EUGENIO FUENTES
LAS
MANOS DEL PIANISTA
Ovidio,
Metamorfosis
Creía que al matar a un hombre se acaba todo, se dijo. Pero no es así. Es entonces cuando
empieza.
William
Faulkner, El villorrio
Pianista
Ninguna
tontería he oído repetir con tanta frecuencia como esa que afirma que son
delicadas las manos del pianista. Es mentira. He visto en fotos y varias veces
en el televisor a la gran Marguerite Vajda tocando, y también he visto en una
larga entrevista cómo movía sus manos, explicándose. Incluso cuando el resto de
su cuerpo parece relajado, sus manos están duras y en alerta, como esos perros
en apariencia dormidos que atrapan con un brusco movimiento la mosca que vuela
ante sus fauces. La forma de sus dedos no tiene ninguna delicadeza; al
contrario, son como pequeñas porras ensanchadas en la última falange. Dedos
fuertes y feos como muñones que, sin embargo, son capaces de incendiar el aire
con la belleza de un acorde.
He
visto también en grabaciones las manos de otros pianistas —Maria Joao Pires,
Barenboim, Esteban Sánchez, Pollini, Perahia, Glenn Gould— y todas eran manos
anchas como raquetas encordadas por venas que vibraban al paso de la sangre.
Ninguna era una mano hermosa, como si hubiera una oculta afinidad entre lo
sublime de la música y la deformidad del órgano que la interpreta. A todos
ellos los anillos se les van quedando pequeños, estrangulando la base de unos
dedos cada año un poco más gordos. Yo tuve un profesor a quien la alianza
terminó por hacerle tanto daño que necesitó de un herrero para que se la
cortara.
Pero
sobre todo conozco mis manos. Las he observado en movimiento y en reposo,
abiertas y cerradas, dispuestas para la caricia y para el daño, sé cómo sangran
y cómo están distribuidas sus venas; conozco el trazado de las rayas del
destino —la de la vida, muy corta; la del amor, partida en cinco estrías—, la
cicatriz de una vieja herida de cuchillo en el pulgar, el vello y las pequeñas
marcas y lunares, la angulosidad y dureza de las coyunturas. Mis manos también
son manos de pianista. Y sin embargo con ellas he ido sembrando la ciudad de
pequeños cadáveres.
Pero
no quiero anticipar los datos de esta historia. Siempre he sido un hombre
ordenado y metódico. Actúo con una disciplina que acaso provenga de todos los
años en que estudiaba música, cuando aún tenía fe en mi talento y no dejaba
pasar ni un solo día sin sentarme varias horas ante el piano.
Por
entonces estaba convencido de que yo también sería un buen pianista, de que
triunfaría en esa profesión, dando conciertos aquí y allá, en ciudades hermosas
y lejanas, como solista o como miembro destacado de una orquesta. Soñaba con
salir a escena en la Ópera de Viena, en la Scala o en el Metropolitan,
caminando muy rápido hacia un gran piano de cola, con ese paso con que los
grandes intérpretes parecen tan impacientes por tocar que casi desprecian al
público que les aplaude. Mi madre también contribuyó a fomentar esa seguridad,
pero ya se sabe lo ciegas que pueden volverse las madres con las pequeñas
virtudes de sus hijos. Cualquier destello las deslumbra y confunden la
habilidad con el talento, la soltura con la genialidad.
Mis
padres murieron y yo nunca llegué a terminar la carrera. No soy un virtuoso, al
contrario. Ahora tengo un oficio definido por una palabra que odio desde lo más
profundo de mi corazón: soy teclista. Tres sílabas para definir un trabajo que
sólo me produce frustración: el de quien maneja teclados de instrumentos sin
prestigio, sea un órgano eléctrico al servicio de una cabra, tocando en las
aceras de las calles para recoger las monedas que caen de los balcones, sea,
como en mi caso, en una orquesta de mediocres músicos aficionados que se
contrata para amenizar bodas, fiestas municipales en poblaciones sucias y
perdidas, verbenas populares en tristes barrios de aluvión. A eso es a todo lo
que he llegado. Teclista. Un oficio nocturno que me deja todo el día libre para
dormir y pensar.
Siempre
he creído que fue ese excedente de ocio lo que me condujo a desempeñar mi otro
oficio.
Una
mañana me llamó una amiga de la que entonces era mi mujer para pedirme un
favor. Su perra, una spaniel, había parido cinco cachorros, hijos de un chucho
callejero sin dueño, sin higiene, sin pedigrí. Intentó regalarlos y nadie los
aceptaba. Quería deshacerse de ellos, pero se sentía incapaz de llevarlos al
veterinario para que les pusiera una inyección; mucho menos se atrevía a
matarlos ella. Me pidió que, puesto que yo tenía tiempo libre, los llevara a la
clínica, ella no podría ni mirarlos a los ojos. Me dio un dinero excesivo para
pagar el encargo y compensar las molestias que me ocasionara, pero los
cachorros nunca llegaron a la clínica. No tuvieron una muerte dulce, si es que
lo que allí les inyectan les hace morir dulcemente. Dejaron de respirar en el
fondo del Lebrón, dentro de un saco de arpillera lastrado con una piedra.
Ahora,
algún tiempo después, sé del desagradecimiento y comprendo mejor que nadie la
soledad de los verdugos. El desprecio del rey hacia sus sayones es directamente
proporcional a la necesidad que tiene de sus servicios. Ahora lo sé, pero
entonces lo ignoraba, y tardé en asumir la repulsa que, una vez cumplido el
trabajo, me manifestó la amiga de mi ex mujer, como si no hubiera sido ella
quien me lo había pedido.
No
sé cómo se extendió la noticia de aquel suceso, pero pocos días más tarde me
llamó otra mujer para hacerme otro encargo, el segundo. Casi siempre son
mujeres quienes me llaman, como si ellas tuvieran más miedo —o compasión cuando
sufren, pero a veces también más odio— que los hombres, que parecen establecer
con los animales una relación más fría y más neutra.
—Usted
no me conoce —me dijo. No quise preguntarle cómo me conocía ella a mí—. Me
dieron su teléfono y me dijeron que usted hace... trabajos con animales.
—¿Qué
tipo de trabajo? —pregunté, aunque intuía que no debía hacerlo.
—Hámsters.
Mi hijo. Vivo sola con él y no sé cómo solucionarlo. Hace unos meses, en su
cumpleaños, me pidió con insistencia una pareja de hámsters. Algunos amigos suyos
los tienen.
—Sí.
—Ya
no los quiere. Les ha tomado verdadero odio, sin que explique la causa. No
sabemos qué hacer con ellos.
—¿No
puede regalarlos? ¿O devolverlos a la tienda donde los compró?
—Verá,
es que... —dudó— debe de haberlos maltratado. Ahora mismo no es fácil cogerlos.
Están escondidos por algún rincón de la casa, asustados y feroces. Han
comenzado a robar comida, a roer las cortinas. Yo misma temo encontrármelos una
noche en mi cama, o pisarlos en la oscuridad. Le repito que no es fácil atraparlos.
Cuando lo he intentado se me enfrentan enseñando unos dientes como agujas,
emitiendo un pequeño chillido, como las ratas, los ojos rojos de rabia. Le
aseguro que dan verdadero miedo. Quiero decir —corrigió—, a alguien que no es
especialista en animales. Por eso lo estoy llamando. ¿Podrá venir a recogerlos?
—Creo
que sí —acepté.
—Dígame
una hora y sus honorarios.
Me
atreví a pedir una cantidad que yo creía excesiva por librarla de dos ratones
inofensivos. Sin embargo, a ella le pareció razonable.
A
partir de ese segundo encargo comprendí las posibilidades económicas que se
abrían ante mí. De pronto advertí que una alta proporción de la gente que
conocía tenía algún tipo de animal doméstico en su casa. La ciudad en la que
vivía, diseñada para ser habitada por el hombre, estaba repleta de una inmensa
fauna: perros, gatos, peces de colores, tortugas, conejos, hámsters, topos,
ratas, monos, ranas, murciélagos, gusanos de seda, pájaros de todas las
especies y tamaños. Sobre todo, la población canina era tan numerosa y mimada
que casi en cada barrio había aparecido una clínica veterinaria. Asombrado,
descubrí que en ellas contaban también con servicio de peluquería, camas,
guardería, atención psicológica, eutanasia y algo que podría llamarse
prostíbulo. ¡Breda estaba llena de animales que recibían mejor trato y cuidados
que millones de niños!
No
me sorprendí cuando me llamaron por tercera vez. La voz que sonaba al teléfono
era la de una anciana, y no iba a decirme de qué se trataba hasta que llegara a
su casa. Tenía que verme.
Era
uno de esos pisos antiguos con techos más altos de lo habitual, con grandes
plafones de escayola y gruesas paredes que engullen los ruidos. Entrar en él
era como entrar en la selva tropical, en un jolgorio primaveral de pájaros
alegres, multicolores, bien alimentados. El silbo del jilguero y la pandereta
del papagayo, el siseo del pardal y la flauta de la oropéndola, la banalidad
del mirlo y el yunque del herrerillo ponían esquirlas de música en todas las
habitaciones. Al llegar al salón vi que un periquito nos miraba desde lo alto
de la lámpara, fuera del alcance de la anciana y despreciando la libertad que
le ofrecía la ventana abierta.
—Hace
tres días que murió mi marido. Ésta es la única herencia que me deja: el
cuidado de sus pájaros. Nadie puede imaginarse que unos animales tan pequeños
lleguen a ensuciar tanto —susurró señalando las cáscaras de alpiste, las
manchas de excrementos que aparecían por todas partes, algunas plumas flotando.
—Mucho
—asentí.
—Una
vida entera limpiando sus inmundicias. Ningún animal es más sucio que un
pájaro, será porque viven en las ramas y no les afecta el estado del suelo
—insistió—. Pero ya los soporté demasiado tiempo, cuando él vivía, para seguir
soportándolos ahora. Una vida entera volviéndome loca con sus cantos. Quiero
que se los lleve a todos. A todos. ¿Podrá?
—Claro.
—No
me importa lo que haga con ellos, siempre que no los deje sueltos. Alguno
podría volver por aquí. Tampoco me importa si para eso tienen que sufrir. No me
importa que sufran —repitió, mientras yo sospechaba que no era sólo en los
pájaros en quien estaba pensando.
Fue
mi tercer trabajo. Luego, los posteriores comienzan a difuminarse. Claro que
hubo historias que dejaron más huella que otras, hubo encargos que fueron
laboriosos, alguno que provocó dolor. Perros que mordieron al resistirse a
morir, caminando hacia atrás, encogidas las patas y el rabo, enseñando al final
una lengua espinosa; gatos perfumados con el pelo erizado y las uñas arqueadas
que arañaban ferozmente el mimbre de su propia jaula de viaje donde hicieron el
último al fondo del río; pájaros con el cráneo diminuto aplastado de un golpe.
Hubo un mono con no sé qué peligrosa enfermedad a quien tuve que hacer
desaparecer sin dejar huellas, porque lo habían traído clandestinamente de
África; su mirada, al morir, con plena consciencia de su muerte, me turbó
durante algún tiempo: su mudo reproche parecía decirme que él no era menos
sensible y humano que tantos gorilas superdotados, que tantos mamíferos
megalómanos llamados hombres que, sin ningún remordimiento, nos hemos atribuido
el estatuto de carniceros de las demás especies. Hubo también el caniche de una
mujer que había dispuesto en su testamento que lo enterraran con ella; aunque
no comprendía esa clase de posesión obsesiva de quienes no pueden soportar que
amen a un extraño quien antes los ha amado a ellos, obedecí y lo hice, obedecí
y cobré. Hubo, en fin, muchos animales cuyos dueños, por una u otra causa, no
los llevaron a una clínica veterinaria. Pero siempre procuré que su agonía, si
no dulce, al menos no fuera prolongada.
Casi
puedo decir que el reconocimiento de mi eficacia como... —no sé cómo llamarlo:
asesino de animales es demasiado grave, tratamiento de mascotas es un
eufemismo— agente en esa tarea consolaba en parte mi conciencia de fracaso como
pianista. Por las tardes, en casa, me seguía sentando ante el Petrof y creo que
en esa primera época toqué mejor que nunca. Lo hacía por placer, sin necesidad
de demostrar ni ganar nada, y las delicadas canciones de Schubert o las
variaciones de Bach tenían una musicalidad y un sentimiento a los que nunca
había llegado antes.
En
un mismo día, con pocas horas de intervalo, mis manos alternaban la delicadeza
del artista con la frialdad del verdugo, y puedo asegurar que ese doble
comportamiento no tuvo en mí ningún efecto de esquizofrenia o desequilibrio.
Mis
problemas únicamente comenzaron cuando mi mujer se negó a compartir esa idea de
inocuidad al ver los cada vez más frecuentes requerimientos que recibía para
ocuparme de animales que de pronto estorbaban en las casas por la llegada de un
bebé o por la muerte de quien los cuidaba, por aburrimiento de los dueños o por
el comienzo de las vacaciones. Más de una vez la sorprendí observando mis manos
con un gesto de asco. Más de una vez me quitó el pan que partía o los corazones
de lechuga que estaba lavando para una ensalada, como si yo pudiera contaminar
de muerte y de violencia todo lo que tocaba. Dejó de darme la mano cuando
paseábamos por la calle y más de una vez me retiró sus muslos y su sexo cuando
yo pretendía acariciarlos.
De
modo que no tardó en llegar la soledad. Una mañana de sábado cogió sus cosas y
regresó a la casa de sus padres, de donde había salido quince años antes para
casarse con un muchacho a quien creía lleno de talento para la música y que,
sin apenas saber cómo, se había transformado en verdugo de animales y en vulgar
teclista de una orquesta barata que amenizaba —¡cómo odio también esa palabra,
amenizar, que llevamos en la publicidad, como si nuestras actuaciones no fueran
tediosas, repetitivas y mediocres, falsamente alegres, una simplificación del
pentagrama ante cualquier dificultad de ejecución, un pesebre de acordes!—
bodas y verbenas.
Y
acaso lo peor de todo es que no veo la forma de abandonar aquella tarea. Me he
convertido en el hombre adecuado para llevarla a cabo con la rapidez y eficacia
que derivan de la indiferencia: quien atiende profundamente a sus propios
sufrimientos no tiene apenas tiempo para atender a sufrimientos de animales. El
dolor de la zoología no es nada comparado con el propio dolor.
Esta
tarde no tengo nada que hacer. Me siento ante el piano aguardando a que llegue
la noche y no sea demasiado turbulenta. Hundo las manos en las profundidades de
marfil y comienzan a brotar las primeras notas. Mañana me estará esperando otra
mujer para retorcer el cuello a las palomas del parque que ensucian los
balcones de su casa.