¿Qué es Teresa? Es... los castaños en flor

 

Extracto

(...) Teresa estudiaba filosofía, y tenía diecinueve años cuando mi hermano la conoció en casa de unos amigos comunes. Philippe, un ser lleno de calma, reservado pero capaz de repentinas llamaradas de entusiasmo y ternura, había deseado de inmediato que fuera su mujer, y ella se había quedado impresionada sin duda por sus grandes cualidades, especialmente por su discreción, algo excepcional entre los jóvenes, acostumbrados a saltarse cualquier barrera. Por el contrario, ella era toda impulso, belleza y encanto. A ojos de mi hermano, y como por un acuerdo tácito entre él y ella, Teresa sumaba con su físico seductor, y con toda naturalidad, su alegría, su vivacidad y una inteligencia tan rápida como el florete de un campeón de esgrima. Necesitamos algún tiempo para acostumbrarnos, pero no había modo de resistirse. Incluso mi madre, menos vulnerable en principio a sus ataques, la contemplaba con un asombro mezclado de admiración que dejaba adivinar que toda su prevención se diluía.

He hablado de ataques, y no es una metáfora. Durante aquellas veladas de invierno, en las que reinaba una increíble atmósfera de alegría, estaba tan a menudo en nuestros brazos como en los de Philippe, sin que en ningún caso su comportamiento pudiera parecer fuera de lugar o impropio. ¡Muchas otras no hubieran podido hacer ni la décima parte sin incomodar a todo el mundo! Viniendo de ella, todo nos parecía natural, al margen del placer que, sin confesárnoslo unos a otros, nos procuraba. Y, por añadidura, nadie se sentía agraviado cuando se ocupaba más de uno que de otro. Un atractivo irresistible que, además, le permitía actuar con absoluta libertad, gracias a esa facilidad superior que otorgan la inteligencia y la belleza reunidas en un ser dotado para la felicidad...Casi desde el principio mostró hacia mí una actitud compleja en la que entraban, en proporciones variables, una ironía muy femenina, una auténtica ternura, un tono voluntariamente protector y ciertos rasgos de provocación pura. Iba siendo, por turnos, o en una síntesis bastante difícil de definir, la hermana mayor (tenía casi tres años más que yo), la compañera juvenil, o la desconocida con la que se intenta coquetear en una fiesta. En todo aquel cóctel de engaño y amabilidad, lo principal, o, más exactamente, a lo que yo era más sensible, por supuesto, era la fingida compasión que le inspiraba mi poca experiencia con las mujeres. No necesitó que yo la informara nada para saberlo: nada más verme, se dio cuenta. Claro que la benevolencia burlona que me demostraba en este punto, para regocijo de mi familia, me habría sido difícil de soportar si esa benevolencia no hubiera dado pretexto, entre cien ironías, a palabras que vertían su dulce bálsamo sobre las peores heridas de mi amor propio, y a gestos más acariciadores todavía.

Cuando hoy recuerdo su comportamiento de entonces con respecto a mí, me convenzo de que Teresa supo explotar, con una penetración psicológica sin grietas, mi peculiar situación en el seno de mi familia: la del hijo menor que ve cómo el mayor es el preferido porque vale mucho más que él, no sólo en el terreno intelectual, sino incluso en el amoroso (como venía a demostrar suficientemente la presencia de Teresa). Esta situación, hasta entonces más o menos sospechada oscuramente tanto por mis padres y hermano como por mí, salió a la luz gracias a Teresa, quien, al tiempo que la hacía evidente, consiguió que mi hermano y mis padres se tornasen cómplices (tal vez para librarse de ese modo de cierta culpabilidad hacia mí) de las manifestaciones de ternura que me destinaba. Quiero apresurarme a añadir que nunca fui un niño mártir, ni un mal estudiante insalvable, que no estoy enfermo ni tarado, y que si a los diecisiete años —que cumpliría pronto— no había tenido todavía ninguna aventura amorosa de verdad, era sin duda por indolencia o por timidez, no por otras razones. No obstante, era innegable mi tendencia a la introversión, y la primera que se percató de ello fue Teresa, a quien nadie obligaba, sin embargo, a observar tales cosas.

Cuando, avanzada la noche, nuestros padres se acostaban, poníamos discos casi con sordina, y la única luz que quedaba en la habitación era la del fuego un tanto mortecino, Teresa bailaba conmigo, y yo sentía su delicioso cuerpo abandonándose entre mis brazos. Notaba el calor de su vientre, la finura de su talle, la ligereza de sus muslos, la dulzura de su mejilla contra la mía, el olor penetrante de su cabello (¿he dicho ya que era morena y que su larga cabellera oscura le cubría los hombros?). Aún más: pronto descubrí, a pesar de mi inexperiencia, que no solía llevar sostén debajo del fino vestido (hacía mucho calor en el piso, pues, además de la chimenea, había calefacción), y no ignoraba que su pecho, a medida que se apretaba contra mí, iba poniéndose más y más firme. Algunas veces, incluso, sobre todo cuando al encanto de la música y el baile se unía la leve ebriedad del champán o del alcohol (o, imagino, cuando Teresa sentía con más intensidad que de costumbre el deseo de hacer el amor con Philippe), la turgencia de sus senos me trastornaba. Me parecía sorprender entonces una confesión, una confesión que, además, no iba dirigida a mí, y por lo tanto tenía tantas probabilidades de encenderme como de desesperarme. Al mismo tiempo, aquello era para mí la revelación del misterio carnal de la mujer. Los adolescentes, al menos aquellos que, como yo, fueron todavía educados al estilo antiguo, tienen una tendencia excesiva a no ver en la mujer más que el objeto de su deseo, un objeto inerte y, en suma, no dotado de autonomía erótica, algo parecido a un ídolo de mármol. Teresa me enseñaba (comenzaba a enseñarme) que también la mujer desea, que su carne se conmueve tanto como la del hombre (¡el orgullo del muchacho ante su erección!).

Pero yo admitía ya implícitamente que Teresa iba educándome, aunque no nos hubiésemos dicho nada de eso. Una educación muy peculiar, todo sea dicho, en la que las confidencias sustituían a las lecciones. Mientras bailábamos, enlazados impúdicamente, ella frotaba de manera casi imperceptible sus senos contra mi pecho, y yo apretaba contra su pubis mi sexo erecto; me devolvía en silencio confidencia por confidencia, y yo me acostumbraba a respetar la personalidad erótica del otro. Esto, como en una terapia psicoanalítica, no impedía que la energía libidinal del alumno se dirigiese hacia la educadora. Porque no pude disimular por mucho tiempo qué clase de tentación había despertado Teresa en mí, una tentación que se hacía de día en día más imperiosa. Si en los primeros tiempos mi imaginación procuraba, cuando me iba a acostar después de irse Teresa, buscarle algún sustitutivo o al menos una máscara con el fin de poner término solitario, e ineludible, a mi excitación, tan ingenuo subterfugio no pudo mantenerse más que unas pocas semanas. Y mi conciencia culpable sólo lograba, como cabe suponerse, que la ilusión fuera más dulce a la par que amarga, porque mi sexo descargaba —sobre las sábanas enrolladas en torno a él— en honor de Teresa, y solamente de Teresa. Por la manera en que me miraba algunas noches, cuando, mientras bailábamos, había logrado medir el grado de mi emoción, comprendí que lo sabía. Y no me quedó duda cuando una vez, no sé cómo, la conversación giró sobre el tema y me dijo, mirándome, que el placer solitario masculino le parecía algo imperdonable cuando no tenía más razones que el egoísmo, la pereza o el orgullo. A sus ojos, cuando se manifestaba en un individuo cuya situación no presentaba ningún carácter excepcional (alguien que no fuera un niño, un inválido o un prisionero), era un placer que no significaba sino la huida ante el amor compartido, en el que no basta con procurarse a uno mismo un goce, sino en el que hay que darlo también. (Estos discursos, claro está, nos los dirigía a mi hermano y a mí, y únicamente cuando estábamos los tres solos).