Q de quién

1

Era un miércoles de mediados de abril y Santa Teresa se exhibía con todo descaro. El verde exuberante del invierno, con su plétora de buganvillas de color púrpura y salmón, había brotado de nuevo con un ostentoso muestrario de azafrán, jacintos y ciruelos en flor. El cielo era de un suave color azul; el aire, tibio y fragante. Múltiples violetas salpicaban la hierba. Yo ya estaba harta de pasarme los días metida en los registros municipales, buscando escrituras de propiedades y fincas embargadas por Hacienda para clientes que a aquellas horas estarían entregándose con toda depreocupación al tenis, el golf y otros pasatiempos improductivos.

Supongo que sufría de una variedad mutante de fiebre primaveral, posiblemente incurable, que consistía en aburrirse y en sentirse inquieta y desconectada de la humanidad en general. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada en Santa Teresa, ciudad de California situada a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Iba a cumplir treinta y siete años el 5 de mayo, para lo cual faltaban cuatro semanas, y es posible que saberlo contribuyera a mi malestar general. Llevo una vida completamente espartana, sin críos, plantas de verdad ni perritos que me ladren.

El 15 de febrero, dos meses antes, me había mudado a otra oficina tras romper mis relaciones con el bufete Kingman y Ives. Lonnie Kingman había comprado un edificio en la parte baja de State Street y, aunque me había invitado a trasladarme con él, pensé que ya era hora de instalarme por mi cuenta.

Ése fue mi primer error.

El segundo consistió en tropezar, por desgracia, con dos caseros con quienes firmé un contrato que acabó siendo papel mojado y que me dejó en la calle.

Y el tercer error relacionado con la búsqueda de oficina acababa de cometerlo. Movida por la desesperación había alquilado un local en una construcción indescriptible de Caballeria Lane, una calle flanqueada por una fila de bungalós idénticos, todos con la fachada blanca y alineados junto a la acera como los Tres Cerditos. La manzana (pequeña, estrecha y rodeada de coches) quedaba entre Santa Teresa Street y Arbor, una calle al norte de Via Madrina, en pleno centro de la ciudad. Aunque el precio estaba bien y la situación era excelente —a un corto paseo de los juzgados, de la policía y de la biblioteca pública—, la oficina en sí dejaba mucho que desear.

Disponía de dos habitaciones. La más grande la dediqué a despacho propiamente dicho; la más pequeña la venía utilizando como zona mixta, una combinación de biblioteca y vestíbulo. Además tenía una cocina estilo yate donde había dispuesto una pequeña nevera, la cafetera y un depósito de agua Sparkletts. También había un lavabo, pequeño y apestoso, con un inodoro y una pila que daban pena. El conjunto olía a moho y yo sospechaba que por la noche, cuando se apagaban las luces, se colaban diminutos animalitos que correteaban pegados a los rodapiés. Para compensarme, el propietario del edificio me había ofrecido multitud de latas de pintura a granel y yo me había pasado casi toda una semana dándole al rodillo y untando látex blanco encima del antiguo colar rosa fuerte, un matiz que me recordaba a los órganos internos en plena función. El propietario había accedido igualmente a que limpiaran la moqueta, faltaría más. La espesa moqueta de pelo largo de nailon beis estaba aplastada por el uso y parecía llorar de desesperación. Coloqué de mil maneras el escritorio, la silla giratoria, los archivadores, el sofá y mi colección de plantas artificiales. Pero nada conseguía eliminar el aire general de apatía que impregnaba el lugar. Tenía un montón de dinero ahorrado: veinticinco mil dólares, por si le interesa a alguien, así que en teoría habría podido aspirar a un inmueble mucho más elegante. Por otra parte, por trescintos cincuenta dólares al mes, el local era asequible y satisfacía uno de mis principios básicos en esta vida, que es no vivir nunca, nunca, nunca por encima de las propias posibilidades. No quiero verme obligada a aceptar más trabajo para pagar gastos extraordinarios. El despacho ha de estar a mi servicio, no al revés.

Como los bungalós que había a ambos lados del mío estaban vacíos, me sentía aislada, lo cual podría ser otra ambivalencia más en relación con mi soltería en un mundo de gente casada. Salvo dos breves experiencias matrimoniales que no funcionaron, he vivido sola la mayor parte de mi vida. Y nunca me ha molestado. Más aún, disfruto con mi libertad, mi movilidad y mi soledad. Aunque en los últimos tiempos las circunstancias se habían confabulado para trastornar mi complacencia habitual.

A principios de aquella semana me había encontrado con mi amiga Vera y su marido, (el doctor) Neil Hess. Yo había salido a correr a última hora de la tarde por el carril bici de la playa cuando los vi paseando a unos metros por delante de mí. Vera había trabajado igual que yo para la compañía de seguros La Fidelidad de California. Cuando Vera conoció a Neil, pensó que era demasiado bajito para ella y trató de endosármelo a mí. Yo supe al primer vistazo que estaban hechos el uno para el otro y, a pesar de sus protestas en contra, la convencí de que era su media naranja, cosa que al final resultó ser cierto. Aquella tarde paseaban con su hijo de dieciocho meses, que iba en el cochecito, y con un sonriente perdiguero color miel que brincaba y retozaba tirando de la correa. Era evidente que Vera -maciza, pesada, lechosa y serena- estaba esperando otro hijo y, a juzgar por la barriga, le faltaban pocos días. Nos paramos a charlar y entonces me di cuenta de que, en los tres años y medio que no nos veíamos, mi vida apenas había cambiado. La misma casa, el mismo coche, el mismo trabajo y el mismo novio absentista en una relación que no iba a ninguna parte. El descubrimiento se tradujo en un largo ataque de angustia.

Por aquellas fechas, mi querido Henry, el propietario de mi domicilio, estaba de crucero por el Caribe en compañía de sus hermanos y de su cuñada Rosie, que posee la casa de comidas que hay a media manzana de donde vivo. Mientras yo había ido recogiendo su correspondencia y le había regado las plantas una vez por semana y el patio cada dos días. El local de Rosie seguiría cerrado otros cinco días, de modo que, hasta que volvieran, ni siquiera podía cenar en un entorno íntimo. Sé que todo esto parece cursi, pero estoy moralmente obligada a decir la verdad.

Aquel miércoles por la mañana llegó a la conclusión de que mi estado de ánimo mejoraría considerablemente si dejaba de compadecerme y ordenaba la nueva oficina. Con esa finalidad fui a una tienda de muebles de segunda mano y compré otros dos archivadores, un mueble vertical con casilleros y un aparador con estanterías y pintado a la moda para colocar todos los artículos de oficina que se me habían acumulado. Estaba encaramada en un taburete alto y rodeada por cajas que no había abierto desde que me había mudado al bufete de Lonnie, hacía tres años y medio. Aquello se parecía un poco a Navidad, porque iba descubriendo objetos que ya ni me acordaba de que tenía.

Acababa de llegar al fondo de la caja número tres (de un total de ocho) cuando oí un golpe en la puerta.

-¡Ya voy! -exclamé.

 Cuando me di la vuelta, vi al teniente Con Dolan en el umbral, vestía gabardina de color tabaco y tenía las manos metidas en los bolsillos.

-Caramba, ¿qué le trae a usted por aquí? Hace meses que no nos veíamos. –Me levanté y me limpié las manos en la culera de los vaqueros antes de tenderle una.

Me apretó la mano con fuerza y cordialidad y sonreía casi con timidez, se notaba que estaba tan contento de verme como yo de verlo a él.

-Me he encontrado con Lonnie en los juzgados y me ha dicho que habías alquilado esta casa, así que se me ha ocurrido pasar por aquí.

-Estupendo. Le agradezco la visita.

-Veo que te estás instalando.

-Ya era hora. Me cambié el quince de febrero y todavía no he hecho nada.

-He oído decir que ha habido un bajón en el trabajo.

-Lo hay, lo hay, al menos en la clase de encargos que me gustan.

Dio una vuelta por la habitación. Parecía inquieto y trataba de ocultar el nerviosismo con un monótono chorro de comentarios banales. Habló con despreocupación de Lonnie, del tiempo y de mil cosas más, mientras yo le daba las respuestas que más indicadas me parecían. No se me ocurría el motivo de su visita, aunque supuse que hablaría de la cuestión en su debido momento. No era de los que se presentan sin avisar. Lo conocía desde hacía diez años y durante casi todo aquel tiempo había sido jefe del grupo de homicidios de la policía de Santa Teresa. Estaba de baja por enfermedad, marginado por culpa de varios ataques al corazón. Había oído que tenía muchas ganas de volver a trabajar como antes. Según se rumoreaba, sus posibilidades rondaban entre pocas y ninguna.

Se detuvo a mirar el despacho de dentro, echó un vistazo al lavabo y completó el circuito acercándose a mí.

-Lonnie dijo que el sitio no te entusiasmaba y ahora entiendo por qué. Es deprimente.

-¿Verdad que sí? No acabo de explicármelo. Sé que falta algo, pero no sé qué.

-Faltan cuadros.

-¿Usted cree? –Recorrí con la mirada las paredes blancas y desnudas.

-Seguro. Consíguete unos pósters grandes de alguna agencia de viajes y cinta adhesiva. Te alegrarán la habitación. Si falla, siempre puedes quitar el polvo a las plantas artificiales.

Andaba por los sesenta y tantos años y los problemas cardiacos le habían dejado en la cara un rictus de amargura. Sus habituales ojeras tenían un matiz más oscuro y todo su rostro parecía impregnado de melancolía. Por lo visto, contaba el tiempo que llevaba alejado del servicio afeitándose un día sí y otro no, y aquel día era no. En tiempos mejores, su cara había mostrado una propensión al abotargamiento, pero ahora su boca estaba curvada como si sintiera un descontento crónico. Precisamente lo que yo necesitaba.

Podría haber jurado que seguía fumando, porque la gabardina, cuando se movía, le olía a nicotina. La última vez que lo vi estaba en una cama del hospital. Fue una visita más bien torpe. Dolan me había intimidado siempre, por lo menos hasta aquel momento, porque jamás lo había visto enfundado en una bata de hospital, con una abertura posterior por la que se le veía el trasero. Desde entonces sentía mayor simpatía por él. Sabía que yo le caía bien a pesar de que sus modales siempre habían oscilado entre la hosquedad y la brusquedad.

-¿Ocurre algo? –pregunté-. No puedo creer que haya venido sólo para darme consejos sobre decoración.

-En realidad iba a comer y se me ocurrió que podíamos comer juntos, bueno, si estás libre.

Miré el reloj. Sólo eran las diez y veinticinco.

-Claro que sí –dije-. Recojo el bolso y la chaqueta y estoy con usted.

Optamos por ir andando. Llegamos a la esquina, doblamos a la derecha y tomamos Santa Teresa Street en dirección norte. Pensaba que acabaríamos en el Del Mar o en el Arcade, dos restaurantes a los que solían acudir los de la comisaría. Pero el caso es que recorrimos otras tres manzanas y finalmente entramos en un cuchitril llamado Sneaky Pete's, aunque el nombre que figuraba en la entrada decía otra cosa. El lugar estaba casi vacío: una pareja en una mesa y un puñado de bebedores diurnos sentados al otro extremo de la barra. Dolan ocupó un taburete en el extremo más cercano y yo tomé asiento a su izquierda. La camarera dejó el cigarrillo en un cenicero, buscó una botella de Old Forrester y le sirvió un vaso antes de que abriera la boca. Dolan encendió un cigarrillo y advirtió mi expresión.

-¿Qué?

-Pues, verá usted, teniente Dolan. Me estaba preguntando si eso forma parte de su programa de recuperación cardiaca.

Se volvió hacia la camarera.

-Cree que no me cuido bien -le dijo.

La camarera le puso el vaso delante.

-A saber por qué se le habrá ocurrido.

Le eché cuarenta y tantos años. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba recogido con peinetas. Se le veían algunos mechones grises. No iba muy maquillada, pero parecía el tipo de persona en quien se podía confiar, en sentido hostelero.

-¿Qué te pongo?

-Tomaré una Coca-Cola.

Dolan me señaló con el pulgar.

-Kinsey Millhone. Es una investigadora privada de aquí. Vamos a comer.

-Tannie Ottweiler –se presentó la camarera-. Encantada de conocerte. –Nos estrechamos la mano, luego metió la suya debajo de la barra y sacó dos juegos de cubiertos, envueltos en sendas servilletas de papel, y los colocó sobre la barra—. ¿Os vais a quedar aquí sentados?

-No, en esa mesa que hay junto a la ventana –dijo Dolan señalando con la cabeza.

-Enseguida estoy allí.

Dolan se puso el cigarrillo entre los labios y, mientras recogía el vaso de whisky y se apartaba del mostrador, el humo le obligó a cerrar el ojo derecho. Lo seguí y me di cuenta de que había elegido el lugar más apartado. Nos sentamos y colgué el bolso en una silla cercana.

-¿Hay menú?

Se quitó la gabardina y tomó un sorbo de whisky.

-Aquí lo único que vale la pena pedir es el bocadillo de salami a la pimienta con pan de semillas y queso a la pimienta fundido. El cabrón te deja horizontal. Tannie le pone un huevo frito encima.

-Suena estupendo.

Tannie llegó con la Coca-Cola. Hubo un breve tiempo muerto mientras Dolan pedía los bocadillos.

Cuando se fue Tannie pregunté:

-Bien, ¿qué pasa?

Se removió en la silla y miró a su alrededor antes de volver a posar los ojos en mí.

-¿Te acuerdas de Stacey Oliphant? Dejó la oficina del sheriff hará unos ocho años. Seguro que lo conociste.

-Creo que no. Sé quién es. Todo el mundo habla de Stacey..., pero él ya no estaba en la oficina del sheriff en la época en que me asocié con Shine y Byrd. –Morley Shine y Benjamin Byrd habían trabajado juntos como investigadores privados. Ambos habían estado estrechamente relacionados con la oficina del sheriff. Me contrataron en 1974 y me enseñaron el oficio mientras yo acumulaba las horas que necesitaba para solicitar la licencia-. Debe de andar por los ochenta años.

Dolan negó con la cabeza.

-Tiene setenta y tres. Resulta que hacer el vago lo sacaba de sus casillas. No podía soportar la tensión y volvió a la oficina del sheriff a media jornada, trabajando en casos de poca monta para los de investigación criminal.

-Qué bien.

-Esa parte sí. Lo malo es que le han diagnosticado un cáncer; un linfoma, pero no de Hodgkin. Es la segunda vez. Ha estado en remisión durante años, pero los síntomas volvieron a aparecer hace unos siete meses. Cuando se enteró, había alcanzado la fase cuatro..., la cinco es la muerte, para que lo entiendas. El pronóstico a largo plazo es penoso; sobrevive una media del veinte por ciento si el tratamiento funciona, y puede que no funcione. Ha pasado seis sesiones de quimioterapia y ha probado una serie de fármacos experimentales. El pobre está hecho polvo.

-Suena horrible.

-Lo es. Iba tirando como podía y de la noche a la mañana se sintió como la mierda. Lo han ingresado en el hospital hace un par de días. Los análisis de sangre revelaron que tenía una anemia grave y decidieron hacerle una transfusión. Luego, ya que estaba ingresado, resolvieron someterle a más pruebas para ver en qué situación estaba. Él es pesimista, desde luego, pero, en mi opinión, siempre hay esperanza.

-Lo siento mucho.

-No tanto como yo. Lo conozco hace treinta años, más que a mi mujer. -Dolan dio una chupada al cigarrillo y se acercó un pequeño cenicero que había en la mesa de al lado. Dejó caer la ceniza.

-¿Cómo se conocieron? Tenía entendido que Stacey trabajaba en el norte del condado. Usted estaba en la policía de aquí.

-Él ya trabajaba en la oficina del sheriff cuando nuestros caminos se cruzaron por primera vez. Fue por 1948. Yo vengo de una familia obrera, nada de gente culta ni intelectuales. Había dejado el ejército por problemas de conducta. Era un gallito y un chulo. Fui de aquí para allá durante dos años sin hacer nada de provecho. Por fin encontré trabajo en una estación de servicio de Lompoc. Era una ocupación sin futuro.

»Una noche se presentó un tipo y apuntó al encargado nocturno con una pistola. Yo había terminado mi turno y estaba en el cuarto trasero lavándome, cuando me di cuenta de lo que pasaba. Empuñé una llave inglesa, salí a hurtadillas por la puerta lateral y me dirigí a la parte delantera. El tipo estaba tan ocupado vigilando al encargado y cuidando de que no llamara a la poli que no me vio llegar. Le aticé de firme y lo dejé en el suelo. El ayudante del sheriff que lo detuvo era Stacey.

»Sólo me lleva diez años, pero, si alguna vez he tenido un mentor, es él. Él me convenció de que me metiera en la policía. Aproveché la Ley del Soldado para ir a la universidad y entré contratado en la comisaría de policía en cuanto hubo una plaza libre. Incluso me presentó a Grace, con la que me casé seis meses más tarde.

-Por lo visto, ese hombre cambió el curso de su vida.

-En muchos aspectos sí.

-¿Tiene familia por la zona?

-Ningún pariente cercano. Siempre ha estado soltero. Tuvo un ligue, si se le puede llamar así a nuestra avanzada edad, que le duró un tiempo. Es un buen tipo, pero por alguna razón no funcionó. Desde que murió Grace hemos pasado mucho tiempo juntos. Vamos a cazar o a pescar cuando se presenta la ocasión. Últimamente, como ahora estoy de baja, hemos ido muchas veces.

-¿Y qué tal lleva lo suyo?

-Así, así. Tiene demasiado tiempo libre y poco que hacer salvo darle vueltas a la olla. Ya ni sé las veces que le he oído decir esto: que un tipo se retira con treinta años de servicio y lo siguiente que sabes de él es que ha caído enfermo y se ha muerto. Stacey no habla mucho del tema, pero yo sé cómo le funciona la mente. Tiene una depresión de la hostia.

-¿Es religioso?

-Qué va. Asegura que es ateo, pero ya lo veremos. Yo antes iba siempre a la iglesia, al menos mientras vivía Gracie. No sé cómo vas a enfrentarte a la muerte sin creer en algo. Es que si no, no tiene sentido.

Dolan levantó la mirada cuando llegó Tannie con las bandejas, los bocadillos y las patatas fritas recién hechos, además de dos pedidos para otra mesa. El teniente interrumpió lo que me estaba contando para cruzar unas palabras con ella. Yo me dediqué a sacudir el frasco del tomate hasta que salió una chorretada que cayó sobre el cuadrante sureste de las patatas fritas. Sabía que Dolan se proponía algo, pero se lo estaba tomando con calma chicha. Levanté la parte superior del redondo panecillo y cubrí con una capa de sal todo lo que había a la vista. Di un mordisco y saboreé la yema que se escurría y mojaba el pan. La mezcla de salami y queso a la pimienta fue una experiencia de las que hacen historia. Lancé uno de mis gemidos gastronómicos favoritos. Roja como la grana, levanté los ojos para mirarlos, pero ninguno de los dos parecía haberse dado cuenta.

Cuando Tannie se fue, Dolan apagó el cigarrillo e hizo una pausa para soltar una ristra de toses, tan fuertes que todo el cuerpo le temblaba. Imaginé sus pulmones como unos fuelles negros que se vaciaban poco a poco.

Sacudió la cabeza.

-Perdona. Tuve un fuerte resfriado hace un mes y me está costando librarme de él. –Tomó un trago de whisky para calmar la irritación de la garganta. Empuñó el bocadillo con las dos manos y siguió con la historia entre mordisco y mordisco-. Desde que Stacey está ingresado he hecho lo que he podido para que su casa se mantuviera limpia. Está toda patas arriba. Tiene que salir mañana del hospital y no quiero que llegue y se la encuentre hecha una guarrería. —Dejó de comer momentáneamente para encender otro cigarrillo, que se puso en la comisura de la boca mientras sacaba  del bolsillo interior de la cazadora una especie de folleto enrollado—. Ayer encontré un montón de papeles en la mesa de su cocina. Esperaba topar con el nombre de algún amigo suyo al que llamar por teléfono, alguien que lo animara. Tener expectativas, aunque sea por una bagatela, le puede venir muy bien a Stacey. El caso es que no vi nada de esa naturaleza, pero encontré esto.

Puso el documento enrollado sobre la mesa, delante de mí. Engullí el último bocado y me limpié las manos con una servilleta antes de tocarlo. Supe inmediatamente que era una copia de un expediente de la oficina del sheriff. En la cubierta ponía 187 PC, lo que indicaba que era un homicidio, con el número del caso a continuación. Las hojas estaban sujetas con una guía de pinza, unas sesenta y cinco o setenta en total; al final había una serie de notas escritas a mano. Volví a mirar la cubierta.

 

Víctima: Juana Nadie

Encontrada: Domingo 3 de agosto de 1969

Lugar: Cantera de Grayson, autopista 1, Lompoc

 

Debajo de «Agentes asignados» había cuatro nombres y uno de ellos era Stacey Oliphant.

Dolan adelantó el tórax.

-Ya ves que fue uno de los agentes encargados de la investigación desde el principio mismo. Stace y yo encontramos el cadáver. Aquel día habíamos ido allí a cazar ciervos y habíamos dejado el todoterreno junto a la carretera. Creo que ahora hay una puerta al otro lado de la calzada, pero entonces la finca estaba abierta. En cuanto bajamos del coche notamos el olor. Los dos supimos de qué se trataba..., algo que llevaba muerto varios días. No tardamos en descubrir dónde estaba. La habían arrojado por un terraplén como si fuera una bolsa de basura. Es el caso en el que estaba trabajando cuando se puso mal. Siempre le ha fastidiado no averiguar quién era la chica, y no digamos quién la mató.

Sentí un lejano burbujeo en la memoria.

-Lo recuerdo. ¿No la habían apuñalado y tirado luego por ahí?

-Exacto.

-Es curioso que entonces no pudieran identificarla.

-Él pensaba lo mismo. Es un caso que tenía realmente atravesado. Todavía cree que pasó por alto algún detalle. Lo repasaba una y otra vez, siempre que podía, pero nunca sacó nada en claro.

-¿Y qué quiere usted? ¿Intentarlo una vez más?

-Si puedo convencerlo, sí. Creo que le vendría bien dado su estado de ánimo.

Hojeé las fotocopias fijándome en la progresión de las fechas y los acontecimientos.

-Parece que aquí está todo.

-Con copias en blanco y negro de las fotos del escenario del crimen. Stace tenía otro par de expedientes, pero éste es el que yo vi. –Se detuvo para limpiarse la boca y apartó la bandeja-. Volver a meterse en el caso y seguir algunas pistas le animaría. Él podría hacer de investigador jefe mientras nosotros llevamos a cabo el trabajo duro.

Lo miré de hito en hito.

-Usted y yo.

-Claro, ¿por qué no? Te pagaremos el tiempo que inviertas. Por ahora, lo único que sugiero es que los tres nos sentemos a hablar. Si a él le gusta la idea, seguiremos adelante. Si no, supongo que tendré que inventarme otra cosa.

Tamborileé con los dedos sobre el expediente.

-No quisiera señalar lo que está a la vista, pero de esto hace ya dieciocho años.

-Lo sé, pero aparte de las pesquisas de Stacey no ha habido el menor avance desde 1970 aproximadamente. ¿Y si lo resolvemos? Imagina hasta qué punto eso podría ayudarlo. Supondría una gran diferencia.

Era la primera vez que veía algo de animación en su cara.

Fingí meditarlo, pero había poco que discutir. Estaba harta de trámites y gestiones, hasta el gorro de buscar archivos y comprobar antecedentes.

-¿Stacey puede acceder todavía a la oficina del sheriff?

-Sí. Tiene allí muchos compañeros que cuentan maravillas de él. Probablemente nos darán cualquier cosa que necesitemos, dentro de un orden, como es lógico.

-Deje que me lo lleve a casa para leerlo.

Dolan se arrellanó en el asiento esforzándose por no parecer complacido.

-Estaré en el CC entre las seis y medianoche. Ven hacia las ocho. Nos acercaremos al hospital y le daremos a Stacey un poco de adrenalina.

Sin darme cuenta, sonreí.