En los
albores del siglo XXI, las condiciones de vida de los seres humanos están
sometidas a un proceso de mutación tan grande como acelerado que afecta a la
práctica totalidad de los aspectos existenciales entre los que, de forma muy
especial, se encuentra la organización de su vida en común, es decir, la
política.
Desde que
los diputados más radicales, los girondinos y jacobinos, optaron por sentarse
en los asientos situados a la izquierda del salón en que se reunían los
«Estados Generales» durante la revolución francesa, en la terminología política
se acuñaron los términos derecha e izquierda para definir posicionamientos que,
posteriormente, la historia fue cargando de significados. No pretendo entrar
ahora en ellos. Este libro desea ser un ensayo que analice, desde la
socialdemocracia, los problemas que depara a la política la situación actual.
Parto de la
hipótesis de que por ser la hija más directa de los cambios sociales que
acompañaron el nacimiento de la sociedad industrial, la izquierda y las
organizaciones sociales y políticas, que la articulan, son las más afectadas
por el proceso de cambio que comenzó en los años setenta del siglo XX. Se
cumpliría así, una de las leyes de la dialéctica que Hegel veía en el devenir
histórico. La realidad social emergente desarbola ante todo las arquitecturas
intelectuales de quienes más se habían identificado con la superación de las
contradicciones y defectos de la sociedad industrial: los socialdemócratas.
Ello no supone, como es obvio, negar que también afecta, y mucho, a todas las
demás opciones políticas. Es por ello que los partidos socialdemócratas están
especialmente obligados en estos tiempos a rehacer su pensamiento político. De
hecho, la vuelta al poder de muchos de ellos ha ido acompañada de importantes
reformulaciones doctrinales en las que han colaborado notables pensadores. En
el caso español, los hechos parecen ir muy por delante de las ideas. Muchas
políticas que ahora desarrollan otros partidos socialistas, fueron aplicadas
por el PSOE en España. En cambio no se constata un esfuerzo similar de
elaboración teórica que guarde relación directa con la práctica política. Es
una carencia, ya tradicional, a la que el socialismo español debería dar
respuesta.
Las
dificultades de coyuntura que la izquierda política encuentra en los tiempos
presentes para articular sus propuestas no implican de ningún modo una visión
pesimista sobre el futuro de los valores y actitudes que le sirven de
basamento. La «radiación de fondo», que diría un cosmólogo, sigue exigiendo
soluciones de izquierdas, y ello, al menos, por tres grupos de causas.
El primero
guarda relación con el imparable incremento de libertad a disposición del
hombre. Hoy más que ayer y quizá menos que mañana, el hombre es un animal
condenado a ser libre. La primera ley del equilibrio espiritual es que todo
incremento de conocimiento acaba por traducirse en un incremento de libertad.
Si la libertad es, ante todo, la facultad de autoconstitución, de
autoconfiguración, la ciencia no hace sino incrementar, a menudo hasta el
vértigo, esa posibilidad. La física incorporó desde Max Plank y Einstein al
sujeto en sus postulados de verdad. Las modernas tecnologías de la información
son derivadas del despliegue del conocimiento más autoconstituyente y reflejo
—el lógico—, y la biogenética está abocando a los hombres a decidir sobre lo
que parecía más «dado», su propia configuración como especie animal.
En este
contexto se pone de relieve la profunda anomalía que supone que el hombre deba
decidir sobre todo menos sobre lo que primero debería considerar: la
organización de su vida en común. La teoría neoliberal y conservadora según la
cual es una «fatal presunción» pretender que la política encauce la economía y
la vida en sociedad, se manifiesta como lo que es: una antigualla del siglo XIX
que traslada a la vida social la visión que Darwin había considerado apta para
explicar la evolución de las especies. Se entroniza la evolución y se niega la
historia.
Ciertamente,
cuando los hombres deciden aparece la posibilidad de equivocación, y en el
pasado siglo se experimentaron algunos errores dramáticos. La solución no es,
sin embargo, la huida de la política, sino el buen uso de la libertad,
incluyendo en el buen uso la autolimitación. En el mundo actual sobra «mano
invisible» y falta articulación política. La más perniciosa presunción es
pensar que la historia deba escribirse sola, sin la intervención «reflexiva», y
por tanto libre, de sus actores. La renuncia al ejercicio de la libertad,
entendida como capacidad de autoorganización social ‑libertad de los
antiguos que diría Isaiah Berlin‑, es un signo de nuestro tiempo que se
traduce en una multiplicación de disfunciones y costes sociales, por no hablar
de injusticias.
El segundo
grupo de hechos que exige más política de izquierdas deriva de esa
multiplicación de disfunciones y costes que la desigualdad trae consigo.
Durante décadas han proliferado análisis sobre los costes que la igualdad
acarreaba en términos de eficiencia y en términos de libertad. Hoy, por contra,
emergen con virulencia creciente los costes de la desigualdad. Mientras los
ciclos económicos recuperan la morfología de los que se producían a finales del
siglo XIX y principios del XX, es decir, crisis por exceso de oferta y
acumulación de capital, las «externalidades» sociales negativas, hijas de una
desproporcionada e injusta distribución de la renta, no cesan de incrementar,
tanto en el interior de cada Estado, como mundialmente. La población se sigue
agrupando en grandes ciudades donde los niveles de inseguridad ciudadana se
multiplican dificultando la convivencia, las migraciones masivas adquieren un
carácter patológico que deja anualmente miles de muertos en las fronteras y las
otrora amplias clases medias se esfuman en muchos países víctimas de «la otra
inseguridad», la social, con trabajos precarios, viviendas imposibles y ahorros
fagocitados en los mercados financieros. La desigualdad no es sólo un problema
ético, es también un problema funcional.
Finalmente el actual paradigma civilizatorio exige una vuelta a la razón, tan reflexiva como se quiera, concediéndole el papel de organizador central en todo el devenir histórico. Los factores identitarios que configuran las civilizaciones, ricos y positivos cuando los tamiza la razón, son causa de choque y fractura dejados a la inercia de los fundamentalismos. De ningún modo pueden servir para organizar un mundo globalizado. El desarrollo económico basado en los mercados libres y en los despliegues tecnológicos genera externalidades negativas no controladas en las que se multiplican los riesgos y frente a las que aparecen los límites ecológicos del planeta. Sólo la razón puede amparar un orden de valores universal que dé paso a una segunda modernidad, y vehicular un orden internacional apoyado en instituciones políticas más amplias que las propias de los Estados‑nación del modelo Westfalia. Lo que la situación exige es, pues, más política, mas igualdad y más racionalidad. Tres pilares de la concepción socialdemócrata.
El libro se
compone de dos partes y un epílogo. La primera parte es de carácter
eminentemente descriptivo y tiene tres capítulos. En el capítulo 1 se describen
los factores que más cuestionan el discurso histórico de los partidos de
izquierda y se señalan las zonas de dicho discurso que resultan más afectadas.
En el capítulo 2, se efectúa un análisis similar sobre la incidencia que la
situación actual tiene en la derecha política y se constatan las ventajas
posicionales que las opciones políticas de tal signo vienen teniendo desde los
años setenta del pasado siglo. En el capítulo 3, las reflexiones giran en torno
a la incidencia que la nueva situación tiene sobre los sistemas democráticos en
tanto que tales. Es un capítulo muy marcado por cambios tecnológicos y las
dificultades que generan en la política.
La segunda
parte del libro es un solo y largo capítulo en el que, desde el punto de vista
de los valores, los principios y los criterios, no de las políticas concretas,
se propone cuáles deberían ser las respuestas que el socialismo democrático,
principal operador político en el espacio de la izquierda, ha de dar en la
situación presente. A veces, junto con una línea de propuesta para la izquierda
se incorpora otra para un mejor funcionamiento democrático en general. Son
cosas que inevitablemente van juntas.
El último
capítulo describe la reciente experiencia de gobierno del socialismo
democrático en España. Al tratarse de algo cercano, toda opinión puede resultar
conflictiva, sobre todo cuando los protagonistas estamos aún en activo. Creo que
una reflexión hecha con cierta distancia puede ayudar en la vuelta al poder.
Los puntos de vista que se ofrecen sólo aspiran a que se planteen otros,
seguramente más completos y atinados.
Soy
consciente de que no es prudente ni acaso acertado finalizar los análisis
sugiriendo líneas de acción, pero pienso con Spinoza que la perfección de la
que emana la alegría reside en el pensamiento hecho acción. No hacerlo así
sería, además, negar la desazón que creo compartir con toda una generación de
militantes políticos y ciudadanos, que constatan como su mundo ha dejado de
ser, de «estar ahí». Desazón que, en diferentes grados, es extensiva a otras
generaciones y a millones de seres humanos a quienes inquietan los cambios y la
incertidumbre que nuestro tiempo trae consigo. No somos la primera generación
de la historia que siente vértigo ante el cambio, pero ahora los cambios son
mucho más amplios y rápidos. Todo induce a pensar que estamos protagonizando un
cambio de era histórica.
El hombre
es un extraño animal que se define más por lo que le falta que por lo que es.
De ese vacío le viene la voluntad creadora, y no hay ningún motivo para pensar
que la actual situación no conduzca a una sociedad mejor. En estos días se
cuestiona mucho la noción de progreso. Ciertamente no es posible creer que
todas las sociedades y en todos los momentos van a evolucionar siempre a mejor,
pero es más evidente aún que, desde el hombre de Cromagnon hasta hoy, lo que se
ha producido es un descomunal progreso y que, por más incertidumbres que nos
invadan ahora, es razonable pensar que el avance continuará. Estas ingenuas
creencias harán, espero, comprensible el pecado de pensar que las puertas están
abiertas, que la próxima estación es, efectivamente, esperanza.
Las tres décadas que siguieron a la
segunda guerra mundial fueron la edad dorada del socialismo democrático. Las
amplias capas de trabajadores manuales por cuenta ajena, obreros surgidos de la
Revolución Industrial, se habían dotado de organizaciones políticas y
sindicales que, una vez obtenido el sufragio universal, les permitía aspirar a
la conquista del poder político por medios estrictamente democráticos. La
solución que Keynes propuso a la crisis económica de los años treinta,
fortalecer la demanda para impedir los ciclos periódicos de sobreproducción,
alentaba mejores salarios, mayores impuestos y más sector público. Las puertas
abiertas, pues, para el Estado de bienestar y la profunda redistribución de la
renta y riqueza que el mismo conllevaba.
El mundo había quedado dividido en dos:
un amplio grupo de países, Rusia y China entre ellos, gobernados por un
socialismo estatista en régimen de partido único, mientras los restantes se
regían por un sistema político multipartidista en una sociedad de libre
mercado. El clima de guerra fría que se creó tuvo un importante efecto
indirecto sobre los países de libre mercado: la aceptación prácticamente
universal de la necesidad de corregir las desigualdades que el mercado generaba
para evitar lo peor, el comunismo. Por paradojas de la historia, los grandes
beneficiarios del comunismo no fueron los trabajadores de los países en los que
gobernó, sino los de los países en régimen de libre mercado. El keynesianismo,
la guerra fría y la fortaleza de las propias organizaciones sociales —la clase
obrera organizada— trajeron a la socialdemocracia los «treinta gloriosos años».
Con independencia de las alternancias políticas que se siguieron produciendo
(las democracias cristianas, inspiradas en la doctrina social de la Iglesia,
tuvieron su gran época), las políticas que unos y otros gobiernos aplicaban
eran todas básicamente socialdemócratas y se producían en un marco de clara
hegemonía ideológica y cultural de quienes no sólo eran los herederos de la
«izquierda republicana» sino en gran parte también los herederos del cuerpo de
valores legado por la Ilustración. Como si hubiese una línea directa de Kant al
Estado de bienestar. La idea de progreso lo envolvía todo y los acontecimientos
más brutales, como las propias guerras mundiales, no dejaban de ser accidentes
del progreso histórico.
Entretanto, en el ámbito científico se
venía incubando un cambio tecnológico que nos estalló entre las manos en los
últimos años del siglo XX al tiempo que cambiaba la situación socio‑económica
antes descrita. A finales del siglo XIX y principios del XX, una serie de
pensadores, filósofos lógicos, como Boole, Frege, Cantor, Gödel o Bertrand
Rusell por citar algunos, posiblemente espoleados por las carencias matemáticas
para el desarrollo de las ciencias, encontraban que las reglas que regían el
pensamiento humano eran mucho más amplias que la lógica de Aristóteles, la
geometría de Euclides o las matemáticas de Newton y Leibniz. Entre los
desarrollos lógicos que llevaron a cabo, hubo uno, la lógica binaria, que sería
capital para el posterior despliegue tecnológico.
Apenas medio siglo después, Norbert
Wiener, un filósofo y matemático graduado en Harvard, articulaba la cibernética
y John Von Neumann, un judío húngaro educado en Alemania y refugiado en Estados
Unidos, inventó el ordenador digital, una máquina que, apoyándose en la
electricidad, sustituía en algunas operaciones al pensamiento humano. En 1946
ambos habrían de liderar en Nueva York las célebres conferencias de Macy y ese
mismo año el primer ordenador empezó a funcionar en Pennsylvania. Todo se ha
precipitado. Si el nacimiento de la física moderna tardó dos largos siglos en
transformarse en tecnología, cambiando la relación del hombre con la naturaleza
y la subsiguiente Revolución Industrial otros dos en madurar su desarrollo y
producir cambios sociales, el nacimiento de la lógica moderna ha encontrado su
aplicación tecnológica sólo medio siglo después y estamos viendo cómo en
décadas penetra en las grietas y ranuras más secretas de la sociedad.
A partir de los años setenta, dos
enormes fuerzas se alían para introducir profundas mutaciones en las sociedades
modernas. El capitalismo, recomponiendo sus cimientos para superar una
situación de agotamiento, y una revolución tecnológica ligada a las novedosas
técnicas de información y comunicación. Ambas daban de lleno en los cimientos
del socialismo democrático.
La primera fase de este largo proceso
resultaba dura para la izquierda porque perdía posiciones, pero no
desconcertante. Desde hacía dos siglos los contendientes se conocían bien:
Liberalismo y Socialismo. Cuando el 11 de Noviembre de 1973 estalla la guerra
del Yom Kippur y se dispara el precio del petróleo, calentando aún más las
tasas de inflación, todos los semáforos del sistema capitalista pasan del ámbar
al rojo. «San» John Maynard Keynes es apeado de los altares y la Escuela de
Chicago encabeza una amplia manifestación pidiendo la contrarreforma. La
canción de fondo era bien conocida por la economía política clásica. «Es
necesario recomponer la tasa de ganancia del capital». En la política económica
de los años setenta y ochenta, eso quería decir contención de los salarios y
reducción de su participación en el PIB, disminución de impuestos,
adelgazamiento del sector público y rebajas en los niveles de protección social
que el Estado del bienestar otorgaba. En «política‑política» la ola
neoliberal significaba disminución del peso social que los sindicatos y otras
organizaciones habían alcanzado y hegemonía cultural para una deidad emergente
que acabaría por convertirse en omnipresente: el mercado. Y con él, el
capitalismo, que es conceptualmente diferente, pero da igual porque últimamente
sólo se les conoce juntos. Los intentos de algunos economistas ilustres como
Oskar Lange por introducir precios y mercados en las economías estatalizadas no
conocieron más que fracasos. De hecho ya en los años setenta cualquier
visitante de los países comunistas podía comprobar que la batalla entre los dos
sistemas estaba decidida, aunque nadie imaginó que tan pronto.
Todo estaba, pues, maduro para que al
viento del este le sucediera el viento del oeste y así lo reflejaron la mayoría
de los sistemas políticos con los Estados Unidos de Reagan y la Gran Bretaña de
Thatcher a la cabeza. Hasta en Suecia se rompió una hegemonía socialdemócrata
de medio siglo. Cuando no fue así por coyunturas propias, necesidad de
alternancia en Francia tras 25 años de gaullismo y en España después de 40 de
franquismo, las cartas estuvieron muy limitadas. Miterrand tuvo que rectificar,
con giro de 180 grados, la política de Mauroy, salvando la Presidencia gracias
al largo mandato de siete años, aunque no al gobierno. González en España
gobernó en la complejidad de discursos y políticas que trataremos en el último
capítulo. Quizá no hacía sino adelantar acontecimientos.
La vuelta al poder, a lo largo de los
años noventa, de los partidos que representaban a los electorados de izquierda
se ha hecho bajo postulados claramente diferenciados de la socialdemocracia
clásica. Clinton, Blair, Schroeder, son otra izquierda.
Lo novedoso sin embargo no es esta ola
de predominio económico, social y político del neoliberalismo, lo decisivo es
la alianza que capital y trabajo establecen con las tecnologías para recomponer
los márgenes de productividad y competitividad. Hablo de tecnologías en plural
porque en la fase de desarrollo en que estamos no hay inventos aislados. Como
en los castellers humanos de las fiestas catalanas, las técnicas se
apoyan unas en otras y el ágil niño no sube a lo alto sin contar con los
pesados mayores de abajo.
Muchas venían desarrollándose en la
sociedad industrial avanzada Electricidad, Teléfono, Aviación, Radio,
Televisión, Automóvil, etc. Casi todas, eso sí, relacionadas con la
comunicación y su previo, el transporte. En el centro de todas ellas la
velocidad, el cambio de la relación espacio‑tiempo. La que daría un plus
diferencial a todas, era sin embargo una cualitativamente nueva. Una cuyo
objeto no era el dominio y la transformación de la naturaleza para ponerla al
servicio del hombre sino que el objeto del conocimiento transformado en
tecnología era el propio conocimiento. Lo diferente en las tecnologías de la
información no es el hardware para el que puede pensarse un límite en la
velocidad de la luz. Lo importante es el software que no tiene límite
como no lo tiene el espíritu del hombre. Estas cuestiones requieren un análisis
específico, pero no me resisto a decir que esta facultad de despliegue
inmanente del conocimiento era algo que en las muy adecuadas clasificaciones de
la teología medieval se había reservado a Dios. En las catequesis cuando un
niño preguntaba al cura si Dios no se aburría siempre solo, el cura echando
mano de lo que aprendió en el seminario, respondía que no, que Dios estaba
siempre conociéndose a sí mismo. Ya lo dijo el Génesis: el hombre fue hecho a
imagen y semejanza de Dios. Pues bien, dejando al Buen Dios teologal tranquilo,
la conjunción de esta tecnología con las muy avanzadas técnicas propias de la
era industrial madura y con el incesante motor de la búsqueda de beneficios del
mercado capitalista, ha introducido cambios que, como nos señala Castells,
afectan y modifican las relaciones de producción, las relaciones de poder y las
relaciones de experiencia (Castells, 1996). Es decir, el marco completo en el
que se desarrolla lo que llamamos política.
El socialismo ha sido durante siglo y
medio un relato. Ha participado de ese componente narrativo y asignador de
valores propio de las grandes doctrinas, incluidas religiones y mitologías. Era
un mito, hijo de la modernidad y del espíritu científico, con la capacidad de
ofrecer una cosmovisión y arrastrar voluntades propia de los grandes ideales
por los que siempre se ha movido la humanidad. Y es que los relatos llenan el
vacío del hombre, eterno peregrino a la búsqueda de una plenitud jamás
alcanzada. La voluntad es hija de la indigencia y por encima de todas las
explicaciones, la historia de la humanidad no es comprensible sin la «fe» que
ha movido las creencias y los proyectos. Alguien tan ponderado como Robert Dahl
lo aplica al orden político: «No es posible aclarar, dice, por qué en unos
países hay democracia y en otros no sin tener en cuenta el papel de las
creencias» (Dahl, 1992).
Cuando Hegel derivó hacia la inmanencia
de la historia, el ansia de trascendencia y de negar para afirmar, que hasta
ese momento habían satisfecho las religiones (con sus místicos a la cabeza), se
estaban sentando las bases para que la creencia en una progresiva liberación
que condujera a la plenitud de la humanidad se convirtiese en ideal al que
valía la pena consagrar la vida. En la historia de España quizá los prototipos
humanos más cercanos a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa haya que buscarlos
en los grupos fundacionales del PSOE, incluidos algunos anarquistas. En el
socialismo español era frecuente el místico laico.
El socialista creía en el proyecto. En
el proyecto cuantitativo que iba a proporcionar más riqueza, más abundancia,
más ciencia, más educación, etc. Pero también en el proyecto como calidad de
los valores; el mundo sería más justo, los seres humanos más libres, las
relaciones entre las personas más bondadosas. También creía que la razón y la
ciencia eran los instrumentos para este avance de la sociedad que se materializaría
en la liberación de todas las facultades del hombre. El fin último era superar
la alienación que el trabajo embrutecedor y las injusticias flagrantes imponían
a la mayor parte de los hombres y mujeres. Acabar en fin, «con las trabas que
oprimen al proletario» y así «el Mundo será un paraíso, patria de la
Humanidad». Eran éstos suficientes elementos para una visión del mundo que
permitía ubicarse. Saber, en lo bueno y en lo malo, qué se debía hacer y qué no
se debía hacer. Ofrecía en definitiva todos los asideros para dar, a quienes
optaban por él, la armonización de afectos que genera la sensación de
autenticidad y coherencia en la vida.
El estupor que algunos comportamientos
personales ilícitos introducían años pasados en la militancia del PSOE y la
incapacidad de reacción de éste tenían mucho que ver con la «falta de encaje»
de lo que pasaba en las creencias. Los primeros síntomas se recibían con
incredulidad y por eso se negaban. Para un gran número de militantes que creían
en el socialismo como se cree en el evangelio, no era posible que eso
ocurriera. Fue la postura que mantuvimos ya en 1988 durante la Comisión de
Investigación Parlamentaria sobre el tráfico de influencias, de la que fui
presidente con no mucho acierto. Ni a mí, ni a la dirección del Grupo nos
resultaba creíble el rumor que comenzaba a circular por los ámbitos económicos
sobre enriquecimientos ilícitos de militantes socialistas. El daño era
demasiado insoportable. Sin minusvalorar el enorme impacto de estos fenómenos
en el hundimiento del relato, quisiera analizar otros.
El socialismo es una planta de muy
difícil supervivencia en el jardín de la postmodernidad. Se diluyó el proyecto,
se descompuso la razón y cambia el trabajo. Sin embargo nunca como ahora la
cultura ha tenido tanto valor. Gramsci se adelantó a su tiempo entreviendo que
la hegemonía ideológica era el camino para el predominio político. Si se acepta
con resignación perder la batalla de las ideas se perderá también la batalla
del poder. Cuando en los años noventa se multiplicaron en España los debates
televisivos, en medio de la crispación organizada por el PP para su acceso al
poder, más allá de la pesada losa de la corrupción, lo que a menudo se
traslucía en los representantes socialistas era falta de consistencia ideológica.
Justo lo contrario de lo que ocurría a finales de los setenta, años en los que
los representantes del socialismo democrático acudían a los debates «cargados
de razón». Rifkin llega a decir que, en el orden de valores de las sociedades
del futuro estará primero la cultura. Ésta abrirá las puertas del poder que a
su vez abrirá las del capital. Cultura, Poder, Capital, justo el orden
contrario de lo que cualquier ciudadano informado respondería sobre lo que
ocurre hoy (Rifkin, 2000).
Resulta, sin embargo, por el momento,
casi imposible dotarse de una sintaxis cultural universal, lograr, como Beck
propone y Habermas considera muy difícil, una segunda modernidad. Un cuerpo de
doctrina que supere, por asimilación e integración, la modernidad y dé encaje al
mundo actual. Al mundo de las mil identidades culturales que intentan resistir
al dios mercado que, aliado con la velocidad, impulsado por el capitalismo y
dotado de todas las tecnologías, amenaza con devorarlo todo sin garantizar que
lo resultante será mejor.
Es cierto que se hace política mejor en
el marco de un relato, también es cierto que los relatos tienen el peligro de
los fundamentalismos en cuyo nombre se han cometido los peores crímenes: desde
las guerras de religión hasta el archipiélago Gulag. Pero la política es más
modesta. Se desenvuelve bien con una doctrina. Con un cuerpo teórico que
permita orientar las decisiones más importantes de la vida colectiva. Y si como
sugiere Dahrendorf, ni siquiera en esto hay alternativa disponible a corto plazo
(Dahrendorf, 1991), le basta con tener unas cuantas ideas y algún ideal, lo
demás es «arte combinatoria». Lo que sí exige la política como el pez el agua,
es sentido de realidad.
Basta seguir los telediarios. La sucesión
de acontecimientos que ocupan la atención de los medios y, por tanto, de la
opinión pública poco tienen que ver con las preocupaciones que en su día
recogieron las actas fundacionales de los partidos. Ni liberales, ni
socialistas, ni democratacristianos. Todos sufren «dislexia de enfoque» y se
adaptan como pueden a problemas que les caen encima transversales y que exigen
cálculo de derivadas para retrotraerlos a los marcos ideológicos preexistentes.
Sólo los nacionalistas parecen estar «en red» a ratos. Sólo a ratos.
El discurso social, que durante buena
parte del siglo XX estuvo en primera línea de parrilla, ha desaparecido del
escenario. Hablar de rentas, salarios, distribución de riqueza, impuestos o
presupuestos se torna cada vez más excepcional. Cuando algún colectivo siente
un zarpazo en sus carnes ya no resuelve su problema con la fuerza de su
musculatura social, sería inútil. Monta un escenario y busca la complicidad de
la opinión pública, así a menudo lo resuelve. Tampoco el discurso económico, que
tomó el relevo en los años setenta y ochenta en cuanto a prioridades
informativas, ocupa hoy excesivo espacio. Sólo las finanzas permanecen y
estamos puntualmente informados de lo que ocurre en las bolsas de todo el mundo
y del cambio de las principales monedas.
Las informaciones que hoy ocupan el día
a día son de otra cadena genética. Muchas «glocales» nacen locales y se
expanden universalmente. Son sobre todo «aconteceres» dotados de los perfiles
simbólicos que los medios audiovisuales requieren. Se repiten hasta la saciedad
y como vienen, se van. Otras in crescendo parecen llevarnos a la
sociedad del riesgo que un perspicaz sociólogo nos adelantaba. Mientras más
patología arriesgada incorporan, más repercuten. Los hechos identitarios como
los nacionalismos y sus secuelas de guerras y terrorismo, también ocupan
parcela creciente. En el caso español, la mayor, con diferencia. Fenómenos como
las migraciones, acontecimientos culturales singulares tanto de culturas
propias como ajenas, por no hablar de los omnipresentes deportes, conforman el
menú que día a día se sirve a la opinión pública y sobre el que también día a
día se pide posición y soluciones a los partidos políticos y a los gobiernos.
La realidad emerge descontrolada.
Partidos e instituciones tienen en el mundo actual problemas de tamaño,
problemas de enfoque y problemas de ritmo. Problemas de tamaño porque comienza
a ocurrir en la sociedad lo que ocurre en la naturaleza. Lo macro y lo micro se
dan la mano. Lo infinitamente grande encuentra su explicación en lo
infinitamente pequeño y al revés. De la expansión del universo a la
descomposición del átomo. En el espacio de lo público, las instituciones y
también los estados son demasiado pequeños para lo global y demasiado grandes
para lo micro‑local. La realidad pasa por arriba y se escapa por abajo.
Problemas de enfoque porque las dos
turbinas que impulsan los cambios están fuera de control. Ni el capitalismo ni
los progresos tecnológicos obedecen a otra lógica que no sea la propia o la de
las alianzas entre ellos. El uno y los otros se desenvuelven en la esfera de lo
privado.
Finalmente un problema de ritmo. Paul
Virilio ha explicado magistralmente que en la historia, quien controló la
velocidad controló el poder (Virilio, 1995). Hasta el punto de que hoy el
dinero y la guerra ya han sacado las consecuencias. Un mundo en el que usted o
yo podemos obtener en segundos en las calles de San Francisco dólares de un
cajero que es autorizado a dárnoslo por un ordenador en el parque de San Julián
de Cuenca, es un mundo nuevo. Cada época tuvo la velocidad que le permitió su
tecnología. Hoy, cada vez más realidad acontece a la velocidad de la luz. Cada
vez más problemas exigen respuesta a la misma velocidad. Lo veloz desplaza a lo
lento. Las Instituciones no están preparadas para ello, mientras los mercados
se han adaptado mucho mejor.