Escribí Capital justo en 2000, el año que marcó el
apogeo del triunfalismo del libre mercado y la fe en una globalización
beneficiosa. La opinión de la clase política y el mundo de los negocios se
basaba en tres factores económicos. La tecnología de la información y las
comunicación (TIC) estaba creando una «nueva economía», dotada de nuevas reglas
de juego, nuevas normas de valoración y un profundo impacto social. La
globalización y la necesidad de competir en un mercado global eran hechos inevitables,
aunque en general beneficiosos, en la vida económica. Por último, la versión
rigurosa del capitalismo de libre mercado –la versión americana– era a todas
luces la mejor, y la liberalización y las reformas estructurales, el camino
para llegar a ella.
Tales
factores, por otra parte, sostenían una visión del mundo más trascendente. Los
optimistas del capitalismo global veían mercados libres, prosperidad y
democracia unidos en una fórmula que superaría divisiones históricas y
unificaría el mundo en un paraíso del consumo, en el «Final de la historia» que
Francis Fukuyama había anunciado diez años antes como consecuencia probable y
natural de la caída del comunismo.[1]
y [2]
Capital justo cuestiona y encuentra fallos en las premisas
económicas de ese triunfalismo. Lo que era imprevisible es que el año 2001
fuera a sacudir de una manera tan brusca las certidumbres en las que aquél se
sustentaba. Las sobrevaloradas acciones de la nueva economía se hundieron y el
Nasdaq cayó más de un 60 por ciento. La mayoría de las «puntocom» y las
empresas de comercio electrónico, en lugar de liderar la transformación
económica y social, acabaron en la bancarrota. El drástico recorte en Estados
Unidos ha hecho añicos el milagro de la economía americana y el colapso
económico argentino evidencia que la liberalización del mercado no es una
panacea. Pero, sobre todo, los terribles sucesos del 11 de septiembre han sido
un brutal recordatorio de que la historia no ha terminado, de que los
enfrentamientos históricos y religiosos, las dislocaciones culturales y las
injusticias flagrantes tienen la capacidad de generar terrorismo y guerras. En
el otoño de 2001, El choque de las civilizaciones, de Samuel Huntington,
la refutación clásica del optimismo de Fukuyama, resultaba mucho más verosímil
que El fin de la historia.[3]
Y en las semanas que siguieron al 11 de septiembre, los diarios y las revistas
estaban repletos de artículos en los que se aseguraba que todo había cambiado
por completo.
¿Qué cosas
cambiaron y cuáles no? Deberíamos ser prudentes a la hora de asumir una
proposición tan drástica como aquélla. Tal como se describe en la introducción
de Capital justo, en las
discusiones políticas y económicas existe una tendencia a afirmar, cada dos o
tres años, que todo ha cambiado.
Hace sólo doce
años, la dominación económica por parte de Japón resultaba inevitable; hace tan
sólo seis, los tigres asiáticos parecían invencibles. Y el enorme optimismo de
2000 había sucedido en apenas dos años a la incertidumbre global de 1998, a la
«crisis del capitalismo global» (en palabras de George Soros) que iba a
desembocar en el «retorno de la depresión económica» (en las de Paul Krugman). En 2002 abordamos, otra vez, una nueva
era en las que todas las certezas previas se han volatilizado.
En la
esfera social y económica, al menos, muchas de las teorías sobre esta novísima
etapa demostrarán ser tan erróneas como en otras ocasiones. El 11 de septiembre
sólo ha desempeñado un papel menor en la desaceleración económica que se inició
a finales de 2000 y no impedirá una recuperación de la economía americana a
medida que la expansión monetaria produzca sus efectos. No acabó con el nuevo
paradigma económico –el cual nunca existió–, ni impedirá que las tecnologías de
la información sigan siendo uno de los motores fundamentales del crecimiento
económico. Tuvo un impacto mínimo sobre el devenir económico de Japón, que
sigue haciéndose daño a sí mismo con una nefasta política macroeconómica. Tiene
escasas implicaciones en los debates sobre impuestos y gasto público, servicios
sanitarios y programas de transportes o en las posturas en pro y en contra del
euro, asuntos todos ellos clave en el discurso político anterior al 11 de
septiembre y que lo seguirán siendo en 2002. Incluso en la esfera del
comportamiento humano individual, su impacto puede ser menos profundo y, desde
luego, menos prolongado de lo que muchos sugieren. La gente volverá a utilizar
los aviones, de hecho ya lo hace en gran número, y en poco tiempo el mayor
problema no será probablemente convencer al potencial usuario de que el viaje
en avión es razonablemente seguro, sino mantener unas medidas de seguridad que
garanticen esa recuperada (y racional) presunción de que el riesgo que le puede
afectar personalmente es muy pequeño.
El 11 de
septiembre no marcará una nueva era en los ámbitos económico y social. Pero
debería hacer cambiar nuestra valoración de la importancia de la política
respecto a los asuntos económicos. Y refuerza uno de los mensajes de Capital justo: que el libre
mercado solo no va a resolver todos los problemas y que son cruciales el papel
de los gobiernos y las opciones políticas.
Un
mensaje clave que deberíamos extraer del 11 de septiembre se refiere a la
supremacía de la política. La opinión más extendida en 2000 tendía a negar este
hecho, afirmando que los políticos eran menos poderosos en un mundo de
competencia global y que la propia prosperidad económica (impulsada por el
mercado libre) resolvería todos los problemas; en definitiva, que Bill Gates
era más importante que Bill Clinton. Ahora sabemos que no es así. Nuestra
capacidad para hallar una solución definitiva al conflicto de Oriente Próximo
es más importante de cara al futuro de la humanidad que el último punto
porcentual del crecimiento del PIB. Las decisiones que el presidente Bush
adopte sobre acciones militares, formación de alianzas, implicación de Estados
Unidos en el Afganistán de posguerra o las relaciones con Israel y los
palestinos tienen muchas más posibilidades de afectar a la salud del mundo que
las características de la última versión de Microsoft Windows.
Del mismo modo, toda presunción de
que el libre mercado global conduce automáticamente a la prosperidad y que esa
prosperidad da lugar a la democracia y a la convergencia de valores parece en
contradicción con el continuo fracaso económico de muchos países, en África y
en el mundo islámico en particular; con las grandes desigualdades en otros y
con el violento rechazo de los valores occidentales por parte del
fundamentalismo islámico.
Ante estas realidades, mucho de lo escrito y aceptado como
dogma a finales de la década de 1990 y en 2000 parece hoy excesivamente
optimista: demasiado confiado en los beneficios del capitalismo de mercado,
demasiado mecanicista en su presunción de que el desarrollo político y
económico van unidos. Pero el peligro ahora es pasarse al otro extremo. Nada en
los acontecimientos de 2001 socava los cimientos de la economía de mercado ni
debería hacer cambiar nuestra actitud ante la globalización. Sigue siendo
cierto que la proliferación de la economía de mercado frente a los sistemas de
economía estatal y la difusión de las economías abiertas frente a las cerradas
han sacado de la pobreza a la gente en los últimos treinta años a un ritmo
mucho mayor que en cualquier otra etapa de la historia. Y también lo es el que,
en muchos países, la prosperidad creciente ha ido acompañada de un creciente
liberalismo político, de un mayor respeto a los derechos individuales y a los
de la mujer y, en definitiva, del florecimiento de la democracia. Actualmente es
mayor la proporción de la población mundial que vive bajo las reglas
democráticas, aunque sean imperfectas, que en cualquier otro momento de la
historia. La vigencia de la economía de mercado como el menos malo de los
sistemas conocidos para la creación de prosperidad económica y soporte de la
libertad política sigue siendo incuestionable.
[1] Francis Fukuyama, El fin de la historia, Planeta, Barcelona, 1992. [La edición
original es de 1989.]
[2] Para una exposición más
amplia de los temas del presente Epílogo, ver la conferencia del autor, «El
apitalismo y el final de la Historia», dada en la Royal Society of Arts de
Londres el 26 de noviembre de 2001.
[3] Samuel Huntington, El choque de civilizaciones, Paidós, Barcelona, 1997. [La edición original es de 1993.]