; quizá
salga al escándalo del parque Fe del Valle (donde en fecha remota estuvo El
Encanto, la tienda más chic de la
ciudad), y encuentre un sol de media tarde que anuncie la definitiva
desaparición de La Habana en los mapas del mundo.