Nosotros, los Ybarra

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ETA entra en casa

 

Eran las ocho de la mañana y tocaban el timbre de la puerta del servicio. Marcelina Arteche, cuarenta años en la casa y natural de Ibarranguelua, corrió al cuarto de baño de mi padre, Javier Ybarra y Bergé, creyendo que era él quien la llamaba:

 

–¿Desea algo, don Javier?

 

–No, Marcelina, gracias. Ya que está aquí, dígale por favor a Rogelio que vaya sacando el coche a la puerta principal, porque salgo enseguida para misa.

Bajó entonces Marcelina los veintidós peldaños de la escalera preguntándose quién estaría tocando el timbre a esas horas de la mañana. Enrique Babcock, como llamábamos al chofer de la empresa que nuestro padre presidía en representación del Banco de Vizcaya, no solía llegar hasta media hora más tarde.

 

Mientras Marcelina se iba aproximando al planchero comenzó a escuchar unas voces que pedían auxilio para un accidente de tráfico que, al parecer, acababa de producirse en la avenida de los Chopos. Entonces se abalanzó sobre la puerta, retiró el cerrojo de un manotazo y cuando comenzó a abrirla con una mano, se llevó la otra a la frente y se santiguó: cuatro terroristas de ETA, disfrazados de enfermeros y tapándose los rostros con unas capuchas negras, venían a secuestrar a nuestro padre. Era el 20 de mayo de 1977 y faltaban 25 días para que se celebrasen las primeras elecciones democráticas tras casi cuarenta años de franquismo. España, en plena transición política, soportaba estoicamente la coz del terrorismo, mientras Europa y, sobre todo, Francia miraban para otro lado.

 

La víspera, el periodista de Cambio 16 Alberto Valverde, que acababa de regresar de Nueva York, donde había trabajado junto a nuestro hermano Enrique, le comentó que, según los rumores que circulaban por la redacción de su revista, ETA preparaba un golpe inminente. Enrique, preocupado porque pudieran secuestrar a nuestro padre, se lo contó a Marcelina y a nuestro hermano Borja, pero ambos le quitaron importancia al asunto, pues nuestro padre no era el prototipo de hombre rico que iba a poder engrosar las arcas de una organización como ETA. Era un hombre que, además de ocuparse de sus once hijos, vivía entregado a labores sociales que costeaba de su propio bolsillo, motivo por el cual nunca había figurado en el cuadro de honor de los más ricos del Banco de Vizcaya y de Iberduero, a cuyos consejos de administración pertenecía desde hacía muchos años.

 

Una vez dentro de casa, los terroristas comenzaron a sacar las metralletas de entre las batas de falsos enfermeros con las que habían venido disfrazados. Luego, le dijeron a Marcelina:

 

–Venimos a por don Javier. Tú te pones delante de nosotros y nos conduces hasta él.

De los cuatro terroristas que entraron en casa, uno se quedó abajo, por los salones, vigilando y curioseando fotos, libros y papeles. Revisó las estanterías y descolgó cuadros, pensando, probablemente, que iba a encontrar un escondite con armas. Entre los cuadros que descolgó había un óleo de una aldeana frente al caserío, que había pintado Agustín Ibarrola con los trozos de tela que fue reuniendo en la cárcel a donde le llevaron por el simple hecho de ser comunista. Mi padre intercedió por él y entonces Ibarrola le regaló su pintura. Luego, el terrorista desarmó un marco en donde había una foto de nuestro padre con Su Majestad el Rey y se la llevó como parte del botín. Poco antes había cortado los hilos del teléfono, sin saber que dejaba otra línea operativa.

 

Mientras el terrorista del salón seguía curioseando y vigilando esa parte de la casa, los otros tres secuestradores marchaban, tras los pasos de Marcelina, hacia el cuarto de baño de mi padre. Por el camino, uno de ellos fue entrando en los dormitorios de mis hermanos solteros Enrique, Borja, Ana y Cosme (Ramón no había dormido esa noche en casa) despertándoles a punta de metralleta mientras les decía:

 

–Tranquilos, que no pasa nada.

 

De todos los dormitorios en los que entraron los secuestradores, el que les pareció más chocante fue el de nuestro hermano pequeño Cosme, de 15 años, que tenía las paredes empapeladas con todo tipo de carteles y banderas, entre las que destacaban la ikurriña y un póster del Ché Guevara. A los etarras se les escapó la frase de «¡Qué cuarto más agradable!»

 

Cuando, finalmente, los terroristas llegaron al cuarto de baño donde estaba nuestro padre, le tocaron a la puerta:

 

–-Don Javier, salga. Somos de ETA y venimos a detenerle.

 

Nuestro padre, entre el ruido del agua saliendo del grifo y el vendaval de afuera, pensó que serían mis hermanos pequeños con sus travesuras de siempre. Así que, levantando la voz con un tono entre cariñoso y severo, les dijo:

 

–¡Chicos, estaos quietos!

 

Nuestro padre se había negado a pagar el impuesto revolucionario que ETA le venía exigiendo desde hacía ya unos diez años. Algunas noches, los etarras le telefoneaban para recordárselo y amenazarle. Él les llamaba majaderos y colgaba. Quería dar la impresión de que aquellos «majaderos» no habían logrado alterarle.

 

–Don Javier, abra la puerta –volvieron a insistir los secuestradores, dando muestras de un control sobre sí mismos y de un dominio de la situación que hacía que a Marcelina, que acababa de cruzar con ellos unas palabras en vascuence, le pareciera mentira que aquellos energúmenos fuesen, como ella misma, gente de caserío.

 

Por fin, nuestro padre abrió la puerta del cuarto de baño. Marcelina observó que mantenía su serenidad habitual. Por unos instantes, frente a aquel cuadro de metralletas y encapuchados, debió de sentirse transportado hasta los oscuros días de la guerra civil, cuando solo tenía 22 años y decidió ir al frente con la IV División de Navarra, en compañía de amigos de la infancia, como Antonio María de Oriol y Urquijo. En la batalla del Ebro recibió un tiro en la pierna que le hizo perder para siempre el juego de su rodilla derecha. «Yo vi doblarse a vuestro padre el 10 de agosto [de 1938]» nos decía Antonio María de Oriol en una carta, «cuando le veía subir por una ladera hacia donde yo estaba. Pensé inicialmente que había sido un balazo en el vientre por la forma [que tuvo] de doblarse, pero luego resultó que fue en la rodilla, dando lugar al bloqueo permanente que le quedó para los 39 años de vida que la Divina Providencia le concedió.» Así y todo, aquel balazo no fue obstáculo para que, durante sus caminatas de fines de semana, nuestro padre subiera y bajara montes como si fuera un adolescente, tomando notas y sacando fotos para los numerosos libros que escribió sobre la historia y monumentos de Vizcaya.

 

Nada más salir del cuarto de baño, los terroristas le ordenaron que se vistiera. Así que, metódicamente, como cada mañana, comenzó a ponerse la ropa que ese día tenía preparada para ir al banco: la camisa blanca, el traje gris de alpaca, los gemelos con el escudo de Vizcaya, los tirantes grises, los zapatos de cordones y suela fina de Villarejo, el reloj de pulsera que le regaló su padre al terminar la carrera de Derecho y, finalmente, el pañuelo blanco con el pico asomando por el bolsillo alto de la chaqueta. Únicamente le faltaba ponerse la corbata para que pudiera presentarse ante sus secuestradores con su porte más elegante. Pero cuando fue a cogerla, el jefe del comando se lo impidió:

 

–La corbata no; la corbata debe dejarla en casa.

 

Entretanto, en una habitación contigua, los etarras habían recluido a mis hermanos Enrique, Borja, Ana y Cosme junto a Marcelina. Allí llevaron también a Enrique Babcock y a Rogelio, el jardinero, que acababan de llegar a casa y habían sido recibidos a punta de metralleta y luego cacheados con sumo cuidado, pensando que alguno de ellos podría ser un guardaespaldas.

De pronto, Marcelina recordó que había olvidado sobre el fogón de la cocina la cacerola grande con toda la leche del día hirviendo desde que sonó el timbre.

–No te preocupes –le respondió la única mujer (¿Yoyes?) del comando secuestrador–, que ahora mismo bajo yo a retirarla del fuego.

Al cabo de un rato, los secuestradores se presentaron con nuestro padre en la habitación donde estaban todos. En ese instante, uno de ellos sacó del bolsillo una vieja cámara fotográfica y comenzó a disparar fotos. Como señala Joseba Zulaika, «la caza de la imagen es esencial a la caza de la presa. Metralletas y cámaras fotográficas se complementan y hasta pueden llegar a sustituirse unas por otras. Pero es el disparo fotográfico el que cuenta de veras en las portadas de los periódicos que invadirán las calles y las casas al día siguiente».[i]

–A ver, la foto –decía–, tengo que haceros la foto.

Luego el jefe del comando cogió a mi padre por un brazo y le dijo:

–Vamos, don Javier, es hora de irse.

Fue entonces cuando, dirigiéndose a sus hijos y asistentes, pronunció las que serían las últimas palabras que le oiríamos:

–No os preocupéis por mí. Lo más que éstos van a poder hacer es pegarme un tiro y, en ese caso, iré a reunirme con vuestra madre en el cielo.

Nuestra madre, Teresa Ybarra y Villabaso, había muerto hacía ya dos años, de un cáncer que le sobrevino en 1970, cuando acababa de cumplir los cuarenta y nueve. Aquellos también fueron tiempos de pena y, de cierta forma, nos prepararon para resistir mejor el golpe del secuestro. Nuestra madre había sido una mujer guapa y esbelta, de ojos grandes y negros. Tenía la tez blanca y tersa, una piel como de porcelana que enrojecía a la menor emoción. Su belleza le venía de familia, de su madre, Pilar Villabaso, a la que sus admiradores solían llamar «la venus de bronce», y de varias antepasadas más.

«Iré a reunirme con vuestra madre», habían sido las últimas palabras de nuestro padre. Luego los secuestradores lo condujeron hasta la escalera principal por la que comenzó a descender los peldaños, de uno en uno, como siempre lo había tenido que hacer debido al tiro que recibió en la rodilla. Cuando llegó a la entrada principal se paró unos instantes y se volvió para mirar unos retratos de su mujer y de su padre, sus seres más queridos, que colgaban de la pared principal de su despacho. Mi padre siempre sintió adoración por el suyo, Gabriel Ybarra, de quien había heredado el interés por las cuestiones sociales. Mi abuelo Gabriel, estudioso del Derecho Penal y cofundador del Banco de Vizcaya en 1902, dedicó su vida a sacar menores de edad de las cárceles españolas y a reeducarlos en reformatorios que, en una época en que el Estado carecía de medios, costeaba él mismo. Contó con la imprescindible ayuda de Avelino Montero Ríos, Edelmiro Trillo, fiscal del Tribunal Supremo, y de Antonio Maura, íntimo amigo de su suegro, Ramón Bergé. En Mayo de 1920 fue el primer juez de menores que actuó en España. La Institución Libre de Enseñanza, de inspiración republicana, le concedió la medalla de oro penitenciaria, con tratamiento de excelencia: esa fue la única condecoración que jamás aceptó.

 

En 1910 salió elegido diputado a Cortes por Vergara y ese mismo año fundó el diario El Pueblo Vasco de Bilbao para defender la monarquía y la foralidad del País Vasco. Le apoyaron económicamente sus hermanos Fernando y, con mayor cantidad, Emilio. Tras la guerra civil, el régimen de Franco le obligó a anteponer a su cabecera original la de El Correo Español, un periódico falangista de Valencia, ya que lo de El Pueblo Vasco no gustaba nada en Madrid. Mi abuelo se indignó. Había perdido a un hijo durante la guerra en el bando de Franco y a otro lo habían herido y, aún así, parecían sospechar de su vasquismo. Fue entonces cuando puso el periódico en manos de su hijo Javier. En 1945 nuestro padre dio entrada en el negocio editorial al grupo de El Noticiero Bilbaíno, un diario liberal fundado en el siglo XIX y clausurado por el régimen de Franco tras la guerra civil y a cuyo frente se encontraba, por entonces, Alechu Echevarría Zorrozúa. Cuando, en noviembre de 1951, mi padre nombró a Alechu director de El Correo Español-El Pueblo Vasco, la protesta más airada vino de un pariente de los Zubiría Ybarra: Rafael Sánchez-Mazas, fundador de Falange y oráculo de José Antonio Primo de Rivera, que consideraba a Echevarría un enemigo del régimen. A partir de entonces, las relaciones de amistad y de familia entre Sánchez-Mazas y nuestro padre concluyeron para siempre.

 

En el otoño de 1959, se compró a los Luca de Tena El Diario Vasco de San Sebastián. Las negociaciones tuvieron lugar en casa de uno de los fundadores del periódico, Jorge de Satrústegui y Barrie, hijo de uno de los promotores de la Compañía Transatlántica y consejero de la Compañía de Hierro del Norte de España, la línea ferroviaria Madrid-Irún.[ii] Durante el tiempo en que mi padre fue consejero delegado de El Diario Vasco, delegaba sus funciones en el hijo de Jorge de Satrústegui, el consejero donostiarra Javier de Satrústegui y Petit Meurville, bisnieto del famoso pintor, litógrafo y diplomático francés. Desde 1959 hasta el día de su muerte, nuestro padre mantuvo siempre la mayoría accionarial y el control sobre los dos periódicos, el de Bilbao y el de San Sebastián.

 

La voz del jefe del comando devolvió de sopetón a mi padre a la realidad:

 

–Vamos don Javier, es hora de irse.

 

Luego cruzó el portal de su casa para siempre. Claro que aún quedaba la esperanza policial, el pago del rescate o, ¿por qué no?, la fuga. Ya lo había intentado con éxito durante la guerra civil, cuando se lanzó de un tren de prisioneros en plena marcha y también, más tarde, cuando se fugó de un campo de concentración en el pueblo vizcaíno de Sopuerta. Anduvo perdido por los montes durante días y noches. Claro que entonces sólo tenía 22 años.

 

Una vez en el jardín, dos de los secuestradores le sacaron a la calle por la puerta que conduce al río Gobelas y, a continuación, lo introdujeron en un viejo Seat 124 de color blanco, camuflado de ambulancia. A continuación conectaron las sirenas y se lanzaron por el camino de Asúa, hacia Sondica, pidiendo paso de urgencia, paso de secuestro. El joven y espigado guardia municipal que dirigía la circulación allí cerca, en el cruce de la carretera de Asúa con la avenida de los Chopos, paró el tráfico para franquear el paso a «una ambulancia que iba con enfermeros». «Ese día pasaron varias ambulancias», nos comentó tiempo después. ETA lo había planeado todo al milímetro.

 

Mientras el Seat blanco rodaba sobre los charcos y las inundaciones que habían provocado los aguaceros de la noche anterior, los otros dos miembros del comando secuestrador aún seguían en la casa. Se habían quedado allí para esposar a mis hermanos y a Marcelina, Rogelio y Enrique Babcock a unas camas doradas de hierro que había en la habitación de Borja. Luego les metieron gasas por la boca y les pusieron unos esparadrapos sobre los labios para que nadie pudiera oírles en caso de que se pusieran a dar voces. Pero en cuanto los secuestradores abandonaron la casa, Borja explicó a todos el modo en que podrían liberarse de los barrotes a los que estaban atadas las esposas. Simplemente había que desenroscar unos tornillos que había debajo de cada barrote, por lo que, en cuestión de segundos, se deshicieron de ellos y puestos ya en pie, con las esposas colgando de las manos se lanzaron, unos a la calle para pedir auxilio y otros, como Enrique, nuestro hermano, al dormitorio de nuestro padre para avisar a la policía. Al otro lado del hilo telefónico, el agente creyó que se trataba de una broma. Enrique le facilitó el número de teléfono de la casa para que le devolviera la llamada cuanto antes y comprobara su veracidad. Sin embargo, habría otras personas más crédulas que se personarían frente al chalet antes que nadie: los periodistas.

 

A las nueve y media de la mañana, la radio ofreció el primer flash de alcance: «Javier de Ybarra y Bergé, de 63 años de edad, ha sido secuestrado por la organización terrorista ETA a primera hora de esta mañana en su domicilio de Neguri. Ybarra es consejero del Banco de Vizcaya desde hace casi treinta años; consejero de Iberduero; presidente y mayor accionista de la empresa editora de los diarios El Correo Español-El Pueblo Vasco, de Bilbao, y de El Diario Vasco, de San Sebastián; presidente de la Asociación Internacional de Magistrados de la Juventud; presidente del Tribunal Tutelar de Menores de Bilbao; presidente del reformatorio de Amurrio y académico correspondiente de Historia. En 1947, con 32 años, fue presidente de la Diputación de Vizcaya y, en 1963, alcalde de Bilbao. Actualmente, es presidente ejecutivo de Babcock Wilcox.»

 

Ocho años después de que mi padre abandonara la alcaldía, algunas pintadas callejeras anticipaban, a finales de mayo de 1977, que «Ybarra no votará» en las primeras elecciones democráticas del 15-J. Durante aquella primavera, Vizcaya había sido golpeada por fuertes temporales que acabaron dejándola convertida en zona catastrófica. Los informativos y telediarios solían abrir sus espacios con las estremecedoras imágenes de las inundaciones.

 

Cinco días después del secuestro, recibimos la primera carta de ETA, fechada el 22 de mayo de 1977: «Javier de Ybarra, reconocido miembro de la clase dominante del Estado español, representa un típico ejemplo calificado de poderío económico y político estrechamente relacionado con las más altas esferas del todavía intransigente búnker franquista. Sus vínculos familiares y financieros alcanzan a tan conocidos clanes como los Oriol, Churruca, etc. detentadores, todos ellos, del sistema de explotación en que se halla sumido el pueblo trabajador vasco. Con el arresto de J de Ybarra hemos golpeado uno de los pilares sustanciales en que se asienta el actual Estado opresor.» Firmaba «el comando de intervención popular Zaharra».

           

En realidad ETA exageraba el perfil político y financiero de nuestro padre. Políticamente, nunca había sido más que un gestor: presidente de la diputación de Vizcaya con 32 años y alcalde de Bilbao. En su primera audiencia en El Pardo, le pidió a Franco la supresión del castigo como «provincias traidoras» a Vizcaya y Guipúzcoa y el 21 de agosto de 1947, en un acto en la sede de la diputación al que asistieron el presidente de las Cortes, Esteban Bilbao, el ministro de Justicia, Fernández-Cuesta, el de Industria, Suances, el de Agricultura, Carlos Rein, y el inspector de Embajadas, José Félix de Lequerica, pidió la devolución de los conciertos económicos.[iii] «Las caras de todos eran un poema», solía decirnos años después. «Esa noche echamos los cerrojos de la casa, por si el gobernador, Genaro Riestra, venía a detenerme», nos contaba en clave de humor.

 

El cese no llegó de inmediato. Al régimen no le interesaba enemistarse con una familia que participaba en la banca, en la industria y en la prensa vasca y que, durante la reciente guerra civil, había entregado muchos muertos y heridos a la causa. Lo cesaron tras la donación de unos terrenos hecha al primer obispo de Bilbao y aprovechando un viaje suyo al Vaticano, a una audiencia con Pío XII. A su regreso, aterrizó en Sondica y se dirigió a su despacho oficial. Nada más entrar, encontró sentado en su antiguo sillón al nuevo presidente de la diputación. Era alguien a quien nunca antes había visto: José María Ruiz Salas.

 

En cuanto a la capacidad financiera de nuestro padre, ETA erraba en su objetivo si pensaba que estaba secuestrando a uno de los hombres más ricos de la familia. Él dedicaba la mayor parte de su tiempo a las labores sociales y de reeducación de menores. Nunca sintió particular interés por el dinero. En realidad, el único negocio propio y familiar que le quedaba, al margen de los consejos a los que pertenecía en representación del banco, era Bilbao Editorial, la empresa propietaria de los diarios El Correo Español, de Bilbao y El Diario Vasco, de San Sebastián.

 

Seguramente, la razón por la que ETA decidió secuestrar a nuestro padre y no a otros miembros de la familia que ostentaron cargos políticos (Fernando Ybarra fue subsecretario del Ministerio de Desarrollo; Emilio Ybarra, el mismo que más tarde sería presidente del BBV desde 1990 hasta su polémico cese en 2001, fue primer teniente de alcalde de Bilbao con dos alcaldes diferentes) se debía al hecho de que él representaba ser el jefe del clan y era quien más simpatías conciliaba en el entorno familiar, por lo que ETA no dudaba que la familia «se volcaría en el pago de su rescate». De hecho, como dirá más tarde, ETA pedía el dinero a toda la familia y a su «entorno», y no únicamente a nosotros, sus hijos, que no poseíamos tal cantidad. Ya en la primera carta, la organización terrorista, como hemos visto, citaba a familias concretas –los Oriol (Luis María Ybarra y Oriol) y Churruca (Santiago y Emilio Ybarra Churruca)– como destinatarias de su mensaje.

           

Pero el caso es que, ahora, el 20 de mayo de 1977, había llegado la hora de la verdad, el momento decisivo en el que nuestros tíos y primos banqueros iban a decidir sobre la vida de uno de los suyos. Nada más producirse el secuestro nuestro hermano mayor, Juan Antonio, tuvo la feliz idea de crear un «comité de liberación» cuyo objetivo era conseguir la libertad de nuestro padre involucrando al Banco de Vizcaya, a cuyo consejo de administración pertenecía, en el pago del rescate mediante un crédito a doce años. El comité lo integraban Luis María Ybarra y Oriol, primo hermano de nuestro padre y por tanto tío nuestro; Manuel Gortázar y Landecho, conde de Superunda, cuñado de nuestro padre; Gaizka Ortúzar Wakonigg, cuñado nuestro, y el propio Juan Antonio.

          

Cuando Juan Antonio enseñó a los tíos y primos banqueros la carta en la que ETA exigía el pago del rescate a toda la familia y no sólo a nosotros, hubo familiares que se evaporaron y a los que nunca más volvimos a ver. Otros, en cambio, dieron la cara y se dignaron a colaborar. Pero fueron muy pocos. Podían contarse con los dedos de una mano: José Luis Ybarra y Villabaso, Ignacio Ybarra Bergé, Manuel Gortázar y Landecho, conde de Superunda, Begoña Chalbaud Ybarra (mujer de José María de Barandiarán), y Emilio Ybarra y Churruca. Pero, en realidad, daba lo mismo, pues en la primavera de 1977, con una inflación del 26% y un mercado bursátil por los suelos, no era fácil reunir aquella cantidad sin grave perjuicio para ellos mismos. Por eso, la fórmula del crédito bancario parecía la mejor solución. Así que, si Emilio se había ofrecido a colaborar, no dudábamos que él, como consejero-delegado-prestamista del Banco de Bilbao, nos daría un crédito generoso, fiándolo al largo plazo. De ese modo, nuestro tío político, Galíndez, y sus patrocinadores no tendrían más remedio que seguir los pasos del Bilbao.

 

Además de estas cinco venerables personas que se prestaron a colaborar, hay que hacer una mención especial al tío Perico Ybarra y Mac-Mahón, marqués de Mac-Mahón y barón de Güell, consejero del Banco de Vizcaya y miembro del Comité Olímpico Internacional, que nos dijo que contásemos con él para lo que fuera. También su hijo, Pedro Ybarra Güell, ayudó a nuestros hermanos, Juan Antonio y Gaizka, en todo tipo de gestiones cerca de los integristas de ETA. Sin olvidar tampoco a los generosos consejeros del Banco de Vizcaya, cuyos nombres desconocemos, que ofrecieron destinar sus dietas de varios años al pago del rescate, aunque Galíndez rechazó esa oferta.

 

En cambio, el tío Luis María nos dijo que le venía mal colaborar, como también debió de venirle mal a su sobrino carnal y consejero del banco, Nunca nos puso el tío Luis María una excusa moral, sino una simplemente económica. El asunto de pagar a una organización terrorista no creaba un problema de conciencia pues ya eran muchos los empresarios y banqueros que comprendían que, en caso de secuestro por parte de una organización terrorista que actuaba desde hacía más de quince años, la salvación de una vida humana estaba por encima de cualquier otra consideración.

 

A Fernando Ybarra López Dóriga, tercer marqués de Arriluce de Ybarra, también debía venirle mal. Fernando era un primo mío, veinte años mayor, a cuya mujer (Carmen Careaga, hija del conde del Cadagua, el presidente del banco que nombró a Galíndez su sustituto) le sostuve, siendo niño, la cola de su traje de novia. Ello da idea del afecto, o interés, que demostraba hacia mi padre, de quien había recibido favores singulares a cambio de promesas incumplidas. Por ejemplo, y sin tener ningún motivo para ello, nuestro padre le nombró consejero de la empresa propietaria de El Correo Español, de Bilbao y del Diario Vasco, de San Sebastián porque se quejaba de que «Emilio fuese y yo no». Cuando nuestro hermano Enrique, vicepresidente de la empresa editora de ambos diarios, marchó a trabajar a  Nueva York, Fernando le pidió, sin éxito, que le prestara el cargo mientras tanto. Cuando, en 1987, nombramos a Santi Ybarra, el hermano de Emilio, consejero de la empresa editorial por cuenta de nuestro cupo familiar, Fernando se quejó de ello al conde de Superunda: «Figúrate Manuel lo que han hecho estos chicos. Han nombrado a Santi consejero de El Correo. Ahora», se lamentaba, «hay dos a favor del Banco de Bilbao contra uno», el propio Fernando, «del Vizcaya. Estos chicos», concluía, «no se merecen el que tengamos con ellos ningún tipo de consideración».

           

A pesar de todo, en la primavera de 1977, necesitábamos confiar en la movilización personal de Fernando para salvar la vida de su tío Javier. Pero Fernando no dio señales de vida durante el secuestro. Se instaló entre su piso de la calle de Velázquez de Madrid y el de la planta segunda del palacio de Arriluce, en Neguri, un castillo que mandó construir su abuelo a su cuñado, el arquitecto José Luis de Oriol y Urigüen, para festejar con cemento y teja los éxitos empresariales de sus antepasados. El padre del primer marqués de Arriluce, mi bisabuelo Fernando, había fallecido en 1888, a los 44 años, con una reputación de hombre austero y generoso, respondiendo estupendamente al retrato que Blasco Ibáñez hace de Bilbao en su novela El Intruso, donde dice que los únicos dineros que nunca se miraban en Bilbao eran los que solían destinarse al modo de vestir a los niños y a los gastos electorales. De hecho, Maria, la viuda de mi bisabuelo, fiel a los principios de familia, decidió no seguir costeando el castillo de su hijo y tuvo que ser el hermano de Fernando, mi abuelo Gabriel, quien pidiera el dinero a su madre sin decirle que, en realidad, era para que el primogénito de la casa pudiera inaugurar su aparatosa y cara fantasía.

 

Durante los primeros días del secuestro, cuando ETA comenzó a enviarnos las primeras conminaciones al pago, los hermanos solíamos tranquilizarnos pensando que la fidelidad que nuestro padre había mantenido con el banco durante treinta años tendría ahora su recompensa con el crédito de mil millones que prometíamos devolver en doce años. Los favores que nuestro padre había rendido al banco merecerían capítulo aparte, favores impagables, desde sus periódicos y otros campos de su actividad. Así que no se trataba de malvender ahora las acciones y las casas con las que no alcanzábamos la cifra exigida, sino de esperar unos años. La transición económica marchaba bien y lo lógico era que, tarde o temprano, todo valiera lo que, en realidad, merecía valer. Entonces, con nuestro padre vivo, podríamos devolver el crédito vendiendo parte de las acciones de los bancos o las de El Correo, de Bilbao y El Diario Vasco, de San Sebastián, de los que nuestro padre era, como ya sabemos, el mayor accionista. Así que, en eso y en la correspondencia del banco hacia la lealtad que nuestro padre mantuvo con él, fundábamos todas nuestras esperanzas.

 

Mientras tanto, las exigencias de ETA retumbaban en nuestras cabezas: «La oligarquía de los Ybarra», decían en su carta del 26 de mayo, «entregará a ETA la cantidad de mil millones de pesetas. En caso contrario, J. de Ybarra será ejecutado, como lo fue Ángel Berazadi. Firmado: Comando Nicolás Mendizábal, Zaharra, ETA.» ETA volvería a recordar a todos los Ybarra esta cantidad de mil millones en su carta del 4 de junio: «Si ustedes se atienen estrictamente a nuestras indicaciones y cumplen con las exigencias requeridas por nuestra organización pueden estar seguros que respetaremos la vida [subrayado de ETA][1] de J. de Ybarra. En caso contrario, tengan la plena seguridad de que no dudaremos un instante en EJECUTARLO». Adjunta venía una carta de nuestro padre que decía así: «Queridos hijos, por fin mis secuestradores me permiten escribiros después de que han transcurrido siete días desde que escuché vuestro mensaje por la radio. Me encuentro bien de salud y muy fortalecido espiritualmente ya que en la adversidad me encuentro más unido a Dios. Le doi [sic][2] gracias por ello, y acepto plenamente cuanto pueda disponer respecto de mí. Os tengo muy presentes, así como a cada uno de los miembros de nuestra querida familia, y a los amigos, y pienso en los asuntos que me incumben, especialmente en los que viven momentos delicados, y sin olvidar los muy entrañables de tutela y reeducación de menores».

 

Por fin, una tarde, se pasó por casa el tío Manuel para darnos la gran noticia de que el Bilbao y el Vizcaya habían decidido conceder un crédito conjunto para rescatar a nuestro padre, pero que Emilio Ybarra exigía que firmásemos la pignoración de las acciones de los periódicos porque «los secuestrados no responden de los créditos». El hecho de que Emilio y el Banco de Bilbao se involucrasen en el asunto del rescate nos parecía una garantía, «un milagro», como decía Marcelina. Al día siguiente, fue el tío Luis María el que vino a confirmarlo y nos advirtió que vendría con las pólizas crediticias «mañana o pasado mañana». Luego, añadió algo que sólo unos días después lo entenderíamos mejor: «Pero, ya sabéis que vuestro padre no tiene los mil millones que ETA pide. Vuestro padre tiene lo que tenemos todos».[3]

 

Entretanto había llegado el esperado día en el que Luis María debía de presentarse en casa con el crédito de la liberación que, finalmente, decidieron conceder al «pobre Javier» los bancos de Bilbao y Vizcaya. Allí estábamos todos los hermanos, dispuestos a firmar lo que hiciera falta. Aquel era un momento emocionante, así que decidimos subir a vestirnos apropiadamente para la ocasión. Debían de ser las siete de la tarde cuando sonó el timbre de la puerta principal. Cada vez que sonaba el timbre, Marcelina palidecía. Pero ahora no había motivo para ello, pues era el tío Luis María que venía con las pólizas crediticias. Sin embargo, notamos algo extraño en su comportamiento: no quería entrar en el despacho y acababa de entregar todos sus papeles a nuestro cuñado, Iñigo Igartua. Enseguida comenzó el desfile para proceder al acto solemne de la firma. Emilio y Galíndez debían de estar al tanto de la hora. Al fin y al cabo eran ellos quienes habían dado el visto bueno al crédito de la liberación y había sido Emilio, y no Galíndez, el que había exigido que lo firmásemos. La primera en pasar por la mesa de la firma fue una de mis hermanas. De pronto, vimos que su rostro palidecía. Miraba la póliza como si no pudiera creerse lo que acababa de comprobar. Entonces firmó y luego escupió sobre ella. ¿Qué habría visto nuestra hermana?

 

Los bancos de Bilbao y Vizcaya únicamente nos concedían veinticinco millones de pesetas cada uno, en vez de los mil que exigía ETA. Pero aún así, proseguimos con el rito que exigía Emilio Ybarra. ¿Cómo íbamos a enfrentarnos a los bancos? ¿Y si luego nos concedían otra cantidad suplementaria? Cuando el tío Manuel nos contó que Emilio, el sobrino predilecto de nuestro padre, había dicho que «a un secuestrado no se le podía dar un crédito» porque no podía responder de él, comprendí que Jesucristo echase a los mercaderes del templo a latigazos. De momento, solo una cosa parecía clara: los bancos nos habían obligado a firmar la sentencia de muerte de nuestro padre. Entre la frialdad de los tíos y primos banqueros y la impotencia de sus hijos se estaba consumando el sacrificio del padre. La pregunta que todos nos hacíamos era: ¿Por qué nos concedieron únicamente aquel crédito vergonzante? ¿Por qué valoraron tan bajo los diarios El Correo Español y El Diario Vasco? ¿No eran ellos banqueros, conocedores del precio futuro de los negocios? No fueron capaces de calcular que veinte años después, el patrimonio de nuestro padre en el grupo Correo hubiera ascendido a más de cien mil millones de pesetas. Cosme propuso ir a manifestarnos a casa de Arriluce, de Ángel Galíndez y de Emilio Ybarra. Marcelina apoyaba la propuesta e, incluso, proponía el traerse a todo Ibarranguelua para participar en la protesta. «A toda la oligarquía de los Ybarra», insistía ETA en sus dos últimas cartas y, en las negociaciones, incluían verbalmente la expresión «y su entorno». Los terroristas sabían bien que nuestro padre no tenía, en 1977, los mil millones que pedían y quienes, en la familia, se excusaban diciendo que «a Javier iban a matarle, se pagara o no», saben que estaban mintiendo.

 

 



[1] En adelante, si no se indica lo contrario, el subrayado proviene del original.

[2] El subrayado es del autor. El error gramatical, pensamos, como luego se verá, que era un mensaje desde la cueva del Gorbea.

[3] En torno a los doscientos cincuenta millones de pesetas.



 

Capítulo 1

ETA entra en casa

 

[i] Joseba Zulaika: de notas intercambiadas entre él y el autor y de Joseba Zulaika, La violencia vasca: metáfora y sacramento, Editorial Nerea, Hondarribia, 1990.

[ii] Juan María Peña Ibáñez, El Diario Vasco. 50 años en Guipuzcoa. Biografía de un periódico, Sociedad vascongada de publicaciones, S.A., San Sebastián, 1984.

[iii] Actos Públicos, I, Excma. Diputación de Vizcaya, 21.VIII.1947. Conmemoración de la época en que el Ministerio de Industria y Comercio estuvo instalado en la sede de la Diputación, durante la guerra.