I
Un domingo con J. Robert Oppenheimer
Dando
vueltas y más vueltas en un giro cada vez mayor,
el
halcón no puede oír al halconero;
las
cosas se desgajan, el centro no puede sostener;
la
simple anarquía se abate sobre el mundo,
la
marea empañada de sangre se desata, y por doquier
se
ahoga la ceremonia de la inocencia;
los
mejores carecen de toda convicción, los peores
rebosan
intensidad apasionada...
William Butler Yeats, «The Second Coming»
Septiembre
de 1986
Mientras
los hombres hablaban en voz baja, me imaginé a Kaori, la tía de mi compañera de
piso. Su tío era quien contaba la historia de su familia: las muertes de su
esposa e hija. La tía Kaori, explicaba, había buscado a tientas a su bebé, que
se había apartado de su lado, pero no podía moverse porque sólo le quedaban
muñones y manaban cascadas de sangre oscura donde antes tenía piernas. Su
escurridiza hija, que todavía quería chillar cuando ya se le estaba desgajando
una carbonilla negruzca de la mejilla, murió. Kaori pudo llegar a rozarle el muslo.
Como Kaori y su hija, otras cien mil personas perecieron instantáneamente tras
aquel primer momento de quietud. Y, como el tío superviviente de mi compañera,
muchos más nunca volvieron a estar vivos del todo.
Nosotros
estábamos cómodamente sentados en Cambridge, rodeados de atlas de gran formato
impresos en Italia, miniaturas de origami —grullas, mariposas, cuadrados—
esparcidas por el suelo, y el revoltijo de una cena tardía y demasiado
abundante. Hablábamos de Hiroshima, de aquel día de hacía cuarenta y un años.
Pese a las vívidas imágenes de la tía Kaori que me venían a la cabeza,
escuchaba con más atención y más callada de lo que suelo. David Hawkins, mi
amigo, y Phil Morrison, nuestro anfitrión, estaban reviviendo aquellos
recuerdos de nuevo; Morrison hacía muecas elocuentes. Hawkins, filósofo y
pedagogo, veterano de Los Álamos, era el autor de la historia oficial de la
fabricación de la bomba. Se acusaba a sí mismo, sin que se le entrecortara la
voz, de haber escrito un texto pedante y tosco, un informe de encargo, tan
detallado que, afirmaba, resultaba ininteligible incluso para él.
Yo
había oído hablar del profesor Morrison mucho antes de conocerle. Treinta años
atrás, Carl Sagan, mi novio de entonces, que aspiraba a ser científico, me
había dicho más de una vez: «Morrison montó Fat
Man en Tinian». Tinian era la isla del Pacífico Sur desde la que partió la
bomba atómica hacia Japón, Fat Man
era el apodo de la bomba: Morrison, afirmaba Carl, había ayudado a cargarla en
el avión.
Como
si se burlara de lo pequeña que se había quedado la Tierra post-Apolo, con su
tectónica de placas, un globo terráqueo tridimensional (colocado sobre un
pedestal de plato giratorio, iluminado desde dentro) proyectaba sombras sobre
nosotros. Me fijé en la cadena dorsal mesoatlántica, visible en el planeta
resplandeciente.
Phil
y David estaban recordando las discusiones con el gran líder cuya pasión había
sido construir la bomba: J. Robert Oppenheimer. La cuestión era si utilizarla o
no, si, una vez desarrollada y probada con éxito, Fat Man debía lanzarse o no.
Phil
me miró sin verme.
—Oppenheimer
quería lanzarla; creía que tenía que lanzarse. Era su Fat Man, su hijo, su invención. Bien es verdad que no le pertenecía
a él en exclusiva, no era de su propiedad, pero le ofrecía la oportunidad de
compartir su gloria. Era la prueba viviente de que todo el esoterismo, todas
las ecuaciones, todas las fórmulas arcanas y el misterio inefable eran algo.
Algo tangible. Algo con valor económico y político.
Hizo
una pausa y abrió limpiamente una cáscara de almendra con un cuchillo de mesa.
—Todo
el esfuerzo, las ingentes cantidades de dinero, merecían la pena. Nuestras
actividades dejaban de ser sólo la poesía de una matemática sin sentido.
Durante casi tres años Oppenheimer trabajó sin cesar; y con él, para él,
nosotros trabajamos otro tanto. El nuestro fue un trabajo desinteresado, por
amor. Después de todo, íbamos a detener la carnicería en Europa, la destrucción
de la civilización, la locura de Hitler. Contábamos con los medios que cambiarían
las cosas. Por descontado, Oppie defendía que no sólo debíamos tener la bomba.
Debíamos lanzarla.
Phil
se comió la almendra.
—Yo
era un verdadero idiota. Admiraba a
Robert Oppenheimer. Claro, era mayor que yo y, además, mi superior. Sería
atrevido por mi parte decir que le quería o incluso que le temía: la verdad es
que me producía mucha ansiedad. Fuera como fuese, le hacía caso. Tenía muchos
argumentos —Phil los fue subrayando con un gesto—. Contábamos con el arma más
peligrosa de la historia de la humanidad. Esta bomba-A era cualitativamente
distinta, no se trataba sólo de más TNT. La bomba-A podía desatar el
apocalipsis. Necesariamente debía someterse a un control consensuado,
establecido de común acuerdo. Pero, ¿cómo iba la gente a restringir el uso de
un monstruo que ni siquera era capaz de imaginar? Nosotros éramos los
responsables de la exhibición pública de la bomba-A. Debíamos demostrar sin
dejar lugar a la menor duda la enormidad de la devastación potencial que podía
causar —Hizo una pausa.
»Teníamos
que acabar con todas las guerras; podíamos acabar con todas las guerras. Por
eso la bomba tenía que lanzarse de una manera pública e inequívoca, debía haber
miles de testigos presenciales de su capacidad destructiva.
Permanecíamos
en silencio mientras las sombras seguían girando.
»Yo
estaba de acuerdo con Oppenheimer —Phil asentía, despacio—. Yo quería lanzar la
bomba para mostrar un horror indiscriminado; estaba seguro de que mi colega
pondría fin a la guerra. Todas las personas en su sano juicio, incluidos los
militares más entusiastas, comprenderían que una guerra en la que una bomba
podía arrasar Nueva York o París era impensable. Al principio habíamos hecho
cálculos sobre el papel que demostraban que una única detonación podría llegar
a quemar el aire, a incendiar potencialmente toda la atmósfera. Vale, sí, como
se vio, los cálculos eran erróneos... la probabilidad de que se quemara el aire
era extremadamente pequeña. Con todo, durante años me ha perseguido una
persistente pesadilla en la que la Tierra arde entera en una hoguera
definitiva.
»¿Quién
era yo? Un joven estudiante de física. Estaba muy cerca de donde se cocían
grandes cosas y tenía un interés apasionado pero, para variar, sobrevaloraba mi
propia importancia. Animado por mi propio sentido del imperativo moral, hablaba
con la seguridad en sí mismos de los jóvenes. Por entonces nos reuníamos casi
cada noche, podían venir los científicos y técnicos que quisieran y, por
descontado, yo siempre acudía arrebatado por el hecho abrumador de que estábamos
haciendo historia. Siempre expresaba mis opiniones, incluso entonces. Defendía
con insistencia una explosión pública de la bomba-A. Sabía que Oppenheimer
tenía razón, que debíamos demostrar su poder a cuantos militares de cuantos
lugares fuera posible. Esa explosión —su simple hecho— revelaría lo absurdo que
era la continuación de la carrera de armamentos. Pero lo que yo sugería era una
exhibición bien publicitada de la bomba en el océano Pacífico. El presidente
Truman invitaría no sólo a nuestros aliados, sino también a Japón y Alemania.
Descubrí —tarde, claro— que distaba mucho de ser el único que abogaba por una
gran exhibición pública.
»Oppie
se opuso con vehemencia a una simple demostración. Era categórico: «Para que
detengamos todas las guerras, tenemos que parar esta ahora». Debíamos lanzar un
ataque por sorpresa que tuviera consecuencias, que demoliera un objetivo
militar japonés significativo. Debíamos exigir la rendición inmediata de Japón
y Alemania. Oppie lo había expresado de manera espeluznante, lo recuerdo con
toda claridad: «Tenemos que utilizar Fat
Man. Tenemos que bombardear Berlín y Tokio simultáneamente».
Phil
sostuvo el pedestal e hizo girar el globo iluminado proyectando sombras. Rompió
otra almendra.
—¿Por
qué dices que eras un completo idiota? —preguntó David.
Phil
miraba, distraído, más allá de David, más allá de mí, más allá del globo.
—Tras
semanas de reflexionar, de discutir y de debatir todos habíamos casi
coincidido: el general Leslie Groves, los otros físicos, todo el mundo, incluso
las esposas, pero el que más claro lo tenía era Oppie. Aquella noche, después
de cenar en el gran salón le escuchamos. El acuerdo al que habíamos llegado era
(empezó a levantar los dedos para el recuento):
»Uno,
debíamos lanzar la bomba para mostrar su poder al mundo, para acabar con la
guerra.
»Dos,
primero la lanzaríamos sobre Japón, sobre un objetivo lo más estrictamente
militar que pudiéramos encontrar, como Hiroshima o Nagasaki. Si Japón no se
rendía después de lanzar Fat Man,
entonces tendríamos un plan de contingencia para bombardear Alemania
inmediatamente después con la segunda bomba.
»Tres,
después de probar la bomba-A, debíamos lanzarla tan pronto como fuera posible.
»Sólo
quedaban unas pocas preguntas por responder. ¿Hasta qué punto se debía informar
con antelación al mundo de que el ataque con la bomba era real e inevitable? ¿A
quién debía informarse? ¿A cuantos pudieran entenderlo en el mundo entero?
¿Cuánta información dar? Primero debería plantearse un ultimátum. Como mínimo,
deberían tener tiempo para la evacuación.
»Y
yo era un idiota. Al principio, discutí, quería que se le diera tanta
publicidad de antemano como fuera posible. Al final, acabé defendiendo que no
se informara a nadie. Era un completo idiota.
—¿Por
qué? —preguntó David.
—Me
dejé influir por un argumento —Phil volvía a asentir con la cabeza— que jamás
debía haber aceptado. ¿Adivináis qué fue lo que me convenció para que
siguiéramos adelante y lanzáramos la bomba sin avisar a nadie?
Repondió
David:
—Probablemente
nadie te hizo caso porque Oppenheimer, con su característica ambivalencia,
quería sentir en su plenitud el poder de ese momento: la bomba lanzada a un
objetivo y con un calendario de los que sólo él estaba al tanto. En todo caso,
eras demasiado joven, ¿quién te habría escuchado?
Phil
negó con la cabeza.
—Sí,
era joven, pero no se trataba de eso. No creo que Oppenheimer estuviera tan
obsesionado por el poder. No, no era eso. Se trataba de la tripulación. Lo
único que contaba era la tripulación americana; yo conocía al piloto: Tibbets.
—¿Qué
quieres decir con lo de la tripulación? ¿Quién es Tibbets? —preguntó David en
voz baja. Contuve el aliento.
—Señalaron
—Oppie, Groves y otros— que si dábamos la menor información se nos podría
acusar con todo derecho de asesinar a la tripulación. Si se avisaba, la defensa
del enemigo estaría preparada; el avión que llevara la bomba probablemente
sería derribado. Morirían, sacrificados. La tripulación se convertiría en un
grito de batalla, chivos expiatorios de los caprichos de los físicos. Había, de
hecho, varios pilotos potenciales. Todos poseían la formación técnica
requerida. Dos o tres llevaban años con nosotros en Los Álamos; yo los conocía
a todos de vista.
»Pero
al que mejor conocía era a Tibbets. Uno de sus hijos ya era un soberbio
pianista con ambiciones de componer. Yo pensaba en la inevitable muerte de su
padre. Acabé aceptando el bombardeo secreto. Pensaba que así salvaba la vida de
ese piloto. Una vida frente a cien mil.
El
dolor asomó en los ojos de Phil. David apartó la mirada.
—Pero,
si supieras lo que sabes ahora y si tuvieras otra oportunidad —preguntó David—,
¿qué habrías hecho? Al fin y al cabo, entonces sólo tenías veintinueve años.
¿Qué habrías decidido?
—No
lo sé. —Había sombras en el rostro de Phil. —No lo sé. La gente todavía no lo
entiende. Nadie llega a hacerse una idea de la seriedad de estas armas. A veces
todavía pienso que nos hacen falta más demostraciones, no en Nueva York o
Washington D.C., sino, pongamos, en Fairfax County, Virginia, o en Gehesda,
Maryland. O aquí, en Cambridge Common, Westchester County, o en Grosse Point,
Michigan. —Hizo una pausa. —No estoy defendiendo en serio el bombardeo de zonas
residenciales.
»De
hecho, supongo que si tuviera que pasar por todo aquello otra vez acabaría haciendo
caso a Oppie de nuevo. Él concibió el proyecto, nos reunió para que
trabajáramos como locos, nos estimuló con la física, respirábamos en la
atmósfera que él había creado: era su dulce victoria. En ese momento confiaba
en su buen juicio. No se trataba sólo de lealtad hacia mi líder. Se trataba de
que JRO era un sabio. Todavía estoy convencido de que creía que su objetivo era
parar a Hitler en particular y la guerra en general. Sí —la voz de Phil había
adquirido un tono de triste seguridad—, sí, probablemente apoyaría a
Oppenheimer otra vez.
Nos
fuimos al cabo de un rato y, mientras bajábamos las escaleras, la conversación
seria se fue deslizando hacia lo superficial: el boom en las ventas de comida
sana de Spirulina, la bacteria que se
vendía bajo el tranquilizador nombre de «algas verdeazuladas» para que
recordara a una planta.
Cuando
salíamos al inesperado fresco de la noche, recordé primero con claridad, a la
hija de la tía Kaori carbonizada y luego, con un sobresalto, mi propia versión
de J. Robert Oppenheimer. Oppie, el hombre que había cambiado el mundo en
sentidos que nunca imaginó, que ni siquiera pudo haber predicho. Hasta esa
conversación en casa de los Morrison, me había olvidado de lo que sabía, lo que
pensaba que sabía, del profesor Oppenheimer. Una larga y sinuosa serie de años,
ciertamente, separaba 1986 de 1955. Yo, también, había admirado a Oppenheimer.