Capítulo 1
El recién llegado
Fue un encuentro singular, tal
vez más importante de lo que cualquiera de sus protagonistas pudo imaginar. Ese
norteamericano bajito y decidido, y con ese nombre tan extraño y simbólico,
nada tenía que ver con los turistas ávidos de empaparse de la atmósfera
parisiense, si bien esperaba comprender un poco por qué esa ciudad se había
convertido en el centro de su universo. Era el mayor de todos los presentes
aquel día. Marcel Duchamp, el francés que lo llevó a esa reunión, era mayor aún
que Man Ray y que la media docena de hombres –y la única mujer– que los
esperaban.
El escenario fue un café normal y
corriente oculto en una galería comercial del París burgués y de los negocios,
un café escogido precisamente por estar muy alejado de los barrios bohemios, o,
como lo expresó Louis Aragon, miembro del reducido grupo rebelde, «por odio a
Montparnasse y a Montmartre». En 1919, Aragon y su compañero de armas, André
Breton, habían descubierto por casualidad el Passage de l'Opéra, y al instante
supieron que ese oscuro pasaje que conectaba el bullicioso Boulevard des
Italiens con la estrecha Rue Chauchat les pertenecía. El lugar se convirtió en
el cuartel general de Dadá en París. «La decoración es de color madera»,
recordó más tarde Aragon, «y hay madera por todas partes.» Con sus rústicos
toneles que hacían las veces de mesas, el local estaba lejos de ser el café de
moda que el norteamericano había esperado encontrar.
Pero allí podían estar a solas
con sus sueños, y Aragon sabía que, cuando ninguno de los del grupo estaba en
el local, el dueño respondía todas las llamadas telefónicas con un: «No, señor,
no hay ningún dadaísta por aquí». El amable personal del café decía Dadá o
dadaísta sin intención ofensiva. Para ellos no significaba ni anarquía ni
enemigos del arte, como solía decir la prensa popular, sino sólo «un grupo de
clientes habituales, jóvenes un poco escandalosos a veces, sin duda, pero la
mar de simpáticos».
El invitado llegó con las mejores
credenciales posibles. Las iniciativas iconoclastas de Man Ray en Nueva York
más de una vez habían anticipado, más que imitado, las travesuras de Dadá. Y
traía pruebas irrefutables de su talento: cuadros, objetos absurdos,
improvisaciones fotográficas. Duchamp lo había descubierto en Nueva York, donde
a su vez Man Ray había descubierto a Duchamp, el cual era una celebridad desde
que presentó Desnudo
bajando una escalera
en el Armory Show de 1913, una exposición crucial que enseñó lo mejor del arte
contemporáneo –en gran parte importado de Europa– a la única metrópolis
norteamericana receptiva a esas obras.
Pintor a regañadientes, Duchamp
había pasado parte de la primera guerra mundial en Nueva York, donde había
conocido a su polo opuesto, el efervescente Man Ray, todavía un desconocido que
seguía sin vender nada en su país. Resuelto a probar suerte en un clima más
favorable, Man Ray salió del puerto de Nueva York el 14 de julio de 1921; el 22
de julio llegó a El Havre, desde donde tomó un tren para París. Duchamp fue a
recibirlo a la estación Saint-Lazare, y, tras dejar el equipaje en un hotel, lo
llevó al Passage de l'Opéra.
Como esa noche no hubo cámara de
fotos –Man Ray aún no estaba preparado para convertirse en el retratista
oficioso del grupo–, sólo podemos imaginar la escena en el curso de la cual
Duchamp presentó al recién llegado, quien, con su metro sesenta de estatura,
era considerablemente más bajo que cualquiera de los norteamericanos que los
dadaístas habían conocido hasta entonces. Una mata de pelo que parecía crecer
hacia arriba, como para añadir unos centímetros adicionales, remataba la
despejada frente del invitado. Aparte de Breton y Aragon, líderes
autoproclamados de los protosurrealistas, Man Ray iba a conocer a Paul Éluard,
que, con Aragon, escribiría la mejor y más duradera poesía del movimiento, y a
la exuberante esposa de Éluard, Helena Diakonova, más conocida por el nombre de
Gala, que seguiría siendo la musa del poeta hasta mucho después de dejarlo por
Salvador Dalí. También asistió esa noche el desobediente Philippe Soupault, que
había colaborado con Breton en un ambicioso experimento de escritura automática
(Los campos magnéticos),
anticipo del surrealismo
literario.
A un lado, Marcel Duchamp, guapo y
esbelto, a punto de cumplir treinta y cuatro años, con su invitado norteamericano,
Man Ray, que aún no tenía treinta y uno. Éluard, el mayor del grupo del Passage
de l'Opéra, tenía veintiséis. Jóvenes de buena planta en su mayoría, al menos
tres de ellos tenían fama de auténticos donjuanes.
Todos eran escritores y poetas, o aspiraban
a serlo; bella vocación, sin duda, aunque no por ello el movimiento se limitó a
la palabra escrita. Duchamp, que pudo haber sido el artista emblemático del
movimiento, se negaba a formar parte de un colectivo, y en este aspecto se
parecía a otro pintor, Francis Picabia, que a los cuarenta y dos años habría
sido el decano si no se hubiera comportado como un obstinado individualista (no
le habría importado formar parte de una escuela siempre y cuando le dejaran ser
el jefe). Como pintor, Man Ray tenía un homólogo en Alemania, pero Max Ernst,
aunque converso de buen grado al dadaísmo y un prodigio de creatividad, no pudo
asistir esa noche. Breton y los suyos lo habían invitado a que trajera sus
obras a París, y, pocas semanas antes de que llegara Man Ray, se había
celebrado una exposición; pero, como súbdito de un Estado enemigo, y además
bastante radical en sus posturas, Ernst no había conseguido un visado y no pudo
asistir a la exposición de su propia obra. Man Ray, en cambio, sí estaba
disponible: con sus cuadros y su persona.
De ahí la cálida atmósfera que
reinó aquella velada. Del rústico café, el grupo se fue a cenar a un
restaurante indio, no lejos del pasaje. El invitado advirtió que sus nuevos
amigos, sentados ante sus platos de curry, lamentaban la ausencia de platos
franceses más corrientes; para compensar su malestar, bebieron vino en
abundancia, lo que los exaltó y les soltó la lengua. Después, una alegre
caminata hasta Montmartre, aunque no a la colonia de artistas que vivían en lo
alto de la colina, sino sólo hasta el bullicioso parque de atracciones que se
extendía a lo largo del anillo de bulevares. Breton y sus amigos «pasaban de
una atracción a otra como niños».
Phillippe Soupault, excéntrico
como él solo –hijo de una familia de clase media alta, podía permitirse el lujo
de no guardar la compostura–,trepó a una farola y desde allí comenzó a arengar
a los paseantes con algo que a Man Ray le sonó a poesía dadaísta. De repente,
Soupault echó a correr y desapareció en un portal abierto donde llamó con
fuerza a la portería. Segundos después, Soupault salió caminando despacio y,
negando con la cabeza, se apresuró a repetir el numerito en otro portal de la
misma calle. Al ver la perplejidad de Man Ray, alguien le dijo que lo que
Soupault hacía era preguntar si allí vivía un tal Soupault, y que, por
supuesto, lo único que obtenía eran respuestas negativas... «Lo observé todo,
desconcertado por el comportamiento de esas personas que, por lo demás, se
tomaban a sí mismas muy en serio», recordó luego el recién llegado. En efecto,
acababa de entrar en un mundo diferente, y esa misma noche decidió que lo
primero que debía hacer era dominar la lengua de ese mundo.1
Hoy sabemos que la favorable
acogida que le brindó el grupo fue espontánea. De hecho, muchas debían de ser
las cualidades de Man Ray para que esos jóvenes tan particulares y reservados
lo aceptasen como lo hicieron. André Breton, nacido en febrero de 1896, el
hombre que llegaría a ser el «gendarme» de los surrealistas, era en efecto hijo
de un gendarme que más tarde fue librero e hizo una muy próspera carrera como
agente inmobiliario. El joven André fue a colegios buenos y mostró un gusto
temprano por los misterios del arte, pero decidió estudiar medicina para poder
dedicarle más tiempo a la poesía. Destinado a un hospital militar durante la
guerra, se libró del frente, y en los días de permiso se marchaba a toda prisa
a la Rue de l'Odéon, donde una joven muy culta llamada Adrienne Monnier tenía
una librería y un salón literario bastante informal. Monnier había abierto su
librería en la muy literaria Rive Gauche apenas un año antes, a sus veintidós
años y renunciando a un trabajo en una vetusta tienda de la otra orilla; ella
sabía que su lugar estaba al otro lado del río.
En 1917, Breton, destinado al
hospital militar de Val-de-Grâce, en el límite de Montparnasse, reforzó sus
lazos con otro interno al que había conocido en la Rue de l'Odéon y que también
prefería la literatura a la medicina. Louis Aragon, un año y ocho meses menor
que Breton, había llegado a este mundo con la vida más resuelta: era hijo
–natural, todo sea dicho– de un alto funcionario, miembro destacado de la
Asamblea y luego prefecto de la policía de París y embajador. (Aragon era un
nombre inventado, pero al menos las iniciales eran las mismas que las de su
padre.) «Delgado, elegante, seductor, de facciones delicadas, actitud insolente
y unos ojos chispeantes de inteligencia; espiritual, pero, por encima de todo,
insolente», así lo recordó su contemporáneo Marcel Duhamel en la época en que
su destartalada casa de la tranquila Rue du Château, detrás de la estación de
Montparnasse, servía de improvisado cuartel general a los surrealistas.
Como Breton, Aragon seguía sus
estudios de Medicina, pero con el corazón puesto en la literatura. Adrienne
Monnier le oyó decir que las obscenidades de sus compañeros de estudios de la
Facultad le hacían llorar. Sin embargo, aunque en 1919 Aragon se unió a Breton
y Soupault sin pensárselo dos veces con objeto de publicar una revista llamada Littérature (la cual, a
pesar del título, estaba concebida para combatir la tradición), para el mejor
biógrafo del poeta éste era, en esencia, un solitario; Breton, en cambio, era
un «rassembleur d'hommes», un líder nato.
«De aspecto fuerte, corpulento,
hermosa cabeza de tribuno, perfil clásico o leonino», así recordaría Marcel
Duhamel a Breton. «(...) Imponente, intimidaba incluso a quien no lo conocía y
sabía cautivar a los que lo rodeaban.» Los extraordinarios retratos de Man Ray
hablan por sí solos.
Un miembro de Dadá no estuvo
presente la noche en que recibieron a Man Ray en el Passage de l'Opéra: Tristan
Tzara, otro extranjero entonces de viaje por Checoslovaquia, era el elemento
más parlanchín del círculo de Zúrich que vio nacer el movimiento Dadá y le dio el
nombre. Tzara era de origen rumano y había llegado a París a comienzos de 1920
resuelto a volver a poner en escena las provocaciones de Zúrich, aunque esta
vez ante un público más amplio; se había instalado en un hotel de un
desangelado barrio residencial, el mismo al que Marcel Duchamp llevó a Man Ray
el día de su llegada a París, y en el que el norteamericano ocupó la habitación
que había dejado Tzara.
En una carta a este último,
escrita poco después de conocer al norteamericano, Breton dejó caer un comentario
gratuito: «No será Man Ray el que haga que me olvide de usted. No más que
Duchamp, cuyas apariciones son cada vez más escasas».
¿Otro desaire dadaísta? Un poco
antes, ese mismo año, los editores de Littérature (Aragon, Breton y Soupault) publicaron una
clasificación de «nombres célebres» de todos los tiempos. El jurado encargado
de las calificaciones lo formaron miembros del grupo del Passage de l'Opéra
junto con Gabrielle Buffet, la ex mujer de Picabia; Pierre Drieu La Rochelle,
otro iconoclasta, amigo de Aragon; el poeta-soldado Benjamin Péret; el pintor y
poeta Georges Ribemont-Dessaignes y, en último lugar, pero por encima de todos,
Tzara.
A esos diez hombres y una mujer se
les pidió que juzgaran a personalidades tanto pasadas como contemporáneas –incluidos
Alcibíades, Beethoven, Einstein y Shakespeare– utilizando una escala de 20 a
-25. Como correspondía a su personalidad, Tzara fue el que puso el mayor número
de –25, pero todos esos jóvenes jueces se ensañaron particularmente con sus
predecesores inmediatos, cuya celebridad les molestaba: el elegante poeta Paul
Claudel obtuvo un promedio de –2,81; Henri Matisse, moderno pero demasiado
popular para esos rebeldes, -3,27; Gabriele D'Annunzio, tan aficionado al
autobombo, -7,86; Anatole France, el humanitario, y el mariscal Foch
compartieron un severo –18. Los auténticos héroes contemporáneos fueron Charles
Chaplin, que obtuvo un promedio de 16,09, y Max Linder, el precursor francés de
Chaplin, con 15,63.
En el momento de la encuesta, a
los miembros del jurado Man Ray apenas les sonaba, y obtuvo un modesto 3,90, un
promedio afectado por el insolente 0 que le puso Aragon y el simbólico 1 de
Breton. Lo salvó Gabrielle Buffet, la única del grupo que lo conocía de verdad,
pues le puso el máximo permitido, 20 puntos. Pero también lo ayudaron los 15
puntos positivos de Paul Éluard, un anticipo, quizá, de la amistad que pronto
trabarían, y el sorprendente 11 del por lo general feroz Tristan Tzara (si bien
entonces Tzara y Man Ray ya se carteaban). Otra muestra de la maldad del grupo:
el talentoso Marcel Duchamp, el artista que debía erigirse en modelo para todos
ellos, sólo obtuvo un pasable 9,18; Picabia sacó aún menos (8,63), y Max Ernst
8,54, una puntuación nada generosa si se tiene en cuenta que, al igual que Man
Ray, el alemán ya estaba creando una obra que en el caso de esos jóvenes no
pasaba de mero proyecto.2
Más o menos un mes después de su
primer encuentro con el grupo de Breton, Man Ray dejó la soledad de la margen
derecha del río, aunque todavía sin acercarse demasiado a la izquierda. Marcel
Duchamp se había mudado al apartamento de su amiga Yvonne Castel, cerca del
Boulevard de Clichy, donde disponía de un cuarto independiente, que se le
ofreció gratis al huésped norteamericano de Duchamp.
Man Ray
se sentía aún un de paso. Muchos años después, dijo en una entrevista que había
ido a París «sólo de visita, a ver los museos y conocer a gente que hacía obras
de vanguardia». Y, en un seminario sobre los expatriados celebrado en París,
contó: «En Nueva York tenía un buen problema; me rechazaban, me criticaban, me
atacaban, no me dejaban exponer (...). Por eso se me ocurrió cambiar de
aires... No pensaba especialmente en París, salvo por los museos; quería ver
los originales de cuadros que adoraba (...) desde que comencé a estudiar Bellas
Artes. Por desgracia, cuando llegué aquí me lié con un movimiento de vanguardia
que despreciaba los museos, que quería destruirlos (...)»
Pero no
tardó en quedarse sin dinero. Había viajado a Francia gracias al generoso anticipo
de un coleccionista, pagado a cuenta de unos cuadros que debía pintar durante
su estancia en París, pero enseguida tuvo que pedir más a su mecenas, lo cual
no le impidió recurrir también a su familia, que vivía en Brooklyn.
Poco
después de llegar, fue a la consigna de la Aduana de París a recoger la enorme
caja con obras de arte que lo había seguido en su travesía transoceánica.
«Cubistas», dijo el inspector con aire de complicidad, y se las entregó. Sin
embargo, conseguir que le entregaran una caja alargada con materiales diversos
–alambre, listones de madera pintados de colores y una tabla de lavar, un raro
objeto titulado Catherine
Barometer– no le resultó tan simple. Más que intentar explicar que se
trataba de una obra dadaísta, se inventó una historia y dijo que era una guía
para sus combinaciones de color. Después, no sin dificultades, abrieron el gran
baúl que contenía sus pinturas al aerógrafo, aunque éstas no le plantearon
problemas. Claro que al ver un recipiente lleno de rodamientos de acero flotando
en aceite, al que también había dado un título (New York 1920)? Man Ray tuvo que declarar
que era un objeto decorativo para su estudio, y fue suficiente.
Esas
rarezas eran, por supuesto, sólo unos ejemplos de los «objetos» de Man Ray,
ensamblajes de dos o más elementos sin ninguna relación entre sí. Marcel
Duchamp, otro célebre creador pre-Dadá, solía poner un título a objetos
preexistentes –como su famoso orinal de porcelana bautizado Fuente–, y los llamaba ready-mades.3
Tristan
Tzara, el hombre que puso un –25 a casi todos los personajes de la encuesta,
enseguida se hizo amigo de Man Ray, de quien fue un espontáneo y fiel defensor.
En su todavía imperfecto francés, Man Ray comunica a Tzara, que en esos días se
encontraba de viaje: «Estoy muy ocupado...; la vida aquí es muy cara, y
tentaciones no me faltan... tengo que ganar dinero para mantener la primera y
pagar las segundas». También le dijo que a lo mejor se iba a Bruselas a
organizar una exposición. «Pero si tengo algo que hacer en París, me quedo.
¡Eso espero!»
Man Ray
pronto descubrió que había un rincón en la ciudad donde la gente que hablaba
francés como él era bien recibida. Así, una noche tomó el metro en dirección
Montparnasse y se zambulló en un «mundo cosmopolita», en el que «caben todas
las lenguas, incluido un francés tan espantoso como el mío». («Todo Greenwich
Village pasea por las aceras de Montparnasse», le había escrito poco antes
Marcel Duchamp a un amigo norteamericano.)
Man Ray
deambuló de un café a otro y observó que parecían especializarse: uno era
exclusivamente francés; otro, un popurrí de nacionalidades; un tercero estaba
plagado de norteamericanos y británicos que hablaban a grito pelado en la
barra. Al final se decidió por los dos primeros, donde los clientes preferían sentarse
alrededor de una mesa y de vez en cuando cambiaban de lugar para conversar con
amigos. Y le gustó el vecindario, the Quarter, como los anglófonos de la
época llamaban a Montparnasse.
De
cualquier modo, tenía que dejar la habitación que Duchamp le había conseguido,
pues su amigo francés pensaba regresar a Nueva York. A dos pasos del Dôme, sito
en pleno Boulevard de Montparnasse, en el número 15 de la Rue Delambre y a
mitad de calle, el Hôtel des Écoles pareció hacerle señas; al fin y al cabo,
también allí había vivido André Breton.4