Una chica
de Nueva York
En aquel tiempo Nueva York parecía
tan lejos de Buffalo como hoy lo está Singapur. Unas veces iba en tren, en un
agobiante viaje de ocho horas; otras, en coche por la carretera 17, y entonces
me detenía en Corning y Binghamton, donde teníamos clientes, y atravesaba los
montes Catskills hasta llegar al condado de Westchester. Acostumbraba alojarme
en el Roosevelt o el Biltmore, hoteles a los que podía ir fácilmente a pie, con
maleta y todo, desde la estación Grand Central. Nueva York era otro planeta, un
mundo aparte desde el que llegaban voces animándote a cambiar de vida. Allí sí
tenía tiempo, no como en Buffalo, siempre tan ocupado por las necesidades de la
casa, los niños y la mujer (Carole seguía contando las canas que le salían y
tenía varices por culpa de los partos)…, todo el tiempo para mí solo, sin nadie
para decirte cómo llenarlo después de haber acudido a las citas de la jornada.
Vendíamos metal no ferroso moldeado por extrusión, sobre todo aleación de
aluminio. Los fabricantes de contraventanas reforzadas eran nuestros clientes
más importantes, pero en los años sesenta iniciamos una línea complementaria de
marcos metálicos, lo cual me puso en contacto con los escalones más bajos del
mundo del arte. Visitaba las galerías para ver lo que necesitaban, y fue en una
de ellas, un piso alto de la Calle 57 Oeste, donde conocí a Jane.
No era
fea, pero tampoco una belleza extraordinaria. La verdad es que no era muy
simétrica; tenía la sonrisa un poco torcida, y también la cara, huesuda, con
los pómulos muy marcados y salpicados de pecas. Las manos y los brazos parecían
alargarse con cada gesto, como si tuvieran una articulación adicional. Hacía
muchos aspavientos y se palpaba como asegurándose de que seguía entera toda
ella. Siempre estaba echándose atrás el cabello, largo y liso, de un color
rojizo apagado que me recordaba las virutas de lápiz y el olor a cedro que
surge cuando se vacía el sacapuntas. Llevaba un vestido corto de punto beige y
leotardos negros. Tenía las caderas más anchas y los muslos más llenos de lo
que cabría esperar al ver la huesuda mitad superior de su cuerpo, algo que, en
el luminoso espacio de la sala de exposiciones, contribuía a darle un aire
descentrado. De las blancas paredes colgaban abstracciones apresuradas,
pigmentos azules restregados sobre telas con imprimación blanca, todas del
mismo tamaño y enmarcadas en un fino acero laminado en frío, como una hilera de
espejos de baño.
–No he
venido a mirar los cuadros –me disculpé–, sino sólo los marcos, para tener una
idea de lo que usted necesita.
–Creo que
hace falta algo discreto –dijo ella, señalando la pared con una ondulación de
la mano, antes de llevársela apresuradamente al hombro y apretárselo–. Muchos
artistas no quieren marcos, dicen que crean una fijación mental; lo prefieren
sin adornos y, en cualquier caso, se han rebelado contra el rectángulo. –Y con
una sonrisa torcida y cautivadora, añadió–: Pero hemos observado que los
clientes se tranquilizan si hay marco. Eso demuestra que la obra está acabada,
que el artista va en serio.
–Lo mío
son los perfilados –le dije, pero la mujer ya sabía que lo que me interesaba
era ella.
Me había
vuelto estúpido, y una especie de bruma se levantó entre los dos. En una época
de ignorancia generalizada, una ocupación como aquella aún no se consideraba un
ultraje, sino más bien un múltiplo como cualquier otro dentro de la ecuación,
fuera la que fuese, en que por entonces consistiera la vida de uno. Jane y yo
teníamos treinta y pocos años, un momento ideal para hacer nuevos cálculos. En
Buffalo había sobrevivido con mi familia a un enamoramiento tumultuoso y a un
desenlace explosivo. Después de la experiencia, había ajustado al mínimo el
volumen de felicidad que podía obtener del mundo y que podría ofrecer a
cualquier mujer que no fuese mi esposa. Se me abrieron los ojos y me volví
tímido. Pero ahora estaba en Nueva York, y era otro mundo: una infinidad de
restaurantes, pisos, ascensores y apetitos humanos. No me esperaban en casa
hasta el día siguiente por la noche.
–En cuanto
a los perfilados –dijo Jane, tras un incómodo titubeo, con una expresión de
alarma que por un instante evaporó la bruma–, tal vez será mejor que venga
conmigo al almacén.
Una vez
allí, en medio de un amontonamiento, aunque dentro de cierto orden, de cuadros
sin enmarcar y marcos sin tela, con escuadras, cuchillos y una mesa de trabajo
llena de magulladuras, nos sentamos en unos altos taburetes y encendimos sendos
cigarrillos.
–¿A qué se
dedica exactamente, Stan?
Le
describí mi trabajo, el de un aspirante a ingeniero que se había convertido en
vendedor de aleaciones por extrusión. Le hablé de mi casa de ocho habitaciones,
mi familia de tres hijos, mi garaje con dos coches en Eggertsville y el nuevo
quitanieves Toro de color rojo con el que trataba de mantener un sendero
abierto cuando caían las legendarias nevadas en la región del lago Erie.
–Ahora
hábleme de usted.
Fumaba
como si nunca lo hubiera hecho antes, llevándose el pitillo a los labios con la
mano aplanada y los dedos tensos y curvados hacia atrás. Apagó la colilla en un
voluminoso cenicero verde, como si aplastara a un insecto de testaruda
vitalidad.
–No hay
tiempo para eso, cariño –replicó, bajando del taburete de un salto desmañado.
Tenía las piernas largas, los muslos se revelaban llenos bajo la tela de los
pantalones, y calzaba unos zapatos de sorprendente color escarlata brillante
que parecían uñas rojas en unos dedos negros–. Creo que hay gente en la sala.
Tal vez estén robando los cuadros… A ver si se los llevan de una vez. –Entonces
añadió–: Yo también tengo un hijo, un chico de nueve años. Ni marido ni coche
ni quitanieves, pero un hijo que promete mucho.
Esta vez
su titubeo y su mirada tenían un claro significado: me tocaba a mí mover ficha,
y rápido.
–¿Te… te
gustaría cenar conmigo esta noche? ¿O tienes cosas mejores que hacer? Apuesto a
que sí.
Ante mi
gran decepción, porque preveía complicaciones, no estaba ocupada.
–Me parece
muy bien –respondió, y se echó atrás el cabello por encima de una oreja,
pensativa–. ¿Y tú? No te veo muy seguro.
–¿Qué me
dices del niño?
–Llamaré a
una canguro.
–¿De veras? ¿Así, tan de repente?