Nadie puede conocer
Brooklyn, porque Brooklyn es el mundo y, además, está lleno de cementerios, y
¿quién puede decir que conoce a los muertos? Pero incluso dejando al margen los
cementerios, es imposible decir que uno conoce Brooklyn. A tres manzanas de la
casa que ahora ocupo viven doscientos indios mohawk. A pocas manzanas de ellos,
habitan en pisos un grupo de árabes, y en uno de esos pisos se publica un
periódico en árabe. Cuando vivía en la calle Schermerhorn, solía sentarme y
contemplar a los musulmanes que llevaban a cabo su culto religioso en el patio
trasero de un bloque de pisos visible desde mi ventana, y tenían un auténtico
jardín moruno, con un diseño simétrico de piedras blancas que formaban líneas
curvas en la tierra. Se sentaban allí con sus túnicas blancas, veinte o treinta
de ellos, a comer ante una larga mesa, servidos por sus mujeres, atavíadas con
las togas flotantes, violeta y rosa, del Oriente. Todas esas personas, más los
alemanes, suecos, judíos, italianos, libaneses, irlandeses, húngaros y gentes
de otras nacionalidades, crearon la leyenda de que Brooklyn podía ser una
patria, y a menudo me ha parecido que el hecho de haberse encontrado
casualmente juntos en tan abrupta proximidad dio al distrito esa necesidad
balcánica de proclamar su unidad jamás alcanzada.
Pero ése
no es el Brooklyn que conozco ni aquél donde crecí. Mi Brooklyn era lo que se
conoce como la sección de Midwood, que ahora carece de rasgos distintivos, pero
que treinta años atrás era una extensión boscosa, con grandes olmos entre los
que pasaba el ferrocarril elevado de la línea Culver que iba a Coney Island,
situada a cuatro kilómetros de distancia. Mi Brooklyn estaba formado por
judíos, algunos italianos, unos pocos irlandeses… y por un señor llamado
Dunham, a quien recuerdo tan sólo porque, como era vigilante de un banco,
llevaba un arma de fuego.
En aquel
entonces, desde el porche trasero podías seguir con la vista a los niños que se
dirigían a la escuela, a un kilómetro y medio de distancia de allí. Había
calles, por supuesto, pero las pocas casas tenían senderos muy frecuentados que
partían de la puerta trasera y se conectaban unos con otros. Vistos desde el
aire, debían de parecer el corte transversal de la madriguera de un topo. Esos
senderos se utilizaban mucho más que las calles, tan sin pavimentar como las de
los poblachos del Salvaje Oeste, e igual de enfangadas. Hoy todo está
pavimentado y la ventana de tu dormitorio está separada de la de tu vecino es
bastante para poder retirar los mosquiteros cuando llega el otoño.
Mis tíos y
tías, que se mudaron a ese lugar nada más finalizar la primera guerra mundial,
podían ir a Manhattan en la línea Culvert por cinco centavos (aunque mis primos
siempre daban un rodeo para saltarse el torniquete, cosa fácil siempre que no
te importara pender de las barandillas metálicas a unos treinta metros por
encima del suelo), pero tenían que comprar las patatas en sacos de cincuenta
kilos porque no había ninguna verdulería en seis kilómetros a la redonda.
Plantaban tomates, hacían conservas de frutas y verduras, criaban conejos y
gallinas y cazaban ardillas y otros animales pequeños. Los vagones de la línea
Culver eran de madera, como trolebuses enganchados, y traqueteaban por encima
de los cementerios y los olmos. Debo decir que no dejaba de ser agradable subir
a bordo por la mañana y ver siempre al mismo conductor que te conocía y te daba
los buenos días.
Desconozco
con precisión el porqué, pero lo cierto es que recuerdo un Brooklyn lleno de
personajes curiosos y de bromistas. Supongo que en realidad es un conjunto de
pueblos que al forastero le parecen todos iguales, pero que no lo son, y los
personajes medran y expresan sus peculiaridades en una atmósfera pueblerina. Mi
padre fue uno de ellos, y es el último de esos mohicanos cuando se sienta ante
la casa de madera una tarde de domingo, rememorando, mientras contempla la
manzana bordeada de árboles, a los viejos amigos y los chalados que habitaban
cada una de las casas y que ahora descansan apaciblemente en el cementerio que
se extiende a dos manzanas de distancia, las barajas de pinochle abandonadas
para siempre, finalizadas sus batallas.
Mi padre,
un hombre corpulento, de cabeza cuadrada, con el aspecto de un capitán de
policía retirado y con la resuelta severidad que caracterizaba a éstos, siente
de vez en cuando la necesidad de «empezar algo». Una mañana, hace años, estaba
sentado en la parada de la línea Culver y, al ver a un vecino que le parecía
especialmente crédulo, se le acercó y, con su aspecto más grave, le preguntó:
—¿Te has
enterado de que mi cuñado ha venido de Florida?
—Sí, eso
he oído —respondió el vecino—. ¿Qué hace por Florida? ¿Sólo se dedica a la
pesca y esas cosas?
—No, qué
va —dijo mi padre—. ¿No has oído hablar del nuevo negocio que ha montado?
—Pues no.
¿De qué se trata?
—Cría
cucarachas.
—¡Cucarachas!
¿Y qué hace con ellas?
—¿Que qué
hace con las cucarachas? ¡Las vende!
—¿Quién
quiere comprar cucarachas?
—¿Que
quién quiere comprar cucarachas? ¡La demanda de cucarachas es superior a la de
visones! Por supuesto, tienen que ser de una especie determinada. Él las cría
en Florida, y todas son purasangre.
—Sí, pero
¿para qué sirven?
—Escucha
—le confió mi padre, bajando la voz—, no se te ocurra contarle a nadie lo que
te he dicho, pero si por casualidad ves cucarachas por ahí, en tu casa o en
cualquier otra parte, mi cuñado te estará agradecido si se le llevas todas las
que encuentres. Porque, verás, ahora las cría aquí, en su casa, pero eso en
Brooklyn es ilegal, ¿comprendes? De vez en cuando se le escapan un par, y le avergüenza
preguntar a la gente, pero le harías un gran favor si capturas alguna y se la
llevas. Eso sí, hazlo con mucho cuidado para no dañarlas. Mi cuñado pagará
cinco dólares por cada cucaracha purasangre que le lleve cualquiera.
—¡Cinco
dólares!
—Bueno,
mira, ése es su negocio. Pero no digas a nadie que te lo he dicho porque es
ilegal, ¿entendido?
Tras haber
plantado su semilla, mi padre se separó del vecino. Más o menos una semana
después sonó el timbre de la puerta de mi tío, y allí estaba el hombre, con una
inseguridad considerable pero allí de todos modos, y provisto de una caja
grande de fósforos llena de cucarachas. Durante tres días mi tío se negó a
jugar a las cartas con mi padre.
Está Ike
Samuels, que regenta la ferretería, o mejor dicho, se sienta ante la fachada de
la ferretería. La conducta de Ike con las mujeres que entran en la tienda sin
saber con precisión lo que desean no es fácil de describir. Le he observado
mientras mentía cochinamente a una Hausfrau
durante más de diez minutos. Pero cuando se presentan con quejas, Samuels
alcanza una cota de evasión idiota que era todo un poema. Yo mismo, en mi
adolescencia, fui víctima suya durante años. Vivíamos a tres manzanas de su
tienda y, a menudo, cuando yo pasaba por delante, él, sentado en una mecedora
junto a la puerta, abría los ojos bajo el sol y decía: «¿Llueve en la avenida
Ocean?».
Durante
años le respondí muy serio, debido a la gravedad de su cara y a que los gruesos
cristales de sus gafas impedían verle con claridad los ojos. Al principio, por
respeto, le informaba del tiempo que hacía a tres manzanas de distancia; pero
más adelante, de vez en cuando yo mismo empecé a dudar y a preguntarme si
habría llovido mientras allí brillaba el sol.
Pero ése
era el aspecto menos espectacular de Ike Samuels. Una mañana me encontraba en
su tienda cuando entró una mujer. Como tantas otras a las once de la mañana, se
había puesto un abrigo encima del camisón , y traía una parrilla eléctrica que
Ike le había reparado sólo una semana atrás. Era una mujer corpulenta y entró a
grandes zancadas, con el cabello apelmazado, pues, encolerizada por la avería
del electrodoméstico, se había olvidado de peinarse, y depositó bruscamente la
parrilla sobre el mostrador.
—¡Usted me
dijo que la había arreglado! —exclamó.
—¿Y qué
problema tiene? —le preguntó Ike.
—¡No se
calienta! Anoche, cuando mi marido llegó a casa, quise preparar cuatro chuletas
de cordero. Bueno, pues podríamos habernos muerto de hambre. ¡La parrilla
estaba fría como una nevera!
Ike
levantó la parte superior de la parrilla y fingió que examinaba el interior. Se
hizo el silencio. Miró a uno y otro lado, y me di cuenta de que en su fuero
interno se estaba formando una tormenta de hilaridad que luego resonaría
durante toda su jornada. Miró a la mujer como un detective que sigue un rastro.
—¿Qué ha
metido usted aquí dentro? —le preguntó.
La mujer,
tal vez sospechando que había hecho algo que no debía, replicó a la defensiva:
—¿Qué
quiere decir?
Ike se
inclinó hacia ella, como un fiscal.
—Responda
a mi pregunta, señora. ¿Qué ha metido en esta parrilla?
Tomada por
sorpresa, y ahora en una voz más queda, la mujer respondió:
—Chuletas…,
chuletas de cordero.
—¡Chuletas
de cordero! —Ike alzó los ojos al techo, de donde colgaban las fregonas y los
cubos—. ¡No se le ocurre más que poner chuletas de cordero en esta parrilla!
La mujer,
ahora casi al borde de las lágrimas, inquirió en tono suplicante:
—Pero ¿qué
pasa con las chuletas de cordero?
—¿Que qué
pasar las chuletas de cordero? —rugió Ike, indignado—. ¿Es que no sabe leer,
señora? ¿A qué escuela nocturna ha ido usted? ¡Mire!
Puso el
electrodoméstico del revés y señaló la placa de latón fijada con remaches, en
la que estaban grabados en relieve los números de serie de las patentes del
fabricante y el sello indicador de que el aparato había pasado el control de
calidad.
La mujer
se inclinó para examinar las minúsculas cifras y las pocas palabras grabadas,
pero antes de que hubiera podido leer lo que decía allí, Ike volvió a la carga.
—¡Está
claro como el día! Aquí dice: «No poner chuletas de cordero». Está escrito por
arquitectos navales, ingenieros licenciados por el Instituto de Tecnología de
Massachusetts…, «No poner chuletas de cordero», y usted va y mete ahí chuletas
de cordero. ¿Qué quiere que haga, señora? ¡La arreglé para asar filetes a la
parrilla!
La mujer
totalmente perpleja, tenía una expresión afligida en los ojos.
—Pero a él
le gustan las chuletas de cordero… —suplicó.
Ahora que
tenía la sartén por el mango, Ike salió de detrás del mostrador y acompañó a la
mujer hasta la puerta.
—Bueno,
mire, no se desanime. Me emplearé a fondo y se la arreglaré para que ase
chuletas de cordero. Tengo una licencia para eso, pero para ello tendré que
instalarle un doble «fijativo en el placamen».
—¿Puede
ponerme uno? —inquirió ella, exhausta.
—Haré lo que sea por usted, querida —respondió Ike, y la
despidió. (...)