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o Las humillaciones del orden cronológico
La
conjunción de mis tres ocupaciones habituales no creo que sea tan incoherente
como a primera vista pudiera parecer: soy policía, soy un poco vidente y
algunas noches las ocupo en retransmitir un programa pirata de radio.
Aparte
de eso, últimamente me dedico a echarle una mano a mi amigo Jup Vergara en su
agencia de viajes. Y estudio, en la Universidad a Distancia, Filosofía. (…
Bueno, y también colecciono posavasos.) Por lo demás, mi infancia puede
resumirse del siguiente modo: una vez gané en el colegio un segundo premio con
una redacción sobre el terror —uno de mis temas abstractos favoritos— y al
siguiente curso ni siquiera quedé finalista con una redacción sobre la muerte.
En
cuanto a mis ideales de adolescencia, lamento comunicarles que se cifraban —no
me pregunten ahora por qué— en llegar a convertirme en propietario de una
piscina pública, pues parece comprobado que no existe cosa más enigmática que
la esencia de los ideales adolescentes. Pero, entre cosa y cosa, la realidad me
cayó desde lo alto como una guillotina, por decirlo de algún modo, y mi cabeza
decapitada rodó sin parar por los laberintos de la insensata fortuna, y aquí me
tienen: pasma, vidente a ratos y locutor clandestino, aparte de estudiante a
distancia del pensamiento de gente mucho más lúcida y preparada que la mayoría
de ustedes y que yo.
Me
gusta creer, no obstante, que todas estas actividades de apariencia heteróclita
(incluidas la de ayudar a Jup Vergara y la de coleccionar posavasos) guardan
algún tipo de relación entre sí, ya que, según nos enseñó Heráclito de Éfeso,
las cosas diversas que componen nuestro mundo mantienen entre ellas una armonía
secreta... Aunque es secreta, como su adjetivo indica, y tal vez por esa razón
no acabamos de entender casi nada, y en ese estupor, en suma, se nos va media
vida. (La otra media, por su parte, me temo que se nos va en el intento de
explicarnos en qué se nos ha ido la otra mitad.)
Trabajo en pasaportes, un negociado que
despierta mucha simpatía entre la población, porque la gente viaja cuanto
puede: aún cree en el mundo como misterio. (El exotismo, los climas tórridos,
la nieve, las pagodas.) (Incluso los safaris.) Por no se sabe qué motivo, la
gente anda siempre de aquí para allá, arrastrando maletas por largos pasillos
de hoteles decorados por hombres bisexuales, comiendo salsas vanguardistas de
color verdoso, estudiando guías de monumentos, bañándose en piscinas orinadas y
bailando al ritmo de polka o de guaracha en un jardín con estatuas de hormigón
más o menos grecolatinas. «¿Es aquí donde se saca el pasaporte?», oigo unas
cincuenta veces cada mañana, porque la gente, ya digo, no para de moverse: se
parece en eso a una urraca que hubiese puesto un huevo inseminado en un momento
de locura por un cuervo y que no quisiera aparecer por su nido ni a cambio de
todas las esmeraldas ocultas en el subsuelo de la República de Sudáfrica, como
si dijéramos.
Por
lo que respecta a la videncia, confieso que no confío demasiado en los poderes
paranormales de la mente (porque demasiado tiene una mente con restar y con
sumar, con recordar y con arrepentirse, con mantener en pie los sentimientos),
pero el caso es que tengo esos poderes, aunque es cierto que a escala muy
modesta: el testigo atónito de un suceso que se manifiesta al margen de la
cronología (y eso siempre es un lío). Sí, por supuesto: sé de sobra que en
torno al fenómeno de la videncia florecen muchos farsantes vestidos con túnica
dorada y teñidos de rubio fosfórico, pero yo soy una especie de farsante a la
inversa: no sólo no alardeo de mis poderes insignificantes (que son el tipo de
poder del que más suele alardear la gente, porque los depositarios de poderes
espectaculares no necesitan alardear de nada: su alarde es el poder mismo), no
sólo no alardeo de ellos, según les decía, sino que a veces incluso niego
tenerlos, precisamente para no parecer un farsante. Porque, veamos, ¿monto una
consulta telefónica de tarot? ¿Me compro una bola de cristal, me disfrazo de
merlín de lamé y me dedico a profetizar enfermedades y adulterios a las amas de
casa temerosas de la maquinaria del destino?
Mi
madre vio una vez en la televisión el número estelar de un fakir: un hombre con
turbante que se tragó cristales machacados, alcayatas, chinchetas y una
cuchilla de afeitar y que luego se tumbó en un lecho de clavos en punta. Para
mi madre fue aquello la revelación exacta de los conceptos de espanto, de
inutilidad y de demencia, y decía a menudo que había soñado con el fakir —y a
saber lo que hacía el fakir en las pesadillas de mi madre, porque los mundos
oníricos tienden de suyo a la desproporción—. He contado esto del fakir porque
estoy casi seguro de que mi madre se fugaría de su nicho («Vente conmigo de
inmediato, Jeremías. Allí estarás mejor») si se enterase de que su único hijo
acaba convertido en una rareza de dominio público. (Las matemáticas nunca han
sido mi fuerte, pero antes preferiría contar los granos de arena de un desierto
que revelarle a cualquier impaciente el porvenir: que le fastidie un poco la
incertidumbre, dicho sea con el debido respeto.) (Ya le llegará el momento de
enterarse incluso de lo que no debe, y entonces se fastidiará del todo, y sin
la ayuda de nadie.) (Que no le quepa duda.) De todas formas, confieso que hay
veces en que presumo de videncia para intentar ganarme la simpatía de las
mujeres o para divertir a mis amigos, pero se trata de ocasiones excepcionales,
aparte de infructuosas, porque suelen pillarme bastante colocado, y en ese
estado de conciencia no acertaría una ni el profeta san Malaquías, que era un
profesional auténtico. Lo frecuente, ya digo, es que reniegue de mis poderes,
porque, en el fondo, todo esto de la videncia me parece que no es más que una
pirueta estrafalaria del azar: la conjunción anacrónica de una hipótesis
brumosa con una casualidad futura. («¿Conjunción anacrónica, hipótesis brumosa,
casualidad futura?», me preguntarán ustedes. Bueno, es que los filósofos
tenemos derecho a hablar de esa manera.) (Es lo que nos distingue esencialmente
de quienes no son filósofos: la manera de hablar, sujeta en nuestro caso a los
parámetros etéreos de la especulación.) Cualquier forma de videncia es además
intermitente: no la invocas a voluntad, sino que te viene en ráfagas
inesperadas; ráfagas de índole generalmente alegórica que te ves obligado a
interpretar porque carecen en principio de sentido (un tren que se hunde en un
mar agitado, por ejemplo) (¿?); por si fuese poco, esas ráfagas pueden ser
retrospectivas, extremadamente retrospectivas en ocasiones: vas por la calle y,
de improviso, te sobreviene la visión fugacísima pero nítida de una batalla
medieval, con sus caballos disfrazados de fantasma y con sus hombres de hierro,
y te preguntas qué sentido encierra esa visión, y la respuesta acertada parece
ser «ninguno», aunque nunca se sabe: la Historia General del Tiempo tiene algo
de pesadilla circular, de incesante espiral de irrealidades, y existen puntos
secretos de intersección entre el presente, el pasado y el futuro. (Y de ahí,
tal vez, digo yo, la condición mágica, simétrica y aterradora de la esencia del
tiempo, ese demiurgo en estado gaseoso que tiránicamente gobierna un
espejismo.)
Por
otra parte, mi programa de radio se llama El Cesto de las Orejas Cortadas,
y lo emito cuando puedo y cuando creo que tengo algo que decir.
(Y de
la agencia de viajes de Jup y de Jup mismo hablaré más adelante.) (Y de otras
cosas.)
Voy a
hacerles una confesión imprudente, si me toleran ustedes la redundancia...
Verán: muchas de las cosas que me han sucedido a lo largo de la vida perduran
en mí en forma de infinito dolor. (Y espero que esta frase no se le haya
ocurrido antes a algún oportunista como Kierkegaard, por ejemplo.) (Porque me
parece una buena frase.) No se trata de un dolor tipo punzón, afortunadamente;
tampoco es un dolor tipo cuchilla. No es eso. Es más bien un dolor algodonoso
que me envuelve con tentáculos blandos y húmedos durante al menos tres o cuatro
horas al día, sin contar las de sueño. (Porque el sueño es asunto aparte: el
descenso a la cripta psicodélica de la razón.) (Una cripta en la que el tigre
que está devorándote se convierte de pronto en un rinoceronte alado y en la que
el cadáver de una bailarina japonesa se abre de piernas ante ti y te dice:
«Sácame los ojos», por ejemplo.) (Menuda cripta…) (Y tenemos que pasar en ella,
diariamente, seis o siete horas.) (Y regresar de allí como si nada.) (Y
afeitarnos, y salir a toda prisa a trabajar.) Digamos, en fin, para
entendernos, que ese dolor algodonoso consiste en una forma superior de la
melancolía. Y la califico de superior no porque me crea por encima de nadie
(todo lo contrario), sino porque conozco de sobra la melancolía común y sé que
mi grado de melancolía actual está por encima de ella. ¿Los síntomas
diferenciales de una y otra? Sí, cómo no: la melancolía común provoca una
desazón abstracta, en tanto que la melancolía superior provoca, además de esa
desazón abstracta inherente a todo estado melancólico, un pánico abstracto. Y,
bueno, eso me parece la intemerata de la mala suerte: algo muy parecido a
sufrir la picadura de una abeja mientras orinas un cálculo nefrítico del tamaño
de una lágrima.
Cuando
ese tipo de melancolía se apoderó un día de mí, casi de improviso, supe que no
me abandonaría nunca, porque tenía todo el aspecto de ser una sentencia a
cadena perpetua esculpida en mármol. Y aquí estoy, ya ven ustedes, manteniendo
el tipo, de cara al torbellino del maelström, como un marinero deshidratado que
ve acercarse a su balsa de bambú una ola de doce metros.
Pero,
como es lógico, mi espíritu ha conocido tiempos mejores. «¿Por ejemplo?» Pues
por ejemplo cuando vivía con Ana Frei, que tenía una especie de bolsa de veneno
en el corazón, eso sin duda, pero que es la mujer que más me ha gustado de
cuantas me han hecho caso, quizá por la excitación que me producía el hecho de
vivir asomado continuamente a un volcán en activo, por decirlo de algún modo…
Y, ya que he mencionado un volcán, permítanme referirles la historia de
Empédocles, siciliano de Acragas… Bien. De Empédocles se cuenta que tenía facultad
para verificar milagros, que sabía controlar a capricho los vientos y que
resucitó a una difunta. Pero no nos interesa ahora la vida privada de
Empédocles, sino el final que tuvo esa vida privada: un día, Empédocles se
subió al volcán que llaman Etna y, para demostrar a la chusma que él era un
dios, se tiró de cabeza al cráter. Nunca más se supo de aquel dios. (Una
pérdida lamentable para el politeísmo, desde luego.) Pues bien —y a esto iba—,
yo me sentía ante Ana Frei igual que Empédocles ante el universo: como un dios.
Un dios temeroso y sumiso, predestinado a chamuscarse, a cocerse vivo en lava,
pero un dios. Y me arrojé al cráter de Ana Frei, y allí me consumí, y comprobé
que no era un dios, sino un muñeco de trapo con una gran pastilla para encender
barbacoas dentro de la cabeza. Pero de eso hace ya bastante, y prefiero pasar
por el asunto como pasaría cualquiera por un campo de minas: con la mirada baja
y en silencio, sin respirar. (Ana Frei, con sus ojos de eterna indignación,
como si se tuviese a sí misma por una desterrada del país de los arquetipos…)
De todas formas, no hace falta que me aleje tanto en el tiempo: el mes pasado
—aunque ustedes no lo crean— aún me encontraba bien… O por expresarlo con más
exactitud: me encontraba muy mal, pero al menos la sigilosa tarántula con
bigote nietzscheano y con picudas orejas socráticas (por así decirlo) no había
levantado casa todavía en mi corazón (por así decir). Dentro de lo que cabe, me
encontraba dispuesto y diligente, un anónimo artesano de la vida, un tipo que
canturreaba ante su espejo. Mi pensamiento era un agua estancada en la que no
se sumergía un número de culebras mayor del que suele ser habitual que se
sumerja en cualquier pensamiento adulto —salvo que te apellides Schopenhauer,
claro está, porque en ese caso tu mente puede haberse convertido en un suntuoso
reptilario—. Y entonces, como sacada de la chistera de un mago peligroso, llegó
la melancolía superior y mi reserva de bienestar metafísico pasó de golpe a la
historia secreta de los movimientos espirituales pioneros del siglo XXI, porque
se me vino encima todo mi pasado y me di cuenta de que mi futuro estaba
contenido en él, en ese pasado confuso y fósil, y aquello fue como si un pulpo
de dos toneladas se me hubiera sentado en la cabeza. Entonces exclamé:
«Hostias, Yéremi, esto es… ¡el Tiempo!» , y me pasé la noche entera sin dormir.