La intimidad de la serpiente

I

CUARENTENA

 

 

Con qué ferocidad y a qué hora importuna

salen tus veinte años de la fotografía

para exigirme cuentas.

En los ojos heridos por la luz

sostienes la mirada de mis sombras,

en el descaro de tus profecías

desdeñas la lealtad de mis recuerdos,

en la piel transparente

anegas el cansancio de mi piel

y defines mis años por traiciones.

 

No escandalices más,

hablemos si tú quieres,

elige tú las armas y el paisaje

de la conversación,

y espera a que se vayan

los invitados a la cena fría

de mis cuarenta años.

Por evaporaciones,

como las aguas sucias de los charcos

se acercan a las nubes,

caminaré contigo

hasta la plaza de tu juventud.

Allí están los magníficos

árboles de las ciencias y las letras

con sus palabras en el mes de mayo,

y el orden de los números

a la orilla del tiempo,

más cerca de las sumas que de las divisiones.

 

Imagino tu voz, supongo el aire

-porque a veces regresa hasta mis labios

en noches de espesura-

con el que afirmarás

que toda libertad es una roca,

que no faltan el viento y las razones,

sino la voluntad en el timón,

para gritar después que mi conciencia

es ya ropa tendida,

palabras puestas a secar.

 

Tendrás razón. No digo

ni la mitad de lo que siento.

Pero recuerda que mi soledad,

la que arde en mi lámpara de desaparecido,

es el silencio de las causas públicas.

Y puedes comprenderme:

mis mujeres dormidas,

el cajón de los barcos indefensos,

un teléfono antiguo...,

todas las tachaduras se parecen

a la inquietud que sufres

ante la vida en blanco.

 

Ya que fuerzas mis sombras con tu luz

comprende mi silencio en tus exclamaciones.

Porque sabes que sé

el lado frágil de la impertinencia,

lo que hay de imitación en tu seguridad,

la certeza que llega de los otros

para empujarte

por el afán de ser el elegido,

por el deseo de gustar,

hasta vivir de oídas en muchas ocasiones.

 

Aceptaré las quejas, si tú me reconoces

la legitimidad de la impostura.

 

Ahora que necesito

meditar lo que creo

en busca de un destino soportable,

me acerco a ti,

porque sabías meditar tus dudas.

Cuando tengas la edad que se avecina,

admitirás el tiempo de los encajadores,

la piel gastada y resistente,

el tono bajo de la voz

y el corazón cansado de elegir

sombras de pie o luz arrodillada.

 

Después de lo que he visto y lo que tú verás,

no es un mal resultado, te lo juro.

Baja conmigo al día,

ven hasta los paisajes verdaderos

en los que discutimos,

y me agradecerás

la difícil tarea de tu supervivencia.


nochevieja

(1940, 1970, 2000)

 

A Joaquín,

y pongamos que hablo de nosotros.

 

La serpiente que mordió a tu padre

ciñe hoy la corona.

Shakespeare

 

La ciudad sospechaba de sí misma.

 

Al volver la cabeza,

el invierno de entonces

sorprendía en la calle la fuga del invierno,

los ojos de los puentes vigilaban el río,

las mesas a las mesas,

el pasado al pasado,

y las palabras iban

midiendo sus palabras

por las enfermedades de los cuartos,

como madres que temen a la tuberculosis.

 

¿Quiénes somos nosotros?, preguntaba la nieve,

hasta quedarse en blanco

y demostrar que los tejados eran

una interrogación sin horizontes,

una inquietud de llaves

que han perdido sus puertas.

El aposento de los humillados

pertenece a las órdenes del humo.

No viven en la paz, tampoco en la derrota,

tal vez entre las alas del insecto

que se quemó en la luz,

al comprender, urgido por la muerte,

que la verdad es un lugar vacío

pisado por el miedo y por los vencedores.

 

También estaba el mar, pero no quiso

salir de las botellas de aguardiente.

Cuando la noche del invierno

puso el mantel y colocó las sillas,

fingiendo la intención

de recibir un año

exactamente igual al que dejaba,

cayeron las canciones

como una herencia suprimida,

porque no se abrazaron solamente

los que estaban allí,

metidos en la piel de cada casa.

 

Los que estaban allí no estaban solos.

 

También bajó una estrella

herida con las puntas de los nombres borrados,

y se quedó en silencio

para escuchar los ruidos de las habitaciones.

Alguien sube. Tal vez una amenaza

o tal vez un hermano que volvió de las sombras.

 

Era el año de mil novecientos cuarenta,

y llegó como siempre, con doce campanadas,

aunque un viento de hambre y de banderas

ya le había pedido

la documentación.

 

En aquel universo de soldados de plomo,

 el mundo daba vueltas

--con una lentitud de canción oxidada--

a la Puerta del Sol,

mientras que en los relojes

las lluvias de un abril inevitable

se llevaron la nieve de las horas vacías,

extraña nieve negra donde cuajó el silencio.

 

Otro aire

empezaba a limar las uñas de la luz.

 

Y el caso es que los humos de diciembre

ya no marcaron sólo el destino de España,

sino también mi historia,

el rumor del presente y del pasado

que corre como el agua por mis ojos,

el agua que lavaba,

el agua de los ríos y de las lavadoras,

el agua que cumplió

esas sustituciones del recuerdo

que primero se llaman la victoria

y más tarde la vida.

 

Hay manteles más limpios en la mesa,

y en la calle los coches

que vienen de Alemania o Barcelona,

y en los labios palabras

que cuelgan de otra luz y de otra música,

igual que los adornos navideños,

para encender la rueda de los días,

aquello que se siente y que se dice

con el mar en la copa

por la celebración del oleaje

y de los años nuevos.

 

Las cenizas vivían

como lobos cansados en el televisor.

Allí estaban los himnos,

los santos y el Caudillo,

tras su mundo imperial de la espada y la bruma,

enfermos y apoyados

en la fragilidad de una madera inútil.

Por un momento rotos, pareció

que se habían quedado sin país.

 

Porque la libertad

era una forma de sabiduría

y el amor una fecha sin anillo

desde los horizontes a los labios.

Casi una historia trágica,

con un final feliz.

 

Aquel sueño vivió

lo que duran las noches sorprendidas

entre la dignidad de la pobreza

y el precavido corazón del lujo.

 

Salimos al balcón. Las doce campanadas,

espuma limpia de cristales rotos,

cayeron a las plazas de los años setenta.

 

¿Qué empezaba a romperse?

Más que el espejo sucio de las comisarías

y las salas de espera,

en el que se arreglaron sus trajes de domingo

las pobres gentes de la dictadura.

Mucho más que el silencio,

el cristo de la alcoba,

las fotos de familia numerosa

y el orden de los hijos

que deben ir a la universidad.

 

Mucho más... He llegado a saberlo

al contemplar la luz de los amaneceres

en los ojos de un cisne

con mirada de hiena.

 

Y la serpiente que mordió a mi padre

hoy ciñe la corona.

No la serpiente del jardín que tuvo

el árbol de la vida y la sabiduría,

sino la que acechaba en la vegetación

de las felicidades y los números,

para infectar el tiempo

 hasta paralizarlo.

 

Sólo la realidad

necesita en sus días y en sus noches

la ley menesterosa de la imaginación.

Por eso quien intenta suprimir

las imaginaciones

debe privarnos de la realidad.

Y nos hemos quedado sin mentiras,

al existir, más bellos y más rubios,

en un mundo de pura inexistencia.

 

Gaviotas a la orilla de los ríos,

que se contentan con el agua dulce

y no preguntan por el año nuevo.

 

Porque la nieve

jamás es inocente,

y la nada tampoco,

la nada sucia

que cubre los jardines y las mantelerías,

aunque no se deshiele,

aunque borre las cúpulas y las conversaciones,

debajo de su amparo,

aunque deje ciudades y deseos

hundidos en las plumas de las águilas.

 

Rueda la libertad

por un mundo que fue deshabitado.

Son las doce en el viento

de las verdades frías. El servicio,

que retiró la mesa y preparó las uvas,

nos ofrece en un plato la voz de las campanas.

 

¿A quién puede dañar la perfección del viento?

Difícil preguntarlo

con palabras que sienten más vergüenza que amor

y tapan su desnudo sin mirarse a los ojos.