A las cuatro de la tarde del domingo 3 de noviembre de 1901
nació Georges-André Malraux. Ya fuese un feliz presagio o una penosa herencia,
su nacimiento coincidió con el cumpleaños de su madre. Georges era entonces un
nombre que estaba de moda, pero los Malraux lo abandonaron enseguida y le
llamaron André. André Malraux.
Fernand no registró personalmente a su hijo en la alcaldía, sino que se
encargaron de la formalidad la señora Lamy, abuela materna, y el tío Maurice
Malraux, viajante de comercio. Según las declaraciones de la señora Lamy, la
administración registró al padre como «empleado de comercio». Fernand cambiaba
de profesión de un documento a otro.
El
día de Navidad de 1902, la madre de André dio a luz a Raymond-Fernand, que
sobrevivivió tres meses. Berthe se llevaba mal con su marido; Fernand se
tranquilizaba o se entretenía multiplicando sus aventuras sin discreción. A
falta de patentes, se rodeaba de conquistas. A los cuatro años, André Malraux
amenazó con llamar a los guardias si sus padres seguían riñendo. Berthe no
dejaba de gritar: estaba «harta de parir hijos muertos», dijo en alusión a un
aborto. Fernand Malraux se fue, volvió y luego desapareció.
Para
la madre de André, este abandono fue un tercer desgarramiento, tras la muerte
de su padre y la de un hijo. Aunque no se quejó estaba destrozada. A partir de
ese momento, como mujer piadosa que era, dependía de Dios y de su madre, cabeza
de familia. Adrienne había vendido la panadería para comprar una frutería en
las afueras de París, que transformó en pastelería, donde se instaló con su
hija Marie, una tía soltera a la que André quería mucho. Berthe y su hijo se
fueron a vivir a Bondy con las dos mujeres. La separación de sus padres marcó a
André pero a la vez lo salvó.
Bondy,
mitad barriada y mitad pueblo al nordeste de París, tenía cinco mil habitantes.
A pesar de sus acerías, sus forjas y su calderería a orillas del canal del
Ourcq, no era una zona industrial, tampoco popular, como Livry-Gargan, ni
elegante, como Saint-Germain-en-Laye. Por las aceras de las ruidosas calles se
codeaban funcionarios, pequeñoburgueses, campesinos y obreros. Tiradas por
caballos o mulas, cargadas a rebosar de carbón, yeso, forraje y tablones, las
gabarras remontaban el canal. Alrededor, la llanura, granjas, bosquecillos y un
bosque se extendían hacia Alsacia-Lorena y, más lejos, hacia Alemania, el
enemigo tradicional. En otoño, en aquella región del Aulnois la bruma velaba el
paisaje, la niebla lo ocultaba. En verano, el calor llegaba a ser sofocante.
La
casa de Adrienne se hallaba en el número 16 de la Rue de la Gare, en el corazón
del barrio comercial. En la planta baja estaba la pastelería, con sus estantes,
sus sacos y sus tarros, su denso pero agradable olor a café y a chocolate, a
jengibre y a té, a especias y a azúcar moreno. En el sótano se guardaban las
conservas y los licores. Las habitaciones se encontraban en el primer piso.
André tenía una para él solo. Al ser el único varón de la reconstruida unidad
familiar, nunca participaba en las tareas de la casa. Las mujeres no le pedían
nada; ni siquiera que ayudase en la tienda cuando tuvo edad para hacerlo.
Aceptaron o se metieron en la cabeza la idea de que el chico casrecía del
sentido práctico. A un lado de la casa, una bóveda llevaba a un patio interior.
La puerta de madera escondía un pozo con brocal. En la misma calle, el abuelo
Gouisard vendía frutas y verduras de temporada. Había también un cerrajero, una
heladería, la mercería Dumet, la taberna Les Vins de France, la frutería y
tienda de ultramarinos Au Rendez-Vous des Archers. Enfrente de la pastelería
había un gran café que hacía mucha caja, Au Rendez-Vous du Marché, Maison
Girerd. Los cenadores y los músicos de Girerd atraían a las gentes los fines de
semana. Cerca de la alcaldía, unos establos olían a paja y a estiércol. Había
una peluquería justo antes de la ferretería Cartier y la taberna de la señora
Chandel. Un poco más lejos estaban la imprenta-encuadernación, los almacenes y
las leñeras.
André
se sobresaltaba, hacía muecas, resoplaba, estornudaba, se sofocaba, gruñía,
guiñaba los ojos. Tenía el síndrome de Gilles de la Tourette (SGT), una
afección poco conocida5 y poco estudiada que afecta a un número
reducido de personas, casi siempre del sexo masculino. El SGT de André se
manifestaba en salvas de movimientos musculares y vocales separadas por largos
periodos de remisión. Hiperactivo, de mirada viva y aterciopelada, serio y
suavemente irónico, aquel muchachito tenía a pesar de todo un gran ascendiente
sobre sus compañeros. Unos cuantos se ganaron el derecho a convertirse en
amigos suyos. André asistía a clases privadas6 en la Institution
Dugand, que acogía a una veintena de alumnos, y allí conoció en 1907 al hijo de
un frutero, Louis Chevasson, un chiquillo rechoncho y plácido, un año mayor que
él. Louis se convirtió en su confidente. La seguridad, la calma y la memoria de
Malraux lo dejaban asombrado. Louis era uno de los pocos chicos del vecindario
que las señoras Lamy aprobaban. Henry Robert, otro amigo, iba a la escuela
pública. Al «señorito» André Malraux, decía aquél, que va a un colegio privado
y de pago, no le permiten jugar en la calle o en las placitas de Bondy. André
no «holgazaneaba» por allí.
En
principio, Fernand Malraux veía a su hijo una vez por semana y lo llevaba a
comer a un restaurante y le contaba lo que ganaba en la Bolsa. En las
vacaciones de Pascua y de verano mandaba a André a Dunkerque, a casa de su
abuelo; al niño le encantaban la ciudad, el mar, el campo y, sobre todo, la
personalidad de Alphonse. En casa de su abuelo, André vivía en el mundo de un
hombre sólido y poderoso que se mostraba más afectuoso con sus nietos de lo que
lo había hecho con sus hijos o con sus hijas. Las reuniones familiares, con su
caterva de tías, tíos y primos, lo convertían en patriarca, papel que le
gustaba representar durante unas cuantas horas.
Aquellas
escapadas a Dunkerque constituían para el muchacho momentos maravillosos. Unos
días después del octavo cumpleaños de André, el 20 de noviembre de 1909, su
amado y respetado abuelo murió en el hospital civil de Dunkerque. El periódico
local, Le Nord-Maritime, que tituló
la noticia como trágica muerte de un
anciano, decía:
«Ayer
por la tarde, Alphonse Malraux, de setenta y seis años, rentista (...) sufrió
una caída en el granero cuando llevaba unas herramientas. Resultó gravemente
herido en la cabeza y el médico ordenó que lo trasladaran al hospital. Por
desgracia, a las tres de la madrugada murió de una apoplejía cerebral».
Colocaron
una lápida vertical sobre la tumba de Alphonse Malraux.7 Algunos
murmuraron que el abuelito había bebido demasiado.
André
pintaba sobre cartones, telas o platos de porcelana. Un año después de la
muerte de su abuelo, esbozó y coloreó tres barcos con las velas negras sobre un
fondo de color ceniza.8 Detrás de los barcos se distinguía vagamente
una cabeza femenina. ¿Su madre? La obrita, virtuosa y melancólica, muestra un
talento precoz, como la cabeza de perro vista de perfil que André pintó por la
misma época:9 ¿el San Bernardo del abuelito?
Fernand
se convirtió en el único hombre en el universo de André: un padre carismático
pero ausente, perturbador. Las tres mujeres de Bondy rodeaban al niño sin
asfixiarlo. Sin embargo, André tenía un nudo, como diría Laing: su madre,
minada por las penas, formada y deformada por su rudimentaria fe cristiana,
mimaba poco o nada a su hijo. Faltaba el elemento sensual. Incluso llegó a
reprocharle a André lo feo que era.
André
se portaba bien, era educado y posaba como un niño modelo en las fotografías en
blanco y negro o en sepia: con camisa con chorreras a los tres años; blusón
gris, medalla de honor y mueca escéptica a los siete; traje de marinero a lo
Jean Bart o disfrazado de mosquetero a los ocho; cuello duro y chaqueta negra a
los diez; y, poco después con el traje de primera comunión, con una cinta atada
al brazo. En pocas fotos se ve reír o sonreír a este muchacho emperifollado y
admirado. André resoplaba, se agitaba,
a veces rechazaba con brusquedad a las mujeres o a sus amigos: daba la
impresión de que el niño aquejado del síndrome quería alejar a los que lo
rodeaban.
Al
parecer fue un alumno bastante bueno, salvo en matemáticas. Obtuvo el
certificado de estudios en mayo de 1913. Se divertía leyendo revistas
ilustradas con Louis Chevasson, L'Épatant,
L'Intrepide y La Semaine de Suzette
eran bastante jugosas. André se inscribió en el grupo scout del colegio
Jules-Ferry, dirigido por el profesor Suzanne. El movimiento scout, fundado en
1909, acusaba el militarismo de Baden-Powell. El scout siempre cumplía su
palabra, era «leal y caballeroso», aunaba las virtudes cristianas y la
habilidad manual, que André no tenía. El grupo hacía marchas en Enghien, los
jueves organizaba juegos de pistas en los bosques de Marly, iba de acampada
durante las vacaciones. André llevaba uniforme, pañuelo al cuello y gorra.
Lanzando el grito de guerra scout «¡Siempre
listo!», sujetó el estandarte azul y blanco de su grupo a la bicicleta naranja
que le había regalado su padre. Nunca llegó a ser jefe de patrulla; se cansó de
los scouts.