El paraíso de los caballos

Si los deseos fueran caballos

 

La razón que explica que Tiffany Morse se olvidara el billetero en el banco situado frente a la secadora en la lavandería Spankee Yankee Laundromat de Lowell, Massachusetts, fue que tuvo que salir de estampida y sumergirse de pronto en la humedad glacial de aquel día de noviembre para correr tras su sobrina Iona y, dominada por el pánico, se olvidó por completo del billetero. Después aún tuvo que hacer que Iona la mirara a los ojos y entendiera que nunca, nunca, nunca en la vida debía salir a la calle sin ir acompañada de Tiffany. Claro que Iona era demasiado pequeña para entender ese tipo de cosas. Sólo tenía tres años. Sin embargo, contaba con unas buenas piernas. En cualquier caso, cuando Tiffany volvió junto a la secadora número cuatro (llamada «John Adams»; todas las secadoras llevaban nombres de políticos famosos de Massachusetts, desde la primera hasta la número dieciséis, la «Michael Dukakis»), se encontró con que el billetero estaba abierto y el dinero había volado. En la lavandería, por otra parte, no había un alma. Y lo peor era que todavía no había echado las monedas de veinticinco centavos en la secadora y toda su ropa estaba chorreando y hecha una bola dentro de la máquina, que tenía la puerta abierta. El ladrón le habría facilitado las cosas de haberle robado la ropa además del dinero, ya que ahora se vería obligada a acarrear la ropa mojada hasta su apartamento tratando al mismo tiempo de mantener a raya a Iona; pero el caso es que no lo había hecho. Tiffany no habría podido decir que aquel era un buen día. No, la verdad es que no lo era.

Aunque Tiffany no aspiraba ya a días buenos. Se conformaba con mañanas buenas o hasta con alguna hora buena. Y esa hora buena la habían tenido ella y Iona aquella misma tarde, antes de ir a la lavandería. Tiffany había ido a recoger a la pequeña a casa de su madre después del trabajo, pues aquella noche Iona la pasaría en su casa debido a que la madre de la niña tenía ensayo en el coro y salía después con algunos compañeros del mismo. La madre de Tiffany había preparado un estofado de cerdo. En cuanto Tiffany llegó a casa, cansada y famélica, su madre, que estaba de buen humor, la hizo sentar a la mesa y le sirvió un buen plato de estofado. Iona se había portado muy bien, por lo que no se vería obligada a dar malos informes de la niña a su padre, Roland, hermano de Tiffany, que andaba por algún lugar de Ohio o quizá de Texas, a buen seguro tramando alguna maldad. Era un estofado con abundante cantidad de patatas y zanahorias y unos buenos trozos de carne de cerdo. En la larga guerra que constituía la relación entre Tiffany y su madre, habían hecho una tregua. Lo siguiente con que Tiffany se encontró al llegar a su casa fue que el cactus de Navidad que tenía en la ventana estaba empezando a florecer. El estofado y las flores deberían haber sido cosas tan buenas como para hacerle más llevadero lo ocurrido en el Spankee Yankee; sin embargo, ahora, al juzgarlas retrospectivamente, advertía que también tenían algo de malos augurios, o cuando menos de falsos buenos augurios, ya que de no haber disfrutado de aquella hora breve se habría quedado en casa mirando la tele, no le habrían robado el dinero y ahora no tendría la ropa mojada colgada por todo el apartamento. Así que hubo terminado con esta tarea, y con la de acostar a Iona en el sofá-cama (lo que no era fácil, dicho sea de paso), se sentía más agotada e incluso más triste que en el instante en que descubrió que le habían quitado el dinero.

Más que el dinero, lo que le dolía era el robo, es decir, que una no pudiese permitirse el lujo de ser feliz, porque ser feliz te incitaba a hacer cosas que terminaban después en una infelicidad mayor que la de antes de haber sido feliz. Todo el mundo sabía que así es como funcionan el amor, la sexualidad y las relaciones con los hombres. Cuanto más feliz te sientes al enamorarte, más hecha polvo te quedas cuando todo se va al garete. Pero lo más deprimente era que ocurriese lo mismo con algo tan sencillo como un estofado de cerdo o unas flores. En conjunto, la idea era tan deprimente que te hacía la vida imposible, sobre todo porque te pasabas el tiempo diciéndole a tu madre que (1) todo iba la mar de bien y (2) todo iría muy bien. Tiffany se había dicho siempre a sí misma y también a su madre que no pensaba terminar como había terminado ella, siempre diciendo cosas como «No cuentes con ello», «Hay más de un resbalón entre los labios y el tazón» (afirmación desmentida por la experiencia diaria) y «Si los deseos fueran caballos», una de las frases de su madre a la que no encontraba ningún sentido.

Otro de los dichos habituales de su madre era: «Bien parecer no quiere decir bien hacer». Solía utilizar la frase para aludir a los chicos que Tiffany frecuentaba, y también para designar al padre de Iona y hermano de Tiffany, Roland. Pero a menudo Tiffany pensaba que también lo decía refiriéndose a ella, pues, como todo el mundo afirmaba y la propia interesada sabía, era un bombón, una mujer de bandera, una beldad donde las hubiere. Estaba tan acostumbrada a su papel de negra estupenda que quita el hipo independientemente de cómo se vistiese o cómo se maquillase que había acabado por dar muy poca importancia a aquella circunstancia. ¿De qué le había servido, en todo caso, cuando a sus veintiún años cumplidos había sacado tan poco provecho de la situación? Iona también era una niña estupenda de la manera especial en que lo son las pequeñas cosas, que le hacen preguntarse a uno cómo pueden ser tan perfectas, siendo tan pequeñas aunque Tiffany no le regalaba nunca los oídos diciéndoselo. Ser estupendo era, como el rocío, la nieve o las flores, transitorio. Había que ser estupendo para saber valorar hasta qué punto era trivial serlo. A menudo Tiffany se había preguntado a cambio de qué habría cedido su belleza de haber podido hacer el trueque. La habría cambiado por un trabajo más interesante que el de cajera en Wal-Mart, por ejemplo, aunque no se le ocurría qué interesante trabajo habría podido ser. Y ése, pensaba, era su verdadero problema; sabía muy bien qué habrían querido los demás que hiciera y qué era lo que ella no quería hacer, pero cuando se proponía sacar de las profundidades de su ser algo que desearía hacer se encontraba con un cubo vacío. Hubo un tiempo en que quiso averiguarlo. En la tele daban programas que mostraban qué hacían otras personas; trabajaban en oficinas, en comisarías o en bares, y muchas estaban en el mundo del espectáculo. Pero, en realidad, ninguna de ellas hacía otra cosa que matar el tiempo sentándose y poniéndose a contar chistes, que era, en definitiva, lo que hacía Tiffany todo el día en Wal-Mart; por eso todas compartían con ella el mismo aire ocioso. Probó también a comprar una revista, aunque todas las revistas para mujeres daban la impresión de que o bien éstas dedicaban la jornada completa a cuidar de su aspecto, lo que a Tiffany le fastidiaba sobremanera, o bien se pasaban el día entero preparando recetas de cocina, lo que se le antojaba igual de aburrido. En la televisión había un canal que llamaban Discovery Channel, que a veces Tiffany ponía, pero cuyos programas no se centraban en lo que hacía la gente sino en los resultados de lo que hacía. Tiffany no veía tampoco cómo aquellos individuos habían hecho el salto desde, por ejemplo, Lowell, Massachusetts, a las llanuras del Serengeti. Si aquella gente le hacía señas, se las hacía desde el otro lado de un abismo que no sabía cómo cruzar. Y mucho menos ahora que estaba sin un chavo, sin dinero siquiera para el billete del autobús que tendría que coger mañana para ir al trabajo. Apagó el televisor y fue a echar un vistazo a Iona, que dormía en la sala de estar. Allí estaba Iona, con sus tres años cumplidos y ya con ideas propias acerca de lo que quería ser un día, ideas que nada tenían que ver con las que se hacían los demás acerca de lo que Iona sería algún día. Esa clase de cosas le hacían pensar a uno en la rapidez con que pasa el tiempo. Pero, por otra parte, ahí estaban ella y su madre, las dos haciendo las mismas cosas un año tras otro, siempre con las mismas discusiones que no conducían a ninguna parte. Y eso era algo que le hacía pensar a uno precisamente en lo contrario, en la tremenda lentitud con que discurre el tiempo. Tapó a Iona y recogió sus zapatos, que colocó en el ángulo de la mesa para que al día siguiente por la mañana no le costara encontrarlos.

Después de meterse en cama y de apagar la luz, pensó que lo único que le quedaba era rezar aquella misma plegaria de otras veces. Tumbada boca arriba y con la mirada fija en el techo, murmuró: «Haz que ocurra algo». Tiffany suspiró. Aquella oración funcionaba siempre, aunque, por desgracia, no siempre como ella esperaba. Por ejemplo, había pedido que le saliera un trabajo y la habían contratado en Wal-Mart. Había pedido un novio y se había atraído el interés imperecedero de Lindsay Wicks, el compañero de trabajo más aburrido e insignificante de la empresa. Había pedido un sofá y su madre había decidido comprar uno nuevo y ceder aquella reliquia marrón de diecisiete años de antigüedad a Tiffany, que, encima, había tenido que mostrarse agradecida. En esta ocasión concluyó la plegaria diciendo: «Esta vez va en serio».