Unos tres meses después de
regresar a Inglaterra, reunido por fin –con la mortificante excepción de la
entrevista a Andreotti– el material que, recopilado en un libro, ha de servir
para transformar una respetable trayectoria profesional en un monumento –algo
tan completo y definitivo que, de acuerdo con mis planes, resultará
absolutamente irrefutable–, he recibido, cuando me encontraba casualmente junto
a la recepción del Hotel Rembrandt de Knighstbridge, emblema, por así decirlo,
de mi éxito en un campo y mi fracaso en otro, la llamada que me ha informado
del suicidio de mi hijo. Lo siento, ha dicho una voz en italiano. Lo siento
mucho. He colgado y, antes de que algo semejante al dolor o al remordimiento
perturbara el veloz discurrir de mis pensamientos, me he dado cuenta con una
lucidez de lo más perturbadora de que para mi mujer y para mí esto significaba
el fin. El fin de nuestra vida en común, quiero decir. No hay motivo, me he
dicho, sorprendido de la velocidad y la lucidez con que he llegado a esta conclusión
(al tiempo que soslayaba por completo esas emociones que uno espera sentir
cuando se entera de la muerte de un ser querido), ningún motivo en absoluto
para que mi esposa y yo sigamos viviendo juntos si mi hijo ha muerto. Y menos
aún si se ha suicidado. De ahí que, mientras miraba desconcertado la gruesa
alfombra y la brillante madera de ese vestíbulo innecesariamente lujoso, igual
que ahora, con los billetes en la mano, miro esta sala de embarque del
aeropuerto de Heathrow llena de huelguistas, me haya parecido y siga
pareciéndome que ésta ha sido la única noticia real que me han dado por
teléfono: no se trataba ni mucho menos de la muerte de mi hijo, ya que había
muerto hacía tiempo, sino del urgente anuncio de mi inminente separación de mi
mujer. De pronto me he encontrado con que no podía pensar en otra cosa.
Además de estar los
controladores aéreos en huelga de celo –en Francia y en Italia–, ha habido
problemas con el metro. Mi esposa se encontraba completamente atontada. La he
llevado a todo correr a la parada de South Kensington, pues sabía que así
llegaríamos antes que en taxi. Me daba una lástima enorme, pero empezaba ya a
sentir un temor creciente a su reacción. Iba a ser punitiva, sin duda. La gente
se apelotonaba contra las barreras y cada dos o tres minutos repetían por
megafonía que una mujer minusválida se había encadenado a un tren en St James's
Park. A ver si encontramos un taxi, he dicho. Cosa rara en ella, mi mujer me ha
dejado que la lleve como a una niña. Ni que decir tiene que los taxis estaban
todos ocupados.
En efecto, ha sido un golpe de
suerte, pienso ahora mientras recorro la sala de embarque con la mirada, uno de
esos extraños golpes de suerte que uno tiene en medio de una catástrofe, pero
que no constituyen ni mucho menos un consuelo: cuando han llamado me encontraba
en el vestíbulo, hablando con la recepcionista. De lo contrario habrían pasado
la llamada a nuestra habitación, y a mi mujer le habrían dado la noticia con la
misma brutalidad que a mí. Su hijo se ha suicidado con un destornillador, señor
Burton. ¿Cómo?, ha preguntado mi mujer. He tardado cosa de un cuarto de hora en
subir a la habitación. Ha sido un accidente. Se oía mal. No me lo han
explicado. Vuelve a llamar, me ha dicho. No serviría de mucho. Había que ponerse
en marcha. Por un instante he creído que iba a responderme: Siempre que sugiero
algo me respondes que no serviría de mucho. Pero mi mujer estaba completamente
atontada. La noticia ha puesto fin al compulsivo toma y daca de nuestras
recriminaciones, he pensado. Y al tiempo que me dejaba que la condujera de la
mano por la escalera de la estación de metro, igual que como uno solía llevar a
sus hijos cuando eran pequeños, disfrutando de su confianza y de su inocencia,
he vuelto a pensar: Ya está, lo nuestro ha terminado definitivamente. Esta
noticia nos ha sacado de un punto muerto del que deberíamos haber salido hace
años. Yo estaba alterado. Y me he acordado de que por Brompton Road pasaba un
autobús que llevaba al aeropuerto.
He
bajado al vestíbulo, recuerdo mientras continúo con la mirada clavada en el
panel de salidas, donde se ve sobre todo la palabra retrasado, con el propósito de prolongar hasta la semana que
viene nuestra reserva en el Hotel Rembrandt. Junto a los ascensores cuelga una
copia de un autorretrato del pintor. Le he dirigido un cumplido a la
recepcionista, alemana diría que era, y he decidido aprovechar la oportunidad
para disfrutar del magnífico desayuno del hotel sin tener que oír ningún
reproche. A mi mujer le parece tan mal lo que cuesta la casa que quiero comprar
como lo que cuestan estos magníficos desayunos, pero no hace ningún comentario
sobre lo que cuesta vivir varios meses en un hotel bien equipado, ni sobre lo
que cuesta mantener la casa bien equipada en la que no vivimos. Mientras me
servía unos huevos fritos, pan tostado, tomates fritos, salchichas y beicon, he
pensado: A tu mujer le parecen mal estos magníficos desayunos porque engordo y
no me convienen. No le falta razón. Pero hay cosas igual de perjudiciales para
la salud que no le preocupan lo más mínimo –por ejemplo, la incertidumbre que
provocan sus continuos cambios de opinión, su inexplicable rencor, su obsesivo
cariño por mi desdichado hijo Marco, todo ello causa, sin duda, de mis diversos
trastornos nerviosos–. Mi salud y mi corazón no le preocupan en absoluto a mi
mujer, me he dicho mientras pensaba que un arenque ahumado sería un exceso,
salvo en la medida en que le sirven de coartada para criticar lo que le apetece
criticar por razones tan retorcidas como personales. Pero me encanta el arenque
ahumado. Y en Italia es imposible encontrarlo. La principal es su creciente y
disparatada preocupación por el dinero. ¿Por qué le preocupará tanto?, me he
preguntado. ¿Por qué no venderá la casa? El problema entonces ha sido que, mientras
llegaba una vez más a la conclusión de que el arenque no me convenía, esta
idea, mejor dicho, esta percepción, aunque ni mucho menos nueva, de la manera
en que las objeciones de mi mujer a cualquier cosa que yo haga son siempre
falsamente atribuidas al mejor de los motivos y, sobre todo, a mi salud, mi
corazón o, lo que es más importante, a la salud de Marco, si cabía hablar de
tal cosa, me ha traído a la memoria una nota que garabateé ayer en la guarda de
mi edición abreviada del Esprit des Lois de Montesquieu: En la medida,
escribí, en que el gobierno no sirve al bien público es legítimo desobederlo,
aunque no suele ser ésta la razón por la que yo lo desobedezco.
Cometiendo fraude fiscal, por ejemplo. Y, en cuanto he advertido la existencia
de una relación entre estas dos ideas, es decir, la búsqueda de la manera más
cómoda de disimular los motivos legítimos, la cual parece al mismo tiempo
innata y obsesiva, me he sentido feliz, en forma. Y me he reído también. Pues
sí que pienso con agilidad esta mañana, me he dicho mientras sonreía ante el
generoso buffet que sirven en el Hotel Rembrandt para desayunar. De
pronto me he sentido con una disposición de ánimo inmejorable frente a todo el
mundo, mi mujer incluida. Un arenque pequeño no hace daño a nadie, he decidido.
¡Y qué
acierto ha tenido la dirección del hotel al poner una alfombra tan gruesa en el
comedor! He abierto el periódico –uno de los tres que llevaba– y, tras apoyarlo
cuidadosamente sobre un cenicero y una vinagrera, me he enterado de la decisión
de Tony Blair de prohibir las calculadoras en la enseñanza primaria. Nada más
placentero o más difícil que leer y comer a la vez, que satisfacer el cuerpo y
la mente al mismo tiempo. Y nada mejor para distinguir la mentalidad inglesa de
la italiana que el extraordinario entusiasmo, por no decir euforia, que ha
despertado la elección de un nuevo primer ministro, se me ha ocurrido sólo unos
minutos antes –pero ¿cómo iba a saberlo?– de enterarme del suicidio de mi hijo.
Al tiempo que cogía un pedazo de pan tostado para mojarlo en los tomates, me he
acordado de que Rousseau robaba vino de la cocina de su patrón y buscaba
bizcochos en remotas panaderías para poder luego comer y beber mientras leía.
En la cama. Tan complicado como el sesenta y nueve a veces, me he dicho al ver
que se caía el pimentero. Troppa carne
sul fuoco. He
hecho una señal al camarero para que me sirva más café. En efecto, no hay mejor
indicio de la salud, de la ingenuidad y también de cierta tosquedad de la
mentalidad anglosajona, he pensado tan tranquilo, sin saber que sólo faltaban
unos minutos para que se produjeran unos cambios completamente radicales en mi
vida, que la desmesurada alegría causada por el desalojo de un gobierno que, al
fin y al cabo, los ingleses ya han elegido en tres ocasiones, y la entrada de
otro que seguramente se apresurarán a desalojar en cuanto se cansen de él.
¿Calculadoras?, no gracias, rezaba un subtitular. La alfombra amortiguaba todos
los ruidos de una forma maravillosa. He partido un bollo de pan recién hecho
para rebañar el plato. Esto sería impensable en Italia. Creer no tanto en el
cambio como en el tipo adecuado de cambio. En el progreso, nada menos. Pero
¿cómo puedo explicar esto en el libro? ¿Cómo se levanta un monumento con una
cantidad tan enorme de materiales dispares? Me hacía mucha ilusión la idea de
escribir un libro, algo que no había hecho nunca, y sobre todo un libro
monumental, un libro que describiera la situación de forma definitiva y
absolutamente irrefutable. Esto exigía ser sistemático. Por otro lado, ¿cómo
iba a empezar siquiera si mi mujer no acababa de decidirse por ninguna de las
casas que habíamos mirado? Se negaba a tomar una decisión. ¿Cómo iba a escribir
un libro monumental con las estrecheces y la provisionalidad que supone incluso
la mejor habitación de hotel?