Introducción
El rápido desarrollo de las Tecnologías de la Información y de la
Comunicación (TIC), de Internet y de la llamada «nueva economía» o, más
propiamente, de la economía digital,1 se está produciendo en un
contexto histórico concreto, el de las décadas bisagra del segundo y tercer
milenio de nuestra era. Unos años que en lo económico han estado presididos por
el proceso de globalización y, en lo político, por el predominio de las tesis
ultraliberales y la crisis de la socialdemocracia, una vez que la demolición
del muro de Berlín simbolizó el tremendo fracaso en todos los frentes del
comunismo.
Lo que llamamos globalización de la economía es la culminación de un
proceso casi secular de integración universal de mercados de bienes y
servicios, de capitales y, en muchísima menor medida, de trabajo. Un proceso
que, a su vez, forma parte y se explica mediante las numerosas transformaciones
que han sufrido las reglas de la economía, las relaciones sociales y
culturales, el protagonismo del Estado y un largo etcétera. Un proceso que
termina configurando «una economía con capacidad de funcionar como una unidad
en tiempo real a escala planetaria» (Castells, 1996) aunque, strictu senso, la economía internacional
diste todavía mucho de ser verdaderamente global en los sentidos sectorial,
geográfico, social y político de la expresión. Un proceso inacabado, pese a los
grandes avances registrados en el sector financiero, en el que tres grandes
potencias regionales (Estados Unidos, Unión Europea y la zona Asia-Pacífico,
con centro en Japón) se disputan, con distinta suerte, la hegemonía mundial.
Según la mayoría de los observadores, el ritmo de la globalización se ha
acelerado fuertemente durante los últimos años gracias a los progresos
espectaculares de la tecnología de los ordenadores y su aplicación práctica en
multitud de campos; tecnologías sobre las que se ha construido la red Internet
y que, junto a otras como la ingeniería genética, son la principal expresión de
los avances científicos y de la prosperidad económica que está disfrutando una
parte significativa de la humanidad. Circunstancia ésta nada sorprendente si se
piensa en el papel germinal que la tecnología ha tenido históricamente como
motor del mundo en los dos últimos siglos; un motor que ha permitido dominar y
transformar la naturaleza e incluso adquirir suficiente capacidad para
destruirla, aunque esto último se ha percibido con bastante más lentitud.
El cambio tecnológico en el que se apoya la globalización es también
origen esencial de otro fenómeno que se registra en el mundo de la empresa y en
otros ámbitos de la sociedad. Nos referimos al cambio organizativo que las TIC
están impulsando en tantas y tantas facetas de la vida y que tan decisiva
influencia tienen en la mejora de la productividad de los países, es decir, en
la garantía de la riqueza futura.
Todos estos aspectos de la globalización forman parte de las zonas más
luminosas de una fotografía en blanco y negro de la misma. Del lado blanco se
encuentra la revolución tecnológica, la ampliación de los mercados, la
modernización organizativa y de la gestión, la exigencia de mayor transparencia
y apertura, etcétera. Pero hay también una cara oscura de la globalización, una
zona de la fotografía en la que se percibe el peligro que conlleva el cambio
vertiginoso e impredecible, que se anuncia inexorable; el alto riesgo inherente
a la volatilidad alocada de los mercados; y la rara pero extendida sensación de
que el proceso entero puede dar marcha atrás, de que tiene vuelta de hoja. Todo
lo cual inquieta a muchos, porque la masiva propaganda no ha podido evitar que
muchas personas hayan percibido que «hay un telón de fondo de problemas sin
resolver y riesgos asociados a la globalización» (Pérez-Díaz, 2000).
Quienes ya empiezan a conocerse como disidentes de la globalización
vienen denunciando la existencia de grietas en el edificio y la falta de un
proyecto acabado que puede dejar a muchos aspirantes a inquilinos en la
intemperie. Dudan de que Internet sea una fuerza democratizadora de alcance
planetario; niegan que la liberalización del comercio, del flujo de inversiones
y de los movimientos de capitales beneficien (y mucho menos que lo hagan por
igual) a todos los países de la Tierra; y piensan que la idea de «aldea global»
con que se inició la venta de imagen del proceso debería ser sustituida por la
más fiel de «selva global», dados los usos y costumbres que rigen en buena
parte del territorio que la integra. Frente al mito populista, que anuncia el
poder que el ser humano común recibirá de la globalización y las TIC, gracias a
que la democratización de la información va a construir el Imperio del
Consumidor, los disidentes combaten las afirmaciones exageradas acerca del
efecto que las nuevas tecnologías tienen sobre la sociedad y advierten de las
consecuencias del fraccionamiento creciente de la población, que separa e
incomunica a los protagonistas de los excluidos; recuerdan los episodios
trágicos que las últimas crisis financieras provocaron en países del Tercer
Mundo mientras el oasis del Primero mantuvo intacto su equilibrio «natural»; y
denuncian la ausencia de una mínima regulación internacional de los flujos de
capitales financieros, cuando ni el Fondo Monetario Internacional (FMI) está
convencido del efecto balsámico de la liberalización total de los mismos,
siquiera para los países ricos.
Así pues, el debate está servido y los episodios de Seattle, Praga,
Berlín o Génova, hechos dramáticos inclusive, no han hecho sino anunciarlo urbi et orbi. En ese debate aparecerán
argumentos nuevos, inferidos de las observaciones de los hechos «en tiempo
real», que se añadirán a las promesas incumplidas y los agravios históricos. Y
el núcleo central de ese debate consiste en saber si el modelo liberal de
mundialización creará más o menos ganadores que perdedores, si reducirá o
aumentará las desigualdades que separan a los países pobres de los ricos, si la
economía digital y sus instrumentos mejorarán o no la cohesión social en el
seno de cada nación. De un lado, los profetas de la felicidad sugieren que los
países con niveles de renta más bajos son los que más se beneficiarán de la
integración económica mundial; del otro, los denominados profetas del fin del
mundo advierten que la creciente desigualdad es la mayor amenaza para el futuro
de la economía global2 y que los países subdesarrollados no se
benefician del sistema comercial internacional como consecuencia del descarado
proteccionismo (a veces llamado eufemísticamente «apertura comercial
selectiva») de las grandes potencias mundiales.
Sea o no el futuro como lo imaginan unos y otros, se cumplan o no los
vaticinios, es ya una evidencia que la tecnología y la economía se han impuesto
una vez más sobre la política, pese al interés que los disidentes están
poniendo en recuperar el aliento de esta última. Una política entendida como
terapia para las epidemias derivadas del progreso tecnológico, que permita
contrarrestar los efectos desequilibrantes que sumen en las tinieblas y la
desesperanza a los países más atrasados y a sus millones de ciudadanos; una
praxis política que anime el nacimiento de un proceso globalizador más justo y,
por qué no decirlo, más inteligente.
El problema es que también la política mundial vive años de grandes
cambios y turbulencias, sometida a la hegemonía de la doctrina neoliberal. Víctima
del desfase existente entre el rápido avance de la ciencia y el lento deambular
de las ideas, la cultura parece desertar como reina de los valores mientras la
tecnología deja de ser instrumento para convertirse, por sí misma, en un fin.
En este mundo en el que cada día resulta más razonable creer en falsedades
simples que en verdades complicadas, en que se rechaza el debate ideológico y
se exalta el individualismo más egoísta o el consumo desaforado, los partidos
políticos sufren una de las peores crisis de su historia y, entre ellos, la
desorientación se ha hecho mayúscula en los tradicionales representantes de la
izquierda.
Por todo ello, antes de analizar con detalle las características de la
economía digital, parece oportuno examinar el contexto económico y político en
el que ha dado sus primeros pasos y en el que se propone continuar su andadura.
Los hechos económicos, las situaciones políticas y las circunstancias sociales
están todos interrelacionados, a veces de manera inextricable; algo está pasando
en ese tejido de interacciones cuando una nueva aristocracia mundial, la de los
cibernautas, puede agigantar el foso que separa a los ricos de los pobres;3
o cuando las decisiones de unos pocos pero auténticos centros de poder mundial
marcan las políticas económicas que todos los países deben seguir y que los
«mercados» se encargan de hacer respetar.
La globalización desigual
Aunque el proceso globalizador hunde sus raíces en la segunda mitad del
siglo XX, parece innegable que la fuerte aceleración de su ritmo expansivo se
ha producido durante la última década de esa centuria. El fenómeno posee tanta
complejidad y alcance que arrastra consigo una legión de admiradores y
detractores, empeñados los primeros en ensalzar su extraordinario atractivo como
estrategia de desarrollo para todo tipo de naciones, y obstinados los demás en
descubrir sus imperfecciones y advertir de sus carencias y peligros para una
parte nada desdeñable de la humanidad.
Los puntos de apoyo fundamentales de la globalización de la economía en
su fase más reciente son pocos pero de enorme relevancia: la gran movilidad
internacional de los capitales, la revolución de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) y la
amplia hegemonía del neoliberalismo en el terreno ideológico. Otras
circunstancias y fenómenos han influido también en la realidad actual de la
globalización, pero su influencia ha sido comparativamente menor o se trata, en
ocasiones, de consecuencias derivadas de la citada tríada de factores.
La casi completa libertad con que los capitales se mueven por todo el
planeta en busca de la maximización de su rendimiento (o de otros objetivos
menos confesables) ha permitido configurar una auténtica globalización
financiera, para algunos observadores la única verdaderamente existente a
escala mundial. Sus defensores sostienen que la integración internacional de
los mercados de capitales y la libre circulación que implica incrementan el
ahorro y la inversión internos, permiten nivelar el consumo y diversificar las carteras, e imponen
disciplina en las políticas fiscales y monetarias; todo ello coronado por la
guinda de la generación de externalidades tecnológicas positivas atribuidas a
la inversión directa internacional.
Por su parte, la corriente crítica lleva unos años denunciando, con
mucho más tesón que eficacia, las consecuencias del descontrol económico y el
desgobierno político, de modo que el capital se invierte y acomoda donde y como
quiere: racionamiento del crédito, flujos de capitales mal orientados (es
decir, de los países pobres a los países ricos), ciclos muy pronunciados y
cortos de auge y recesión, y periódicas crisis financieras que ocasionan
gravísimas consecuencias reales. En base a estos argumentos teóricos,
periódicamente corroborados por los hechos, algunos economistas desertores de
la ortodoxia reinante se han atrevido a discutir (a veces incluso en público)
si la integración de la economía mundial y la estandarización de las leyes de
conducta (o la ausencia total de ellas) constituye la mejor o la única forma en
que las naciones pueden prosperar. Y en el colmo de la ingenuidad han llegado a
pensar que la elección de prioridades debe generarse internamente, adaptarse a
las necesidades y objetivos de cada nación y, si ello fuera posible, basarse en
el consenso de todos los segmentos de la población afectada.
La integración de los mercados financieros se ha producido a un ritmo
más vivo que el de la unificación de estos mercados, con lo que las
posibilidades de colocación ventajosa de los capitales se han multiplicado de
forma extraordinaria (hace unos años era impensable realizar inversiones
multimillonarias en Rusia o China). Pese a lo cual, no a todo el mundo le queda
claro que la ampliación de la libertad de circulación haya redundado en una
mayor eficiencia de los mercados financieros internacionales, mientras resultan
obvias para casi todos las consecuencias de una «fuga» o una «invasión» masivas
y fulminantes de capital en cualquier país, así como del desafío de los
mercados a los mismísimos bancos centrales: la creación de inestabilidad,
apreciación o devaluación espectacular de la moneda nacional y un siempre
peligroso etcétera que deja sin sentido alguno el concepto de «economía
nacional».4 Los mercados son capaces de cambiar de modelo como de
humor, de pasar en un santiamén de la euforia a la morbidez, de convertir el
peligro en oportunidad y viceversa.
La globalización de los mercados financieros ha sido posible gracias al
proceso de desregulación que la ha precedido o acompañado. Pero el verdadero
punto de apoyo no ha sido otro que el cambio tecnológico. Con la digitalización
de la información y las comunicaciones, la división internacional del trabajo
adquiere una nueva dimensión y las transacciones financieras ven enormemente
facilitados los enfoques de carácter global (Clavera, 1998). Esta función
esencial de la tecnología contribuye sobremanera a la desigualdad de todo el
proceso globalizador, pues una pequeña parte del planeta (en la que vive el 15%
de la población) provee la casi totalidad de las innovaciones tecnológicas que
otra parte (50% de la población) está en condiciones de asimilar, tanto desde
la faceta de la producción como del consumo. El resto de la humanidad está
completamente excluida de la tecnología5 y atrapada por la pobreza.
Por otro lado, es bien sabido que la tecnología se muestra menos
proclive a la convergencia que el capital: la innovación produce rendimientos
de escala y los territorios con tecnologías avanzadas están mejor situados que
los demás de cara a las innovaciones futuras, puesto que las nuevas ideas son
casi siempre el resultado de la combinación adecuada de las existentes (Sachs,
2000) y los incentivos para innovar dependen mucho del tamaño del mercado más
cercano. Por estas razones suele reclamarse del Banco Mundial una política más
agresiva en la creación y difusión de tecnología en los países más atrasados,
aunque sea en detrimento de su actividad como prestamista. De otro modo, más de
la tercera parte de la población mundial no podrá acceder a la economía del
futuro.
Aunque se considera de muy mal gusto referirse a ella en el mundo de la
opulencia, la pobreza golpea con saña. El «Informe sobre el desarrollo mundial
2000-2001: Lucha contra la pobreza» del Banco Mundial calcula que casi la mitad
de la humanidad (2.800 millones de personas) vivía en 1998 con menos de dos
dólares diarios. Según la misma fuente, la miseria ha crecido espectacularmente
en Europa del Este y la antigua URSS, donde los pobres se han multiplicado por
más de 20 entre 1987 y 1998; en el África subsahariana, Asia Meridional y
América Latina, el número de pobres se ha incrementado sostenidamente; y sólo
se redujo en Asia Oriental. Dada la situación, no debe resultar extraño que se
hable de globalización desigual y del peligro que dicha circunstancia introduce
en el guión de la película y en el mismo escenario. El hasta hace poco tiempo
director general del FMI, Michel Camdessus, manifestaba (El País,
23-4-2000) poco después de la inesperada dimisión que le devolvió la
locuacidad: «Si hay un peligro capaz de hacer estallar este sistema (económico
y político), es la pobreza y las diferencias enormes entre pobres y ricos que
ha generado».
El Primer Mundo, es decir, los países más ricos, ha conseguido silenciar
o, cuando menos, poner sordina a la creciente desigualdad creada por el nuevo
modelo económico vigente. El problema se puede envenenar, pero, mientras esto
no suceda, «vida, dulzura y esperanza nuestra»; además, si los medios de
comunicación no hablan sino una vez al año del asunto (coincidiendo, por
ejemplo, con la aparición del Informe del Banco Mundial), ocurrirá lo que
ocurre, esto es, que «la pobreza contemporánea no produce revoluciones ni
respuestas críticas, sólo réplicas de adaptación al medio» (Kapuscinski, 2000).
Y con un poco de suerte, ni siquiera habrá que mantener la ayuda al desarrollo:
bastará con organizar conferencias internacionales que maximicen la
administración de promesas destinadas al olvido.6 Ésta puede ser la
realidad futura si el barco de la mundialización económica sigue sin rumbo y se
confirma que el mercado, sólo o con piloto automático, no funciona bien: una
democracia huérfana de calidad, una prosperidad mal distribuida y la paz
internacional en serio peligro.
En este contexto de desgobierno de la mundialización económica, empiezan
a aparecer ciertos síntomas de «globalofobia» que, en algunos casos, no pasan
de propuestas más o menos seráficas (como la implantación de la famosa «tasa
Tobin» a los flujos de capitales especulativos, incluso en contra de la opinión
del famoso economista que le dio su apellido), pero en otros se administra en
dosis de caballo y termina pidiendo barreras insalvables para capitales,
mercancías, servicios y personas, es decir, postula el regreso a la represión
de todo tipo de flujos externos que los economistas llaman autarquía. Y tan
peligroso es no llegar como pasarse, porque si bien es cierto que este proceso
de globalización genera desigualdades, no lo es menos que éste es el único
factor que explica por qué, en los últimos años, los países más pobres han
crecido menos que los ricos. Como se ha señalado con acierto, «la globalización
ha tenido como efecto positivo la creación de un nuevo grupo de países, los
emergentes, que se han desprendido del Tercer Mundo y aprovechan las ventajas de
la circulación de los capitales para aumentar el bienestar de los ciudadanos»
(Estefanía, 2000). Además, debe reconocerse que el concepto de globalización no
está necesariamente unido a políticas económicas de corte ultraliberal ni
obligatoriamente reñido con la adopción de políticas redistributivas nacionales
e internacionales. Lo que no resulta extraño es que, en las circunstancias
actuales, la «globalofobia» se extienda y que la izquierda responsable tenga
que esforzarse para defender la reforma del proceso globalizador frente a
quienes optan por la peligrosísima ruptura total de éste.
Pero sigamos. De los tres puntos de apoyo que le hemos adjudicado al
proceso globalizador, falta un breve comentario sobre la hegemonía de la
ideología neoliberal en economía. Basada en la deificación del mercado, la
liberalización a ultranza, las privatizaciones y la rebaja del Estado de
bienestar, la aplicación de la doctrina neoliberal está provocando en la
práctica una concentración desorbitada del poder económico, una oligopolización
de la economía. En palabras del Secretario del Tesoro estadounidense, «la
persecución constante del monopolio se convierte en la principal fuerza
impulsora de la nueva economía, y la destrucción creativa derivada de todo ese
esfuerzo se convierte en el acicate esencial del crecimiento económico...».
Dicho con palabras más extremistas, cuando los neoliberales hablan del mercado,
«lo que quieren decir es empresas privadas sin control del Gobierno, sin trabas
de los sindicatos, sin preocupaciones por la suerte de sus empleados, sin
restricciones de ningún tipo y pagando tan pocos impuestos como sea posible»
(Luttwak, 2000).
Otra cosa bien distinta es, a veces, la actitud que los gobiernos
formados por políticos liberales confesos adoptan en cada momento y el respeto
que les merece a éstos la ideología económica que dicen profesar cuando la
enfrentan a circunstancias económicas adversas. En estos casos, suele
demostrarse que tras el disfraz de honestos neoliberales se esconden pérfidos
neokeynesianos dispuestos a dirigir la economía, aumentar el gasto público y
poner la política fiscal al servicio de la recuperación de la coyuntura. En
general, demuestran una fe tan débil en la capacidad que tienen los mercados de
ajustarse a sí mismos como la exhibida por el presidente George W. Bush después
de los atentados terroristas del 11 de setiembre de 2001 o en la crisis de
competitividad de los fabricantes de acero norteamericanos en la primavera de
2002: en ambos casos, su liberalismo duró, más o menos, el tiempo que las
grandes empresas de Estados Unidos esperaron para pedir árnica al gobierno de
Washington, no más de una semana. Claro que sólo unos pocos pueden protagonizar
la versión económica del famoso «haz lo que digo, no lo que hago» que la tradición
oral ha atribuido siempre a algún que otro predicador.
En este contexto, el papel del FMI, el Banco Mundial y la Organización
Mundial de Comercio (OMC) queda reducido a poco más que la difusión del
evangelio del mercado, olvidando objetivos tan fundamentales para el futuro de
la globalización como la apertura de los mercados (mercancías, mano de obra) de
los países ricos, la condonación de la deuda a los países más pobres y
endeudados, la materialización urgente de la tan cacareada como necesaria reforma
de la «Arquitectura Financiera Internacional» o la concertación de la Reserva
Federal estadounidense, el Banco Central Europeo y el Banco de Japón en aras
del establecimiento de algunos «semáforos» capaces de organizar mínimamente la
libre circulación de capitales por el mundo.
Algo se ha avanzado, qué duda cabe (los países en desarrollo representan
ahora la tercera parte del comercio mundial, frente a la quinta parte en los
años setenta), pero las desigualdades del sistema multilateral son todavía
escandalosas, y el divorcio entre las declaraciones que siguen a las reuniones
internacionales y las realidades se vuelve cada día más insoportable. La verdad
desnuda es que la ayuda de los países ricos al desarrollo (0,22% del PIB de los
miembros de la OCDE, frente al objetivo del 0,7% marcado en 1970) es ridícula
comparada, por ejemplo, con los subsidios que conceden a sus agricultores.
Mientras estas cosas no cambien, las rondas de liberalización que se mantienen
en la Organización Mundial de Comercio (la octava se acordó el 14-11-2001 en
Qatar) serán todas ellas verdaderos jaques a la globalización, más allá de su
retórico o sincero reconocimiento de los intereses de los países
subdesarrollados. Un hombre tan poco sospechoso de haber organizado las
manifestaciones antiglobalización de Seattle, Praga o Génova como Alan
Greenspan, ha subrayado que «la actuación más eficaz que pueden realizar los
países industrializados para eliminar el terrible problema de la pobreza en
muchos países en desarrollo sería abrir sus mercados unilateralmente a las
importaciones de estos países».
Éste es, someramente descrito, el entorno de dogmas liberales en el que
se mueve la economía digital. Un contexto en el que la creación de riqueza ha
dejado de corresponderse con la consolidación de valores reales y
significativos, donde la transformación del mundo en una sociedad de la
información fundada en el conocimiento puede realizarse sin impulsar la
inclusión social y la participación, con lo que se pierde una oportunidad
histórica para construir un mundo más justo.
Más acá del consenso de Washington
Las últimas tres décadas del siglo XX han estado preñadas de
turbulencias económicas y políticas que han reavivado la eterna polémica acerca
del papel más o menos activo que deben desempeñar los gobiernos en la
conducción de la economía o, si se prefiere, acerca de la delimitación de la
responsabilidad del Estado en la consecución de objetivos económicos múltiples
(empleo, crecimiento, fiscalidad, estabilidad de la moneda, distribución de la
renta, etc.).
Las sucesivas crisis económicas que en distintos campos (industria,
finanzas) han golpeado a amplias zonas del planeta, y especialmente a las
naciones más pobres, han creado enormes desigualdades en los ingresos y una
grave desorientación en cuanto a la capacidad de la ciencia económica para
satisfacer las numerosas demandas sociales en terrenos que se le atribuyen como
propios. El reconocimiento de las limitaciones teóricas e instrumentales de los
economistas (Velasco, 1996), unidas a las repercusiones de la hegemonía
política y militar de Estados Unidos tras el fracaso del comunismo han
provocado un vuelco en las ideas económicas y una revolución cultural que, en
palabras de Eric Hobsbawm (1994), se puede interpretar como «el triunfo del individuo
sobre la sociedad». Todo eso ha permitido la reencarnación y el predominio
abrumador de un liberalismo económico que, en su versión más radical, aborrece
cualquier actividad económica del Estado que no procure un entorno de
estabilidad para el desarrollo de los negocios, al tiempo que asegura tener una fe casi ciega en las posibilidades (y en
la ética) de las fuerzas del mercado actuando libremente.
En este panorama de cambios e incertidumbres, los gobiernos han
descubierto sus graves limitaciones para gestionar la política económica en la
era del capitalismo global. En efecto, los Estados y los gobiernos están
perdiendo su autonomía decisional (especialmente en el campo de la
macroeconomía), bien por transferencia más o menos voluntaria de la misma a
órganos supranacionales, bien porque nuevos poderes financieros y políticos la
han usurpado, con ayuda de la revolución tecnológica y de los movimientos
uniformizadores del planeta que la era de la información y el conocimiento
posibilitan.
La desorientación que todo este proceso produce es un terreno bien
abonado para acoger propuestas razonables para la conducción de la economía de
las naciones. Los responsables públicos están tan confusos que, a cambio de
respuestas generadoras de confianza, están dispuestos a modificar profundamente
tanto sus esquemas mentales como la acción de las instituciones políticas y las
organizaciones económicas que controlan.
En este contexto, aparece en 1990 un artículo germinal de John
Williamson en el que se describe el contenido de las reformas que, según el establishment político y económico de
Washington (incluidas las instituciones financieras internacionales), deberían
adoptar los países latinoamericanos para afrontar con ciertas garantías la
crisis de la deuda externa. La intención de Williamson era aclarar el
significado de frases dedicadas a las tareas que tenían que realizar los países
deudores («poner sus casas en orden», «emprender reformas políticas»,
«someterse a estrictas condiciones»...), tras las cuales adivinaba «un grado
razonable de consenso». Pero los contenidos de ese acuerdo más o menos general
y tácito reflejaron, en forma de decálogo, las nuevas Tablas de la Ley en
materia de política económica y han dado relevancia al ya conocido Consenso de
Washington.
Los diez mandamientos de Washington pueden resumirse de diversas
maneras y algunos analistas lo han intentado desde diferentes perspectivas
ideológicas, pero, en conjunto, el mensaje se muestra claramente favorable a la
implantación de la «cultura de la estabilidad» y a la pérdida del protagonismo
del Estado en el diseño y ejecución de la política económica. Cultura que más
de una década después sigue apoyándose en los mismos pilares y ha sido aceptada
por la práctica totalidad de los partidos políticos occidentales: disciplina
presupuestaria, liberalización financiera y comercial, desregulación y
privatizaciones. Algunos autores han considerado que habría resultado más
preciso hablar de «convergencia» de las políticas económicas que de «consenso»
en dicha materia y el propio Williamson así lo reconoció en un trabajo
posterior (1993); pero introduce la expresión «convergencia universal», y de
tal suerte que, tras afirmar que «merece el respaldo de todo el espectro
político», se ve obligado a admitir que ello «no significa el fin de la
política», aunque se atreve a proponer alicientes no ideológicos para animar la
discusión entre los partidos:
«El amplio respaldo político a la corriente principal del pensamiento
económico también dejará sitio para otro tipo de competición política, en
la que los partidos políticos buscarán propuestas políticas que corrijan mejor
las externalidades. Esta búsqueda es esencialmente no ideológica, es decir, no
hay ninguna razón inherente por la que un igualitario tenga que estar más o
menos interesado que un conservador en diseñar un esquema que anime (por
ejemplo) a las empresas a ofrecer formación en cantidad y forma óptimas. Pero
el hecho de que todos los partidos crean que pueden ganar votos desarrollando
propuestas para una mejor dirección del sistema mejorará las perspectivas de
una reforma constructiva, especialmente si lo comparamos con una situación en
la que los partidos de izquierdas se sientan en la obligación ideológica de
forzar cualquier reforma para que se inserte en el molde de una extensión del
poder del Estado para dirigir la actividad económica».
No se
incluye entre los elementos consensuados un asunto tan importante como el medio
ambiente, pese a los evidentes beneficios derivados de la intervención pública
sobre la libre actividad de los particulares en el uso de los recursos
naturales (Embid, 1999); y tampoco se recomienda medida alguna para el
tratamiento de la inflación, el crecimiento económico o la redistribución de la
renta, en este último caso porque, según Williamson, la capital federal
estadounidense era en los años ochenta «una ciudad muy desdeñosa de las
preocupaciones sobre la igualdad».
Aunque la
construcción del edificio conceptual del Consenso de Washington dejara mucho
que desear, lo cierto es que pronto alcanzó una gran popularidad y aceptación.
Algunos autores piensan que el derrumbamiento del sistema soviético a finales
de los ochenta contribuyó decisivamente a considerarlo como una especie de
«sistema de recambio para la organización de la vida económica y política»
(Naim, 2000); pero fue la decisión de subordinar sus créditos a la adopción de
políticas inspiradas en el consenso, adoptadas por el Banco Mundial y el FMI,
lo que supuso el espaldarazo de un reconocimiento que fue bastante más allá de
sus méritos.
En definitiva, el Consenso de Washington es el resultado de una
profunda evolución de las ideas económicas, cada día más volátiles, que
reconoce el papel absolutamente predominante de las fuerzas del mercado en la
asignación de recursos y, por consiguiente, en la producción y oferta de bienes
y servicios privados en la economía (Guitián, 1999). Se inicia así un proceso a
través del cual las creencias de los políticos y de los inversores convergen en
la idea de que «la virtud victoriana en política económica (mercados libres y
moneda sólida) es la clave del desarrollo económico» (Krugman, 1995).
La adopción generalizada de la disciplina de mercado como eje de la
política económica y de los programas de ajuste desarrollados por el FMI se ha
considerado por algunos como una especie de contrarreforma conservadora que
intenta eliminar o atenuar considerablemente los mecanismos redistributivos
creados en las décadas anteriores. Menos Estado, sí, pero ¿cuánto menos?; y más
mercado, sí, pero ¿cuánto más? Los numerosos ejemplos de consecuencias nefastas
que la eliminación radical del Estado está teniendo en Rusia y en sus antiguos
satélites constituyen la mejor prueba de que sólo los ciudadanos muy ricos
pueden permitirse un Estado pobre de solemnidad y de que es necesario mantener
viva su función de punto de encuentro de las fuerzas políticas y sociales, así
como su naturaleza de instrumento de mediación que facilita la lectura
transversal de la realidad. Un papel del que procede tanto su grandeza como su
condición de concepto en perpetua revisión. La globalización ha impuesto unos
límites a las ambiciones y al poder de los Estados y gobiernos, pero ello no
significa que el Estado o gobierno no siga teniendo un papel importantísimo que
representar (De la Dehesa, 1998), particularmente en el campo de las políticas
microeconómicas y en el suministro de servicios a los miembros más débiles de
la sociedad.
Transcurrida más de una década del Consenso de Washington, puede
afirmarse que la filosofía y la doctrina económica subyacentes siguen imperando
en lo que representa la ciudad estadounidense y en los círculos políticos y
económicos más poderosos e influyentes del mundo. Sin embargo, las crisis
financieras acaecidas en la segunda mitad de los años noventa (México, Asia,
Rusia, Brasil...) han contribuido a desinflar apreciablemente el citado
consenso, algo que Paul Krugman ya anunció tras la crisis mexicana de diciembre
de 1994.
En todo caso, la comprobación de que las expectativas creadas por el
Consenso de Washington eran exageradas no ha modificado sustancialmente las
creencias económicas de los partidos políticos occidentales ni las actuaciones
de las dos organizaciones (Banco Mundial y FMI) que tienen su sede en la
capital estadounidense. Las crisis sobrevenidas apenas han tenido repercusiones
en Estados Unidos y la Unión Europea, por lo que la vía de búsqueda de la
estabilidad macroeconómica «diseñada» en Washington ha ganado adeptos en ambas
potencias. Por su parte, los miembros del G-7 parecen convencidos de que el
reforzamiento de la supervisión nacional e internacional del sector financiero
y una política más gradualista en la liberalización de los movimientos de
capitales (así como una moderada reforma de las funciones del FMI y el
desarrollo por el Banco Mundial de «principios generales de conducta en materia
de política social») serían suficientes para resolver los graves problemas que
en muchas naciones está ocasionando el modelo de globalización puesto en
marcha.
El problema está en el segundo, tercero y cuarto mundos. En ellos la
credibilidad del «sermón de Washington» puede venirse abajo si se hace enorme
la distancia entre el dicho y el hecho, si la sacrificada recuperación de la
estabilidad macroeconómica no conlleva la reanudación del crecimiento; si la
brecha existente entre los países ricos y pobres sigue agrandándose a la alta
velocidad en que viene haciéndolo desde los años cincuenta; si el
proteccionismo de las grandes potencias se perpetúa; o si, como suele ocurrir y
el mismo Williamson reconoce, «Washington no siempre practica lo que predica».
Pues bien, veamos qué ocurrió cuando, más acá del Consenso de
Washington, se pusieron en marcha los esquemas operativos del acuerdo tácito
que le dio vida. La aplicación práctica de las recetas derivadas del Consenso
condujo a reformas liberales muy radicales en toda Latinoamérica, que tuvieron
un efecto inmediato en la estabilidad de los precios y, en algunos casos, en la
recuperación de altas tasas de crecimiento económico durante la primera mitad de
los años noventa. Sin embargo, como el reciente Nobel de Economía (2001) Joseph
Stiglitz (a la sazón economista jefe del Banco Mundial y posteriormente cesado
por ejercer de economista del diablo) y otros pusieron de manifiesto, el simple
transcurrir del tiempo ha demostrado el altísimo coste social que la gran
mayoría de la población ha tenido que pagar por ello.
Los rigurosos planes de ajuste impuestos por el FMI en el
subcontinente americano y en otros lugares del mundo han tenido la rara
habilidad de no contentar a nadie. La izquierda política detesta la extrema
rigidez de los programas, su aplicación intercambiable y mimética en cualquier
país o circunstancia y, como queda dicho, las negativas consecuencias que
resultan para las capas sociales más desfavorecidas. Además, las crisis
financieras de los últimos años de la década de los noventa han venido a
demostrar que los férreos programas de ajuste económico y social no bastan para
quedar a resguardo del «efecto contagio» provocado por cualquier virus con
acento extranjero. Casos como los de Brasil o Argentina empiezan ya a resultar
paradigmáticos, pues mientras aplicaban con rigor programas económicos
inspirados por el FMI, la izquierda le ajusta sorpresivamente las cuentas a
causa de las andanzas de la Rusia de las mafias o por el derrumbamiento de la
corrupta banca japonesa. La capacidad de la ortodoxia macroeconómica para dar
con un crecimiento sostenible y equitativo se ha revelado muy limitada.
Por su parte, los
economistas neoliberales critican al FMI porque, en su opinión, suprime los
mecanismos autocorrectivos del mercado y porque, al reducir con las ayudas
financieras las pérdidas de los inversores, se impide que éstos asuman la
responsabilidad total de las decisiones. Un gran economista como Milton
Friedman, liberal donde los haya, manifestaba a la revista francesa L'Express en octubre de 1995 que el FMI
le parecía una institución «nefasta» y que, como tutor de la política económica
de los países subdesarrollados, «da muchos más malos consejos que buenos».
Posteriormente, con las experiencias de las crisis financieras de México, Rusia
y el Sudeste asiático a la vista, los neoliberales consideran que los planes de
ajuste del FMI, al otorgar dinero a los países afectados, no tiende a promover
las reformas que les reclaman los mercados sino que más bien las retrasa,
porque disminuye la presión sobre los gobiernos para que cambien sus políticas.
Además, extrapolando la creencia de que la proliferación de pólizas a todo
riesgo aumenta el número de accidentes automovilísticos, estos economistas
argumentan que la seguridad de ser rescatado por el FMI, la Reserva Federal o
cualquier otro «séptimo de caballería», aumenta el moral hazard (hábito de apostar sobre seguro, en traducción libre):
«Cuantos más rescates financieros realice el Fondo Monetario Internacional,
mayor será la posibilidad de que otros países entren en crisis en el futuro, ya
que los rescates estimulan un comportamiento imprudente por parte del gobierno
y de los inversionistas, que esperan que si algo va mal, el FMI les rescatará»
(Vásquez, 1999).
Claro que los organismos nacionales e internacionales parecen tener
mucha menos fe en la capacidad autocorrectiva del mercado que en la potencia
expansiva de las crisis financieras, porque han acudido raudos a socorrer a los
heridos sin reparar en si saltaban o no la valla ideológica del liberalismo
reinante: Japón ha nacionalizado recientemente, a estas alturas del credo
económico dominante, su banca más dañada; la Reserva Federal USA extendió su inmenso
paraguas monetario sobre el fondo de alto riesgo LTCM, que con motivo de su
crisis saltó más a la fama internacional por el hecho de estar asesorado por
dos Premios Nobel de Economía que por la misma transformación del riesgo en
siniestro; y la brigada de socorro del FMI taponó con muchos billones de
pesetas las vías de agua producidas por las últimas crisis financieras en
México, Japón, Tailandia, Indonesia, Rusia, Brasil y otros países en grave
peligro de naufragio. Todo ello complementado por una política de socialización
de los costes del rescate, cuando no del conjunto del programa de salvamento y
socorrismo, que no ha sido precisamente criticada por los paladines del laissez faire. Bien al contrario,
miraron para otro lado cuando el propio FMI publicó en 1998 un estudio en el
que afirmaba que el éxito de las reconversiones bancarias (que en las últimas
décadas costaron el 45% del PIB en Kuwait, 33% del PIB en Chile y 15% del PIB
en España, por citar algunos ejemplos) depende de que se paguen así, a escote
entre toda la población.
En cualquier caso, hay que reconocer que el Consenso de Washington ha
hecho algunas aportaciones, especialmente la de haber puesto fin a bastantes
cuestiones que enfrentaban a la «economía del desarrollo» y a la «economía ortodoxa»,
si es que se pueden utilizar estas expresiones. Asuntos que durante años fueron
considerados por los países pobres como propios de la miopía monetarista (por
ejemplo, que los elevados déficit públicos y las políticas monetarias laxas
alimentan la inflación) se han convertido en verdades aceptadas en ellos, lo
mismo que la conveniencia de sustituir las políticas de protección integral de
la economía por la apertura al comercio y a la inversión internacionales. Otra
cosa es que Washington haya ofrecido, que no lo ha hecho, un conjunto de
medidas para que las economías de los países subdesarrollados que se abran al
exterior puedan hacer frente a algunas consecuencias de la globalización,
especialmente en su vertiente financiera. Pero el objetivo del famoso Consenso
fue «ofrecer una fórmula para crear un vibrante sector privado y estimular el
crecimiento económico, mientras que las recomendaciones de las políticas que
debían seguirse seguir basadas en una gran aversión al riesgo (...) fueron
incompletas y, a veces, mal interpretadas» (Stiglitz, 1998).
Un aspecto
descuidado por el Consenso de Washington a la hora de sugerir fórmulas para el
crecimiento estable de las economías de los países subdesarrollados es el
relativo a la estructura y características de sus instituciones. En efecto, los
contextos legales y políticos vigentes en muchos de esos países, así como
ciertas prácticas corruptas arraigadas en los hábitos y costumbres de sus
políticos (y en los de países más desarrollados, quizás encabezados en este
deshonroso ranking por Japón) provocan una gran desconfianza en los agentes
económicos internos y externos. Y hasta el FMI se ha concedido un descanso en
su agotadora tarea de elaborar una «nueva arquitectura financiera
internacional», para incluir en un Informe Anual reciente (FMI, 1999) unos
relevantes comentarios acerca del daño que la ausencia de instituciones
sólidas, eficientes y creíbles produce en las posibilidades de crecimiento y en
las probabilidades de engarce de sus economías en el proceso de globalización.
Un paso que no llevará a ninguna parte si no fructifican los esfuerzos
realizados por el Premio Nobel Douglas North y un pequeño grupo de estudiosos a
fin de situar las instituciones en el centro de la escena económica, o si el
diseño de los programas de ajuste y reforma no se adecua a esta realidad
(Arias, 1999).
En efecto,
la suspensión de las restricciones administrativas a las inversiones
extranjeras directas está muy lejos de ser condición suficiente para que un
país sea competitivo en la captación de capitales del exterior: un gobierno
honesto, un sistema judicial digno de confianza, una mano de obra cualificada y
unas infraestructuras (físicas, sociales, tecnológicas) fiables son, entre
otros, los factores determinantes en las decisiones de los inversores
internacionales. El problema es que los cambios en la política macroeconómica
son más sencillos que las reformas institucionales, y tampoco el Consenso de
Washington proporcionó ideas útiles sobre la manera de llevar a término los
cambios requeridos. En todo caso, de nada sirve darle la espalda a la realidad;
como ha indicado el presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, «no podemos
adoptar un sistema en el que los aspectos macroeconómicos y financieros sean
tratados sin tener en cuenta los aspectos estructurales, sociales o humanos, y
viceversa».
El caso
dramático de Argentina, un país que en pocos meses ha consumado una de las
mayores destrucciones de riqueza de las que se tienen noticia en la historia
económica moderna, demuestra a las claras que resulta suicida aminorar el peso
del sector público sin paralelamente mejorar la calidad de las instituciones;
calidad que la experiencia revela menor cuanto más subdesarrollada sea su
fiscalidad y más amplias sean las diferencias sociales. Cuando estalla una
crisis del tamaño de la Argentina, las recetas estándar tipo FMI son de una
utilidad perfectamente descriptible, porque no puede tratarse como una simple
enfermedad financiera lo que realidad es una completa voladura del Estado y
demás instituciones; una voladura protagonizada por personajes corruptos que
han patrimonializado y esquilmado el sector público durante años, sin que
Washington torciera mínimamente el gesto.