Nacimiento de un filósofo
Siento en
mí una vida que no ha sido creada por ningún dios, que no ha engendrado ningún
mortal. Creo que existimos por nosotros mismos, y que sólo por un deseo libre
estamos tan íntimamente ligados al Todo.
Hölderlin,
Hiperión1
Para morir
es evidente que antes se tuvo que nacer. Hegel reconoce esta necesidad en
muchos pasajes de su obra, y a veces incluso da la impresión de que se alegra
de este hecho. Pero en la mayor parte de las ocasiones lo que hace es recoger
la tradición platónica: el cuerpo es una tumba para el alma. Ésta, sepultada en
vida, se esfuerza por salir del sepulcro, sin conseguirlo durante mucho tiempo,
consciente de que al final lo va a conseguir. Y ello es motivo de júbilo.
La vida,
tal como se suele entender, entre el «nacimiento» y la «muerte» empíricos, se
engolfa en lo que el filósofo de la historia, antes de tomar ésta en su sentido
noble e incluso sublime, llama peyorativamente «lo histórico», para
distinguirlo de lo conceptual, de lo especulativo, de lo verdaderamente
filosófico. Si el filósofo tolera en la práctica su vulgar llegada a este
mundo, sólo es en teoría para mejor renegar de ella. Hace como si no se
sometiese a la ley común.
Para la
pequeña historia, puramente anecdótica, Georg Wilhelm Friedrich Hegel nació el
27 de agosto de 1770 en Stuttgart. Oportunamente. Al reunir las condiciones
necesarias, a falta de las suficientes, el ambiente familiar y social le
empujaban ya desde el primer momento a convertirse en lo que llegó a ser.
En las
familias como la suya no todos los nacimientos anunciaban a grandes hombres,
pero todos los grandes hombres de Suabia nacieron en familias así: linaje de
artesanos y sobre todo de pastores protestantes, de gente de leyes, de
funcionarios. Esta pequeña burguesía merece ser llamada intelectual. No posee
tierras, ni manufacturas, que aún son escasas, ni capital ni mano de obra. No
participa en el comercio ni en la naciente industria. Tiene poco que ver con
las cosas materiales y sólo se ocupa de las cosas del alma.
Clase social ascendente, como se suele decir, impulsada por
el decisivo desarrollo de la burguesía a la que sirve, forma la parte más
modesta de un tercer estado aún silencioso, pero que sueña con levantar la voz.
De ella saldrán los grandes talentos emparentados del entorno de Hegel:
Reinhard, Hölderlin, Schelling, Pfaff, etcétera. El único medio de existencia
es su talento y, como es natural, exageran su importancia, lo aman como el
campesino ama sus bueyes, como el financiero su oro, como el príncipe sus
blasones, y tratan de forma semejante sus productos. El propio Hegel se
atreverá a hacer esta comparación:
«La mujer del campesino vive familiarmente con su Lise, que es su mejor vaca, su Negra,
su Manchada, etcétera, y también con
Martín, su hijo pequeño, y Ursula, su hija, etcétera. Al filósofo le son
igualmente familiares el movimiento, el infinito, el conocimiento, las leyes
físicas, etcétera. Y lo que su hermano o su tío difuntos son para la granjera,
Platón y Spinoza lo son para el filósofo. Unos tienen tanta realidad como los
otros, con la única diferencia de que los últimos duran toda la eternidad» (R
539) o (D 355).
Como sólo
se posee verdaderamente a sí misma, la pequeña burguesía tiende a levantar este
Yo sobre un pedestal imaginario,
protagonista espiritual que aspira a una completa autonomía y a la hegemonía.
Al mismo tiempo, estos protagonistas espirituales tan orgullosos, son también
súbditos (la palabra alemana es penosa, Untertan)
totalmente sometidos a los soberanos más despóticos y más mediocres: en este
caso, para Hegel, al duque de Württemberg, con sus vasallos y sus esbirros.
Hegel,
ciudadano de nacimiento, apenas frecuentará a los campesinos, vinculados a la
tierra, ni, salvo como criado, a los nobles que rodean el poder, dos categorías
de hombres a los que su situación social impide igualmente desear y adquirir el
saber y la cultura, la ciencia y la filosofía.
El joven
Hegel accederá a todo esto gracias a su fructífero paso por el colegio de
Stuttgart, que era excelente. Cuando salían de él, los mejores alumnos, aunque
fuesen de condición modesta, continuaban casi fatalmente sus estudios en el
seminario protestante de Tubinga, el famoso Stift,
gracias a una beca ducal. Después de lo cual, cuidadosamente preparados, creían
levantar libremente el vuelo en el mundo de los adultos.
Para el
futuro filósofo, el azar o la necesidad hizo bien las cosas. Llegará a la
madurez intelectual en el momento en que Francia, en 1789, conquista su mayoría
de edad política. Su existencia, repartida por igual entre dos siglos
(1770-1831), se empareja con la de Hölderlin en poesía (1770-1844), Beethoven
en música (1770-1827) y Napoleón en política (1769-1821).
No parece
haber reconocido de forma plena el papel formativo de su familia, considerando
sin duda que era algo obvio. En cambio se felicitará jubilosamente por un
segundo nacimiento, su «conversión» a la filosofía, concebida como una ruptura
radical con todas las condiciones exteriores del pensamiento, incluyendo la
educación y la instrucción infantiles.
En espera
de este «acontecimiento», evidentemente imprevisible, se portó como un niño
juicioso y un buen hijo. Su padre, del que no parece que haya guardado un
recuerdo muy vivo, lo educó a conciencia. Más fiel va a permanecer a la memoria
de su madre, desaparecida cuando él era aún de corta edad. Mujer bastante
culta, le dio su primera formación intelectual, pensando desde tan niño en su
futuro. Con cincuenta años de edad, deja traslucir su emoción en una carta a su
hermana, fechada el 20 de noviembre de 1825: «Hoy es el aniversario de la
muerte de nuestra madre, aniversario del que siempre me acuerdo» (C3
88).
Una de las
epidemias que por aquellos años diezmaban cíclicamente las ciudades azotó
Stuttgart. La disentería se cebó en toda la familia Hegel. La madre sucumbió a
ella. En un mundo con índices de mortalidad muy elevados, Hegel tuvo la suerte
de sobrevivir, pero como su padre, su hermano y su hermana, sufrió durante toda
la vida las secuelas de la enfermedad.
El hermano
de Hegel, Ludwig, que al igual que su hermana permaneció célibe toda la vida,
llegó a ser oficial y tomó parte en la campaña napoleónica contra Rusia, en la
que cayó en 1812. La correspondencia del filósofo apenas le menciona, pero eso
no significa que no se tuviesen afecto: en 1807, a pesar de los inconvenientes
que podía acarrearle, su hermano aceptó servir de testigo, en Jena, en el
bautizo del hijo natural de Hegel. Al recién nacido le impusieron el nombre de
Ludwig.
La
hermana, Christiane Louise (1773-1832), ocupa un lugar más importante, y a
veces incluso parece avasalladora esa importancia en la vida de Hegel y en su
corazón. Un poco más joven que él, manifiesta una personalidad digna de
consideración. Tuvo un destino trágico, del que el poeta Justinus Kerner, que
la conoció bien, cuenta algunos episodios sorprendentes en su Bilderbuch de 1849. La trató sobre todo
en Ludwigsburg, donde, desde 1807, fue institutriz en la noble y célebre
familia de los Berlinchingen (Goethe: Goetz
von Berlinchingen, 1774).
Poco tiempo
antes había sido cortejada por Isaac von Sinclair, amigo de Hegel, muy
comprometido en 1805 en una conjura universitaria, acusado de alta traición, y
que acabó haciéndose diplomático. Él fue el protector fraternal del Hölderlin
de los peores años. Un rasgo de comportamiento basta para caracterizar a
Christiane en su juventud. Cuando el demócrata August Friedrich Hauff
(1772-1809), parece ser que el mismo que recomendó a Hegel para un puesto de
preceptor en Suiza, y que será el padre del poeta Wilhelm Hauff, estaba
encarcelado en la fortaleza de Hohenasperg (la Bastilla de Württemberg), ella
le llevaba clandestinamente mensajes de su mujer. Escondía las cartas en el
doble fondo de la cesta que servía para llevar la comida autorizada a los
prisioneros, y se introducía en la ciudadela disfrazándose de sirvienta.
Justinus
Kerner describe esta peligrosa actividad.2 Desde luego, las
condiciones de vigilancia y de represión no eran las de nuestra época. Pero
Hohenasperg, adonde Hölderlin fue a pedir la bendición del poeta Schubart
durante su cautiverio, tenía una reputación siniestra y espantosa.3
La señorita Hegel no carecía ni de valor ni de espíritu democrático.
Su
carácter se agrió poco a poco de una manera enfermiza, y como una Antígona
reprimida, llegó a sentir una especie de celos frenéticos de la señora Hegel.
Sufría extraños trastornos mentales, hasta caer en agudos episodios, a partir
de 1815, de locura. Será preciso que la encierren en una institución
especializada, que, por cierto, también servía para albergar a sospechosos
políticos.4 No se le devolverá la libertad hasta 1829, y a partir de
esa fecha se le confió a los cuidados del hermano de Schelling, que era médico.
Ella misma pondrá fin a su triste existencia ahogándose en el Nagold, en 1832,
menos de tres meses después de la muerte de su hermano.
Para Hegel, que sentía por
ella un profundo afecto, fue una constante preocupación. De este modo se
completa el dramático marco familiar: huérfano a los once años, hermano muerto
en la guerra, hijo natural agobiante y desdichado, hermana abusiva y loca: su
vida no fue un idilio, ciertamente.
Libro: Al
este del Edén
Traducción:
Vicente de Artadi
Cole:
Andanzas
(fragmento
del primer capítulo)
Capítulo 1
1
El valle Salinas se halla en la California septentrional. Es
una cañada larga y estrecha que se extiende entre dos cordilleras montañosas.
Por su centro serpentea y ondula el río Salinas, hasta desembocar en la bahía
de Monterrey.
Recuerdo los nombres que de niño
ponía a las hierbas y flores misteriosas. Recuerdo dónde puede vivir un sapo y
a qué hora se despiertan los pájaros en verano, incluso cómo olían los árboles
y las estaciones; y también cómo andaban las personas, qué aspecto tenían y su
olor. El recuerdo de los olores es muy enriquecedor.
Recuerdo que las Montañas Gavilán,
situadas en la parte oriental del valle, eran montañas luminosas y
resplandecientes, tan llenas de sol y de encanto que incitaban a la ascensión
de sus cálidas laderas con la misma atracción que pudiera ejercer el regazo de
una madre querida. Incluso su mullida hierba parda las hacía más atractivas.
Las Montañas Santa Lucía se levantaban contra el cielo al oeste e impedían que
se viese el mar abierto desde el valle. Eran unas cumbres negras y amenazadoras,
hostiles y peligrosas. Siempre experimenté cierto sentimiento de temor por el
oeste y de amor por el este. No alcanzo a comprender la procedencia de
semejante idea, a no ser que estuviera relacionada con el hecho de que el día
alboreaba sobre los picos de las Gavilán, mientras que la noche surgía tras el
espinazo de las Santa Lucía. Es posible que el nacimiento y el ocaso del día
tuvieran algo que ver con mis sentimientos hacia estas dos cadenas montañosas.
De ambos lados del valle fluían
riachuelos provenientes de los cañones montañosos, que iban a unir sus aguas a
las del río Salinas. En los inviernos húmedos y lluviosos, los arroyos corrían
a rebosar, y aumentaban de tal modo el caudal del río, que sus aguas hervían y
rugían tumultuosas de ribera a ribera; en esas ocasiones el río era devastador:
arrancaba las cercas de los campos e inundaba hectáreas enteras de terreno;
arrastraba establos y casas, que seguían corriente abajo, flotando y
bamboleándose; atrapaba vacas, cerdos y ovejas y los ahogaba en su agua
pardusca y fangosa, empujando sus cadáveres hasta el mar. Luego, cuando llegaba
la tardía primavera, el caudal del río menguaba y reaparecían las orillas
arenosas. Y en verano casi desaparecía: bajo una empinada ribera, sólo quedaban
algunos charcos en los lugares donde antes había profundos remolinos; volvían
las eneas y las hierbas, y los sauces se erguían, con los restos de la
inundación sobre sus ramas superiores. El Salinas sólo era un río la mitad del
año. El sol del estío lo obligaba a meterse bajo tierra. No era un río muy
bonito que digamos, pero era el único que teníamos, así es que nos jactábamos
de él, contando lo peligroso que era en un invierno lluvioso y lo seco que
estaba en un verano caluroso. Podemos jactarnos de lo que sea, si no tenemos
otra cosa. Quizá cuanto menos se tiene, más se siente uno inclinado a ello.
La parte del valle Salinas
comprendida entre las montañas y el pie de sus ladera, es completamente llana
porque antiguamente este valle fue el fondo de una ensenada marina que se
adentraba más de un centenar de kilómetros en la costa. La desembocadura del
río, en Moss Landing, fue hace siglos la entrada de esta penetración marina.
Una vez, a ochenta kilómetros valle abajo, mi padre abrió un pozo. La
perforadora encontró, primero, tierra superficial, luego grava, y por último,
blanca arena marina, llena de conchas, y hasta algún fragmento de huesos de
ballena. Había seis metros de arena, y luego reaparecía la tierra negra, donde
se encontró un pedazo de pino rojo, cuya madera imperecedera no se pudre jamás.
Antes de convertirse en un pequeño mar interior, el valle tuvo que ser una
selva. Y todas esas cosas habían ocurrido exactamente bajo nuestros pies. A
veces, de noche, me parecía sentir la presencia del mar y de la selva de pinos
rojos anterior a él.
En las grandes extensiones de tierra
llana que constituían el centro del valle, el suelo era fértil, y la tierra
buena alcanzaba gran profundidad. Requería sólo un invierno con muchas lluvias,
para que se cubriese de flores y hierba. La cantidad de flores que brotaban
tras un invierno lluvioso era increíble. Todo el fondo del valle y las laderas
de las montañas aparecían alfombrados de altramuces y amapolas. En cierta
ocasión, una mujer me dijo que las flores de colores vivos parecen todavía más
brillantes si se mezclan con unas cuantas flores blancas que las hagan
resaltar. Cada pétalo de altramuz azul está ribeteado de blanco, de modo que un
prado lleno de altramuces es del azul más intenso que imaginarse pueda. Y entre
ellos, como grandes manchas coloreadas, se veían grupos de amapolas
californianas. Éstas son también de un color llameante, que no es ni anaranjado
ni oro; si el oro puro estuviese en estado líquido y pudiese formar una espuma,
esa espuma áurea tendría el color de las amapolas. Al terminar la estación de
estas flores, aparecía la mostaza amarilla, que crecía hasta alcanzar una gran
altura. Cuando mi abuelo llegó al valle, la mostaza era tan alta que, por
encima de las flores amarillas, sólo era posible ver la cabeza de un hombre si
éste iba montado a caballo. En las tierras altas la hierba estaba salpicada de
botones de oro, rosados beleños y violetas amarillas de pistilos negros. Y
cuando la estación estaba ya algo avanzada, se veían hileras rojas y amarillas
de pinceles indios. Estas flores crecían únicamente en lugares abiertos y
soleados.
Bajo los grandes robles sombríos y
tenebrosos florecía el culantrillo, de agradable aroma, y bajo las márgenes
musgosas de los riachuelos colgaban verdaderos haces de helechos de cinco hojas
y áureos dorsos. Había también campanillas y linternillas, blancas como la
leche y de aspecto casi pecaminoso, y tan raras y mágicas que, cuando un niño
encontraba una, se sentía señalado como objeto de una gracia especial durante
todo el día.
Cuando llegaba junio, las hierbas
dominaban y empezaban a volverse pardas, y las montañas también, pero su color
no era exactamente pardo, sino una mezcolanza de oro, azafrán y rojo, un color
que no se puede describir. Y desde esta época hasta las próximas lluvias la
tierra se resecaba y los arroyos dejaban de fluir. En la tierra llana se
formaban grietas, y el río Salinas desaparecía bajo sus arenas. El viento
soplaba por el valle, levantando polvo mezclado con briznas de paja, y se
volvía más fuerte e impetuoso a medida que bajaba hacia el sur, para cesar
totalmente a la caída de la noche. Era un viento áspero y nervioso, y las
partículas de polvo que arrastraba se introducían en la piel y quemaban los
ojos. Los campesinos llevaban gafas protectoras y se cubrían la nariz con un
pañuelo para evitar que les penetrara el polvo.
La tierra del valle era profunda y
rica, pero las laderas de los montes se hallaban sólo recubiertas por una
delgada capa de tierra vegetal, no más profunda que las raíces de la hierba; y
cuanto más se ascendía por las laderas, más delgada se hacía esa capa, a través
de la cual asomaba ya la roca desnuda, hasta que al llegar al límite de las
matas y matorrales, no era ya más que una especie de grava rocosa que reflejaba
cegadoramente la ardiente luz del sol.
He mencionado los años de
abundancia, cuando llovía copiosamente. Pero había también años de sequía, que
sembraban el terror en el valle. El agua estaba sujeta a un ciclo de treinta
años. Había cinco o seis años lluviosos y maravillosos, en los que la tierra
reventaba de hierba. Luego venían seis o siete años regulares, en los que la
lluvia no era muy abundante. Y por último, venían los años secos, en los que la
lluvia brillaba por su ausencia: la tierra se secaba y las hierbas se asomaban
tímidamente hasta una mísera altura, y en el valle aparecían grandes espacios
pelados; los robles adquirían una corteza áspera y la artemisa se volvía gris;
la tierra se resquebrajaba, las fuentes se secaban y el ganado mordisqueaba
apáticamente las ramitas secas. Entonces, los granjeros y rancheros maldecían
el valle Salinas. Las vacas enflaquecían y llegaban incluso a morirse de
hambre. La gente tenía que llevar el agua en barricas hasta las granjas, para
poder beber el precioso líquido. Algunas familias lo vendían todo por una
cantidad irrisoria y emigraban. Y durante estos años de sequía, la gente
siempre se olvidaba de los años de abundancia, mientras que durante los años
lluviosos, se borraba por completo de su memoria el recuerdo de los años secos.
Siempre sucedía lo mismo.
2
Y así era el largo valle Salinas.
Su historia era la misma que la del resto del estado. Primero estuvieron allí
los indios, una raza inferior, desprovista de energía, de inventiva o cultura,
unas gentes que vivían de gusanos, saltamontes o moluscos, pues eran demasiado
perezosos para cazar o pescar. Comían lo que hallaban al alcance de su mano y
no se molestaban en plantar ni cultivar. Machacaban bellotas silvestres para
hacer con ellas harina. Incluso su modo de hacer la guerra no era más que una
cansada pantomima.
Luego, llegaron las primeras
avanzadillas de duros y enjutos españoles, ambiciosos y realistas, en pos sólo
de Dios o de oro. Coleccionaban almas del mismo modo que coleccionaban piedras
preciosas. Se apoderaban de montañas y valles, ríos y horizontes enteros, como
quien hoy en día acapara solares para edificar. Aquellos hombres tenaces y
ásperos bajaban y subían incansablemente por la costa. Algunos de ellos se
quedaban como dueños de haciendas tan grandes como principados, que les habían
otorgado los reyes de España, los cuales no tenían la menor idea de semejante
donación. Aquellos primeros propietarios vivían en míseras comunidades de tipo
feudal, y su ganado corría y se multiplicaba en libertad. Periódicamente, sus
dueños mataban las cabezas que necesitaban para cubrir las demandas de cuero y
sebo y abandonaban la carne a los buitres y a los coyotes.
Cuando llegaron los españoles,
tuvieron que bautizar todo cuanto encontraron y vieron. Ésta es la primera
obligación de todo explorador: una obligación y un privilegio. Cualquier nueva
anotación en el mapa dibujado a mano debe tener un nombre. Eran, desde luego,
hombres muy religiosos, y los que sabían leer y escribir, los que llevaban los
diarios y trazaban los mapas, eran los duros e incansables sacerdotes que
viajaban en compañía de los soldados. Así es que los primeros nombres de
lugares fueron de santos o de festividades religiosas celebradas en los altos
de la marcha. Hay muchos santos, pero su número no es inagotable, de modo que
se encuentran abundantes repeticiones en los primeros nombres. Tenemos San
Miguel, Saint Michel, San Ardo, San Bernardo, San Benito, San Lorenzo, San
Carlos, San Francisquito. Y luego las festividades: Natividad, Nacimiento,
Soledad. Pero también se daba nombre a ciertos lugares según el estado de ánimo
de la expedición en aquel momento: Buena Esperanza, Buena Vista, porque la
vista era hermosa; y Chualar, porque era muy bonito. Venían luego los nombres
descriptivos: Paso de los Robles, porque allí había muchos; Los Laureles, por
la misma razón; Tularcitos, debido a los juncos de la marisma, y Salinas, a
causa del álcali, que era tan blanco como la sal.
Algunos lugares recibieron el
nombre de los animales o pájaros que los poblaban: Gavilanes, por los gavilanes
que volaban sobre aquellas montañas; Topo, por la presencia de este animalejo;
Los Gatos, debido a los gatos salvajes. La inspiración la daba a veces la
propia naturaleza del lugar: Tassajara, una taza y una jarra; Laguna Seca, un lago
desecado; Corral de Tierra, porque había un cercado de tierra; Paraíso, porque
era como el cielo...
Luego vinieron los
norteamericanos, más codiciosos porque eran más numerosos. Tomaron posesión de
las tierras y rehicieron las leyes para que sus títulos de propiedad fueran
válidos. Y las granjas se extendieron por todo el valle, primero en las cañadas
y luego subiendo por las laderas de los montes, pequeñas casas de madera
techadas con tablas de pino rojo, y corrales formados por estacas hendidas.
Allí donde surgía de la tierra el menor brillo de agua, se levantaba una casa y
una familia comenzaba a crecer y a multiplicarse. A la entrada de estas moradas
se plantaban enseguida esquejes de geranio y de rosal. Los caminos de carro
reemplazaban a las antiguas veredas, y entre la mostaza amarilla aparecían los
primeros campos de trigales y cebada. Cada quince kilómetros aproximadamente,
en las carreteras más importantes, se encontraba una tienda surtida de todo lo
necesario y un herrero, que con el paso de los años, constituyeron los núcleos
de pequeñas poblaciones, como Bradley, King City y Greenfield.
Los norteamericanos tenían más
predisposición que los españoles a dar a los sitios nombres de personas. Tras
su afincamiento en los valles, los nombres de los lugares se refieren más a
cosas que allí ocurrieron; ésos son para mí los más fascinantes, porque cada
uno de ellos me sugiere una historia que ya ha sido olvidada. Pienso en lo que
significa Bolsa Nueva; en Morocojo (¿quién sería este moro y cómo llegaría hasta
allí?); en el Wild Horse Canyon, o sea el Cañón del Caballo Salvaje, y en
Mustang Grade, el Repecho del Potro Musteño, y Shirt Tail Canyon, o lo que es
lo mismo, el Cañón del Faldón de la Camisa. Esta toponimia conserva un recuerdo
de la gente que la inventó, de una manera reverente o irreverente, descriptiva,
e incluso poética o peyorativa. A cualquier lugar se le puede llamar San
Lorenzo, pero Cañón del Faldón de la Camisa o Morocojo es algo muy diferente.
El viento soplaba y silbaba sobre
las haciendas por las tardes, y los labradores comenzaron a plantar, para
resguardarse de él, largas hileras de eucaliptos; que a veces alcanzaban
algunos kilómetros. De esta forma evitaban también que el viento arrastrase la
tierra recién arada. Y así era poco más o menos el valle Salinas cuando mi
abuelo llegó a él con su mujer y se estableció en la ladera del monte, a
levante de King City.