El sabor de Cuba

El sabor de Cuba no tiene pretensiones de ser un manual completo de la comida cubana. Nada más lejos de mi intención. No soy cocinero sino un escritor apasionado por los trabajos, los misterios y los placeres de la cocina. Fui a parar a Suecia en mi primera juventud y, para no morirme de angustia, de nostalgia y quién sabe si hasta de hambre en medio de la más aparatosa abundancia, tuve que reconstruir el universo de mi paladar. Para mí esa reconstrucción es una labor diaria, a la que me he dedicado con un júbilo misterioso y rumbero que me mantiene cubano y vivo. Este libro es uno de sus frutos. Por lo tanto, El sabor de Cuba es un libro caprichoso, que ofrece ciertos conocimientos acerca de las tradiciones culinarias cubanas pero que, ante todo, se compone de mis propios caprichos e improvisaciones así como de los platos que preparaban mi madre, mis abuelos y mis inolvidables tías. Las recetas típicamente cubanas se mezclan con otras que he descubierto, transformado o fabricado en mi largo exilio. Me he divertido mucho escribiendo y cocinando este libro y, para mi sorpresa y la de mi esposa Merja (maravillosa fotógrafa y compañera), El sabor de Cuba fue uno de los libros de cocina más vendidos en Suecia en 1996.

Finalmente, es preciso reconocer que yo también soy obsesivo en las cosas del comer. Soporto con paciencia la estupidez ajena, la soledad prolongada, el frío escandinavo, los ataques políticos, la traicionera envidia cubana, la llovizna gris, el calor sofocante, la falta de sueño, la fiebre alta y el estrés. Pero si por alguna razón no puedo almorzar a tiempo..., me pongo histérico y gruñón y me vuelvo injusto y colérico con todo el mundo; además me tiemblan las manos y me transformo en un ser despótico. Cocinar es una de las actividades que más dicha me proporcionan. Como soy inquieto y nervioso, alguien me sugirió una vez que me dedicara a hacer yoga o meditación trascendental: no, gracias, yo necesito mi desasosiego para vivir creativamente, y con ponerme a cocinar me basta. Preparando algún plato tradicional o inventado por mí mismo quemo mis demonios, me libro de mis miedos, gano serenidad, me asombro como un niño, imagino mis ficciones y me burlo de mi exilio y de la muerte. Cuando me enfrasco en la tarea de cocinar, pongo música cubana a todo volumen y así, rodeado de sabor por todas partes, me transformo en una isla feliz salpicada de manteca. Picar, adobar, machacar, brasear, enharinar, mechar, escaldar, trinchar, salpimentar, rebozar, salsear, son verbos que me dan vida. Comer es como bailar o hacer el amor, cosas que es mejor no hacerlas solo. Martí decía que quienes comen solos les roban un placer a los comensales ausentes. Razón tenía el apóstol. La mesa servida genera una sensación de pertenencia y calidez humana de las que, por desgracia, mucha gente está privada, no sólo en Cuba.

Por eso cocino con amor y agradecimiento a las aventuras y los años que he vivido, pero también lo hago con pedantería; elijo los ingredientes como si estuviera componiendo un poema, o con el talante de un viejo alquimista que está a punto de producir oro. Después invito a un puñado de amigos, les sirvo yo mismo la comida como si acariciara a una mujer invisible y los atosigo con un montón de boberías deliciosas que, dicho sea de paso, a veces me quedan mal.

Creo que cultivando y rescatando las tradiciones gastronómicas cubanas contribuimos a lo que ahora está de moda llamar «la reconstrucción de la Nación». Un país dividido en lo político podría reunirse en torno a un mismo ajiaco. Aunque muchos fuera de Cuba no lo crean, en la isla existe una Asociación Culinaria de la República de Cuba. ¡Bienvenida sea! Hace algunos años, esta asociación publicó un recetario (Cocina criolla cubana, Santiago de Cuba, 1993), con un prólogo que comenzaba así: «Las recetas de un pueblo son parte tan importante y elocuente de su cultura, como la literatura o la música; es un tesoro que no puede perderse...».

Desde estas páginas quiero darle las gracias, por esas sabias palabras, a la Asociación Culinaria de la República de Cuba. Pues para mí, los platos y los ambientes gastronómicos de mi infancia —así como el alegre ajetreo entre las cacerolas y las cocinas de mi vida de adulto fuera de Cuba— forman parte de lo mejor de mi vida y no concibo ninguna cultura sin una sabiduría del buen comer. Con este libro, que es un sencillo ejercicio de la memoria y el sabor, he querido compartir esa ricura: una de las tantas maneras de hacer algo por la Patria.

 

(...) LOS MOJOS

 

Los mojos llegaron a Cuba de Canarias y yo aprendí a hacerlos en casa de mi abuelo Domingo Díaz, isleño de Tenerife y albañil de oficio. A pesar de ser diabético, Domingo era el único hombre del barrio que tomaba muchísimo vino tinto (al tiempo, sin refrescarlo lo más mínimo) todos los días del año, incluso durante las más infames canículas de agosto. Dicen que fue el vino tibio el que lo mató, en contubernio con la diabetes. Más de una vez oí a mi abuela reprenderlo por la cantidad de dinero que se gastaba «en esos vinos turbios de Bulgaria». Domingo seguía su camino, mascullando que vinos españoles ya no había y que, si no le gustaban los búlgaros, pues que tomara agua. Jamás lo vi bebiendo cerveza o ron, que era lo que todo el mundo tomaba. En su patio crecía, bastante raquítica la pobre, la única higuera del pueblo. Al lado de la higuera estaba la casita, cerrada con un herrumbroso candado de otros siglos, donde mi abuelo guardaba sus herramientas y unos pocos libros polvorientos. Yo tenía una ganzúa capaz de vencer aquel candado. Allí había una espada antigua que ejercía sobre mí una influencia mágica, ya que mi abuelo aseguraba que había pertenecido a un personaje igualmente mítico que me daba un poco de miedo: el conde de La Gomera. Mi abuelo era un hombre de pocas palabras que tenía fama de colérico. Me contaba las cosas del famoso conde con una especie de laconismo misterioso y reticente, no exento de amenazas veladas que yo no entendía. Mi abuela Celia, que a veces se enredaba con él en centelleantes reyertas verbales, me decía:

—Ten cuidado, Renecito, que según tu abuelo el conde de La Gomera lleva cuatrocientos años buscando a sus enemigos para degollarlos. De puro milagro aún no me ha degollado a mí.

—Bah —decía mi tío Pancho escupiendo tabaco—, lo que el viejo quiere es mantenerte lejos de la casita de las herramientas, en la que ni siquiera me deja entrar a mí. ¿No ves que allí guarda el vino, que nadie sabe de dónde coño lo saca en estos tiempos difíciles? No le da una gota de vino a nadie, a duras penas deja que tu abuela se tome un vaso de vez en cuando.

Yo me imaginaba al conde de La Gomera como un tétrico guanche medio esqueleto medio mortaja, con una capa púrpura blandiendo su enorme espada. Un mediodía estaba yo dentro de la casita al lado de la higuera, meditando si no era hora de robarme de una vez la espada para darle envidia a mis amigos, cuando un alacrán me picó en el dedo gordo del pie, justo al lado de la uña. Yo, por supuesto, andaba descalzo. Describir lo que sentí cuando me picó el alacrán es tan difícil como evocar lo que sentí cuando vi al bicho alejarse, con la pezuña recién usada y en ristre, hacia la zona oscura donde mi abuelo escondía sus vinos. Digamos que lo que el alacrán deja es una quemadura fulminante, que se mete en la sangre mezclada con una urgente comezón: una llama encendida y dulzona dentro de un ardor asqueroso. Mi abuela me aplicó enseguida unas frotaciones de ajo (desde entonces le tengo un amor extra al ajo, pues de verdad alivia). Mi abuelo pasó por allí y dijo con un sarcasmo innecesario, tratándose de un niño:

—Ahora sabes que el conde no perdona, so intruso.

 

 

Mojo criollo para vegetales o viandas cocidas

 

Los mojos se emplean como salsa para añadirle sabor a lo que en Cuba llamamos viandas: la yuca, la malanga, la calabaza, etcétera. Algunos mojos se preparan en crudo y otros sofriendo los ingredientes. El mojo criollo se hace con naranja agria, que tiene un aroma delicioso y que crece silvestre en los campos de Cuba. En el patio de mi casa había dos matas de naranja agria. Como en Europa es casi imposible conseguirlas, yo suelo mezclar el limón con la naranja dulce para obtener un zumo que, al menos piadosamente, sustituye al de la naranja agria. Este mojo sencillísimo es el que le da el punto criollo a la calabaza hervida y a la yuca. Pruebe hacerlo también con manteca de cerdo, añadiéndole orégano. Cuando, después de pasar muchos años fuera de Cuba, las autoridades me permitieron volver y ver a mi familia, ya las matas de naranja agria no estaban en su sitio. Ahora sólo dan frutos en mi memoria de vagabundo. Pero esas naranjas agrias de mis recuerdos no sirven para hacer mojos. Pues el tiempo las ha ido endulzando, dolorosa e irremediablemente.

 

 

3 dientes de ajo

1/4 dl de aceite de oliva

1/2 limón

1/2 naranja

sal y pimienta

 

Machaque dos dientes de ajo y pique el tercero en pedacitos. Caliente el aceite en una cacerola pequeña y añada el ajo. Cuando empiece a dorarse, retire la cacerola del fuego y agregue el zumo del limón y la naranja recién exprimidos. Mézclelo todo bien, póngale sal y pimienta al gusto y vierta la salsa sobre las viandas o los vegetales. Al mojo para carnes se le añade media cucharadita de orégano y media cucharadita de comino.