Ya no te necesito

Vislumbre de un jockey

 

 

Es como este bar, es el mejor de Nueva York, ¿verdad? Aquí ni siquiera puedes sentarte en el váter sin un billete de cien dólares en cada oreja, mira allá, al gandul de pelo gris con la fulana, empinando el codo para sacarse a su esposa de la cabeza, y ¿para qué? Para poder hacerlo con esa Sue a la que de todos modos ha pagado. Los quiero a todos. Me lego a mí mismo al mundo, a la vida, a todo ese fraude.

Me alegro de estar aquí hablando contigo. ¿A qué se debe? ¿Quién sabe por qué cruzas el puente para ir al encuentro de unas personas y no de otras? En este momento mi felicidad es absoluta. Subestiman la naturaleza de la lealtad entre hombres; es un reto de naturaleza distinta a la relación con una mujer. En ocasiones ganaba y me avergonzaba porque el puñetero caballo me obligaba a oscilar de un lado a otro cuando llegaba a la meta, en vez de hacer mi entrada con elegancia. Podía inclinarme más cerca del caballo de lo que suele ser capaz cualquier hijo de perra, pero a veces te toca un caballo con una pata rota y traqueteas como el cuerpo atado de un ahogado en un carretón sin muelles. Cabalgas por los demás jockeys, por su admiración, por el estilo. En mi última carrera, en Argentina, atravesé la valla, me pusieron alambres y tornillos y me soldaron veintidós huesos, y, al cabo de tres meses en el hospital, dejaron de llegar las flores. Un jockey es como una estrella de cine, con toda esa comedia día y noche y las fulanas babeando al decir tu nombre como si lo tuvieras impreso en la puñetera frente. Nada. Excepto dos tipos, Virgil sobre todo, ese hijo de puta leal; daría la vida por ese cabrón.

¿Quién comprende eso todavía? El año pasado fui a ver al doctor Hapic (¡qué simpático vejete!), por lo que dicen, el más grande. Me tumbo en el destartalado sofá, él busca en los cajones ¡y me viene con un formulario de carreras! Empiezo a pensar que tengo tendencias homosexuales, porque eso es lo esencial si los hombres te conmueven tanto, y ahí tienes al viejo Al sonsacándome para que le hable de la sexta carrera, preguntándome por un corredor de apuestas serio y todo eso. Me pasé tres horas con él; canceló una cita tras otra, ¡y cuando me fui sólo me cobró media hora! Pero ¿cómo diablos voy a saber yo quién va a ganar? Ni siquiera cuando montaba lo sabía. ¡Qué coño, ni el mismo caballo lo sabía! ¿Por qué no pueden prescindir de eso? Me refiero al análisis. No conozco a nadie que vaya a las carreras y no salga convertido en un puñetero juez. Lo admito, toda la comedia se reduce al juego de los estambres y los pistilos, muy bien, me rindo. Pero, por Dios, dejadme respirar, dejadme morir riendo si voy a morir. Estoy preparado. Si resbalo en la nieve ahí fuera y me atropella un taxi, saludaré alegremente a la muerte. Quiero a mi mujer, llevamos dieciocho años casados, y a mis hijos, pero uno traza la línea en alguna parte, donde sea, antes de llegar a la esquina y no quede espacio para la tiza. Los hombres están asustados, ¿no te diste cuenta cuando estabas presente? No dejan de hacer marquitas, pero son incapaces de trazar la línea. Ya nadie sabe dónde empieza y dónde acaba, es como si encaballaran los mapas y pusieran Chicago en Letonia. A nadie le permiten ya morir por lealtad, no hay nada en ello que se pueda robar.

No tengo ni zorra idea de nada, soy un ignorante, con la mente como un acordeón plegado, pero, eso sí, percibo la distinción en cualquier cosa. Lo importante no es ganar, sino montar el puñetero caballo sobre el que ningún otro querría sentarse. Ése es el cabrón que quieres montar, mientras que los demás jockeys lo miran y saben que el caballo quiere matarte. Entonces la bandera se extiende y tus corpúsculos empiezan a reírse. Cierta vez visité a mi padre.

Nunca le he dicho esto a nadie, y ya sabes lo mucho que hablo. De veras, nunca he contado esto. Hacía ese programa de televisión, entrevistando a feos autores acerca de sus libros, pues el quid estaba en que un jockey profesional fuese capaz de leer libros, y todo marchó sobre ruedas hasta que me subí al Jaguar y viajé a México porque no podía soportarlo. Robar me parece bien, pero no en plan ratero; aquellos autores no valían nada, pero cada semana tenía uno que presentarlos como si se tratase de Man O'War después de haber recorrido la milla en un santiamén sin dejar de mearse y montada por un jockey ciego. En fin, la cadena de televisión recibe una carta desde Duluth en la que preguntan si nací en Frankfort, que es una población de Kentucky, y que si mi madre se llama tal y cual, y, que si todo eso era correcto, probablemente se trataba de mi padre. Una tonta y temblorosa caligrafía, como si hubiera escrito subido a un tractor. Así que subo a un avión, voy al domicilio indicado y descubro que es un pintor de brocha gorda.

Sólo quería ver cómo era, ¿sabes? Quería echarle un vistazo. Y allí estaba él, un hombre de setenta o de cien años. Se marchó cuando yo tenía uno. Jamás lo vi. Bueno, pues yo siempre había soñado que era un jugador empedernido o una especie de ladrón elegante, o tal vez un Rousseau de Kentucky o alguien garboso con las tías y que se había ido en busca de fortuna. Coño, algo interesante. Pero ahí lo tienes, un pintor de brocha gorda. Y vive en el barrio negro. Soy el último que se resiste a la integración, no puedo soportarlos. Pero al lado vive uno, un tío simpático de veras, su mujer también lo era. Es evidente que quieren al viejo. Y ahí estoy yo. ¿Para qué había ido? ¿Quién es él? ¿Quién soy yo si él es mi padre? Pero lo absurdo del caso es que a mí no me cabía duda de que era de él. Es como cuando dices: «Soy el hijo de mi padre». Lo sabía a pesar de que era un perfecto desconocido para mí. Sólo quería hacer algo por él. Lo que fuese. Estaba dispuesto a sacrificar mi vida por él. Al fin y al cabo, ¿quién conoce la situación? Tal vez mi madre lo echó de casa. ¿Quién sabe cómo fueron las cosas en realidad?

Así que le pregunto: «¿Qué quieres? Te daré lo que sea siempre que esté al alcance de mis posibilidades». Le dije eso a pesar de que tenía mucha pasta, pues sucedió después del Derby. También él era bajito, aunque no tanto como yo. Soy tan pequeño que casi no parezco americano, pero él también era de baja estatura. Y me dice: «La hierba del jardín trasero está demasiado alta y no puedo empujar la segadora. Si tuviera una de esas segadoras con motor…».

Así que descuelgo el teléfono y pido que envíen un camión cargado con toda clase de segadoras. Y él se pasó toda la tarde examinando una tras otra y finalmente eligió una con el motor más grande que su puñetera mesa, y se la compré. Tuve que marcharme para no perder el avión, porque le había prometido a Virgil que estaría en San Pedro para vigilar a una fulana a la que tenía que dejar allí toda una noche, por lo que fui al jardín trasero y me despedí de él. Y él ni siquiera apagó el motor para que pudiéramos hablar con tranquilidad. Y lo dejé allí, divirtiéndose, traqueteando por el jardín detrás de aquella puñetera segadora.

¡Por Dios, cómo me he emborrachado! Esas dos fulanas de ahí nos han estado mirando. ¿Qué dices? ¿Qué importa el aspecto que tengan? Todas son iguales, las quiero a todas.

(1962)