La traición escrita. Una conjura en la China imperial

Prefacio

 

            Una de las utilidades de la historia es recordarnos cuán inverosímiles pueden ser las cosas. El extraño caso del conspirador Zeng Jing, del Emperador al que intentó derrocar y el texto del que ambos terminaron siendo coautores, parece una prueba perfecta de dicho argumento. Y, sin embargo, otra de las utilidades de la historia es mostrarnos el pragmatismo con el que las personas pueden actuar ante las circunstancias más inverosímiles. Una vez más, Zeng Jing y su Emperador alumbran el camino.

            Que exista tanta documentación para aclarar el periodo específico de la China Imperial en los años 1720 y 1730 se debe a la asombrosa minuciosidad de los letrados-funcionarios de la última dinastía, quienes presenciaron y, en ocasiones, propiciaron los acontecimientos a medida que se iban desarrollando. No sólo el torrente de informes que enviaron al trono contenía sus propias opiniones sobre lo que ocurría en las diversas jurisdicciones a su cargo en toda China; además, las normas de la corrección procesal los indujeron a repetir allí las palabras exactas que el emperador empleaba en todos sus comentarios hacia ellos, así como a separar para beneficio del soberano los borradores de todo documento sospechoso de traición que cayera en sus manos. A su vez, generaciones de archivistas de la corte conservaron estos documentos, de infinito valor para el historiador; después de la caída de la dinastía Qing en 1912, dichos archivos corrieron grave peligro, transportados en cajas para eludir los campos de batalla, a menudo anticipándose apenas al avance del invasor. Pero a finales del siglo xx estaban ya protegidos en salas especiales climatizadas, parte en Taipei y parte en Pekín, cual huérfanos de la revolución política que durante tanto tiempo asoló a China, aunque, por arte de magia, sin convertirse en sus víctimas.

            El caso de Zeng Jing estalló en 1728, y en 1736 la corte lo dio oficialmente por cerrado. Pero, casi desde el principio, se constató que los antecedentes del caso se remontaban al pasado lejano, en parte a las batallas militares e intelectuales de mediados del siglo xvii, cuando la dinastía Ming sucumbió a los conquistadores Qing, y en parte a un periodo muy anterior, a la época clásica, cuando los primeros textos filosóficos e históricos chinos empezaron a tomar cuerpo, antes incluso de los tiempos del maestro Confucio. Asimismo, las resonancias del caso se prolongaron mucho más allá de 1736, no sólo durante el progresivo derrumbamiento de la dinastía Qing hacia finales del siglo xix y principios del xx, sino hasta la actualidad: aún en 1999 una editorial china presentó la transcripción de muchos de los principales documentos del caso ante la curiosidad que había despertado entre los espectadores chinos una lograda serie televisiva sobre la vida del emperador Yongzheng, el soberano con quien Zeng Jing intentó acabar.

            Sin embargo, el caso de Zeng Jing no es sólo la historia de un emperador y sus enemigos; es también una historia sobre las palabras, sobre los manuscritos en los que éstas hallaron su primera expresión y los libros gracias a los cuales esas palabras pudieron llegar a un mayor número de lectores. Asimismo, es la historia de un libro en concreto, llamado Despertar del engaño (Dayi juemi lu), que gracias a una orden imperial se convirtió en el libro más ampliamente leído y citado de China a principios de la década de 1730. Así, mi propio libro se convierte, en parte, en un libro acerca de la edición y la distribución de los libros, acerca de las giras publicitarias programadas por las editoriales y la autopromoción de los autores, sobre audiencias obligadas y críticos hostiles.

            Ante todo, éste es un relato acerca de los chinos que en el siglo xviii se esforzaban por ser reconocidos como letrados, aun cuando al mismo tiempo se enredaran en una maraña de pruebas y exámenes de aptitud; un relato acerca de personas ávidas por aprender, obligadas a tolerar lo que percibían como decisiones con frecuencia negativamente arbitrarias por parte de sus superiores en la escala social. Encasillados como fracasados por las elites literarias y en los circuitos oficiales, muchos de los rechazados creían sinceramente que, desde el punto de vista intelectual, eran iguales a sus jueces. Zeng Jing fue una de tales personas, así como muchos otros que se vieron arrastrados por el caso de forma accidental.

            En otra esfera, es éste un libro sobre un mundo que la mayoría de nosotros hemos perdido, un mundo en el que la llegada de cada forastero a la aldea constituía un acontecimiento sobre el que se meditaría y reflexionaría durante años. En un mundo así –por ejemplo, en el campo montañoso y aislado del sudeste de Hunan, donde en un principio transcurrió gran parte de esta narración–, la corte del emperador en Pekín era algo tan lejano como la luna: a quienes afirmaban ser heraldos de noticias de dicha corte se los trataba con extrema solemnidad, se les proporcionaba comida y cobijo, y se los despedía con regalos. Y dado que se sabía que el ruedo político era peligroso, aquella época era un nido de rumores constantes (tal como lo dejan claro tantos documentos) y de los diversos corolarios de los rumores: credulidad absoluta, inseguridad desesperada y generosidad constante e irreflexiva.

            Mientras trabajaba en este libro, también descubrí cómo la presente obra se iba convirtiendo en cierta medida en un tratado sobre procesos de investigación, algo que no había previsto originalmente. El modo en que se desarrolló la investigación del caso de Zeng Jing sólo pudo darse, desde muchos puntos de vista, en una sociedad donde los recuerdos eran venerados ante la carencia de otras distracciones, y donde tanto los habitantes de los pueblos como los de las ciudades eran capaces de rememorar paso a paso y con esmero sucesos ocurridos mucho tiempo atrás. Al mismo tiempo, el embellecimiento constante de los recuerdos y las mentiras reiteradas eran fruto del mismo mundo, en el que los recuerdos se bifurcaban y reproducían, nutridos por el fertil terreno de la imaginación personal. Puesto que, en general, los funcionarios a cargo de la investigación fueron tenaces y objetivos, y dado que los recursos y la dotación de personal a su disposición fueron tan vastos, esa realidad complicó su marcha progresiva hacia la verdad, pero no la detuvo. Aun cuando se desviaban, el Emperador volvía a encauzarlos. A fin de combatir la naturaleza sumamente personal de los recuerdos locales, estos investigadores tuvieron que ampliar sus pesquisas a muchas vías secundarias, por improbable que fuera que rindieran fruto: carteles callejeros y folletos, panfletos, borradores de poemas y ensayos, frases en clave, alegorías veladas, sueños. Las técnicas empleadas incluyeron el acoso constante a testigos reticentes, ciclos repetidos de interrogatorios, la exigencia de confesiones escritas, la tortura y amenazas de tortura, presiones sobre las familias de los prisioneros, el aislamiento, el engaño, amistades fingidas, juramentos quebrantados; incluso la divulgación de retratos de identificación con el rostro de aquellos a quienes se creía fugitivos.

            Actualmente todo esto tiene un aroma bastante contemporáneo y evoca el recuerdo de regímenes posteriores de China y de muchos otros sitios. Pero el contexto y los pormenores de este caso concreto estuvieron íntimamente vinculados en tiempo y espacio, y ocurrieron del modo que lo hicieron en gran parte porque Zeng Jing y su soberano, Yongzheng, fueron quienes fueron. Nunca se vieron en persona y, aun así, podemos afirmar que llegaron a conocerse. Las señales que se hicieron mutuamente a veces fueron veladas, pero casi siempre descifrables. Ambos creían en su país y en sí mismos, y su peculiar búsqueda de mutua comprensión ha sobrevivido milagrosamente, de modo que nosotros, por nuestra parte, y tanto tiempo después, si apartamos a un lado las ramas invasoras y entrecerramos los ojos escudriñando la oscuridad, podemos trazar al menos en parte un rumbo por los senderos de sus mentes.

 

Prólogo

La carta

 

            El hombre que sostiene la carta está alerta a un lado del camino, al pie de la Torre del Tambor, mirando fijamente la larga avenida que se extiende en línea recta a través de la ciudad de Xi'an hasta la estrechamente vigilada Puerta del Oeste, ubicada a un kilómetro y medio de distancia. A su izquierda, una muralla descollante, la del espacioso recinto que sirve de oficina y residencia del gobernador general de las provincias occidentales, tapa su vista. Por eso el hombre eligió este lugar para esperar: sabe que Yue Zhongqi, actual gobernador general de la región, asiste a una recepción oficial en uno de los pabellones de las afueras, más allá de la Puerta del Oeste, y que regresará por este camino al recinto en cuanto termine la ceremonia matinal. Será entonces el momento de actuar.

            El hombre expectante está solo, aunque no lo ha planeado así. Antes de siquiera comenzar el viaje, su maestro le había dicho que en una aldea unos cuantos kilómetros río arriba de Xi'an hallaría a un cómplice seguro, un letrado respetable llamado Mao que compartía las opiniones de los conspiradores y tenía dinero para la causa. Pero cuando llegó a la casa de Mao, sólo encontró a dos de sus hijos, que vivían allí trabajando la tierra; le informaron que su padre-letrado había muerto seis años atrás, y que no podían serle de ninguna ayuda. El portador de la carta había contado también con la colaboración de su propio primo, un aparente defensor de la causa que lo había acompañado desde el principio de su viaje, por tierras del sur, llevando el equipaje y haciéndole compañía. Pero, hacía dos días, el primo había sufrido un ataque de pánico, precisamente ahora que el momento estaba tan cerca, y había huido de regreso al sur sin aviso previo y llevándose consigo uno de bolsos de dormir y gran parte del equipaje. Así que ya nadie comparte los pensamientos del inquieto observador.

            Casi es mediodía cuando por fin se ve aparecer por la calle del Oeste la silla de manos del general Yue, con su séquito acompañante de mozos y escoltas. El hombre espera a que la comitiva llegue casi a la altura de la Torre del Tambor antes de correr hacia ellos desde la vera del camino, blandiendo la carta en el aire. Los criados de Yue conminan instintivamente al individuo a que se detenga y forman un anillo protector alrededor del general para impedir que el extraño se aproxime.1

            El general Yue observa atentamente la escena desde el asiento de la silla de manos.2 El extraño no va vestido como los empleados gubernamentales ni como los escribanos oficiales que habitualmente transportan la correspondencia de sus superiores, y con quienes trata tan a menudo. Tampoco se comporta como ellos: hay algo insólito en su conducta. Sin abandonar la silla, Yue toma una decisión: ordena a los criados que le acerquen la carta que sostiene el extraño.

            Lo hacen y Yue ojea el sobre. Una sola mirada le basta para darse cuenta de que está en graves problemas. Si fuese una carta oficial que tratara algún pormenor del gobierno, iría dirigida a él por su nombre completo y cargo, como «Gobernador general de las provincias de Shaanxi y Sichuan» o quizá como «Comandante general de los Ejércitos Occidentales». En cambio, esta carta se dirige a «El jefe supremo comisionado por el Cielo». En épocas de desconfianza, como ésta en la que vive Yue, semejante sobrescrito constituye por sí solo una señal de peligro. Tras ordenar a los criados que arresten al extraño y lo retengan para interrogarlo, Yue se retira al despacho y le indica al personal allí presente que desea estar solo y no ser molestado.

            Sin compañía, abre el sobre y empieza a leer. En la primera página, el autor de la carta no se identifica con un nombre sino con el misterioso título de «Calma Estival, el Hombre Errante sin Guía de los Mares del Sur». El autor afirma, también, que el mensajero que le entregará la carta al general se llama «Zhang el Iluminado». En cuanto a la carta en sí, todo resulta tal como el general Yue temía y suponía: unas líneas bastan para demostrarle que el contenido destila la más pura esencia de la traición.