En el
trayecto hacia el restaurante hago un gran esfuerzo para no pensar en lo que
está a punto de ocurrir: mi primer encuentro con Lily desde que me dejó
plantado.
Cuando
doblo hacia Frith Street estoy todavía relativamente bien.
Pienso:
voy a tener que sentarme a una mesa con ella. Voy a tener que elegir qué voy a
tomar. Como si me importara lo que voy a tomar. Como si me importara la comida,
los restaurantes o cualquier otra cosa.
Nada más
que ella. Y nosotros.
Lily ya
está allí, de pie en el bar de abajo, flirteando con el camarero. Tiene un
aspecto estupendo, como siempre. Nunca la he visto con ese vestido; debe de ser
nuevo, pues conozco todos sus vestidos, hasta los que nunca han llegado a salir
de su armario.
Creo que
quizá también ha cambiado de perfume.
–Hola,
«Traje» –dice Lily.
Es una
antigua broma; una broma de pareja, especialmente dolorosa ahora, en este
contexto: tengo un solo traje, y cuando Lily se reunía conmigo en el centro,
antes de alguna fiesta elegante a la que la habían invitado y en la que yo era
a lo sumo tolerado, Lily solía saludar al traje en lugar de a mí. Solía decir
que, a veces, pensaba que estaba saliendo en realidad con el traje, y no
conmigo; yo servía justo para animar el traje (no demasiado bien, otros lo
habrían hecho mejor).
Empiezo
a sentirme mal en cuanto asimilo lo que Lily acaba de decir: ella ha perdido el
derecho de hacer esa broma. Si quiere recuperarlo, primero tendrá que
recuperarme a mí. Cosa que, por supuesto, está en su mano. Tal vez sea ésa la
razón por la que quería verme.
–Hola,
Vestido.
–Oh, ¿te
gusta? Es nuevo... de fantasma.
El maître se nos acerca. Se dirige a Lily.
–Me temo
que tendrá que esperar unos minutos a que su mesa quede libre.
–Muy
bien –dice ella, sonriendo.
3
Lily es
actriz. En este momento, el de nuestro último encuentro, es más conocida por su
papel en una serie de anuncios de la tele.
En cada
uno de ellos, el personaje de Lily (Bran-dy)
aparece ataviada con diversos modelitos de ropa picante –chacha francesa
coqueta, colegiala picarona, nínfula monitora de esquí, sádica que hace
restallar un látigo– en una nueva tentativa de convencer a su marido cachas
pero fofo (Cyril) de que pruebe un cereal de desayuno muy rico en salvado. La
chispa –siempre la misma– consiste en que, en cuanto Brandy pronuncia su
consabido puaf y cierra de un portazo
la puerta de la cocina tras ella, el cachas pero fofo Cyril se sirve
taimadamente un gran cuenco del cereal de salvado oculto tras su consabido
periódico. Luego mira con descaro a la cámara, hace un guiño simpático y
empieza a masticar embelesado.
Chun-chun.
Todos
los anuncios de cereales que hace Lily transcurren en ese extraño mundo
paralelo, el cosmos de la publicidad, donde los colores son primarios, las
perspectivas neoexpresionistas, los gestos caricaturescos y el dolor
inexistente.
Y para
la mayoría de la gente es el universo donde Brandy-Lily vivirá para siempre,
felizmente casada con un marido cínico que la engaña, insinuándosele ella sin
cesar y rechazándola él una y otra vez, pasando de un optimismo ardiente a un
despecho furibundo. Para la mayoría de la gente, Brandy-Lily vive en un
infierno eterno.
Más o
menos un año antes de que la conociera, Lily pasó seis meses en Eurodisney,
interpretando el papel de Blancanieves con una peluca negra y un corpiño
incomodísimo. Todavía sabía imitar a su antojo el acento cursi y agudo de
Blancanieves. Si algo definía a Lily como una actriz innata era su prodigioso
don para las voces. Las líneas de la sonrisa que adquirió a fuerza de esbozar
sonrisitas televisivas en Mauschwitz nunca abandonaban del todo las comisuras
de su boca; como ella solía decir, casi sufría un espasmo muscular al final de
todos y cada uno de los turnos. Un método infalible que yo utilizaba para sacar
de quicio a Lily era silbar mientras hacía su trabajo.
Después
de Blancanieves se había producido una laguna de varios meses hasta que la
incluyeron en el elenco de una serie televisiva sobre asesinatos misteriosos.
Su papel era muy sencillo: se desvestía, se daba una ducha y era virulentamente
asesinada. La oportunidad de su vida.
Por el
tiempo de la cena, yo aún conservaba esta escena en vídeo. Desde que me dejó
plantado, la cinta se ha estropeado bastante. Tengo el propósito, un día de
éstos, de ponerme a trabajar en ella y hacer una copia.
Su
personaje de Brandy le reporta dinero suficiente para considerar Le Corbusier
asequible.
Mientras
aguardamos a que quede una mesa libre, Lily me cuenta sus buenas noticias.
Acaba de conseguir el papel protagonista de una nueva obra en el Royal Court
que promete ser controvertida. Se titula «Sexo mortal» y trata de mujeres y de
necrofilia. Está a punto de abandonar la publicidad.
En
realidad, Lily va a triunfar muy pronto, y a lo grande.
Tiene
Eso.
4
«En fin»
está diciéndome Lily.
Mi vida
es muy distinta de la suya: una lenta y dolorosa aceptación de, primero, la
posibilidad, luego la sospecha y por último la absoluta certeza de que yo no
tengo Eso.
Por el
contrario, trabajo en televisión, de productor de promociones, editando
secuencias para cualquiera de las cadenas por satélite que me necesite este
mes.
Siempre
he querido hacer cine. Ya en el colegio no dejaba de pensar en efectos
especiales baratejos que pudieran usarse en una película de bajo presupuesto.
(Si quieres que parezca que alguien ha estado vomitando en un fregadero, vacía
allí dentro una caja de fideos y agítalos. Si quieres algo que parezca lefa,
usa champú.) Huelga decir que en mi vida he estado ni siquiera cerca de
necesitar un vómito barato o lechada de bajo coste. (Una pena que nunca haya
descubierto un sucedáneo de la sangre: el kétchup no siempre proporcione el
suficiente realismo.)
Mi
ambición última consiste en escribir y dirigir un largometraje y ganar dos
Óscar (al mejor guión original y al mejor director), y ser mundialmente famoso,
rico y amado.
Por el
contrario, me dan por el culo una serie de escritores de talento decreciente y
crecientemente bordes.
Como
cinéfilos entusiastas, esos escritores y yo nos hemos sentado juntos en bares y
pubs a hablar de Tarkovsky y de Tarantino, de Huston y de Hitchcock. Como una
pésima máquina de hacer pasta, hemos hablado con productores que nos han dado
muchos ánimos pero ni un penique. Como equipo de escritor-director, hemos
participado en cien concursos de cortometrajes de la BBC y nunca hemos conseguido
pasar siquiera de la primera ronda.
Tengo
treinta años, y sé que no van a sucederme las cosas que le están sucediendo a
Lily.
Sólo
porque yo no tengo Eso.
Lily lo
sabe.
Eso –o
mi carencia de Eso– puede ser una de las razones por las que me dejó.
Todavía
necesitamos hablar de Eso (o sólo hablar de eso).
–Esto es
ridículo –dice Lily, refiriéndose a mis largos silencios.
–Su mesa
está lista –anuncia el maître.
5
Es un
templado y agradable atardecer de viernes, a finales de agosto. Lily yo estamos
sentados uno frente a otro en el piso de arriba de Le Corbusier, un moderno
restaurante francés a medio camino de Frith Street.
El
diseñador de interiores ha ganado varios concursos internacionales por la
creación de este espacio innovador y funcional al mismo tiempo.
La
planta superior es clínica. Las mesas son de aluminio cepillado, de un aspecto
glacial. Las paredes son mitad espejo y mitad acero inoxidable. El suelo es de
madera clara y sin barnizar. La luz procede de tubos fluorescentes parcialmente
escondidos detrás del canto de los espejos. La comida se sirve en platos
blancos de porcelana. La cubertería es de acero inoxidable. Las servilletas son
de algodón blanco. Los servilleteros son anillos de reluciente acero
inoxidable. Los camareros llevan chaquetillas de algodón blanco con botones de
acero inoxidable. Sirven pan francés sobre una servilleta de algodón blanco,
dentro de una cestita de aluminio con celosías y un borde de acero inoxidable.
El
camarero –con la cabeza rapada y una tupida perilla– toma nota del pedido: para
mí, platija con bejines a la parrilla; para Lily, espárragos y escalope de
ternera.
Ya hemos
consensuado una botella de Chardonnay de 1992, del que hemos bebido un poco y
que resulta ser aromático y sabroso.
Todo
esto –el restaurante, la sola idea del restaurante– es demasiado caro para lo
que puedo permitirme.Pero puedo permitirme aún menos que Lily lo sepa.
–Muy
bien –digo, devolviendo la carta al camarero.
Dista
mucho de estar bien.
6
Hace
seis semanas y tres días que Lily y yo nos separamos, de un modo nada amistoso
y a instancias de ella. Antes de eso habíamos salido durante dos años, y
habíamos vivido juntos uno. Como el apartamento del ático que compartíamos en
Notting Hill era de su propiedad (y antes había pertenecido a sus padres), fui
yo el que tuvo que marcharse. Encontré un apartamento en Mortlake, en una
planta baja, cutre pero barato.
En el
momento en que Lily me dijo que no me quería y que ya no le gustaba, empezaron
a sonar en mi cabeza canciones pop; y no unas canciones pop cualesquiera, sino
auténticas cagadas, supuestamente olvidables: Can´t Smile Without You, Leaving on a Jet Plane, All By Myself, You´re
an Uptown Uptempo Woman (I´am a Downtown Downbeat Guy). Me senté a llorar
en el borde de lo que ahora era su sofá.
Ella me dijo que no fuera tan idiota a Al cabo de dos semanas ya me había
marchado de allí. Recuerdo que me alejé andando del apartamento en lo que creí
que era la última vez..., ya sin las llaves de la puerta en mi bolsillo.
Y sin
embargo aquí estoy de nuevo con Lily, mirándola por encima de una mesa de
aluminio cepillado de aspecto glacial en Le Corbusier.
El
cuerpo de Lily es algo con lo que estoy tan familiarizado... Pero lo tengo
delante, sentado enfrente, convertido en algo prohibido.
Conozco
y recuerdo los detalles más nimios sobre ella: el chirrido que sus uñas hacían
contra las almohadas, debajo de mi cabeza; el leve castañeteo que hacían sus
dientes en los breves y lentos momentos que tardaba en quedarse dormida,
siempre antes que yo; el olor a huevo de sus tempranos bostezos matutinos.
Nunca
las puntas de mis dedos volverán a tamborilear sobre su estómago duro y plano.
Nunca más mi lengua trazará circulitos en torno a su clítoris de gusto salado.
«Esto es
indignante», pienso. «Esto es casi obsceno.»
Recuerdo
sus costumbres, sus mañas: cómo solía robarme la almohada en cuanto me
levantaba de la cama para ir a trabajar, acunando su calor contra su vientre
como tan pocas veces me había acunado a mí; cómo me la mamaba y se lo tragaba,
aunque inmediatamente después tenía que cepillarse los dientes, sin poder
evitarlo.
Sentado
frente a ella, pienso que su cuerpo es algo con lo que casi tengo derecho a disfrutar de un trato íntimo.
«Lo que
de verdad quiero hacer» estoy pensando, mientras miro a Lily, contemplando la
grieta creciente del éxito y oteando el abismo de indiferencia, «lo
que quiero más que nada en el mundo es dejarte embarazada: quiero hacer en
tu vida un corte tan profundo que la cicatriz será lo primero que la gente
mencione cuando te mencionen, lo primero que piensen cuando piensen en ti. Y,
todavía más, quiero que tú quieras que te deje embarazada.»
Sigo estando enamorado de ella.
A pesar
de todo lo ocurrido, a pesar de todo lo que ella dijo, sigo enamorado de ella.
Ahora
está diciendo algo.
–Cabrón
–oigo decir a Lily.