Nota
preliminar
Isabel
García Lorca empezó a escribir recuerdos suyos sueltos en su despacho de la
Fundación Federico García Lorca. En casa le era muy difícil ponerse a trabajar:
mucho teléfono y mucha visita. Imposible. Creo que nunca sabía si iban a sentarse
a la mesa uno, dos, cuatro o siete. «A mí me gustan las casas así», decía ella
siempre, «casas de mucha gente.»
La
instalación definitiva en 1994 de la Fundación Federico García Lorca en el
Trasatlántico (nombre con el que bautizaron los antiguos residentes al edificio
inaugurado como Residencia de Estudiantes en Madrid el año 1915) empujó sin
remedio a Isabel a regresar a los felices días de su infancia en Granada.
Recuerdo
bien que, por entonces, Isabel, apasionada lectora, leyó con mucho interés la
autobiografía de Elias Canetti. Le interesó extraordinariamente, aunque nada
tuviera que ver con lo suyo: contar cosas de antes a golpe de puro impulso del
momento, sin la pretensión de rigor y orden que suelen tener las vidas
escritas.
Muy pocas
veces sintió la necesidad de compartir con alguien lo que iba haciendo; con
María Zambrano sí. Creo que una vez le leyó alguno de sus apuntes sobre los
paisanos de la vega de Zujaira, gentes antiguas que aparecían como fantasmas
entre sus recuerdos más lejanos y que yo, en broma, llamaba «las voces de
Comala». Su otro confidente ocasional y gran animador fue Christopher Maurer.
La primera
vez que Isabel rompió el hielo y se decidió a hablar en público de su hermano
Federico fue en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, en octubre
de 1985. Al año siguiente lo hizo en Italia, esta vez invitada por el profesor
Gabriele Morelli y el Departamento di Lingue Neolatine dell'Istituto
Universitario di Bergamo. El verdadero salto a la arena, a la letra impresa, se
lo debe a la profesora Laura Dolfi, que le convenció para participar en un
seminario organizado por la Universidad de Salerno y cuyas actas se publicaron
en 1989, en Nápoles, con el título L'impossibile-possibile di
Federico García Lorca.
El
definitivo empujón, y el decidirse, en serio, a publicar lo que tenía escrito,
se lo dio la aparición del número uno de Cuadernos de la Huerta de
San Vicente (Granada, junio de 2001). A la tenaz insistencia de Laura
García-Lorca por conseguir, para la revista, lo que Isabel había escrito sobre
la Huerta y a Manolo Fernández-Montesinos, que sugirió mi colaboración para
entregar a tiempo lo que Laura pedía, debo mi participación en este libro.
Para
empezar a trabajar, Araceli Gassó, secretaria de la Fundación Federico García
Lorca, pasó a máquina todas las hojas manuscritas; porque era imposible ponerse
a ordenar el material tal y como estaba: un material interesantísimo y caótico
de una vida escrita a tirones. Cuando ya lo tuvimos todo en un único formato lo
distribuimos en cuatro carpetas con cuatro títulos: Infancia, Juventud,
Destierro, Vuelta, y empezamos. Generalmente trabajábamos por las mañanas. Como
Isabel había perdido vista, y le costaba mucho leer, le fui leyendo yo en voz
alta los escritos que había en cada una de las carpetas. Se hicieron muchas
correcciones al hilo de la lectura. Creo que, por eso, en algunas partes del
libro, parece que es ella la que habla, porque más que escrito, buena parte de
este libro está contado y, además, contado a la llana, sin hacer literatura.
Ella tenía siempre presente (y a mí, que he sido profesora muchos años, me lo
grabó a fuego) una frase que José Fernández Montesinos repetía a sus alumnos
(Pepe Montesinos, como decía Isabel): «Y ojo con llamar al vino “néctar”, que
el vino es vino». Además, la conversación con Isabel estaba siempre sujeta a
saltos bruscos. Si el asunto del que se estaba hablando dejaba de interesarle
se ponía inmediatamente a hablar de otra cosa, como quien deja tirado un jersey
encima de la cama y saca otro del armario. Ella hablaba y hablaba y me decía:
«Luego lo encajas y me lo enseñas».
Con el
cansancio del calor del verano interrumpimos el trabajo. «Yo no sé cómo armar
esto, no sé por qué me dicen que lo que hago hay que publicarlo. Llévatelo a
San Sebastián y a la vuelta me lo enseñas. Y a ver si se te ocurre algún
título.» Éstos fueron los deberes que me llevé de vacaciones.
Después de
darle muchas vueltas, parecía que lo más lógico era empezar por las palabras de
Salerno. Después, siguiendo el orden cronológico dispuesto en las carpetas,
todo lo demás. Para el final, cerrando el ciclo, y volviendo así al tono y a la
melancolía del principio, lo publicado en los Cuadernos.
En agosto leí por primera vez todo el material seguido y, al hacerlo, encontré
silencios importantes: uno, la guerra (¡ni una palabra!); otro, los estrenos de
las obras de su hermano Federico. Lo del título seguía en el aire. Se me
ocurrió pedir ayuda a Unamuno, escritor por el que Isabel sentía verdadera
devoción, y creí encontrarlo en un verso que decía: «Abrazadme, recuerdos
míos». Le llamé por teléfono con el hallazgo y me dijo: «Me gusta mucho, pero
es demasiado para lo mío, creo que debemos dejarlo en Recuerdos, o en Recuerdos
míos».
En
septiembre de 2001 reanudamos la tarea. Al empezar la lectura, como siempre, en
voz alta, se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo: «Me gusta mucho, pero
dime antes de seguir, ¿qué has dejado para el final?». «Lo de los callejones de
Gracia y los ecos de las voces del Caballero de Olmedo. Así volvemos al
principio, a la niña que miraba el lento caminar de los galápagos desde la
ventana de la cocina de la Acera del Darro, pero ahora esa niña que está sola
con sus voces de antes eres tú».
«El otoño
otra vez.» Durante los tres meses de octubre y noviembre de 2001 estuvimos
releyéndolo todo de nuevo, y nos concentramos en lo más importante de lo que
faltaba: la guerra y los estrenos anteriores a 1936. Fue entonces cuando
apareció una carpeta azul con toda su correspondencia de los años 1937, 1938,
1939 y 1940. Era el salvavidas que estábamos necesitando. «Que hablen las
cartas, si han aparecido justo ahora por algo será, ¿no crees, Isabel?»
«Llévate la carpeta», me dijo, «yo no tengo fuerzas para esto, léelas, haz una
pequeña selección y luego decidimos.»
Casi sin
darnos cuenta estábamos en diciembre, cuando «llegan las manadas de pavos y un
son de panderetas, chicharras y zambombas se apodera de la ciudad». Y de
Isabel. El Nacimiento, el pavo, las naranjas rellenas de crema de batata y los
dulces de las monjas de Granada se convirtieron en lo único importante para
Isabel.
Pocos días
antes de morir, con una preciosa carta que Mario Hernández le había escrito por
Navidad encima de la mesilla de noche, me dijo: «Ana, a mí me gustaría que
Mario echara un vistazo al libro. Una lectura rápida. Nada más. Pídele que lo
lea contigo como si fuera un ejercicio de un alumno. Nada más que eso. ¿Tú
crees que lo hará?».
Tres días
después, el miércoles 9 de enero, Isabel moría en su casa de Madrid. Murió como
le gustó vivir: con la casa llena de gente, todos alrededor.
A los
pocos días Mario Hernández revisó el texto entero y una lluvia fina de
espacios, sangrados, puntos y comas, comillas españolas, comillas voladas y
cursivas limpió el aire del texto. Ya estaba casi todo. Sólo faltaba el prólogo
de Claudio Guillén. No quiso el destino que Isabel disfrutara con el regalo de
su lectura; pero qué tranquilidad le dio a ella saber que el libro iba a ir de
su mano.
Ahora
pienso que tiene un misterioso sentido que el libro quedara así, sin acabar del
todo. Releyéndolo entero otra vez, descubro que, en la última página, ella
misma lo dice: «Veo mi vida como un inmenso y desordenado retablo».
Todos los
desocupados lectores que se acerquen a él revivirán con su lectura las cosas que
Isabel tanto quiso. Ya no desaparecerá lo que fue suyo. En estas páginas
encontrarán «el humo dormido» del recuerdo, piezas sueltas de una vida que se
rompió en pedazos, como tantas otras, en julio de 1936.
Ana
Gurruchaga
Recuerdos
míos
...
la vida entera es niebla que reposa.
Rafael Juárez
Primera
parte
Lo que yo
hago ahora, lo que puedo hacer, es recordar. A veces el recuerdo aparece claro,
transparente; otras, en cambio,
surge como en una nebulosa, lo que tan bien llamó Gabriel Miró el «humo dormido»;
porque los recuerdos no permanecen nítidos en la conciencia, son retazos vagos,
casi perdidos en mi memoria, y lo que los despierta a veces es una palabra que
produce una emoción difícil de comunicar; porque muchos, muchísimos momentos de
mi vida los he visto de nuevo, clarísimos, al leer la obra de Federico. No me
canso de decirlo. Cada vez veo más unidas vida, obra y persona, y, sin embargo,
qué difícil, qué imposible me resulta dar una idea de lo que él fue.
Algunos de
estos recuerdos, que intento ordenar sin conseguirlo, pertenecen a los primeros
ocho años de mi vida y van unidos a nuestra casa de la Acera del Darro 60,
donde yo nací, una casa grande con vistas al río, entonces descubierto. En su
orilla había un jardincillo lleno de cipreses, un cedro, y la sierra siempre
blanca, enorme, al fondo. Había rumores de agua, un pilar en el patio y una
fuente con surtidor en el jardín, «fuente saltadora», como se dice en Granada.
El jardín,
aunque lleno de flores, era algo sombrío y melancólico. Ya dijo Federico en Impresiones y paisajes que «todas las
melancolías tienen esencias de jardín». El nuestro era pequeño, muy granadino,
con un emparrado a la entrada y cuatro macizos bordeados de arrayán; en el
centro, la fuente.
Un año
nuestro jardín tuvo por primera vez anémonas. Recuerdo al jardinero de la
Huerta del Cordero, que era el que lo cuidaba, hablando con mi madre y
diciéndole que nos traía unas flores nuevas, las primeras que se veían en
Granada y que se llamaban anémonas. El nombre a mí me fascinó y todos esperamos
su floración emocionados e impacientes, mirándolas todos los días, hasta que
una mañana el jardín se llenó de tonos azules, malvas, amoratados, con esa
delicadeza de seda que tienen las anémonas. Federico las nombra varias veces.
No sé por qué se les ha dado una connotación de muerte. Yo las siento de otra
manera. Cuando, años después, leí en Así
que pasen cinco años:
¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta!
¡Qué espesura de anémonas levanta!
pensé en
ellas. Aquéllas fueron las primeras anémonas de mi vida, ahora para mí
inseparables de estos versos.
Del agua,
tan presente en la obra de Federico, puedo evocar muchas cosas que salen de lo
vivido, hasta la imagen del «agua que no desemboca». En nuestro patio, que
tenía cuatro columnas de granito, había una tinaja enorme a la que no dejaban
acercarse —por lo menos a mí—, y se contaba con espanto que un poco más abajo
de nuestra casa una niña se había caído al querer levantar la tapa de una
tinaja y se había ahogado. ¡Qué temor ante aquel agujero donde estaba el agua
que no desemboca! Pero yo esto lo había olvidado por completo, y sólo cuando
leí en Poeta en Nueva York «Niña
ahogada en el pozo» se me presentó delante el recuerdo:
¡Ya vienen por las rampas! ¡ Levántate del agua!
¡Cada punto de luz te dará una cadena!
... que no desemboca.
Pero el pozo te alarga manecitas de musgo,
insospechada ondina de tu casta
ignorancia.
... que no desemboca.
Toda mi
infancia, tan lejana y olvidada, volvió y se me puso de pie con una
dolorosísima claridad. Vi delante de mí hasta el último grano de arena del
jardín. Éste es el don del poeta, fijar para siempre una realidad que está ahí
para todos. Pero cuando se reconoce lo vivido transformado por la fuerza
misteriosa de la creación poética, la emoción es inenarrable y el recuerdo
punzante.
En aquel
jardín donde fuimos tan felices vivían, además de nosotros, dos galápagos y un
hermoso gato rubio. Un buen día a mí me regalaron una ranita y yo, para que
estuviera más feliz y en su elemento, la eché a la fuente. Entonces el gato,
cosa rara, atraído por el nuevo habitante, empezó a juguetear con ella y, sin
que pudiéramos evitarlo, se la comió. Y otra vez volví a nuestro jardín de la
Acera del Darro cuando leí el poema «1910 Intermedio», también de Poeta en Nueva York. «Aquellos ojos míos
de 1910» leí, que es el año de mi nacimiento (cuando yo abrí los ojos míos por
primera vez):
Aquellos
ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno
traspasado de Santa Rosa dormida,
en los
tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un
jardín donde los gatos se comían a las ranas.
En este
poema descubro clarísima nuestra casa de Granada y reconozco recuerdos de la
propia infancia de Federico en Fuente Vaqueros, porque mi madre los contaba
muchas veces: el cuello de la jaca es, sin duda, el del animal al que le
subieron de muy pequeño a la fuerza y no quiso echar a andar. También Santa
Rosa estaba en casa: era una estampa de colores chillones que tenía en su
cuarto Dolores. Los «tejados del amor» son los que veíamos desde la torre, por
donde las malas lenguas decían que se comunicaban algunos novios; y el gato que
se comía a las ranas es nuestro gato rubio, el que se comió a la ranita que
eché al agua de la fuente saltadora del jardín. Es muy difícil expresar lo que
se siente al ver la propia vida y la realidad que nos rodeaba fija para siempre
en «unas pocas palabras verdaderas», como dijo don Antonio Machado.
Cuando
pienso en este torbellino de vida y poesía me viene a la memoria una cosa que
le dijo Federico a Juan Chabás en una entrevista: «Una cosa es la cultura y
otra la luz. Eso es lo que hay que tener, luz». Luz, ése es el recuerdo que
tengo de mi hermano. Todo lo iluminaba su persona. Con él no teníamos duda
sobre las cosas que nos proponía, si estaban bien o mal hechas. Todo tenía un
aire de novedad y de iluminación. Él dijo de sí mismo que había sido un niño
mandón. Yo no tengo ese recuerdo. Todo lo hacía sin vanidad y sin pedantería.
En Impresiones y paisajes, libro para
mí muy importante, dijo: «La vanidad la encierran en su arca todos los
imbéciles».
Lo
teníamos por muy distraído, y lo parecía, pues tenía ratos de gran seriedad,
como si estuviera ausente. Pero enseguida volvía con su risa, como el que
despierta de un sueño, a ser el centro de nuestra vida otra vez. Se le ha
comparado muchas veces con un niño. Se ha hablado, y con razón, de la
importancia de los niños en su obra, y, al pensarlo, me doy cuenta de que el
recuerdo que yo tengo de él es comparable a la alegría, la sorpresa y el
entusiasmo que nos produce oír a un niño que empieza a hablar, porque cada
momento es irrepetible, cada momento tiene su duende. Como dijo Federico:
«Duende que no se repite, como no se repiten las olas del mar en la borrasca».
Estas palabras podrían describir su propia personalidad irrepetible.
Mi casa
era muy alegre y abierta, una casa de mucha gente que entraba y salía. No
éramos nada deportistas; en aquel entonces nuestro deporte consistía en pasear
por lugares que inclinaban más a la contemplación que al ejercicio. Tal vez por
habernos criado en aquella ciudad bellísima, y tener como director a Federico,
nuestros juegos fueron casi siempre de imaginación. Mis hermanos, quizá por mi
culpa, jugaron hasta bastante mayorcitos. Mi madre siempre decía: «¡Estos hijos
míos son tan aniñados!». Recuerdo uno de aquellos juegos que empezaba de la
siguiente manera: mis hermanos se sentaban, se ponían muy tristes y se les caía
la cabeza. La única cura posible era que yo les diera besos de la más diversa
índole: besos de colores, de animales, de lluvia o de nieve. Mi padre, muy
serio, se solía unir a este juego. Un buen día, repasando poemas juveniles,
encontré uno fechado en 1917:
Todo da fruto,
hasta el beso rojo
que en el alma se torna
todo en flor.
Otras
veces jugábamos a lo que Federico llamaba «la desesperación de Espronceda». Se
trataba de expresar algo con grandes aspavientos y gestos dramáticos, pero lo
suficientemente gráficos como para que los demás adivinaran lo que era.
También, como todos los niños, jugábamos a
esconder algo muy pequeño que había que encontrar luego. Generalmente solía ser
una sortija. A este juego, no sé por qué, lo llamábamos «el secreto». A
Federico no le gustaba demasiado. El ingenio de Paco y de Concha para buscar y
encontrar era increíble; él no encontraba casi nunca la sortija escondida, y es
que el buscar y el encontrar para Federico era otra cosa, él iba por otro lado
y se dejaba llevar por el laberinto de la búsqueda, olvidándose por completo
del objetivo detectivesco con el que se había iniciado el juego. Él escribió:
Y yo soy para el secreto
lo mismo que es el abeto.
Árbol cuyos mil deditos
señalan mil caminitos.
Lo de
Federico no era el secreto; su mundo, hasta jugando, fue el misterio. Nos dejó
dicho: «El mundo del misterio no está fuera de nosotros, lo llevamos en el
corazón», «Yo no escribo poesía como el misterio de las cosas que nos rodean».
Y también: «Yo no escribo poesía como una abstracción, sino como algo que ha
pasado junto a mí». Es decir: vida. Nada perdido, nada indiferente. Casi todo
en su vida ha tenido una proyección artística. Todo materia de creación. Este
juego del secreto quedó con fuerza poética y dramática en la «Balada interior»
del Libro de poemas:
Caliente, caliente,
como el agua de la fuente.
Frío, frío
como el agua del río.
que era lo
que decíamos cuando jugábamos. El frío indicaba alejarse del objeto buscado, el
«caliente, caliente» su proximidad. Con la misma intención que en el poema.
La
religión, más bien las celebraciones religiosas, fueron importantes en mi casa.
Como es largo de contar, me voy a referir a dos clarísimos recuerdos. Federico,
en el prólogo de Impresiones y paisajes, escribió:
«Hay que ser religioso y profano, reunir el misticismo de una catedral gótica
con la maravilla de la Grecia pagana. Verlo todo, sentirlo todo». Yo ahora veo
que en nosotros religión y belleza fueron siempre unidas, y esto fue influencia
de mi madre. Más de una vez la oí decir: «A esa iglesia no vamos, que es muy
fea». Se refería a la enorme iglesia que hicieron los jesuitas en la Gran Vía.
Nuestro sentimiento religioso estaba unido al de la belleza.
Un buen
día salíamos a misa mi madre, mi hermana Concha y yo, y mi padre nos dijo:
«¿Adónde vais?». «A misa», contestó mi madre. Él respondió: «Bien, pero que
estéis poco rato». Nos reímos, como es natural. Él se dio cuenta de que había
dicho una cosa absurda, se puso muy serio y contestó rapidísimamente: «Digo
poco rato porque no creo que poco rato sea malo». Esto nos dio una norma de
conducta. La religión no nos fue impuesta, ni era tema demasiado importante,
pero sí hay que decir que estaba muy presente en nuestra vida. Mi padre en lo
de «poco rato», frase muy repetida, tenía razón. Aquélla era una burguesía
dominada por los curas y las órdenes religiosas, y nosotros estábamos al
margen; como en muchas otras cosas, fuimos en Granada una excepción.
En casa,
juntos, se rezaba en muy pocas ocasiones. Hacíamos, eso sí, el mes de María,
que es el mes de mayo. A Federico le gustaba ver cómo Paco y Concha, tampoco
faltos de imaginación y fantasía, hacían el altar sobre una mesa. Ayudados de
cajas y libros construían una estructura parecida a la de los conventos del
Albaicín, que cubrían con una tela azul y una colcha de encaje. Ponían velas,
muchos cacharros de flores, rosas y celindas, y después de comer se rezaba el
rosario, aunque mi padre y mis hermanos no intervenían en esta ceremonia. La
letanía mi madre la recitaba en latín; luego, en un libro malísimo —que
conservo— leía una meditación y un milagro de la Virgen.
Para rezar
se cerraba el balcón. Pero aquella falsa oscuridad por la que entraban tenues
rayos de sol, entre el olor de las flores y de las velas, era una delicia; se
flotaba en el murmullo del rezo sin pensar en nada. Total tranquilidad hasta
que entraba Federico; a veces, a predicar el sermón. No recuerdo en absoluto lo
que decía. Parece que imitaba al padre Arcoya, predicador de moda entonces. Las
muchachas, sobre todo Dolores, lloraban, mi madre sonreía y yo no sabía a qué
carta quedarme. Por supuesto todas callábamos hasta que terminaba. No era nada
irreverente, parecía que lo hacía en serio y el resultado era de completa
entrega al sonido de su voz.
También se
rezaba el trisagio cuando había tormenta. Aquí sí entraba Federico desde el
comienzo de la ceremonia. En Granada las tormentas, en general, son cortas,
pero muy violentas, sobre todo en primavera. Se rezaba porque nuestra Dolores
se lo suplicaba a mi madre. Se cerraban puertas y balcones, todo se quedaba en
una total oscuridad. La única luz era la de una vela, que a mí me impresionaba
mucho y me causaba un extraño placer. La guardaba religiosamente Dolores; era
de cera virgen, olía muy bien y, para que sirviera en día de tormenta, tenía
que haber alumbrado en el monumento de Jueves Santo; si no, no alejaba ni el
trueno ni el rayo. La que se encendía era muy grande, casi un cirio, y tenía en
rojo una inscripción que decía «Federico García», porque era el cabo de la vela
que enviaba mi padre todas las Semanas Santas a nuestra parroquia. Mi madre se
sabía de memoria el trisagio y lo decía divinamente; aún recuerdo el principio:
El trisagio que Isaías
escribió con grande celo
lo oyó cantar en el cielo
a angélicas jerarquías.
A lo que
todos repetíamos:
Ángeles y serafines,
arcángeles y querubines
dicen: Santo, Santo, Santo.
e
inevitablemente viene a la memoria el «Martirio de Santa Olalla» del Romancero gitano.