Introducción
El baile
de las aguas calientes
A
principios de enero de 2001, Alain Greenspan, presidente del Banco Federal de
Estados Unidos, ordenaba una bajada de los tipos de interés para despertar al
crecimiento económico de su letargo y frenar una amenaza de recesión. De
inmediato, el Nasdaq, el índice de los valores tecnológicos, en descenso desde
hacía meses, creció en un porcentaje superior al 10%. Este espectacular cambio
de rumbo provocó aplausos en la Bolsa de Nueva York y condujo la emoción al paroxismo.
El Sumo Sacerdote Financiero del planeta acababa de realizar el milagro de la
transustanciación de la ralentización económica en recuperación. A pesar de la
brevedad del triunfo, pocas veces una sesión bursátil se había asemejado tanto
a una ceremonia religiosa.
En medio
del naufragio generalizado de creencias e ideologías, al menos una resiste con
una vitalidad incuestionable: la economía. Hace tiempo que dejó de ser una
ciencia árida, una fría actividad de la razón, para convertirse en la última
forma de espiritualidad del mundo desarrollado. Precipitada en el vacío de los
valores, no sólo prospera sobre la ruina de los totalitarismos y del mundo
político, en realidad pretende reconstruir la integridad de la sociedad humana,
erigirse en principio general de acción. Se trata de una religiosidad austera,
sin grandes arrebatos, pero que genera un fervor cercano al culto dentro de
esquemas y modelos económicos sofisticados. O más bien, un fervor envuelto en
rigor. A la inversa de la célebre formulación de Marx, las aguas del cálculo
egoísta no son gélidas, ahora abrasan. La fe nunca es tan peligrosa como en los
periodos de escepticismo, cuando el espíritu, desamparado, se aferra al primer
objeto que encuentra para recuperar el ardor perdido.
El anticapitalismo
actual, en plena resurrección, se beneficia totalmente de esta embriaguez. Es
la misa negra de una liturgia en la que participa a pesar de pretender su
transformación radical. En su voluntad de exorcizar los demonios del mercado,
sigue revestido de los adornos de la piedad, aunque se trate de una piedad
negativa. El ídolo entusiasma a unos y provoca la rabia de otros, pero sigue
siendo el ídolo. La Bolsa, en su caótica escenografía de subidas y bajadas, se
ha convertido en el fanal de la Providencia: en función del aumento o descenso
del índice, se decide nuestra salvación o condenación eterna.
Creo que
es preciso alejarse de esta devoción. A riesgo de provocar las maldiciones de
los expertos de todas las tendencias, intervengo aquí como profano y me dirijo
a otros profanos en un campo excesivamente reservado y sacralizado. ¡Duro
oficio el de economista! Más que ningún otro debería estar obligado a la carga
de la prueba. Comprobables casi hasta las comas, sus predicciones no son más
fiables que las meteorológicas o las del horóscopo. Y sin embargo, sobre ellas
se construyen políticas enteras, se redactan programas. ¡Pocas profesiones
acumulan un índice tan alto de fallos y errores impunes! Más allá de la
voluntad de justicia social y de equidad que anima a los contestatarios más
generosos, en principio se trata de sustraerse a la mitología del capitalismo que unifica todos los campos. Quizás haya
entrado este último, gracias su triunfo, en un necesario desencanto. Si el
capitalismo está lejos de morir o de ser reemplazado, también está en vías de
trivializarse. La economía nos liberaba supuestamente de la necesidad. Pero,
¿quién nos liberará de la economía?