La vida ordenada

El arreglo

 

 

Llegué a casa de mis tíos cuando empezaba a oscurecer y, mientras subía con la maleta los cuatro pisos (el elevador no funcionaba), noté lo avejentado que estaba el edificio. En mis tiempos, con su amplio jardín arbolado que lo separaba de las demás construcciones, era el inmueble más elegante de la calle Sofonisba, y ahora, tal vez por ese mismo jardín tan fuera de época, parecía una isla en descomposición.

Faltando un piso para llegar me detuve a recobrar el aliento. Habían pasado seis años desde mi última visita y no quería dar una impresión de declive físico. Temía que mi primo Ruso, el miembro más joven de la familia, que a sus treinta años vivía todavía con mis tíos, hiciera alguno de sus comentarios sarcásticos. Subí y, cuando mi respiración se normalizó, toqué el timbre. Me abrió mi tía, que tardó un segundo en reconocerme. «¡Te esperábamos mañana!», dijo al abrazarme y vi con alivio que no había envejecido y conservaba su mirada alerta y mandona. Abracé enseguida a mi tío, que asomó desde la sala.

—¿Qué es esa cortina? —les pregunté señalando la cortina color crema que interrumpía el pasillo.

—El arreglo —dijo mi tío.

—¡Qué arreglo ni qué nada! —exclamó mi tía con su voz estridente—. Déjalo que descanse.

Me tomó del brazo y me llevó a la cocina para ofrecerme un café. En esa casa siempre lo recibían a uno con café, no importando la hora que fuera.

—¿Y Ruso? —pregunté.

—Se acaba de ir al trabajo —dijo mi tía.

—¿A esta hora?

—Tiene el turno de noche. No es tan pesado y le pagan mejor.

Me dijo que trabajaba como recepcionista en un hospital y regresaba del trabajo a las siete y media de la mañana. Después habló de otra cosa, pero yo seguía pendiente de la cortina del pasillo y, apenas pude, volví sobre el tema. Le pregunté de qué arreglo se trataba.

—Creía que ya lo sabías —dijo ensombreciéndose—. Le escribí a tu madre hace un año. ¿No te dijo?

—Me dijo que el nuevo dueño no les quería renovar el contrato.

—Hubo un arreglo.

Intervino mi tío, que estaba parado en el quicio de la puerta:

—Nos quitaron una parte del departamento. Ellos viven del otro lado.

Hizo un movimiento de cabeza para señalar más allá del pasillo. Lo miré sin saber si me estaba tomando el pelo, salí al pasillo, caminé hasta la cortina y la entreabrí. Había una pared blanca y al tocarla vi que era un muro sólido de tabiques, no una división prefabricada. Oí que mis tíos discutían. Entré en la sala, que se había reducido a la mitad de su

tamaño. Ahí también estaba la cortina color crema, tras de la cual toqué la nueva pared, tan sólida como la otra. Dos de las tres ventanas habían desaparecido y me acerqué a la única que quedaba para echar un vistazo afuera. Mis tíos seguían discutiendo y oí que hablaban de una mujer. Tuve la impresión de que reanudaban una discusión que yo había interrumpido con mi llegada y esperé a que menguara el altercado antes de regresar a la cocina. Cuando lo hice, el café ya estaba servido, los dos guardaban un silencio lóbrego y vi que la mía era la única taza.

—¿Ustedes no toman? —pregunté.

—No a esta hora —contestó mi tía—, luego no dormimos.

Me acerqué a la puerta de vidrio que daba al largo balcón que recorría por fuera la longitud del departamento y vi unos barrotes de aluminio que lo dividían en dos. La parte de mis tíos se había reducido a un trozo ridículo que medía lo que el ancho de la cocina. Les habían quitado la parte más extensa, la que daba a la calle Sofonisba, desde la cual de niño podía ver las ventanas de mi departamento situado en la acera contraria.

—¿Y cuándo pasó todo? —pregunté.

—En junio cumplimos un año —dijo mi tía.

Me explicaron que los nuevos dueños, inicialmente, querían todo el cuarto piso. Le habían rescindido el contrato a la vecina de la puerta de enfrente, que tuvo que irse, pero después, al ver que no necesitaban tanto espacio, habían decidido quitarles a ellos sólo una parte del departamento, dejándoles incluso el recibidor de la vecina, que era donde dormía Ruso.

—Entonces Ruso tiene que cruzar el rellano para ir a su cuarto —dije.

—Según ellos —dijo mi tío—, nos hicieron un favor porque nos dejaron dos puertas en el rellano, mientras ellos sólo tienen una.

—Si no aceptábamos, teníamos que irnos —sentenció mi tía—. Y ahora dónde encuentras una renta barata. ¿Crees que no seguimos buscando?

Empezó a hablar de la escasez de los departamentos en renta y de los precios por las nubes. Yo la oía a medias, la cara pegada al vidrio, y cuando mi tío salió de la cocina, ella cambió de tema y me preguntó por Amalia y el niño.

Le dije que estaban bien y estuve a punto de

enseñarle una foto de los dos que traía en la car-

tera, pero no lo hice. Miraba deprimido la drástica reducción del balcón y me arrepentí de haber prolongado mi viaje para visitarlos. Si me hubiera podido ir en ese instante, no lo habría pensado dos veces. Por suerte para justificar ante mi socio aquella extensión del viaje había tenido la precaución

de arreglar dos citas con dos editores locales. Eran compromisos intrascendentes, pero me permitirían ocuparme en algo.

—Te ves cansado —dijo mi tía.

—Todavía no me acostumbro al cambio de horario.

—Dormirás en el cuarto de Ruso, si no te molesta.

—¿Dónde va a dormir él?

—De noche está en el hospital.

—Pero cuando llega del trabajo, querrá dormirse. ¿A qué hora tengo que despertarme?

—Cuando llega del trabajo se queda un rato dando vueltas por la casa o simplemente se va y regresa más tarde, así que duerme todo lo que quieras.

—No quisiera molestar.

—¡Cómo te has vuelto ceremonioso! —Y añadió con otro tono—: El único problema es el baño.

Supuse que se refería a la molestia de tener que cruzar el rellano para ir al baño.

—No es problema —dije—, cruzo el rellano. Traje mi bata.

—No tenemos baño —dijo mi tío, que reapareció en el quicio de la puerta y pronunció esa frase con la solemnidad de un mal actor que recita su único parlamento en una obra.

Recuerdo la mirada de los dos, como si me rogaran que les creyera para evitarse la humillación de tener que convencerme de que no se trataba de una broma. Se formó un silencio tan pulcro que llegó hasta nosotros la embestida de una ráfaga de viento contra los eucaliptos del jardín.

—Se supone que el cuarto de Ruso va a ser nuestro baño —dijo mi tía en voz baja, como si alguien nos oyera—, pero todavía falta que lo acondicionen. Por ahora nuestros vecinos del segundo piso, los Rubio, nos prestan el suyo en la mañana después de irse a trabajar. En la tarde bajamos con la conserje. También Ruso baja con ella, pero con los Rubio no, porque le caen mal.

—Nos aguantamos —dijo mi tío al ver mi expresión de incredulidad—. Uno se acostumbra.

—Por eso no te sirvo más café —añadió mi tía—. De todas formas, debajo de la cama de Ruso, por si acaso, hay una bacinica. No le he dicho nada a tu madre para no deprimirla.

Desvié la vista hacia el vidrio del balcón, y ella, al ver que yo no decía nada, añadió:

—Nos redujeron la renta a dos mil quinientos, que es el mínimo, y no nos podemos quejar. Hemos vivido aquí la mitad de nuestra vida. Hoy día, en una zona como ésta, no encuentras nada por menos de diez mil, lo que se dice nada.

Hasta ese momento recobré la certeza de que no habían perdido el juicio y asentí mecánicamente con la cabeza.

—No le diré nada a mamá —dije— para que no se deprima.

—Es mejor —dijo ella—. De todos modos, esto se va a resolver muy pronto, en dos semanas o a lo mucho en un mes.

No recuerdo de qué hablamos después, o quizá no hablamos, porque ya era la hora de su telenovela. Fuimos a la sala. Estaba tan cansado que frente al televisor se me cerraron los ojos.

—Vete a dormir —dijo mi tía, y no me lo hice

repetir dos veces. Me dieron la llave del cuarto de Ruso y mi tío se ofreció a acompañarme, pero le dije que no hacía falta. Crucé el rellano con la maleta y, cuando metí la llave, me pareció oír un ruido proveniente de la puerta de en medio, la de los nuevos dueños del edificio, y me quedé a la escucha unos instantes. Después abrí el cuarto de Ruso, entré y prendí la luz. Era un cuarto pequeño y sin ventanas. Siguiendo el consejo de mi tía accioné el ventilador de pared. Se produjo un tenue zumbido semejante al eco de una caldera lejana, que me hizo pensar en el camarote de un barco. Me desvestí, apagué la luz y, al abrir la colcha de la cama, olí con agrado el leve perfume que desprendían las sábanas.

 

 

Mi tía me había pedido que no dejara las llaves pegadas a la cerradura, porque tal vez Ruso, de regreso del hospital, necesitaría entrar para coger alguna ropa, así que cuando oí en la mañana el ruido de la llave y de la puerta que se abría, supuse que era él. Por suerte yo me encontraba con la cara vuelta hacia el muro, así que me hice el dormido. Lo oí abrir un cajón de la base de la cama y hurgar en su interior. No prendió la luz, ayudándose únicamente con la del rellano que penetraba por la puerta, y luego cerró con el mayor sigilo para no despertarme. Miré mi reloj y vi que eran las siete y media. Me dormí enseguida, pero poco después me despertaron unos golpes rápidos y suaves a la puerta. Alguien abrió y encendió la luz, miró un momento sin entrar, apagó y se fue.

Cuando volví a despertar eran las nueve. Me vestí y crucé el rellano. Mi tía me dijo que Ruso había tenido que salir y mi tío me acompañó al departamento de los Rubio para que me diera una ducha.

El departamento de los Rubio estaba en el se-gundo piso, en línea vertical con el de mis tíos. Con sólo entrar recordé la amplitud que había tenido el de mis tíos antes del arreglo y sentí una zozobra que me imaginé que ellos debían de sentir cada vez que usaban ese baño.

Mi tío se quedó en el pasillo esperando a que yo terminara y pensé que no tenía tanta confianza con los Rubio como para dejarme solo. Me apuré en

hacer lo que tenía que hacer y cuando salí del baño tuve que tocarle el hombro porque se había adormecido en la única silla del vestíbulo.

—Ya acabé.

Volvió en sí con una expresión de susto que me causó lástima.

—Me quedé dormido —se levantó—. Voy a aprovechar para entrar yo también. Tú sube a desayunar.

Adiviné que quería entrar en el baño para cerciorarse de que todo estuviera en orden. Lo dejé y subí a desayunar.

—¿Adónde fue Ruso? —le pregunté a mi tía, que estaba barriendo el piso de la cocina.

—Por ahí —contestó con un gesto vago—. ¿No te despertó cuando regresó del hospital?

—Alguien abrió la puerta, pero no sé si lo soñé

o fue verdad —dije para disculparme por no haber hecho el menor intento de saludar a mi primo.

—Entró a su cuarto por unos calcetines —dijo ella.

—¿Y no volvió a entrar después? —pregunté.

—No, ¿por qué?

—Me pareció que entró alguien después —dije—. Lo habré soñado.

Le cambió la expresión y sus movimientos con la escoba se hicieron más lentos. Se quedó pensativa, luego dijo:

—Me olvidaba, quiero enseñarte algo. —Salió de la cocina y regresó con un libro en la mano—. Mira lo que encontré ayer en mi cajonera.

Era mi libro de poesía que le había regalado diez años antes en una de mis visitas.

—¿Todavía lo conservas? —dije—. Deberías tirarlo.

—¡No digas tonterías!

Lo abrió al azar, alejó un poco la vista de las letras y movió los labios mientras leía unos versos. Por suerte su escrutinio duró poco. Cerró el libro y repitió: «¡No digas tonterías!», como si el par de líneas leídas la hubiera convencido del valor inestimable de mi única incursión en el mundo de las letras.

—Lo voy a dejar en el cuarto de Ruso, para que lo lea —dijo—. ¿No has escrito nada más?

—No. Lo dejé hace mucho.

Me miró con aire aprensivo:

—¿Y ya no tomas?

—Casi no —me levanté de la mesa, puse mi taza de café en el fregadero y salí al balcón.

La mañana prometía un día espléndido y me acodé en el barandal a disfrutar de la vista del jardín, preguntándome si alguien había entrado en el cuarto después de Ruso o en verdad lo había soñado.

Oí que abrían la puerta del departamento y abandoné mi postura creyendo que era mi primo. Pero no era él, sino mi tío, y volví a acodarme tranquilamente. Me di cuenta de que no tenía ganas de ver a Ruso y, aunque era todavía temprano, decidí salir. Le dije a mi tía que no me esperaran a comer.

—Tengo tres citas al hilo.

En realidad era sólo una.

—Ruso se va al hospital a las siete, a ver si llegas antes para saludarlo —dijo ella.

—Seguro que sí.

La cita que tenía en la tarde era tan poco prometedora que me sorprendió que el representante de la editorial acudiera puntualmente, lo que me confirmó que eran ciertos los rumores de que su compañía estaba a punto de quebrar. Propuse un trato vago para unas coediciones bilingües y él se mostró interesado en el mercado latinoamericano, pero no hizo ningún esfuerzo para concretar detalles. Parecía que nos habíamos citado únicamente para disfrutar de un café en ese día soleado que abría un

boquete primaveral en el duro invierno de febrero. Sin embargo, al despedirnos, el hombre me proporcionó una información jugosa que me hizo con-

certar una cita para el día siguiente con un editor

de más envergadura. Si lograba con éste algún tipo de acuerdo, enderezaría la suerte del viaje, que hasta ese momento había resultado muy malo.

Eran las cinco y tenía tiempo de sobra para volver a casa de mis tíos y ver a Ruso, pero la tarde,

insólitamente luminosa y agradable, invitaba a cami-nar y me encontraba en el barrio de las mejores librerías. Le hablé por teléfono a mi tía para decirle que había surgido un compromiso de último momento y no me esperaran a cenar. Ella protestó débilmente.

—¿Ruso está despierto? —se me ocurrió que podría saludarlo por teléfono y así estar libre de marcharme en cualquier momento sin necesidad de verlo.

—No, duerme en su cuarto —dijo.

—Lo veré mañana. Voy a tener que darles lata un día más.

—Quédate todo el tiempo que quieras.

Llegué a casa de mis tíos pasada la medianoche. Antes de subir entré en el bar de la esquina para usar el baño y, de paso, tomé dos anices. Como había tomado un poco en la tarde, al salir del bar me hallaba en un razonable estado de embriaguez que podía

disimular con bastante aplomo. Pero el elevador seguía sin funcionar y, en ese estado, subir los cuatro pisos me agotó. Una vez arriba pegué por curiosidad la oreja a la puerta de en medio. Escuché un vago ruido de conductos y tuberías que no supe si era el de mi sangre. Saqué la llave, entré en el cuarto de Ruso y vi mi libro sobre el buró con un lápiz insertado en el punto en que había quedado interrum-

pida la lectura. Esa intrusión en mis viejos versos,

lejos de halagarme, me puso de mal humor. ¿Qué podría encontrar Ruso en ellos, él que nunca abría un libro? Me molestaba ese lápiz anclado entre las hojas y tuve ganas de coger el libro y hacerlo desaparecer. Pero me desvestí, me puse el pijama y apagué la lámpara. Enseguida volví a encenderla y abrí el libro. Llevaba ocho o nueve años de no asomarme a su interior. Lo que me temía: había unos versos subrayados a lápiz, no muchos, pero suficientes para saber que Ruso había encontrado en esas páginas alguna materia de reflexión. Volví a dejar el libro sobre el buró y apagué la luz. Mi corazón latía deprisa. Después de tantos años no me había curado. Comprobar que mi libro seguía vivo, que aún podía reverdecer en manos de otros, me alteraba el flujo sanguíneo.

Me acosté con la cara vuelta hacia el muro, por si Ruso, al regresar del hospital, entraba otra vez en el cuarto. Ahora menos que nunca quería verlo y de sólo imaginar sus balbuceos elogiosos sentí un frío en la espalda.

 

 

Al otro día, cuando llamé a casa de mis tíos, Ruso no estaba porque había tenido que salir y me pregunté si no me estaba eludiendo. Tal vez temía que le reprochara el haber consentido aquel arreglo humillante y que lo culpara de no haber encontrado todavía un departamento decente para él y sus padres.

Bajé con mi tío al departamento de los Rubio y, cuando subí a desayunar, le pregunté a mi tía si Ruso volvería pronto. Me dijo, mientras se agachaba con la escoba para alcanzar un rincón difícil, que no lo sabía. Estábamos solos, porque mi tío había ido a un mandado. Ella se enderezó, paró de barrer, me miró y espetó en voz baja:

—Ve a una mujer.

A esas horas de la mañana eso significaba ver a una mujer madura.

—¿Casada? —pregunté.

Ella me miró con expresión ceñuda:

—Vieja —espetó.

—¿Qué tan vieja?

Se alzó de hombros, como si no valiera la pena entrar en detalles. Era vieja, punto.

—Ojalá pudieras hablar con él —dijo.

—¿Qué quieres que le diga?

—Cualquier cosa, que tenga cuidado, que no haga tonterías. ¿Y si el marido se entera? Para nosotros es tan difícil, en cambio a ti te haría caso.

Claro, porque yo era, por mi minúscula trayectoria literaria, el sabio de la familia. Sólo eso me faltaba: reprender a mi primo.

—Nunca coincidimos —me defendí.

—Es su horario infame.

Pensé que, lejos de ser infame, tener el turno de noche tenía sus ventajas. En la mañana, con los maridos en el trabajo y los hijos en la escuela, muchas mujeres se quedaban solas y, sabiéndolo explotar, era un inmenso coto de caza.

—Lo espero un rato, a ver si regresa —dije, y salí al balcón.

Era una mañana soleada como el día anterior. Poco después, mi tío, de regreso de la calle, vino a acodarse a mi lado y empezó a hablarme del jardín, de un problema que habían tenido con los pinos del fondo, que formaban un rincón un poco lúgubre. Era el mismo jardín que yo había conocido de niño y en el que nunca había jugado, porque estaba pro-

hibido. Por eso, pensé, había permanecido idéntico, y tal vez por eso, mis tíos, acostumbrados a su dia-

ria lección de inmutabilidad, no habían advertido el cambio de los tiempos. Mientras la mayoría de los otros vecinos había hecho lo necesario para asegurarse la compra de sus respectivos departamentos, ellos habían seguido con el régimen de alquiler, confiando en sus treinta años de antigüedad en el edificio, en sus buenas relaciones con el viejo dueño y en el orden invariable de aquel jardín pulcro e inexpresivo.

Tal vez Ruso, me dije, se había hecho amante de la mujer casada para poder usar su baño, en el que podía hacer sus necesidades sin apuros, evitando la humillación de bajar a casa de los Rubio.

Un ruido a mi izquierda, proveniente del balcón de los vecinos, me hizo volver la cabeza. Se abrió

la puerta del cuarto del fondo, que antes del arreglo había sido la recámara de mis tíos, y apareció una mujer alta y atractiva, de unos cuarenta años, que nos dio los buenos días con una voz aflautada que desentonaba con la agresividad de su porte. «La esposa del nuevo dueño», pensé cuando mi tío la saludó obsequiosamente. Tenía un paquete de cartón en la mano, se puso de cuclillas y dejó caer en el piso del balcón una parte del contenido del paquete, que resultó ser arroz. Formó un montoncito que arregló con su mano de uñas largas, pintadas de rojo, y dijo sin levantar la mirada:

—Veo que tiene visitas, señor Andrés.

—Es mi sobrino —contestó prontamente mi tío—. ¿Recuerda que le hablé de él?

—Claro —se puso de pie y caminó hacia nosotros para tenderme la mano—. Así que usted es el poeta. A mí me encanta la poesía.

—Mucho gusto —le di la mano por encima de la división de aluminio y, cuando volvió a acuclillar-

se para formar otro montoncito de arroz, miré sus pies que asomaban provocativamente de los zapatos abiertos, las uñas pintadas del mismo color que las de las manos, y sentí un tenue aflojamiento en el estómago. Ella me miró un segundo y debió de percatarse de que los estaba mirando.

—¿Cómo se vive del otro lado del Atlántico?

—preguntó.

—Ni bien ni mal, como en todas partes —con-

testé.

—En ningún lado se vive igual que en otro —dijo con una gravedad afectada, como para insinuarme que había estado en muchos sitios.

—Depende del punto de vista —dije por decir algo, y ella no contestó nada, tal vez decepcionada por mi respuesta. Tal vez esperaba de mí, un poeta, una frase profunda.

Me preguntó cuándo me iba, y le dije que al día siguiente.

—Es un hombre muy ocupado —dijo mi tío.

Ella se incorporó y con el pie derecho empujó hacia el montoncito de arroz unos granos que se habían corrido. Lo hizo adrede, consciente del impacto de sus piernas, y esa coquetería, aunque vulgar, me causó otro pequeño estrago interno.

—Se están acabando el arroz en minutos —dijo, dirigiéndose a mi tío que, por consideración hacia ella, había dejado de recargarse con los codos sobre el barandal.

—Tal vez sienten la primavera a la puerta y tienen más hambre —repuso él.

Mientras hablaban de los pájaros no perdí de vista sus pies, y cuando nuestros ojos se encontraban había en su mirada ese debilitamiento que revela el interés femenino.

Tampoco mi tío era insensible a sus encantos. Hablaba con un tono impostado, como para parecer más agudo y mundano de lo que era.

Oímos sonar el teléfono, ella me tendió rápidamente la mano y, al decirme «mucho gusto», otra crepitación en sus ojos negros me aceleró el pulso. Se dio la vuelta con el paquete de arroz en la mano y le gritó a mi tío desde el otro extremo del balcón: «¡Salúdeme a la señora!».

—Le habla su marido —murmuró mi tío cuando oímos que la puerta se cerraba—. Es mayor que ella y está siempre de viaje.

Me llevé los dedos a la nariz para oler el perfu-

me que su apretón me había dejado en la mano. Temí que mi acaloramiento fuera visible y que mi tío se diera cuenta de que me había gustado. Pero él dijo:

—Nos han quitado también los pájaros.

—¿Qué pájaros?

—Tu tía siempre ponía arroz para los pájaros, acuérdate, pero ahora los pájaros van con ellos, porque nosotros no tenemos espacio. Tu tía se lo pidió de favor, para que los pájaros siguieran comiendo. ¡Es lo único que les hemos pedido! Cada semana compramos un kilo de arroz y se lo dejamos en el balcón. Pero esta semana sólo lo ha hecho tres veces, y tu tía quiere que yo le llame la atención.

Me acordé del altercado que habían tenido poco después de mi llegada y supuse que tenía que ver con eso. Volví a oler disimuladamente mi mano.

—Es la primera vez que pone dos montoncitos de arroz —continuó él—. Siempre pone uno, como venga. Hoy se entretuvo una barbaridad —había en su expresión, pese a su sonrisa, un algo resentido, como si se hubiera percatado de la atención que me había dispensado la mujer y sintiera celos.

—Seguramente le di la impresión de ser un pedante —dije—, pero no me gusta que me llamen poeta.

—¿Por qué no, si lo eres? —y me preguntó a quemarropa—: ¿Se te hace guapa?

—Más que guapa, sensual.

El primer pájaro aterrizó en la cornisa del balcón, se acercó dando pequeños brincos a uno de los puñados de arroz y enseguida llegaron sus compañeros, provenientes de los eucaliptos, y empezaron a disputarse la comida. Me llevé otra vez la mano a la nariz y cerré los ojos durante unos segundos para entender dónde había olido ese aroma. Al abrirlos, mi tío, que se había dado cuenta de mi interés olfativo, giró la cabeza hacia el lado contrario. Fue ese gesto elusivo lo que me hizo conectar el perfume de mi mano con el de la cama de Ruso. Era el mismo aroma floral que había olido la noche de mi llegada al tenderme en la cama de mi primo. Me sonrojé, giré a mi vez la cara hacia el otro lado y

tuve miedo de que mi tío se volviera hacia mí y empezara a contármelo todo. Pero él, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotros, me señaló la pequeña parvada de palomas que volaba en nuestra dirección.

 —Llegan siempre después —dijo—. Dejan que los gorriones se adelanten, para estar más seguras.

La parvada aterrizó directamente sobre el piso del balcón y se integró al reparto de la comida sin molestar a los gorriones, que se veían diminutos junto a las recién llegadas. Mi tío no volvió a abrir la boca y estuvimos mirando en silencio la apresurada comilona de los dos grupos. Ahora sabía quién, la mañana anterior, después de Ruso, luego de tocar suavemente, había abierto la puerta del cuarto y prendido la luz, y sentí envidia por mi primo.

Sonó el teléfono, mi tía fue a contestar y me dijo que era para mí. Una voz de mujer me informó que estaba hablando con la secretaria particular del editor con quien tenía cita en la mañana. El editor había tenido que salir urgentemente de la ciudad y no estaría de regreso antes de tres días. Hablaban para disculparse y cancelar la cita. Después de colgar me quedé inmóvil, la mano sobre el aparato, sintiendo todo el vacío y la inutilidad de mi viaje,

y mi tía, al ver que no me movía, preguntó qué me pasaba.

—Nada… Hablaron para adelantar la cita de una hora. Tengo que irme.

—Entonces a lo mejor te va a dar tiempo de comer con nosotros.

—No. Tendré que ver a otra persona a la hora de comer.

—¡Tú y tus citas! ¡No te hemos visto! ¡Y Ruso se va esta tarde a R., a un curso de actualización, y no regresa hasta pasado mañana en la noche!

—¿A qué hora se va?

—A las cinco.

—Aquí estaré, no te preocupes.

Ya en la calle, no sabiendo adónde ir, me dirigí a mi vieja escuela primaria, un caserón de ladrillos y enormes ventanas donde no lo había pasado nada bien. Cada vez que regresaba, terminaba por visitar ese lugar que no me traía ningún buen recuerdo. Era una especie de gesto automático que realizaba con resignación. Entonces oí que me llamaban. Era la voz de un hombre y mis latidos se apresuraron. Seguí de frente, sin volver la cara y pensé que no era para mí, puesto que no me llamaron otra vez, pero sabía perfectamente que, si era Ruso, no llamaría dos veces y doblé la esquina sintiéndome

pusilánime.

No me detuve en mi escuela, seguí de frente y me senté en un pequeño parque al que no me ataba ningún recuerdo. Estuve mirando la gente que pasaba y temí que pasara Ruso y me viera ahí, sentado como un viejo. Tal vez él y la mujer se veían en el cuarto de mi primo como una especie de compensación por el despojo del que habían sido objeto mis tíos. O quizá, más que una compensación, era la causa misma del despojo. Tal vez el marido, después de enterarse, les había rescindido el contrato a mis tíos para que se fueran, pero después, pensándolo mejor, había optado por quitarles la mitad del departamento y dejar las cosas como estaban, porque conocía a su mujer y prefería que fuera Ruso y no otro. Mis tíos conservaban un espacio en el que habían vivido durante treinta años, aunque reducido a la mitad y sin baño, y el marido, viviendo al otro lado de la pared, conservaba cierto control de la situación.

Me pregunté si Ruso, viéndome sentado en aquel banco, me reconocería. También esa ciudad, que yo insistía en considerar una parte esencial de mí, me era ya desconocida. Ruso, en cambio, la conocía a fondo. Tal vez, al salir del hospital, visitaba a varias mujeres que lo esperaban después de despedir a sus maridos y con las cuales hacía el amor deprisa, sin entregarse demasiado. Y usaba sus baños. Por eso prefería el turno de noche. Tal vez cada mañana hilaba un rosario de camas tibias recién abandonadas por los maridos y esa vida anómala, nocturna, a contrapelo, era su venganza por tener que vivir en un departamento sin baño y en un cuarto sin ventanas.

Me dediqué durante el resto del día a vagar. A pesar de no conocer muchas de las calles por las que anduve, todas tenían algo de conocido, como si alguna vez de niño hubiera estado ahí con mi padre o mi madre, o como si hubieran bastado los años de mi niñez para que esa ciudad armonizara para siempre conmigo.

Ya de noche, después de visitar dos bares, regresé a casa de mis tíos, demasiado tarde para ver a Ruso y no sé si más borracho por los tragos o de tanto caminar. Por suerte habían arreglado el elevador.

—¿Qué te pasó? —preguntó mi tía cuando abrió la puerta.

Entré con paso vacilante y, seguido por ella, fui directo a la cocina, donde me dejé caer sobre una

silla. De la estufa venía un olor delicioso de carne horneándose.

—Me dijiste que lo habías dejado —dijo.

—Sólo tomo el último día, antes de regresar. Últimamente, Amalia y yo… —Hice un gesto con la mano para decirle que no deseaba entrar en materia.

Me miró en silencio, esperando que terminara la frase, tal vez satisfecha de descubrir que había problemas en mi matrimonio. Esa grieta me volvía más cercano.

Volteó hacia la estufa y dijo:

—Ruso te estuvo esperando. Si hubieras llegado media hora antes, lo encuentras. Mañana ya te vas, y no se han visto.

—Parece que estaba escrito que no nos veríamos.

—Es lo que le dije, parece que se pusieron de acuerdo.

Sí, nos habíamos puesto de acuerdo. Yo no había girado la cabeza cuando oí que me llamaban y él no había insistido. Ni siquiera le había dicho a mi tía que me había visto. Nuestro único contacto había sido a través de mi libro. Y me pregunté si era cierto que lo estaba leyendo, él que nunca leía nada. A lo mejor había subrayado unos versos aquí y allá por pura cortesía, disculpándose así de su escaso empeño en verme.

Apareció mi tío, que después de saludarme cruzó una rápida mirada con mi tía y me dijo que Amalia había hablado en la tarde.

—Le di e